top of page
Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Abismo y utopía

El traductor, de Salvador Benesdra


 


 

A sus treinta y seis años, Ricardo Zevi hacía rato que había despertado del sueño de una sociedad justa y feliz, y se mantenía en una vigilia desencantada que el malogrado Gorbachov y la desintegración de la Unión Soviética no habían venido más que a consagrar. Mientras, el lado amoroso de su existencia era un extenso y doloroso historial de relaciones frustrantes que, por lo general, finalizaban de manera similar, con las voces de ellas, no muy apesadumbradas, incluso como aliviadas, sonando a través del teléfono negro de su buhardilla para comunicarle que no querían verlo más después del tiempo que habían compartido, nunca demasiado largo.  

 

Pero todo eso estaba por cambiar porque la vida pronto lo iba a colocar en posición de incidir en la realidad, a él, que si descontaba la repartición de volantes subversivos durante su adolescencia trotskista, no había sido un hombre de acción. Los casi tres años en los que Ricardo estuvo ocupado en seguir una dirección en lugar de estarse preguntando por las causas de nada, en los que sintió por primera vez que tenía la felicidad al frente y era su entera responsabilidad alcanzarla y en los que, en definitiva, se sacudió la parálisis inducida por sus fracasos amorosos y abandonó su desencanto político inmovilista explorando —hasta el extremo de lo condenable y la locura— las condiciones de posibilidad de cambio presentes en su existencia desesperanzada, están contenidos en las seiscientas treinta y ocho páginas que tiene El traductor, de Salvador Benesdra, en la segunda edición de Ediciones La Flor (2003).

 

(El traductor tiene muchísimos puntos de encuentro con la vida de Benesdra, quien se suicidó en 1996, como se deduce con facilidad al leer sobre el autor argentino y ver el documental Entre gatos universalmente pardos [2018], de Damián Finvarb y Ariel Borenstein. Sin embargo, antes que la clave autobiográfica, a comprender el vértigo causado por su lectura me ayudó más tener presente lo que advierte el español Rafael Huertas, expresidente de la Sociedad Española de Historia de la Medicina, en su obra La locura [2014]: “Independientemente de la etiqueta diagnóstica que se aplique [depresión, paranoia, esquizofrenia, etc.], la psicosis es, por encima de todo, un drama intenso y solitario. Una quiebra, una ruptura de tal calibre que implica tener otra verdad, ser poseedor de otro saber, otro tipo de conocimiento, otro tipo de certeza […] Certezas que no son entendidas ni compartidas por los demás, de ahí la soledad y la incomprensión, pero también, en el peor de los casos, el horror, el vacío, la perplejidad. Por eso no es bueno idealizar la locura. En ocasiones, la figura del loco [del psicótico] ha ejercido una gran fascinación, se le ha llegado a considerar un héroe contracultural, aquel capaz de no entrar en el juego de una sociedad alienante. Pero por muy crítico que se pueda ser con la sociedad de consumo o con el modo de producción capitalista, buscar este tipo de complicidades es tan frívolo como peligroso. El loco no es un sujeto que se ha liberado de las ataduras e imposiciones sociales, es una persona que sufre enormemente, que vive al borde de un abismo angustioso”).

 

El primer lado estremecido fue el sentimental y el temblor lo encarnó una muchacha, de singular belleza de herencia indígena, que se acercó a la mesa del bar donde estaba Ricardo para ofrecerle un folleto de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y, como interpretaría él mucho después, tendría vasos comunicantes con otro movimiento suyo, más trascendental. Para su sorpresa, la conversación casual se convirtió en paseo y este en un beso, en una sucesión asombrosa de rápidos hechos que lo dejaron dudando de lo ocurrido y, más, de que volvería a verla.  “Ni la euforia ya desdibujada de mis venas ni la suma de todas las pequeñas convicciones corporales que forman nuestro sentido de la realidad podían ser prueba suficiente de que un encuentro había sucedido, de que una puerta por fin se había abierto por donde yo pudiera ingresar al mundo en el que las cosas pasan, no se sueñan”.

 

Se llamaba Romina, tenía veinticuatro años, era originaria de Salta, se había venido a Buenos Aires porque el novio con quien quiso casarse tenía otra mujer y su horizonte intelectual se agotaba en las trivialidades de la Biblia: no, no había leído El Principito, solo había visto un programa de televisión donde mostraron los dibujos… No parecía ser el tipo de mujer que atrajera a Ricardo, un políglota con una vasta cultura literaria y política. Sin embargo, así fue y ni siquiera lo que comprobó a los pocos días —y le ayudó a explicarse lo insípido del beso del primer encuentro— lo convenció de abandonar la realidad y retornar a su estado contemplativo.

 

“Romina no finge para nada. Al contrario, entra en trance. Solo que es un trance que nunca le llega a la vagina, y que la mayoría de las veces es un trance de rechazo, de ausencia, en lugar de aceptación. Cuando le da el de aceptación se le detiene en los ojos, en la cara. A lo sumo le llega a los pechos. Pero donde le llega la transfigura. Te lo juro que la vuelve una diosa…”, le contó a un viejo amigo, quien le aconsejó que la dejara pasar: “¡Turco! Haceme caso. ¡Por favor! ¡Hace tres meses que te la venís cogiendo todos los días, no pasa nada y vos insistís en que el problema podés ser vos! ¡Decile que se haga coger por todo el III Cuerpo del ejército o el que tenga asiento en Salta y si mejora que te venga a ver!”.

 

Pese a su desencuentro fundamental, Ricardo sentía que debía insistir. Se hicieron una rutina de cenas, idas al cine, encuentro con sus amigos, mientras su verdadero intercambio se compuso de enseñanzas, aprendizajes y adiestramientos. Romina aprendió a nadar y a jugar ping-pong, se interesó por el inglés y accedió a algunas lecturas que, sin embargo, chocaban con su credo religioso y terminaban en fuertes discusiones y acusaciones contra él, que según ella buscaba manipularla con sus libros de izquierda y la teoría evolucionista. Era una relación con intermitencias y Romina solo parecía que iba a correrse en las primeras dos o tres noches tras cada reencuentro, luego retornaba a su gelidez sexual. Sobre el bloque de hielo que era la protestante en la cama, Ricardo se ayudaba repasando escenas pornográficas cuando la penetraba y ella miraba la pared. Después, se dio a pensar que Romina sí llegaba al clímax con otros y se la figuraba gozando con hombres anónimos mientras era él quien bombeaba sobre aquel magnífico cuerpo indiferente: que deseara a otros estando con él era preferible a que en realidad fuera frígida. Cuando su imaginario de infidelidades se agotó, Ricardo le propuso que tuviera relaciones sexuales con otros hombres. “Creer que una mujer lo desea a uno cuando ella contempla con olímpico desprecio los esfuerzos amatorios que uno le dedica, es imposible. Pero suponer que ella tiene enormes reservas amatorias escondidas aunque aptas solo para otros, está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a correr el riesgo de la autodestrucción para encender el cuerpo de una mujer”, fue su razonamiento.

 

Era eso o separarse.

 

Fue tal la violencia de su propuesta, que Ricardo sintió brotar una voz externa que no le pertenecía, pero que actuaba en su representación, con todos los derechos y responsabilidades de su persona. “Romina se debatió con toda la fuerza de sus lágrimas y sus argumentos contra la opción de hierro que le planteaba la voz (…) Seguía con el alma hecha pedazos la lucha entre la voz y Romina. Era como si estuviera viendo una película desgarradora que a su drama conmovedor sumaba el suspenso de insinuar un final siniestro”. Tras el fracaso de la infidelidad inducida para desatar su sexualidad, esa misma voz la mantuvo amarrada y amordazada en la cama hasta que, a golpes, la obligó a prostituirse. “Una voz que ya me sonaba familiar se abrió camino hasta mi garganta. Imitando el tono que había usado Romina la voz le dijo a ella: ‘¿Que/no/te/pego? ¡Te/voy/a recagar/a palos/guacha-de-mierda! (…) ¡Vos vas a ser mi puta aunque te tenga que romper el culo a patadas!’”.

 

Ricardo encontró en su trabajo un bolsón de aire para salvarse de la asfixia que era su vida con Romina. Seis años atrás, había ingresado a la editorial Turba como oficinista y ahora era el traductor de planta, una figura extraña, pues lo usual en el sector era contratar traductores externos cuando se les precisaba. Su ambición, sin embargo, era convertirse en el lector de la empresa, oportunidad que pareció abrirse cuando, sin que nunca se supiera por qué, despidieron a quien ocupaba ese cargo. Se abría una rendija para su ascenso, pero se ensanchó de tan mala manera que por el abismo inesperado cayeron él y la paz laboral de Turba. De momento, no le ofrecieron el puesto de lector, pero sí asistir al director de una nueva colección, “Facetas”. Era una corresponsabilidad por un lapso limitado y que le pagarían en negro, pero Ricardo se entregó con todo el entusiasmo que le nacía de mantenerse alejado de su turbio círculo doméstico y de la perspectiva de convertirse en la persona cuyas opiniones eran la clave de qué se publicaba.

 

“Facetas” fue un éxito que consolidó a la editorial como emblema cultural y Ricardo se “encontraba a menudo fantaseando que Turba iba influyendo con sus ediciones sobre la evolución política del país. Me imaginaba que ampliaba su colección sobre las formas de democracia para hacer un balance de todas las formas de organización social y una autocrítica de más de medio siglo de autoritarismo en la izquierda, tanto el de su socialismo de Estado como el de sus organizaciones partidarias, que tanto copiaban los vicios que criticaban en el poder. De eso iban surgiendo toda una serie de opciones nuevas para resucitar a la izquierda y, con la intención de acabar de cuajo con la propia rémora, la editorial daba el ejemplo instaurando un funcionamiento democrático en todas sus estructuras y cooperativizando la empresa. Por supuesto que eso lo había soñado más de una vez porque eran aspiraciones que se desprendían de mi propia historia. Pero las había enterrado hacía muchos años y el derrumbe del socialismo autoritario no las había hecho reverdecer. Fue empezar a progresar en Turba lo que les dio de nuevo vida. Pero sobre todo las resucitaron las ganas de demostrarle a Romina que la izquierda no era una enfermedad infantil y masturbatoria de la humanidad”, ahora que ella estaba estudiando Administración de Empresas y se hallaba adherida a todo lo que él había repudiado en su vida.

 

En contrapunto con la obsesión utopizante de Ricardo, el clima laboral comenzó a ser corroído por prácticas gerenciales incompatibles con una editorial progresista de la que algunos llegaron a preguntarse si no estaba reviviendo a la izquierda con la demolición de sus iconos, desmontando la imagen pasada de la izquierda para que, en el mismo lugar, surgiera algo nuevo. Lo emergente, sin embargo, fue un proceso de automatización que dejó a varios trabajadores desubicados, un paquete de retiros voluntarios, una política de promociones y bonos arbitrarios que astilló el descontento generalizado del personal y una amenaza latente de despidos, todo enmarcado en la venta de Turba a un consorcio español. Ricardo no había estado nunca muy integrado a su entorno de trabajo, pero desde la despedida del lector, cuando casi sin querer dio la idea de realizar un petitorio a la empresa para reconsiderar esa cesantía, se encontró en el centro de las reivindicaciones laborales y llegó ser votado para integrar la representación sindical. Fue un protagonismo que le cobraron: lo apartaron de “Facetas”, una joven rubia sin talento ocupó su papel de traductor y dejaron de encargarle tareas de cualquier tipo. A propósito de sus fracasos amorosos, Ricardo sabía que “la realidad tiene esa cualidad única de poder despejar como un viento de hielo, sin derroche alguno de argumentos, los vapores más densos de la fantasía”. Pues bien, esa misma realidad pintaba ahora de negro el paisaje utópico de sus ensoñaciones: “Las condiciones estaban claras. Yo tenía que encontrar la felicidad bajo esas coordenadas: casi casado con una puta frígida, sin más trabajo que un puesto ocioso en una empresa que estaba a punto de estallar por sus conflictos laborales pendientes, y sin la menor idea de lo que podría hacer de mi vida cuando pasara ese caos al que solo soportaba pensar como transitorio”.

 

Fue entonces cuando creyó comprender lo que Romina significaba en su vida: era una santa. “Romina debía tener la clave de nuestra relación, debía haber poseído desde el inicio en las cifras proféticas de esa religión aún viva en sus ritos adventistas cotidianos el secreto de nuestro encuentro y nuestra comunión”. En la onda de esa epifanía, casi sin notarlo, “me encontré la mayor parte de tiempo sumido en un estado de alerta universal, omnidireccional, privado de toda selectividad”, lo que le abrió el camino de una arbitrariedad deductiva que terminó arrojándolo en los brazos de la convicción de que él era uno de los primeros en sentir el advenimiento de una nueva era de paz y felicidad para toda la humanidad. “Me imaginaba que lo que me tocaba vivir a mí no era más que la punta de un iceberg cuya masa se sumergía en las mentes de todos los habitantes del planeta, que estaban alumbrando lentamente un nuevo hombre. Era la marcha de la libertad, que tras cuajar en una maduración lentísima de las estructuras sociales a lo largo de los siglos empezaba ahora a liberar a los hombres de sus propias cadenas interiores, los tabúes, la represión intrapsíquica, el temor y la desconfianza mutuos”. Durante semanas de una febril actividad mental, en las que casi no durmió, Ricardo osciló entre la excitación por lo ineluctable de ese gran cambio, que no se concretaría por una revolución ni por un conjunto de reformas, sino mediante una revelación, y el terror de que ese destino redentor sucumbiera a manos de las fuerzas del miedo y del odio.

 

Era demasiado lo que estaba en juego como para que se tratara de una batalla solo terrestre: los diques contra la reacción lo construirían extraterrestres. Si Ricardo no sabía cómo elevarían esos muros de contención, sí percibía “con una certidumbre extendida por todo el cuerpo que los extraterrestres solo estaban reanudando de la manera más estrecha una comunicación que siempre habían mantenido difusamente con los hombres, provocando con sus señales confusas las crisis místicas de los inspirados, dando un golpe aquí y allá en la historia humana, para ayudarla a encontrar su camino cuando en la propia Tierra se nublaba la visión. Ahora estaban aquí, de cuerpo presente, para contar toda la verdad. La verdad que no podía atraparse en las redes de la razón, la verdad que podía poner orden en un mundo que se hundía en la sinrazón, la verdad que brotaba como lava en un cosmos conmovido por la amenaza inconcebible de una ruptura en un equilibrio fundamental. Y para empezar a revelarla, Ricardo, habían elegido a alguien como vos: un judío, del pueblo frontera entre Oriente y Occidente, del pueblo paria que se nutría de todas las culturas y todas las lenguas”.

 

Sin atisbo de duda sobre el contacto con los extraterrestres y la misión que le tocaba cumplir, afín a su linaje e historia personal, Ricardo se vistió con su único traje y su única corbata y salió a caminar por Buenos Aires, sin rumbo predeterminado. “Caminé y caminé hasta sentir que tenía toda la ciudad resonando en armonía para el momento crucial. Pero justo cuando la miríada de pequeños mensajes y claves empezaban a cuajar en una instrucción precisa, la noche se fue apagando, los locales se cerraron sobre sí mismos, y me encontré solo en una plaza al amanecer, con la intuición terrible de que el contacto directo no se haría por medio de otros humanos, sino directamente con esos seres que ahora empezaban a evocar para mí un peligro de muerte y oscuros temores de traición”.

 

En ningún momento, mientras estuvo imbuido en su hipóstasis, llegó a pensar en su experiencia como propia de lo que la sociedad llamaba locura, pero justo porque él creía que no estaba enfermo, era que el jefe de psiquiatría, del hospital T.J. Borda, le estaba exhortando a tomar sus medicamentos, si no, la rehabilitación iba a ser más larga. Lo de su desarreglo mental lo había pensado en primer lugar la vecina que lo encontró en su portal, quien llamó a la policía después de que ese desconocido le dijera, con un gesto extraño, que lo dejara tranquilo; luego el oficial, quien no obtuvo respuesta de alguien que permaneció en silencio, mirando al vacío, ante sus indagatorias; finalmente, el médico competente del palacio Judicial, que le diagnosticó demencia autista y recomendó su internación. Al noveno día de su ingreso, Ricardo logró huir saliendo por la puerta principal para tomar un taxi, como si el Borda, en lugar de un nosocomio donde se practicaban los métodos ortodoxos de la psiquiatría —a él le habían fracturado un meñique, amarrado a la cama e inyectado dosis caballares de una droga que le produjo veinticuatro horas de sueño—, fuera un centro de la antipsiquiatría, donde estaba abolida la estructura autoritaria jerárquica del médico y se reconocía que el loco podía representar la autoridad central.

 

Cuando se encontró con Romina, “lejos de toda pretensión extrasensorial o interplanetaria me aferré a su cuerpo con todas mis fuerzas, dejé caer unas lágrimas, y finalmente lloré, lloré como un condenado, como nunca lo había hecho en presencia de otra persona”.

 

bottom of page