Alta fidelidad y Juliet, desnuda, de Nick Hornby
Rob vive en Londres. Es dueño de una tienda de discos en Holloway, al final de Seven Sisters Road, que se llama Championship Vinyl y está dirigida a los amantes serios del punk, soul, blues y rythm & blues. Por su ubicación y oferta, es exigua la clientela y siempre está al borde del cierre, del que la separan apenas las compras de unos pocos habituales que se acercan los sábados y las ventas por correo. Rob está por cumplir treinta y cinco años y lleva allí buena parte de su vida. No cabe un disco más en esos espacios olorosos a humo y al plástico de las fundas que comparte con Dick, tímido y nervioso, y Barry, un censurador profesional, sus dos empleados también treintañeros, a quienes ha contratado a tiempo parcial pero que han comenzado a ir todos los días.
Duncan reside a varios cientos de kilómetros de Londres, en la pequeña ciudad costera de Gooleness, que ha vivido sus mejores tiempos como destino turístico de la clase obrera en los sesenta y en la que incluso han estado los Rolling Stones, aunque la gente recuerda más al tiburón muerto aparecido en la playa ese año, 1964. Duncan, con poco más de cuarenta, es profesor de inglés en una escuela y creador de la página web ¿Puede oírme alguien?, titulada como una de las canciones de un oscuro álbum del cantautor estadounidense Tucker Crowe, quien tiene dos décadas borrado de la escena pública y hoy casi todos han olvidado, salvo los pocos que visitan este rincón del ciberespacio. Sería cuestión de ponerse a contar, pero es casi seguro que Championship Vinyl y ¿Puede oírme alguien? tienen más o menos igual cantidad de asiduos.
Si el demiurgo responsable de sus existencias los juntara en una estación de trenes y los hiciera conversar lo suficiente para que hablaran de algo más que del enojoso retraso en el servicio ferroviario inglés que los ha hecho coincidir, incluso hasta llegar a las confesiones íntimas que paradójicamente suelen darse entre desconocidos, Rob y Duncan terminarían por hablar de quiénes son y qué hacen y encontrando otras correspondencias entre sus vidas.
Rob, contagiado por Barry, quien se la pasa haciendo listas de los cinco mejores de cualquier cosa, ha identificado a las cinco mujeres que con sus rupturas lo han marcado. Tiene doce o trece años cuando Alison Ashworth lo deja luego de tres tardes en el parque y está en el primer tramo de la juventud cuando Sarah Kendrew se va, ella, “con la que formé una alianza contra todos los abandonistas del mundo y después me abandonó de todos los modos”, recuerda Rob. Entre esas dos, Penny Hardwick, quien nunca deja que le toque los senos y luego lo hace con Chris Thomson, un tipo muy popular de su clase; Jackie Allen, que es la novia de uno de sus mejores amigos, y Charlie Nicholson, mientras estudia en el politécnico: demasiado linda, demasiado inteligente para él, la más definitiva. “Le escribí infinitas cartas, parte de las cuales llegué a enviar, y preparé infinidad de conversaciones, ninguna de las cuales llegamos a mantener: no hubo ocasión. Y cuando recuperé el sentido, al cabo de dos meses de desconcierto, entendí de golpe que había suspendido el curso y que estaba trabajando en una tienda de discos…”, se lamenta. La última en dejarlo es Laura, quien se ha ido con el vecino de arriba, un tipo cuyas proezas sexuales han escuchado los dos mirando al techo. Pese a que no se sentiría mejor si su partida se debiera al deseo de un fogoso amante, Rob prefiere pensar en ese motivo y no en que ha estado con otra durante el embarazo de Laura, infidelidad que probablemente haya contribuido al aborto…
Duncan no ha levantado un inventario similar, pero también es un abandonado por su pareja, Annie, tras quince años de convivencia. Se ha acostado con Gina, una nueva colega. Está muy confundido y, cuarenta y ocho horas después de su infidelidad, se lo confiesa: “Bueno, me sentí atraído por ella de inmediato (…) De hecho hace mucho tiempo que no me sentía atraído por nadie…”. Annie y él nunca han estado enamorados, el suyo es el matrimonio de dos amigos que han hecho casar sus intereses y temperamentos y ha funcionado. Por eso, cuando se siente atraído por Gina y después de disfrutar el sexo con ella, un goce incontrolable, no como sucede los sábados con Annie después de alquilar un DVD, incluso no le parece tremenda la perspectiva de terminar con ella. Después no está tan seguro y más bien siente que ha cometido un error, pero ya es tarde: “Duncan, he perdido la mitad de mi vida contigo. ¿Qué me queda de juventud, de hecho? No voy a perder ni un día más”.
Tienen claro lo que han hecho, pero se les escapa el porqué los han dejado Laura y Annie. Sobre todo a Duncan, quien está lejos de comprender el sentido profundo de las palabras de Annie: su matrimonio no ha funcionado en absoluto y el episodio de Gina solo ha aclarado las cosas. Ella ha vivido con una sensación de tiempo perdido, con un resentimiento que le ha rondado en forma de pregunta: ¿habría sido mucho peor pasar todos esos años sola? Desea un hijo y quizá es injusta si afirma que Duncan no quiere ser padre, pero es verdad que no lo intentan con ahínco, sobre todo porque él pasa bastante del sexo, ya sea con fines reproductivos o no. Annie trabaja en el deprimente museo local y ha comprendido que es el desdén compartido por esa decadente ciudad costera y sus habitantes grises el pegamento de su relación. Se dice a sí misma: “Gooleness era el viento y el mar y lo viejo, el olor a fritura que de alguna forma persistía en el aire incluso cuando nadie parecía estar friendo nada, los puestos de helados que parecían cerrados con tablas hasta cuando había gente alrededor…”. Desea a alguien con inclinaciones creativas, con más vida, no que pierda el tiempo escribiendo miles de palabras sobre un cantante que no le importa a nadie.
Igual le ocurre a Rob, al menos al principio, cuando en su explicación de la partida de Laura prevalece el deseo de una intensa experiencia sexual, más que cualquiera de las otras razones, su aventura con Rosie, la pérdida del bebé, la considerable cantidad de dinero que le debe… Solo después, cuando hace un balance de su vida tras la ruptura, se acerca a la verdadera causa del abandono: claro que Laura resiente lo de Rosie y quizás también ha hecho la conexión entre la infidelidad y el aborto, pero esos no son los determinantes de su decisión, como tampoco la fogosidad de su vecino ni el dinero. Para ella, que se ha graduado de abogada y trabaja en un prestigioso bufete, ha tenido más que ver con un adulto de treinta y cinco años que sigue comportándose como un joven de diecinueve. “Los hombres de verdad no trabajan en una bocacalle silenciosa y desierta de Holloway: trabajan en la City, en el centro de la ciudad, o en una fábrica, en una mina, en una estación de tren, en un aeropuerto, en una oficina. Trabajan en sitios donde trabaja más gente y tienen que luchar para llegar ahí, y puede que por eso mismo no tengan la impresión de que la vida es algo que sucede en otra parte. Ni siquiera me siento como si fuera el centro de mi propio mundo, así que ¿cómo voy a sentir que yo sea el centro del mundo para otra persona? Cuando sale el último cliente y cierro la puerta con llave, de repente me asalta el pánico. Sé que tendré que hacer algo con la tienda: arrendarla, olvidarme de ella, pegarle fuego, lo que sea. Sé que tendré que buscarme un trabajo como los que tienen los hombres hechos y derechos”, se dice un atribulado Rob.
“En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más violento, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía y otras mil cosas que debería haber estudiado en el instituto o en la facultad, incluyendo música”
La corriente de empatía por sus fracasos amorosos y, a fin de cuentas, por ser dos hombres ingleses con crisis de la mediana edad, se convertiría en identificación si Rob (Alta fidelidad, 1995) y Duncan (Juliet, desnuda, 2009), del escritor inglés Nick Hornby, se explicaran mutuamente por qué Championship Vinyl está casi quebrada y ¿Puede oírme alguien? es un sitio ignorado por Google: ambos están convencidos de que las masas no tienen la suficiente madurez emocional ni intelectual para apreciar la buena música.
Hace tiempo que Rob, Dick y Barry han llegado a la conclusión de que una condición para ser una persona seria es tener más de 500 discos. “En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más violento, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía y otras mil cosas que debería haber estudiado en el instituto o en la facultad, incluyendo música”, explica Rob. Asimismo, los tres están de acuerdo en que lo que importa es tu gusto, no solo musical, y no lo que seas o dejes de ser. De hecho, Barry es el autor de un cuestionario de tres páginas con preguntas para todos los apartados de música, libros, cine y televisión, cuyo propósito es saltarse las conversaciones de aproximación y, sobre todo, evitar irse a la cama con una chica que tenga todos los discos de Julio Iglesias. La única vez que lo aplica, la chica lo abofetea con las hojas. “Sin embargo, su idea contenía una verdad importante y esencial, que es precisamente el hecho de que estas cosas importan, y que por eso no sirve de nada fingir que cualquier relación puede ser viable en el futuro, teniendo en cuenta que tus gustos musicales y los de ella difieren violentamente, o teniendo en cuenta que las películas preferidas de los dos ni siquiera se dirigirían la palabra si se encontrasen en una fiesta”, se plantea Rob.
Un día, a Championship Vinyl entra un señor mayor buscando “I Just Called to Say I Love You”, de Stevie Wonder, para regalárselo a su hija por su cumpleaños. Barry le dice que sí lo tienen, pero que no se lo pueden vender. ¿Por qué no? “Pues porque es una mierda sentimentaloide, una horterada. Por eso. ¿Me explico? ¿O es que tiene este local pinta de ser una de esas tiendas de tres al cuarto en las que se venden porquerías como ‘I Just Called to Say I Love You’, eh? Ande, lárguese de aquí y no pierda el tiempo”. Rob, que ha escuchado todo desde la trastienda, le reclama a Barry por ese maltrato porque el negocio no va tan bien como para darse el lujo de despreciar a los clientes que ofenden con sus gustos, pero también porque, debe reconocerlo, ya no le satisface tanta mala leche con quienes llegan pidiendo basura musical.
Se es tolerante por una razón pragmática (son mayores los costos de la represión de la conducta tolerada); por criterios morales (aceptar que cada quien decide cuáles son sus convicciones) y por consideraciones epistemológicas (nunca se puede estar seguro de qué acción, pensamiento o conducta son las correctas). “Por qué considerar que lo nuestro es lo apropiado y no lo de otros. Si surge la duda sobre si nuestras posiciones son las adecuadas o las más justas o merecedoras de atención, ¿por qué no dejar que otros tengan las suyas?”, señala Fernando Vallespín, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid, en su libro La sociedad de la intolerancia (2021), en el que examina la intolerancia como una de las dimensiones de la crisis de la democracia liberal.
Rob reconviene a Barry por la primera de esas razones, un poco por la segunda y definitivamente no lo ha hecho por la tercera: cuando Dick los sorprende a ambos diciéndoles que está saliendo con Anna, una chica que es fanática de los Simple Minds, Rob se queda sin saber qué decir, “pues en nuestro universo esta es una información que rompe esquemas. Odiamos a los Simple Minds. Estuvieron en el número uno de nuestros ‘primeros cinco grupos o músicos que habrá que matar a tiros cuando llegue la revolución musical’. (Michael Bolton, U2, Bryan Adams y, sorpresa, sorpresa, Génesis, que se colaron por los pelos en quinto lugar. Barry también quiso matar a tiros a los Beatles, pero le señalé de pasada que eso ya lo había hecho otro.) Me cuesta entender cómo ha terminado liándose Dick con una fan de los Simple Minds; es tan difícil como imaginarle emparejado con un miembro de la familia real o con otro del gabinete en la sombra. Y no es la atracción que pueda haber entre ellos lo que más pasmado me deja, sino cómo es posible que se hayan juntado”. Dick, mirando a Anna, trata de borrar el desconcierto de Rob diciéndole que “creo que poco a poco va entendiendo por qué no debería serlo, ¿verdad?”.
Sin embargo, no es tan fácil cambiar los gustos musicales. Para empezar, se sabe que el sistema auditivo del feto es funcional a las veinte semanas de la concepción y que, por supuesto, con todos los sonidos de la vida cotidiana de sus madres, también puede escuchar música: Alexandra Lamont, de la Universidad Keele, del Reino Unido, descubrió que los niños, un año después del nacimiento, reconocían y preferían la música a la que habían estado expuestos en el claustro materno. Es una primera influencia en las preferencias musicales a la que sigue el largo período de asimilación de la música de la cultura en que se crece. “Los investigadores señalan los diez años como el momento decisivo para las preferencias musicales. Es en torno a los diez u once años de edad cuando la mayoría de los niños se toman un interés real por la música, incluso los niños que no habían expresado antes interés por ella”, señala el estadounidense Daniel Levitin, psicólogo cognitivo, neurocientífico, músico y productor musical profesional, en su libro Tu cerebro y la música (2006). “No parece haber un punto de ruptura a partir del cual no puedan adquirirse ya nuevos gustos en música, pero la mayoría de las personas tienen formados sus gustos entre los dieciocho y los veinte años. No está claro por qué sucede eso, pero varios estudios han descubierto que es así. Tal vez se deba en parte a que tendemos en general a abrirnos menos a nuevas experiencias al hacernos mayores”.
Al respecto, Levitin recuerda la relevancia de los esquemas, que son los que estructuran nuestra comprensión, “el sistema en el que emplazamos los elementos y las interpretaciones de un objeto estético. Los esquemas alimentan nuestras expectativas y nuestros modelos cognitivos”. ¿Y qué tan capaz es el cerebro de modificar nuestros esquemas?: la capacidad de reorganización del cerebro se llama neuroplasticidad y su flexibilidad es mucho menor en un adulto que en un niño o un adolescente. “Intentar apreciar nueva música puede ser como considerar una nueva amistad teniendo en cuenta que lleva tiempo y que a veces no hay nada que puedas hacer para acelerar el asunto. A nivel neuronal, tenemos que poder encontrar unos cuantos hitos que nos permitan invocar un esquema cognitivo (…) Cada género musical tiene su propia serie de reglas y su propia forma. Cuanto más escuchamos, más se instalan esas normas en la memoria. No estar familiarizado con la estructura puede conducir a frustración o a una simple falta de aprecio. Conocer un género o un estilo es tener en realidad una categoría edificada a su alrededor y ser capaz de categorizar nuevas canciones como miembros o no de esa categoría… y en algunos casos como miembros ‘parciales’ o ‘imprecisos’ de ella, miembros sometidos a ciertas excepciones”. Además, hay que considerar otros condicionamientos: el cerebro pareciera estar construido para apreciar más la consonancia que la disonancia, por ejemplo, y los propios elementos de la música (tono, timbre, ritmo…) pueden obstruir la apreciación de nueva música: si alguien no soporta los sonidos agudos, es poco probable que le guste “el quejido” del violín, igual que si no soporta los tiempos graves, es improbable que aprecie el hip-hop.
“El volumen de tu voz no te define como fanático, sino sobre todo tu tolerancia o intolerancia hacia la voz de tus oponentes”
Rob, Dick y Barry son intolerantes con los gustos musicales ajenos que no se amoldan a sus preferencias y en ese sentido entran en la definición de fanático que hace Amos Oz en Queridos fanáticos (2017), un ensayo sobre el fanatismo político y religioso: “Pero hay otras clases de fanatismo, menos evidentes y menos visibles, que son frecuentes a nuestro alrededor y a veces también en nosotros mismos. Incluso en la vida cotidiana de sociedades normativas y de personas a las que conocemos bien, afloran a veces manifestaciones, no precisamente violentas, de fanatismo (…) Por supuesto, no todo aquel que alza la voz a favor o en contra de algo es sospechoso de fanatismo (…) No todo aquel que tiene posturas tajantes puede ser acusado de tendencias fanáticas. Ni siquiera cuando expresa sus opiniones o sus sentimientos a voces. El volumen de tu voz no te define como fanático, sino sobre todo tu tolerancia o intolerancia hacia la voz de tus oponentes”.
Lo mismo aplica para Duncan, en quien además puede encontrarse otro rasgo distintivo del fanático: el ardiente deseo de cambiar al otro para que sea igual que él. En su caso, el proselitismo persigue que Annie abra los ojos para que vea toda la genialidad de Tucker Crowe: un Bob Dylan o un Keats. No es suficiente con que a ella no le disguste la música de Crowe y le guste mucho Juliet, el álbum más hondo y poéticamente oscuro de esta perdida estrella del firmamento musical, según Duncan. Sin embargo, ocurre lo contrario y es Annie quien le transmite la verdad revelada sobre su ídolo.
“Hay pocos objetos de la historia de la música que inviten más al fetichismo que las grabaciones de un ‘álbum perdido’ que nunca llegó a publicarse porque el sello discográfico (o el artista) perdió la fe, porque el artista tuvo una crisis, porque la banda se disolvió… Smile, de los Beach Boys, es el ejemplo más documentado, pero también tenemos Lifehouse, de The Who, Homegrown, de Neil Young, dos o tres discos de Prince y muchos otros (incluso de bandas más desconocidas como los Mountain Goats y su Hail and Farewell Gothenburg)”, afirma Carl Wilson en Música de mierda. Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop (2014).
Por perdido y de artista, si no desconocido, sí olvidado, habría que sumar a la lista Juliet, Naked, el CD con la maqueta de los solos acústicos del álbum Juliet, que el jefe de prensa de PTO Music le envía a Duncan. En el universo minúsculo de ¿Puede oírme alguien? esas pistas son el equivalente a una reencarnación y que Annie haya abierto el sobre y escuchado el disco sin esperarlo se equipara a una traición. De hecho, ella ha dudado y anticipado que él interpretaría su proceder exactamente así, pero lo hace porque también está harta de la condescendencia de Duncan y de sus aires de entendido. Así que en primer lugar escucha el disco y luego, tras leer su reseña, que le parece exagerada sobre los méritos de Juliet, Naked, escribe su propia apreciación y le pide que la publique en el sitio web: no está de acuerdo con él, de ninguna manera este álbum supera a Juliet.
A Duncan le horroriza la incapacidad de Annie para reconocer la grandeza de Juliet, Naked. Su reseña está bien escrita, pero al mismo tiempo es bastante equivocada. “¿Cómo se las había arreglado en el pasado para leer o ver o escuchar algo y llegar a la conclusión correcta sobre sus méritos? ¿Había sido sólo suerte? ¿O era simplemente el tedioso buen gusto de los suplementos dominicales de los periódicos? (…) Esta vez Duncan había tenido ocasión de ver cómo Annie llegaba a sus propias conclusiones, y había resultado un fiasco”, anota el narrador de Juliet, desnuda. Sin embargo, no puede negarse a publicarla: que sean los otros quienes la juzguen. Entre los poquísimos correos que recibe Annie (no serían muchos, en cualquier caso, incluso si todos los visitantes de la página le escribieran), los siguientes, según la voz que relata: “El primero se titulaba ‘Tu reseña’. Era muy breve. Decía simplemente: ‘Gracias por tus amables y perspicaces palabras. Las agradezco de verdad. Mis mejores deseos, Tucker Crowe’. El encabezamiento del segundo era ‘PS’, y decía: ‘No sé si sales con alguno de esa página, pero todos me parecen una gente muy extraña, y te quedaría muy agradecido si no les pasaras mi dirección’”.
A los días, en un tercer correo como respuesta a la inquietud de Annie sobre si se trata en verdad de él y no de algún gracioso que se burla de ella, Tucker le revela por qué desapareció y que tiene cinco hijos de cuatro mujeres, entre otros datos biográficos de los que no tienen ni idea Duncan y sus otros aduladores. Sobre Juliet, Naked, le escribe: “Me había olvidado totalmente de la existencia de esas demos de Juliet hasta hace unos meses, cuando alguien que conocí hace tiempo las encontró en una estantería de no sé dónde. Fue el que consiguió sacarlas luego en CD; pero no me importó, e incluso estoy de acuerdo con cada una de tus palabras sobre que era material en bruto: trabajé y trabajé en las canciones, y lo mismo hizo mi grupo, y la idea de que una persona con oídos pudiese escuchar aquellas dos grabaciones y concluir que la esquemática y pésima es mejor que la que nos hizo sudar sangre me deja perplejo. (Para ser sincero, al tío que grabó esas versiones piratas le tiraría a la cabeza la colección entera, los ciento veintisiete álbumes que tan disparatadamente alardea que tiene, y le prohibiría volver a escuchar música en su vida.) Pero la publicación de Naked fue un modo de recordarme que un día fui capaz de hacer algo...”.
Lo que sigue hace que Duncan se cuestione profundamente y se resquebraje la máscara de su asumida superioridad, que le ha llevado a desestimar la crítica de Annie y antes a despreciar a todos los habitantes de Gooleness por incultos. Su aflicción se nos describe así: “Duncan no era hombre dado a arrepentirse de las cosas, al menos hasta hacía poco. En el curso de las últimas semanas se había sorprendido deseando haber hecho de forma diferente un montón de cosas. Había sido impulsivo, y ansioso en extremo, y falto de juicio. Había entendido mal muchas cosas, y se odiaba por ello. Y lo que peor había entendido —comprendía ahora— era Juliet, Naked. ¿En qué había estado pensando? ¿Por qué había reaccionado como lo había hecho? ¿Cómo había podido llegar a la conclusión de que Juliet, Naked era —en algún sentido— mejor que el original? (…) ¿A quién le interesaba ver las viejas y mohosas entrañas de una obra de arte? Les interesaba a los eruditos, y él era un erudito. ¿Pero cómo había llegado a la conclusión de que era mejor que el original? Conocía en parte la respuesta a aquella pregunta: había tenido acceso a Juliet, Naked antes que cualquiera de sus pares, y haber colgado en la página una crítica diciendo que era un álbum anodino y sin el menor interés habría echado por tierra toda su ventaja. Pero eso es el arte, a veces —había presentido siempre—: algo que confiere ventaja. Él había conseguido esa ventaja pagando un precio. Era como una moneda en su poder, pero el tipo de cambio había resultado ruinoso. ¿Por qué no había descolgado ya la maldita crítica de la página?”.
Sin saberlo, Duncan ha actuado dándole la razón al sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), quien en un libro por mucho tiempo canónico, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979), postuló que los gustos son armas estratégicas, capital simbólico que se usa tanto para distinguirse de quienes se encuentran en un estatus social inferior como para impulsar el acceso a un estatus superior que se cree merecer. Según su tesis, el valor estético de cualquier objeto artístico no es intrínseco a este, sino algo que se construye socialmente. En el extremo contrario se encuentran los esteticistas, quienes otorgan una cualidad de excepción al objeto y la experiencia artística: son sublimes e inasibles, inexplicables.
Entre el sociologismo y el esteticismo, una posición representada por Antoine Hennion, también sociólogo y también francés, quien no reduce las cosas a su significado y más bien propone que tienen entidad propia a tomar en cuenta en cualquier análisis. Él sostiene una teoría de la mediación. “Considera que no hay que tomar la música como un objeto de buenas a primeras porque esta es en sí misma un evento donde no es posible disociar la música propiamente dicha de sus mediaciones: instituciones, objetos técnicos, instrumentistas, instrumentos, espacios físicos, técnicos, etc. La música es la relación de mediación que pone a estos mediadores a trabajar entre sí. Es decir, la música es en sí misma una relación social, un hacer inextricablemente ligado con prácticas que no son musicales en un sentido estricto sonoro y con tecnologías y dispositivos que imprimen su huella en la música que se produce. Por ello, no debe ir a buscarse lo social en la música —convirtiendo a esta en un reflejo, una expresión, una metáfora, una manera de manifestación de lo social— porque la música ya es social y produce sociedad por sí misma (…) En particular, la idea de mediación no remite a los contenidos de ninguna teoría acerca de las mediatizaciones de la industria cultural, en tanto medios de producción, circulación y difusión de las obras musicales. ‘Los mediadores no son simples portadores de la obra musical, sino que la constituyen’”, señala Ornela Alejandra Boix en el ensayo “Antoine Hennion: música y gusto en una sociología de las mediaciones”, publicado en Estudios del arte. Una mirada transdisciplinaria, de la editorial de la Universidad Nacional de la Plata, Argentina.
Esto mismo dicho por un músico, David Byrne, escocés de nacimiento y nacionalizado estadounidense, exlíder de la banda Talking Head y ganador del Oscar por la música de El último emperador, suena así en su libro Cómo funciona la música (2012): “La música puede ayudarnos a superar momentos difíciles de la vida, cambiando no solo cómo nos sentimos por dentro, sino también cómo sentimos todo lo que nos rodea. Es muy poderosa. Ya en mis inicios, no obstante, me di cuenta de que la misma música puesta en un contexto diferente puede cambiar no solo la manera en que el oyente la percibe, sino que puede también darle un significado enteramente nuevo. Según dónde la oigas —en una sala de conciertos o en la calle— o cuál sea la intención, la misma pieza musical puede resultar una intromisión molesta, desagradable y ultrajante, o puede hacerte bailar. Cómo —o cómo no— funciona la música depende no solo de lo que es aisladamente (si se puede decir que tal condición existe), sino en gran parte de lo que la rodea, de dónde y cuándo la escuchas, de cómo es ejecutada o reproducida, de cómo se vende y se distribuye, de cómo está grabada, de quién la interpreta, de con quién la escuchas, y finalmente, por supuesto, de cómo suena: estas son las cosas que determinan si una pieza musical funciona —si logra lo que se propone conseguir— y qué es” (para cada quien, habría que agregar).
Post scriptum:
Leerlo o verlo
Nick Hornby tiene una carrera literaria que dialoga con el cine y la televisión. Alta fidelidad fue llevada al cine en el 2000 y dos décadas después a una serie televisiva de 10 episodios, y Juliet, desnuda se estrenó en 2018. Ese año, la revista GQ hizo un balance de las adaptaciones cinematográficas de sus libros y de las cintas en las que Hornby había sido guionista. Mientras, en Imdb puede consultarse una lista más actualizada sobre el trabajo del autor inglés en la gran y pequeña pantalla.