A orillas del mar, de Abdulrazak Gurnah
En la película El extraño caso de Benjamin Button (2008), una versión bastante libre del relato original de Francis Scott Fitzgerald (1922), del que toma el título y la insólita circunstancia de alguien cuyo ciclo vital se cumple en reversa, una bailarina vieja y agonizante en una cama de hospital rememora su vida ante su hija, a quien le pide que le lea el diario de Button, para quien ella fue su único amor. A sus veintitantos años, Daisy ya había bailado en Londres, Viena, Praga…, era la única estadounidense en haber sido invitada al Bolshoi y tenía por delante una brillante carrera hasta que tres olvidos, algunas acciones rutinarias e inconvenientes y un descuido, todos cotidianos e insignificantes en el día normal de una gran ciudad, se encadenaron para que estuviera justo en medio de la calle y un taxi parisino la atropellara: volvería a caminar, pero nunca más podría bailar.
Daisy terminó con la pierna enyesada porque una mujer en París, que iba saliendo de compras, olvidó su abrigo y regresó a buscarlo. Al agarrar el abrigo, sonó el teléfono y habló un par de minutos. Mientras ella hablaba, Daisy estaba ensayando en la Ópera de París y seguía haciéndolo cuando la mujer ya había colgado y había salido para buscar un taxi. Un taxista había dejado a un pasajero y había parado para tomarse un café. Todo este tiempo, Daisy había estado ensayando. Ese mismo taxista recogió a la mujer del abrigo, a quien se le fue otro taxi. El taxi tuvo que frenar para dejar pasar a un peatón que había salido a trabajar más tarde de lo habitual porque olvidó poner la alarma de su reloj. Mientras el hombre que despertó tarde cruzaba la calle, Daisy había terminado de ensayar y se estaba duchando. Ella estaba en la ducha mientras el taxi esperaba que la dama del abrigo recogiera un paquete, que no estaba envuelto porque la empleada había roto con su novio la noche anterior y se le había olvidado hacerlo. Cuando la mujer ya estaba de nuevo en el taxi, este fue bloqueado por un camión. Para entonces, Daisy se estaba vistiendo. El camión se fue y el taxi se pudo mover, mientras Daisy esperaba, para salir por la parte de atrás del teatro, a una amiga a quien se le había roto un cordón de sus zapatos… “Si una sola cosa se hubiera alterado… Si la agujeta no se hubiera roto o el camión se hubiera movido antes… O el paquete hubiera estado listo porque la chica no hubiera roto con su novio… O ese hombre se hubiera despertado cinco minutos antes… O el taxista no hubiera parado a tomar un café… O la mujer no hubiera recordado su abrigo y tomado otro taxi… Daisy habría cruzado la calle y el taxi habría pasado de largo… La vida es una serie de incidentes y vidas que se cruzan fuera del control de nadie. Ese taxi no pasó de largo y ese taxista estaba distraído. Y ese taxi le pegó a Daisy y le aplastó la pierna”.
Por una de estas confabulaciones del destino, en las que tanto tienen que ver las pequeñas decisiones, de las que se puede ser consciente o no, pero que en cualquier caso de todas ellas es imposible anticipar la totalidad de sus bifurcaciones en el momento en que tienen lugar y lo único dado es lidiar con sus consecuencias, era que Saleh Omar, con otro nombre, estaba en Inglaterra y se encontraba con alguien venido de su pasado.
El protagonista de A orillas del mar (2002), de Abdulrazak Gurnah, era un hombre de 65 años que sorprendió al funcionario de migración del aeropuerto de Gatwick, pues no era usual que a su edad alguien se aventurara a vivir en otro país sin contar con los medios para ello. “Señor Shaabán, ¿por qué hace esto a su edad? (…) ¿De veras corre peligro su vida? ¿Es usted consciente de lo que está haciendo? Quien lo haya persuadido para meterse en esta aventura le ha hecho un flaco favor, se lo aseguro: no habla usted una palabra de inglés, y lo más probable es que no lo aprenda nunca. ¿Sabe que es muy raro que las personas mayores lleguen a hablar una lengua nueva? Puede llevarle años que acepten su solicitud (de asilo), y aun así es posible que lo manden de vuelta de todos modos. Nadie le va a dar trabajo. Se sentirá usted solo, desdichado y pobre, y si enferma no habrá nadie que lo cuide. ¿Por qué no se ha quedado en su país, donde podría envejecer en paz? Esto del asilo es para jóvenes que buscan trabajar y prosperar en Europa, ¿no cree? No es una cuestión moral, sino mera codicia. Ni miedo a morir, ni auténtico peligro: codicia. A su edad, señor Shaabán, tendría usted que saberlo”, le dijo el funcionario.
¿Cómo habría podido explicarle que había llegado a esta isla en el Mar del Norte con apenas dos camisas desteñidas, tres camisetas blancas, un pantalón, tres calzoncillos, dos pares de medias, un kanzu blanco de algodón, dos sarunis, una toalla, una cajita de madera y el secreto de que hablaba inglés porque treinta y dos años atrás se había negado a devolver una preciosa mesita de ébano a un niño, quien se la reclamó en nombre de su madre?
En su nativa Zanzíbar, Saleh Omar fue por un tiempo un próspero vendedor de muebles entre sus coterráneos y de antigüedades entre los turistas europeos y los colonos británicos. Le iba bien y, con la intención de diversificarse, se alió con Hussein, un comerciante persa de Bahréin, que destacaba entre los tantos que llegaban cada año con los vientos monzones (los musim), procedentes de Arabia, el Golfo Pérsico, la India y el Cuerno de África. “Se contaba entre los mercaderes más prósperos de la época, vestía un kanzu color crema con bordados típico del golfo Pérsico y siempre iba impecablemente limpio y perfumado (…) Sus buenos modales eran una especie de don, un talento: transformaba un conjunto de ademanes y formalidades en algo abstracto y poético”. Saleh Omar no sabía de él más que esto y que el año anterior se había hospedado en casa de Rayab Shaabán Mahmud, un borracho funcionario de obras públicas, con dos hijos y una hermosa esposa que lo despreciaba, cuando Hussein entró a su tienda buscando un objeto especial para regalar y se fijó en la mesita de “tres patas delicadamente curvadas, hecha de un ébano tan pulido que resplandecía trémulamente incluso desde lejos”. Trabaron amistad y pronto se tejió la confianza suficiente para que Hussein le propusiera ser socios con una fórmula que a Saleh Omar le pareció adecuada: él le concedería un préstamo al mercader de Bahréin para poner en marcha un negocio conjunto y Hussein le dejaría en garantía la casa de Rayab Shaabán Mahmud, cuyo título de propiedad, a su vez, poseía como aval de un préstamo por la misma cantidad que había concedido al beodo de la administración pública. Si todo iba como lo habían planeado, le devolvería el dinero en su visita del año próximo y él las escrituras de la casa.
Pero Hussein no regresó y a Saleh Omar le correspondió ejecutar la garantía. Se quedó con la vivienda y con todo lo que había dentro, incluida la mesita de ébano. Entretanto, Rayab Shaabán Mahmud había perdido primero a su hijo mayor, Hassan —quien se había marchado con Hussein—, luego la vivienda y, para todo efecto, no contaba con su esposa, Asha, cuyos amoríos extramaritales eran conocidos, incluido el que mantuvo con un poderoso ministro en los primeros tiempos después de la partida de los británicos. Rayab Shaabán Mahmud no probó una gota más de alcohol y se volcó a la religión.
“En los últimos años no he hecho gran cosa: vender plátanos, tomates y paquetes de azúcar. Antes había sido comerciante, un hombre de negocios. Entre una y otra época pasé muchos años en la cárcel, como prisionero del Estado”, le resumió a Rachel Howard, la muchacha de la organización de apoyo a los refugiados que le ayudó a quedarse en Inglaterra y a conseguir la casita en una pequeña ciudad a orilla del mar en la que vivía. También había estado casado y tenido una hija, que murió mientras estuvo preso. Allí, junto a un mar muy distinto del océano de cálidas aguas esmeralda que lo había acompañado la mayor parte de su vida, Saleh Omar reflexionaba ahora, siete meses después de su llegada: “No es fácil determinar con precisión cómo he llegado a este punto, afirmar con cierta seguridad que aquello dio lugar a esto y luego a lo otro… de modo que aquí estamos (…) Aunque he vivido lo mío. Aquí todo es tan distinto que me parece como si una existencia hubiese llegado a su fin y estuviese empezando otra, por lo que quizá debería decir que he vivido otra vida en otro lugar, pero ha quedado atrás. Sin embargo, sé que esa existencia anterior bulle, palpita y goza de buena salud en mi pasado y en mi futuro. No tengo sino tiempo en las manos y estoy en manos del tiempo, conque más me vale rendir cuentas. Al fin y al cabo, todos tenemos que hacerlo tarde o temprano”.
Saleh Omar no debía responder por ningún acto criminal, sino por la responsabilidad moral de sus acciones, de modo que no estaba hablando de verse juzgado en un tribunal, sino de comparecer ante su propia conciencia. “Y aunque haya sido un hombre pecaminoso y desalmado, una de las funciones de la edad madura es explicar y redimir la insensatez y la crueldad de la juventud con la esperanza de ofrecer reparación y recibir a cambio comprensión. Yo debía rendir cuentas y no podía haber encontrado un confesor más adecuado, pues él también necesitaba saber lo que yo sabía para rellenar los huecos y dar voz a los silencios de su vida aquí, en medio de la nada”.
Él es Ismail Rayab Shaabán Mahmud, llamado Latif Mahmud desde que abandonó Zanzíbar, el hijo menor de Rayab Shaabán Mahmud, el niño que tres décadas atrás había acudido a su tienda para pedir la devolución de la mesita de ébano: “Me ha pedido que le diga que no era de ellos, sino de Hassan: que fue un regalo que le hicieron a Hassan, de modo que mi madre quiere que se la devuelva, que le devuelva usted la mesa para cuando Hassan regrese. Quiere que se la devuelva porque es de Hassan: fue un regalo. Me ha pedido que le diga que no les pertenece a ellos, así que no debería usted habérsela llevado porque es de Hassan”.
Latif Mahmud, por la intermediación de Asha ante su amante ministro, había sido estudiante de intercambio en la Alemania del Este. Luego recorrió media Europa antes de instalarse en Inglaterra, donde era profesor en la Universidad de Londres y donde fue contactado por Rachel Howard para servir de intérprete en el caso de un refugiado de su región que no hablaba inglés. Después ya no lo necesitaron porque Saleh Omar sí dominaba el idioma, pero igual Latif Mahmud quiso encontrarse con ese hombre que había adoptado el nombre de su padre: “No he venido a verlo después de tantos años para discutir con usted (…) He venido hasta aquí para saber quién es usted, para ver si es quien yo creía que era”.
Post scriptum:
“¿De qué te ríes, cafre?”
“El destino no es casualidad ni accidente, sino el resultado natural de unos acontecimientos encadenados, imprevisibles y difícilmente inteligibles”, le dice el general a su interlocutor en El último encuentro, de Sándor Márai.
Leí A orillas del mar con esta clave, pero las historias entrecruzadas de Saleh Omar y Latif Mahmud también ilustran la tragedia de las migraciones y su relación con un legado colonial de desigualdades hasta ahora insuperable, un tema muy presente en la obra de Abdulrazak Gurnah, quien ganó el Premio Nobel de Literatura en 2021 “por su penetración intransigente y conmovedora de los efectos del colonialismo y el destino del refugiado en el abismo entre culturas y continentes”, de acuerdo con el veredicto de la Academia Sueca.
El funcionario que interroga a Saleh Omar en el aeropuerto de Gatwick, él mismo hijo de rumanos que emigraron a Inglaterra, no lo desprecia por emigrante y tampoco por viejo, sino por no ser europeo: “Señor Shaabán, mírese a sí mismo y mire las cosas que ha traído con usted (…) Permítame decirle algo: mis padres eran refugiados de Rumanía (…) Sé lo que implica ser extranjero y pobre porque mis padres lo sufrieron en sus propias carnes cuando llegaron a este país, y también sé que tiene sus recompensas. Pero mis padres son europeos: tienen derecho a estar aquí, son como parte de la familia. Mírese, señor Shaabán. Me apena decírselo porque no lo va a entender, y ojalá lo entendiera de una puñetera vez: la gente como usted se viene aquí sin tener la menor idea del daño que causa. No encaja usted en este lugar, no valora las cosas que nosotros valoramos, no ha tenido que sacrificarse por ellas a lo largo de varias generaciones… y no lo queremos aquí. Le haremos la vida imposible, lo someteremos a toda clase de humillaciones y quizá incluso a actos de violencia. ¿Por qué hace esto, señor Shaabán?”.
Saleh Omar no entiende por qué ha de ser inmoral querer vivir mejor y menos que haya una edad determinada para anhelar una existencia sin miedos: ¿por qué el desprecio? Aunque esquiva la deportación por mencionar al funcionario las palabras “refugiado” y “asilo” y ha tenido la fortuna de instalarse en pocos meses en una casita a orillas del mar, siente que su destino es vivir entre escombros. Prefiere la noche, que pone fin a sus días áridos, pese a que lo atemorizan la oscuridad y sus cambiantes sombras, porque tanto como él les resulta extraño a los demás, ellos son un enigma, si no siempre amenazante, sí incómodo: “No es que sean misteriosos, sino que su extrañeza me desarma. Apenas entiendo el esfuerzo que parece acompañar sus acciones más cotidianas. Parecen agotados y distraídos, se frotan los ojos como si les escocieran mientras se enfrentan a calamidades incomprensibles para mí. A lo mejor exagero o simplemente no puedo evitar recrearme en aquello que nos distingue, en subrayar los contrastes; puede que simplemente resistan el embate del viento frío que sopla desde el tenebroso océano aunque yo me emperre en encontrarle sentido a lo que veo, pero a estas alturas de la vida es difícil aprender a no ver, aprender a callar el significado de lo que creo ver. Me fascinan sus rostros. Se burlan de mí, o al menos eso creo”.
No se siente mejor Latif Mahmud, con todo y sus años de docente en la Universidad de Londres. “¿De qué te ríes, cafre?”, le ha escupido un hombre a su salida del metro, cuando se dirigía a su trabajo. “Cafre” proviene del árabe “káfir”, que originalmente se aplicaba a los habitantes de raza negra del sudeste de África. Pero tiene una segunda acepción, que es la más extendida en la actualidad y sin duda fue el sentido de la pregunta: “bárbaro y brutal en el más alto grado; salvaje”, según el diccionario que ha consultado en su despacho. “Esta es la casa en la que vivo, una lengua que me insulta y se mofa de mí a la vuelta de cada esquina”.
En su libro No hay nadie en casa, la escritora croata Dubravka Ugrešic escribe: “Exiliados, asilados, emigrantes, refugiados, nómadas, inmigrantes buscadores de papeles, todos resultan fastidiosos para el entorno al que han ido a parar. Los entornos civilizados, desde luego, nunca lo reconocerán…”.
“Los nuevos bárbaros”, recuerdo que los llamó un articulista venezolano, pero no para advertir que las opulentas y autosatisfechas sociedades desarrolladas estaban en riesgo de correr la misma suerte del Imperio Romano a manos de estos invasores contemporáneos, sino para insistir en que mucha de la fuerza que anima ese oleaje incesante, al que no calman cientos de muertes en el mar, ni los muros más altos, ni el precio de la sumisión para adaptarse al nuevo hogar, es consecuencia de un pasado de opresión.