Homer y Langley, de E.L. Doctorow
“¡Paren el mundo… Quiero bajarme!”
Ni nuestra singular roca puede sustraerse de la fuerza gravitacional ni hay certeza de que exista otro lugar habitable en el universo, de modo que lo de apearse del mundo y seguir viviendo tiene sus dificultades. En estos días circuló la noticia sobre el reciente descubrimiento de un exoplaneta que, al parecer, tendría condiciones para albergar vida. “Podría ser un mundo oceánico, pero creemos que se parecerá más a la Tierra o a Venus. Lo más plausible es que sea casi completamente rocoso, con una fina atmósfera de nitrógeno y vapor de agua y con poca agua líquida en superficie. Un mundo habitable, pero cálido y árido”, describió a un diario español uno de los astrofísicos firmantes del hallazgo. Lo bautizaron Gliese 2 b y está apenas a 40 años luz: un pequeño paso astronómico, pero una gran e infranqueable distancia para la humanidad.
Aun así, Littlechap —el payaso protagonista del musical británico de 1961 Stop the World – I Want to Get Off!, que fue un éxito en Broadway al año siguiente y una película en 1966— pedía en repetidas oportunidades a la audiencia circense que le permitiera desmontarse. Estaba casado con la hija de su jefe, Eve, tenía un hijo y una carrera profesional en ascenso en la fábrica de su suegro, pero la continua sonrisa de la fortuna no le borraba la tristeza de la insatisfacción con cada acontecimiento de su vida y buscó la felicidad en los brazos de Anya, una funcionaria rusa; Ilse, la empleada doméstica alemana, y Ginnie, una cantante de cabaret estadounidense. Para cuando se dio cuenta de que el amor de Eve era todo cuanto necesitaba para ser feliz, ya era tarde.
Littlechap se limitó a implorar, pero no han sido escasas las tentativas de proscribir el mundo. Una muy singular la relató Nathaniel Hawthorne en 1835. El señor Wakefield le anunció a su esposa que se iba por una semana al campo y se ausentó durante veinte años con la simple acción de mudarse a la calle contigua a su casa en Londres, sin que su mujer ni sus amigos supiesen nada de él en todo ese tiempo. “Se las había ingeniado para apartarse del mundo —o más bien lo había conseguido casualmente—, para desaparecer, para abandonar su lugar y sus privilegios con los vivos, y todo sin ser admitido entre los muertos”. Tomó su extraña decisión para alcanzar un objetivo, pero ni siquiera meditando mucho sobre él era capaz de definirlo. “Tanto la imprecisión del proyecto como el empeño compulsivo con el que se lanzó a ejecutarlo, son en igual medida algo digno de un alelado”.
Casi un siglo después, Hermann Hesse narró en 1927 el intento de Harry Haller —talentoso escritor, conocedor de Mozart y de Goethe, autor de originales observaciones sobre la metafísica del arte, el genio y lo trágico—, quien quería bajarse del mundo porque no compartía sus fines y no le llamaban la atención sus placeres: detestaba, odiaba y maldecía “esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente”. Ahora, que pudiera identificar con claridad la razón para apartarse de todo no significaba que tuviera la fuerza espiritual necesaria para llevar ese propósito hasta sus últimas consecuencias. Aunque había logrado equiparar soledad con independencia, no desdeñaba por completo la quietud, el orden, la limpieza y la domesticidad, y disponía en el banco de unos cuantos valores industriales que le reportaban significativos intereses, que iba gastando sin remordimientos de conciencia. “Ciertamente que Harry Haller se había disfrazado en forma maravillosa de idealista y despreciador del mundo, de anacoreta lastimero y de iracundo profeta, pero en el fondo era un burgués”.
Por su parte, E.L. Doctorow contó la historia del aislamiento voluntario de Homer y Langley en una novela homónima publicada en 2009. Los hermanos Collyer no sufrían como Littlechap por estar en el bucle schopenhaueriano de deseo-satisfacción-aburrimiento-deseo. Ni eran de pensamientos lentos y carácter adocenado como el protagonista de Wakefield, con cuya insólita invisibilidad Hawthorne advirtió la insignificancia individual dentro del confuso mundo donde “las personas están pulcramente adaptadas a un sistema, y los sistemas engarzados entre sí y a un todo” —unos cien años antes de que José Ortega y Gasset hablara del hombre conformista, acrítico e irreflexivo, un ser indiferenciado arrastrado por la corriente informe de la mayoría, en La rebelión de las masas (1930)—. Tampoco experimentaban la dolorosa consciencia de la multiplicidad del ser, como el protagonista de El lobo estepario, donde Hesse retrató el espíritu escindido de un hombre que se enfrenta a una realidad cambiante en la que ya no “encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento”.
El autoexilio de Homer y Langley en su casona de la Quinta Avenida de Nueva York respondía al deseo de vivir sin tutelas sociales. “Reconozco haber sentido en momentos íntimos, normalmente poco antes de quedarme dormido, que si uno se atenía a los valores burgueses convencionales, podía ver en los hermanos Collyer el fin de un linaje. Entonces me enfadaba conmigo mismo. Al fin y al cabo, vivíamos vidas originales y autodirigidas, sin dejarnos intimidar por las convenciones… ¿No podíamos ser acaso la expresión suprema del linaje, un florecimiento del árbol genealógico?”, se decía a sí mismo Homer cuando la noticia de dos excéntricos viejos que vivían encerrados, con contactos mínimos y conflictivos con el resto de la sociedad, ya había aparecido en los diarios. Él era menos radical que Langley en los motivos para llevar una existencia encapsulada: “¿A quién le importa quiénes eran nuestros distinguidos antepasados? Qué sandez. Todos esos censos, todos esos archivos, dan fe solo del engreimiento del ser humano, que se da a sí mismo un nombre y una palmada en la espalda y se niega a reconocer lo intrascendente que es su existencia para los vaivenes del planeta”. La esperanza de Langley se reducía a que de pronto “se desencadenase una guerra nuclear mundial en la que la especie humana se extinguiese, para gran alivio de Dios… que se daría las gracias a sí mismo y tal vez dedicase su talento a crear una criatura más ilustrada en algún otro planeta totalmente nuevo”.
Su encierro avanzó de forma progresiva y podría decirse que su voluntad de aislamiento fue anticipada y condicionada por la ceguera de Homer —paulatina desde antes de que cumpliera los veinte años— y el impacto de la Primera Guerra Mundial en el equilibrio mental —y en los pulmones— de Langley, quien se dio de baja por sí mismo: por su deserción, la policía militar cada cierto tiempo se llegaba hasta la mansión de la Quinta Avenida. “Yo abría la puerta cada vez y juraba que no había visto a mi hermano, y no mentía. Y ellos advertían que yo miraba el cielo mientras hablaba y se batían en retirada”. Esas visitas, a su vez, fueron el preludio de los muchos líos que enfrentarían en el futuro con la ley y las instituciones de la ciudad.
Después de que murieran el padre —médico— y la madre debido a la epidemia de gripe española en 1918, en la magnífica casa de estilo victoriano los hermanos Collyer se quedaron conviviendo solo con la criada más antigua, Siobhan, y la cocinera negra, la señora Robileaux. Homer y Langley tuvieron entonces una época de despilfarro, yendo casi cada noche a tal o cual club, donde mujeres en faldas cortas les hablaban entre nubes de tabaco mientras les palpaban la entrepierna. Eran los años de la Ley Seca y en esas correrías llegaron hasta conocer a un gánster, Vincent, quien años después se encontraría con los hermanos en circunstancias muy comprometedoras para sus vidas, la de ellos y la del mafioso. No sería la única vez que la onda expansiva de las turbulencias del mundo llegaría a sus puertas: desde el cine sonoro, el jazz y la Gran Depresión hasta la Segunda Guerra Mundial y el movimiento contracultural.
Cuando ocurrió la crisis de la bolsa de Nueva York, las finanzas de los Collyer estaban maltrechas por la vida disipada a la que se habían entregado y por algunas malas inversiones, pero se encontraban lejos de pasarla tan mal como la gran mayoría. Fue por esos años cuando Langley tuvo la idea de organizar bailes con merienda en los espaciosos salones de la casa, tal y como en el pasado habían hecho sus padres, quienes de cuando en cuando recibían a sus amigos para bailar y picar a media tarde. Aunque quizás la idea ya se le había ocurrido tiempo atrás, cuando el nieto de la cocinera, Harold, un muchacho que llegó de Nueva Orleans con una maleta y una trompeta, ensayaba con los Harold Robileaux Five y la gente, que primero se aglomeraba en la acera para escucharlos, terminó entrando a la casa. Al principio, los bailes los organizaron para sus amistades y los conocidos de estos, pero luego cobraron una tarifa simbólica —apenas lo suficiente para cubrir los gastos de organización— y dejaron entrar a todo el que pudiera pagarla. Se hicieron muy populares, hasta que Langley se negó a dar una parte de lo recaudado a un policía corrupto y la casa fue allanada con la violencia y el estrépito de una acción en una guarida de gánsteres.
“Aunque por supuesto en su momento no fui consciente de ello, esa época marcó el inicio de nuestro abandono del mundo exterior. No fue solo la redada y la mala opinión de los vecinos ante nuestros bailes, claro que no. Los dos habíamos fracasado en nuestras relaciones con las mujeres, una especie que ahora en mi cabeza pertenecía bien al cielo, como mi querida e inalcanzable alumna de piano Mary Elizabeth Riordan, o bien al infierno, como sin duda era el caso de Julia, esa ladrona embaucadora (…) Mi imagen de mí mismo como ser defectuoso me inducía a pensar que el aislamiento era el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. No es que este fuera mi estado de ánimo permanente; con el tiempo saldría del desaliento para descubrir a mi verdadero amor —como tú bien debes saber, mi querida Jacqueline—, pero lo que yo había perdido entonces era el vigor mental que proviene de la felicidad natural de saberse vivo.
”Langley había reconvertido su amargura de posguerra en una vida del espíritu iconoclasta desde hacía tiempo. Al igual que con la brillante idea de los bailes, en adelante procedería a la ejecución plena y desinhibida de cualquier plan o fantasía que se le ocurriese”.
Fueron varios y todos disparatados, pero el proyecto estrella de Langley fue coleccionar periódicos con el propósito de crear una edición que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día. “Por cinco centavos, decía Langley, el lector dispondrá de un retrato en letra impresa de nuestra vida en el planeta. Los artículos no incluirán detalles concretos como los que se encuentran en los diarios normales, porque aquí la verdadera noticia es la Forma Universal de la que cualquier detalle concreto sería solo un ejemplo. El lector estará siempre al día, y al corriente de lo que sucede. Tendrá la certeza de que lee las verdades indiscutibles del momento, incluso la de su propia muerte inminente, que, como corresponde, constará en forma de número en la casilla en blanco de la última página bajo el encabezamiento ‘Necrológicas’”.
Nunca desistió de este propósito y los bultos de periódicos y las cajas de recortes ocuparon del piso al techo, primero su despacho, pero luego todas las habitaciones. Langley era un acumulador y la casa se convirtió en “un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro —entrañas de pianos, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, neumáticos, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, lámparas antiguas, piezas desmontadas de los muebles de nuestros padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas—, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento”. Langley había traído hasta un Modelo T, que ocupaba el comedor como un esqueleto de dinosaurio en un museo.
Las complicaciones y el inicio de la notoriedad pública de los hermanos Collyer comenzaron cuando explotó el fogón que Langley había instalado para cocinar porque el gas, como la electricidad y el teléfono, había sido cortado. Con los bomberos empezó la irrupción amenazadora del mundo exterior. Una crónica periodística informaba sobre dos excéntricos que habían tapiado puertas y ventanas y debían miles de dólares en facturas impagadas pese a que, se sospechaba, tenían millones. Langley estudió Derecho a distancia para enfrentar todas las demandas que llovían sobre aquel modo de vida emancipado de las convenciones sociales. “Cuando llegaron los libros —en una caja de embalaje—, no solo estábamos en el punto de mira del Departamento de Sanidad, sino también en el de una agencia de cobro a morosos que actuaba en representación de la Compañía Telefónica de Nueva York, en la de los abogados de Consolidated Edison por haber causado daños materiales en bienes de su propiedad —supongo que se referían al contador eléctrico del sótano, un irritante cacharro cuyo zumbido habíamos acallado a golpes de martillo— y en la del Dime Savings Bank, que había heredado nuestra hipoteca y sostenía que, por el impago de las cuotas, nos enfrentábamos a la ejecución del bien, y además el cementerio de Woodlawn la había tomado con nosotros porque en algún momento nos habíamos olvidado de pagar las facturas por el cuidado de la tumba de nuestros padres”.
De manera que los hermanos Collyer terminaron como objetos de animadversión para los vecinos, los acreedores y el municipio, mientras que la prensa se ocupaba de ellos con alguna regularidad y los niños apedreaban su fachada por diversión. Homer no veía y en un momento comenzó a perder el oído, lo que contribuyó a su sensación de que no eran dos viejos rebeldes, sino dos fantasmas que rondaban la casa donde habían vivido y que ahora estaba protegida por trampas armadas por Langley: amontonamientos piramidales de periódicos y cachivaches que, al menor contacto con alguna de sus partes, se derrumbarían para sepultar al intruso. Ingenios defensivos que, como todos los actos de reafirmación de vida autónoma de los Collyer, no consolidaron su libertad, sino que tuvieron el efecto perverso de frustrar su intento de bajarse del mundo.
Post scriptum:
Based on true story
El 21 de marzo de 1947, en respuesta a una llamada anónima, la policía de Nueva York entró a una casa rojiza en Harlem y encontró el cadáver de un hombre que, de acuerdo con la autopsia, había pasado al menos tres días sin comer ni beber y llevaba unas diez horas muerto: era Homer Collyer. Ciego y paralítico, dependía de la asistencia de su hermano, Langley, a quien en principio las autoridades dieron por desaparecido. Lo encontraron al cabo de una trabajosa búsqueda de casi tres semanas en la misma casa, víctima de una de las trampas que había armado para protegerse de los intrusos: murió asfixiado. Se estimó que la casa albergaba unas 120 toneladas de basura. La noticia apareció en The New York Times: “HOMER COLLYER, RECLUSO DE HARLEM, ENCONTRADO MUERTO A LOS 70 AÑOS; la policía tarda dos horas en entrar en la casa de la 5th Ave”.