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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Alrededor de "nuestra máquina de ser"

Siamés, de Stig Saeterbakken, y otras representaciones literarias del cuerpo


 


 

Vive en el cuarto de baño, sentado en una mecedora. No siente las piernas ni nada por debajo del ombligo. Caga por una sonda. Al alcance de su mano, siempre, una provisión de chicles, cuyos empaques arroja al piso, a donde también van a parar las gomas de mascar una vez que ya no tienen sabor y las escupe: el piso es una superficie plateada y pegajosa. De vaciar la bolsa de excrementos, asearlo y alimentarlo se encarga Erna, su esposa, tan vieja como él pero a quien le funcionan aún las dos piernas y los dos brazos, aunque sufre de sordera. Habitan solos en su casa, no han tenido hijos y un par de veces por semana una amiga, Sigri, les hace la compra, incluidos los chicles. Él se llama Edwin Mortens y es ciego.


Aparte de los movimientos para agarrar, abrir y llevarse a la boca las pastillas masticables y, cada vez menos, para comer, Edwin no se mueve. En su estado, hace un inventario de lo que le resultaría prescindible: “Las piernas podrían cortármelas sin problemas, no hacen más que estorbar y quién sabe si estarán ya gangrenadas”. Los brazos: “Apenas los uso y los chicles podría metérmelos en la boca la parienta (Erna) en sus ratos libres”. Las orejas: “El silencio sería una bendición”. La nariz: “Perder el olfato supondría una liberación, es el más testarudo de todos los sentidos”. Los ojos: “Sería como que me quitaran una viga, tengo la sensación de que son precisamente los ojos los que me estorban”. En cambio, la boca no: “Es lo único que exigiría que me respetaran, no puedo imaginarme sin boca, necesito algo que se abra por delante, algo por donde introducir la bebida y algún sólido cuando sea necesario y, sobre todo, para poder llamar a la parienta a todas horas, mi único pasatiempo. Podrían quitarme los dientes, eso sí, pero nada más…”.


Edwin está seguro de que sin extremidades ni todo lo demás que ha enumerado seguirá siendo quien es: “Todo esto, estoy convencido de ello, podrían hacerlo sin tocar ni un ápice de lo que soy, de lo que siempre he considerado mi verdadero yo...”. Aun agrega: “Pueden prenderme fuego, si quieren quemarlo todo, siempre que el cráneo aguante el calor, yo también lo aguantaré, seguiré ahí una vez que se disperse el humo, exactamente como soy…”.


Al leer estos pensamientos radicales del personaje de Siamés (1997), la novela del noruego Stig Saaterbakken, es inevitable pensar en el cuerpo, porque Edwin está seguro de que este es algo que él tiene y de lo que puede desentenderse, no algo que él es. Como si su yo, autoconcepto o self, según los términos sicológicos al uso, fuera una esencia trascendente y no un constructo formado por las identidades individual y social que, en el plano inmanente, requiere un lugar (el cuerpo) para realizarse.


Platón consideró al cuerpo la prisión del alma. Por una causa que no explicó el filósofo, el alma “cae” en el cuerpo y esa es su perdición, pues queda atrapada en la imperfección de la materia corruptible. “Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se sigue necesariamente que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre semejante a sí propio; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca semejante a sí mismo”, dice Sócrates en Fedón.


El alma, que está unida a lo que no cambia jamás y participa de su naturaleza, se libera con la muerte del cuerpo y entonces tiene la oportunidad de unirse a un ser semejante a ella, “divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual goza de la felicidad, viéndose así libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males afectos a la naturaleza humana”, agrega Sócrates. Sin embargo, no es ese un destino que se dé por descontado para todas las almas, pues depende de cómo se ha vivido: las que lo han hecho embriagadas y mezcladas con el cuerpo, al punto de que no consideraron otra realidad que la que se puede ver, tocar, beber y comer, así como “lo que sirve a los placeres del amor”, son almas impuras y condenadas a un bucle de reencarnaciones. En cambio, las que renunciaron a cualquier comercio con el cuerpo, se recogieron en sí mismas, siempre meditando, tienen su oportunidad: “En cuanto a aproximarse a la naturaleza de los dioses, de ninguna manera es esto permitido a aquellos que no han filosofado durante toda su vida, y cuyas almas no han salido del cuerpo en toda su pureza. Esto está reservado al verdadero filósofo”, concluye Sócrates.


Es cosa sabida que a Aristóteles no le convenció todo lo que escuchó a Platón. No compartió la base del pensamiento de su maestro (las Ideas, perfectas, absolutas, eternas e inmutables, no son abstracciones, sino existentes realmente en un plano superior al mundo sensible) ni, en consecuencia, la dualidad platónica cuerpo-alma. En De anima, Aristóteles postuló que cuerpo y alma son una unidad; esta es el principio vital que encuentra en aquel el lugar para desarrollar su esencia: si la sustancia es causa del ser para todas las cosas y el ser para los vivientes es el vivir, entonces el alma es su causa y principio como sustancia. En suma, la vida no resulta de la encarnación accidental del alma cuando “cae” en el cuerpo.


El alma aristotélica agrupa y se define por unas facultades: el principio vegetativo o de nutrición, el principio de sensación y el intelecto. De entre los seres con cuerpos perecederos, lo que distingue al hombre es que su alma posee los tres principios, mientras que si bien en plantas y demás animales pudieran estar presentes el primero y el segundo, nunca se encuentra en ellos el razonamiento. Este es determinante para marcar la diferencia, pero no se le considera que, por sí solo, constituya la esencia del alma ni que, pese a su condición de intangible (condición de divinidad, se diría) pueda seguir siendo después de la muerte del cuerpo: con el fin de este desaparecen todas sus operaciones vitales, su alma.


Con Descartes y sus dos sustancias, res cogitans y res extensa, se asienta la concepción dualista cuerpo-alma. La primera comprende el pensamiento, que en Descartes es toda la actividad mental e incluye los sentimientos; la segunda, está constituida por todo lo que ocupa un lugar, por todo lo que se extiende en el espacio. Para Descartes, el alma racional estaba en contacto con el cuerpo a través de la glándula pineal o epífisis, que él creía exclusiva de los humanos, pero no dio respuesta a lo fundamental de su enfoque: cómo se afectan entre sí estas sustancias de naturaleza diferente. El interaccionismo irresuelto del filósofo, matemático y fisiólogo francés sería central en la filosofía posterior.


Thomas Hobbes, contemporáneo de Descartes, descartó de plano lo dicho por este. Como buen empírico, el autor del Leviatán no creía en la existencia de un mundo espiritual de un lado y uno material del otro: la filosofía solo debe atenerse a la reflexión sobre los cuerpos en movimiento, de sus causas y propiedades, sin considerar realidades espirituales que, a fin de cuentas, no pueden representarse porque no están sujetas a sensación. A diferencia del inglés, otros pensadores trataron de encontrar una solución al punto muerto cartesiano, como el ocasionalismo del parisino Nicolás Malebranche: mente y cuerpo no tienen una relación causal, ya que la única causa verdadera es Dios, quien interviene para producir lo que observamos en la experiencia: si alguien hace un gesto, en realidad es Dios quien lo está haciendo. Mientras, Baruch Spinoza habló del aspecto dual: alma y cuerpo están cualitativamente separados, pero no son finitos, son dos atributos de una sustancia infinita, Dios, que es la esencia de todo cuanto existe. ¿Cómo se afectan mutuamente? Por la coordinación preestablecida, las conexiones que se deben a la propia esencia divina. También está el paralelismo de Leibniz, quien mantuvo el dualismo cartesiano, pero rechazó una operatividad causal cuerpo-alma, así como la intervención recurrente de una entidad divina. Para el alemán, cada fenómeno mental guarda una correlación con un fenómeno físico, de manera que cuando uno se produce necesariamente también ocurre el otro; esa armonía es así desde el mismo momento de la creación del universo.


Se puede recordar también, en la línea monista de Hobbes, a Barkeley con su idealismo: no hay que hacer ninguna distinción entre cuerpo y alma porque aquel, como todo lo material, es simplemente una percepción de la mente. Y a Nietzsche, por supuesto, quien reivindica el mundo de lo sensible frente al ideal platónico y con ello la corporalidad, en tanto que es lo que posibilita la acción transformadora del sujeto sobre el mundo y sobre sí mismo: la voluntad de poder (el impulso de encontrar formas superiores de existencia) reside en el cuerpo y el espíritu es un instrumento de este.


Por su parte, el cristianismo ha mantenido una relación problemática con el cuerpo. Lo ha condenado como el vector de todos los vicios, pero no ha podido menos que glorificarlo, toda vez que la piedra angular de esta religión es la reencarnación de Jesús: “El cuerpo es el tabernáculo del Espíritu Santo”, dice Pablo. Es el cristianismo como religión institucionalizada el que produce en la Edad Media una condena del cuerpo que no existía en la Antigüedad y de la que no dejan de encontrarse rastros en la actualidad. “En la Edad Media desaparecen en particular las termas y el deporte, así como el teatro heredado de los griegos y de los romanos; e incluso los anfiteatros, cuyo nombre pasará de los juegos del estadio a las justas del espíritu teológico en el seno de las universidades. Mujer demonizada; sexualidad controlada; trabajo manual menospreciado; homosexualidad en primer lugar condenada, luego tolerada y finalmente rechazada; risa y gesticulación reprobadas; máscaras, disfraces y travestismos condenados; lujuria y gula asociadas… El cuerpo se considera la prisión y el veneno del alma”, escriben Jacques Le Goff y Nicolas Truong en Una historia del cuerpo en la Edad Media.


Ya en el presente, leo en el artículo “¿De qué hablamos cuando hablamos de cuerpo desde las ciencias sociales?”, de Mariana del Mármol y Mariana L. Sáez (Universidad Nacional de La Plata, Argentina), que “desde la antropología y la sociología actuales, la construcción del cuerpo como objeto de investigación es amplia y heterogénea. Sin embargo, en la base de esta heterogeneidad puede encontrarse un punto en el que las diferentes perspectivas confluyen: la oposición a la idea del cuerpo como objeto natural, cuyo abordaje correspondería exclusivamente al dominio de la biología. Los estudios socio-antropológicos sobre el cuerpo deconstruyen esta idea del cuerpo como un mero objeto natural al mostrarlo como una construcción sociocultural, reconociendo en la corporalidad un elemento constitutivo de los sujetos”. El cuerpo resumo de otro texto consultado es el lugar expresivo desde el cual cada uno se apropia del mundo y es-en-el-mundo, sin que en esa realización se encuentren separadas las experiencias físicas y las espirituales ni ausentes las marcas de la socialización (la cultura encarnada).


Ha sido un tremendo rodeo el que Edwin me ha incitado a dar con sus ensoñaciones platónicas, las que interrumpe Erna porque debe atenderlo y porque se trata del único baño de la casa. Cuando eso sucede, la llama imbécil, una más de las violencias verbales que reserva para ella y con las que parece responsabilizarla por su estado: “Da la impresión de que mis preocupaciones lo alegran (…) tiene algo de bestia, se le nota por la manera en que disfruta de ciertas cosas (…) es una criatura artera y peligrosa”, evalúa Erna, quien a su modo tímido y dubitativo desea otro aire, y roza la conclusión de que quizás es así, llenas de resentimientos mutuos, como acaban las relaciones después de muchos años. Como casi no hablan, más allá de las recriminaciones de él y los sufrientes silencios de ella, Edwin ignora que para Erna, que lo sabe inmóvil y silente la mayor parte del tiempo, de alguna manera sin cuerpo, ya ha dejado de ser: “Cuando salgo de allí, a menudo dudo de si realmente he hablado con él o si solo me imagino lo que habría dicho y lo que, en su caso, le habría contestado yo. A veces dudo… si realmente está ahí… si hay alguien ahí adentro, o si me lo estoy imaginando”.


Con su pretensión metafísica (o casi, porque reconoce que al menos necesitaría un cráneo ignífugo para continuar siendo), el personaje de Saaterbakken está en las antípodas del creado por el francés Daniel Pennac en Diario de un cuerpo (2012). Al morir, un padre legó a su hija (Lison) la bitácora personal que llevó desde que tenía 12 años hasta el último de su vida, a los 88. No registró sentimientos, solo las manifestaciones de su cuerpo ante su espíritu.


En una de las notas explicativas que incluyó para Lison, le cuenta que él nació de una agonía. Su padre, como tantos otros sobrevivientes de la Gran Guerra, regresó a casa con la cabeza llena de horrores y los pulmones deshechos por los gases alemanes. Su madre pensó que la mejor manera de reanimarlo era teniendo un hijo, pero el niño no obró el milagro, pues el exsoldado continuó comportándose como un moribundo. Así que su madre se desentendió de él, pues no sirvió para lo que fue concebido, y lo dejó al entero cuidado del padre. “Adoré a aquel hombre”, escribió en su diario, y porque lo amaba lo imitó en todo hasta convertirse “en un pequeño moribundo ideal. Como él, me movía poco, apenas comía, acompasaba mis gestos con la extremada lentitud de los suyos, crecía sin rellenarme. En resumen, procuraba no tomar cuerpo”. Mientras el excombatiente dedicaba sus últimos años a la instrucción del hijo, la madre exclamaba: “Estoy harta de estos dos fantasmas”. Fue así como, al morir su padre, el de Lison se encontró a los diez años de edad con que “su espíritu y su cuerpo no se habían educado juntos”.


“¿Qué aspecto tiene el muchacho que estoy viendo? (…) ¿Quieres que te lo diga? ¡Tienes aspecto de nada! ¡Tienes aspecto de absolutamente nada!”, le dijo su madre enfurecida cuando tenía 12 años y aún no había superado el pánico de verse en los espejos, que le nació tras la muerte de su padre. Un día, a los 13, por fin decidió conocer su imagen especular y no fue poca la sorpresa: “Era mi cuerpo, pero no era yo”, una frase que encerraba la comprensión de algo que no era capaz de formular: para ser no le iba a bastar la solidez espiritual, necesitaría un lugar expresivo, un cuerpo igualmente constituyente de su yo y con el cual afincarse y hacerse con el mundo. A los dos días de aquella revelación decidió que el diario iniciado poco antes de su decimotercer cumpleaños lo sería de su cuerpo, “nuestra máquina de ser”, como lo definió en la carta para Lison que acompaña a los cuadernos donde llevó el registro de su cotidianidad corporal. En la entrada del 4 de abril de 1995, cuando contaba 71 años, escribió: “… recuerdo esta palabra, ‘descentrado’, que mamá utilizaba para quejarse de mí. La palabra producía una impresión de vértigo, de borroso. En el fondo, este diario habrá sido un continuado ejercicio de ubicación. Escapar de lo borroso, mantener el cuerpo y el espíritu en el mismo eje…”.


Post scriptum:


Un fragmento de Anatomía sensible, del escritor argentino Andrés Neuman


“Abundan las evidencias de que el alma es multifísica. Su naturaleza se acerca al músculo, ya que se fortalece con los ejercicios. Tiene algo de tendón: aguanta el remolque del tiempo, como un buey tirando de un carro de experiencias. Posee la sutileza del cartílago, cierta disponibilidad para amortiguar. La solidez del hueso y su vocación vertebradora tampoco le resultan ajenas. El alma es nervio, un manojo de impulsos que se comunican. Pero también mucosa, porque protege lo más íntimo y anida en los rincones. Y articulación, siempre capaz de conectar dos planos. Y desde luego arteria, cuando colma su vaso de sangre. Y órgano vital, entregada sin tregua a funciones primordiales para la supervivencia. Por último, es cutánea: un misterio que toca superficie, un temblor aquí ahora.


”En armonía con este carácter mestizo, sus lesiones pueden ser de toda índole. Se contractura regularmente a causa de las expectativas defraudadas. Cada rechazo le provoca un hematoma. Los desgarros son típicos de las despedidas. Se han descrito asimismo cuadros de tendinitis por exceso de responsabilidad. Los episodios de hemorragia, por lo general esporádicos, suelen provenir de alguna decisión errónea. Cualquier alma se arriesga a un esguince al decir que sí queriendo decir que no.


(….)


”El alma rodea el talón, capta un pie peregrino, funda el país del callo, se adapta al tobillo, se encarama a la pierna, teje la rodilla, abraza la cadera y le agradece, colma la vagina, pendula con el pene, enciende el clítoris y el glande, se aferra fuerte a las nalgas, se dirige fervorosa hacia el túnel del ano, lo recorre con su gracia y, al modo de un juego de mirillas, asoma por el ombligo, tantea el timbal de la barriga, trepa retrospectiva por la espalda, radiografía el pecho, bosqueja los pezones, escarba en la axila hasta encontrar un pájaro, sobrevuela el hombro, enumera las pecas, se desliza deseante por el brazo, dignifica el codo, puebla la mano y gotea entre los dedos, se roza la boca, besa sus propios labios, se enjuaga la voz a punto de cantar, tira del diccionario de la lengua, extrae el jugo del verbo y emerge renovada, caracolea alrededor de la oreja, la incita a escuchar, arrulla a la mandíbula, tamborilea en la sien, siente el pulso del pensamiento, detecta la intuición de la nariz remontando el tabique, se sumerge en el ojo como una niña que vuelve a casa, palpa el párpado, se prende a las pestañas y se eleva, corona al fin el cráneo, se irradia en los cabellos, se dispersa, alcanza su sitio justo ahí, en la frontera entre un pelo y el aire, pizca que trasciende: el alma inventa el alma, no existe sin los ruidos de la anatomía, asciende un poco más, tirita, se ríe y se evapora”.

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