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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Blanca oscuridad

El año del hambre, de Aki Ollikainen


 


 

 “¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal”.

 

Sesenta y seis años antes de que el escritor japonés Junichiro Tanizaki publicara Elogio de las sombras (1933), una niña había comprobado que, en Occidente, no solo los fantasmas son luminosos, sino que incluso la nada de la que venimos y hacia la que nos aproximamos sin cesar no es oscura. Mataleena tenía unos diez años y por supuesto que ya había visto que en un entierro el difunto y los vivos iban de negro, pero cuando el alma abandonaba al cuerpo, solo quedaba el blanco. La prueba era su propio padre, Juhani, con quien hacía pocas semanas había estado pescando unos lucios que parecían serpientes de lo flaco que estaban. Juhani se encontraba tendido en la cama, implorando un poco de agua, y ella vio cómo de su rostro primero desapareció el rojo y dio paso al amarillo. Luego también el amarillo se desvaneció con una transición hacia el gris y por último la cara de su padre era una máscara blanca. Era como si toda la nieve que rodeaba la cabaña donde vivía con él, su madre, Marja, y su hermano pequeño, Juho, no se conformara con colarse por las rendijas de la puerta y quisiera ir hasta el interior de sus habitantes para, en lugar de calmarles la sed como sustituta del agua congelada, vaciarlos de una forma definitiva. La tenue sombra de los travesaños de la ventana que un tímido sol trazaba en el suelo era todo lo que se oponía a su avance.

 

Juhani no tenía salvación y Marja comprendió que la única oportunidad para ella y los niños era partir antes de que se formara otra tormenta. “Vístete con todo lo que encuentres”, le aconsejó a su hija. Ella se puso el traje de sayal negro de su marido y se quedó con sus guantes. Le entregó los suyos a Mataleena y esta, a su vez, los suyos a Juho, que se los colocó encima de los propios. “Hay que buscar más leña para padre”, dijo Mataleena. Marja desprendió un pedazo de la puerta de la cuadra y la partió en dos. Además, colocó un pedazo de pan y una cacerola con nieve a su alcance. ¿Qué le quiso decir antes, cuando Mataleena tenía hundida su cara en la manta de Juhani, sobre su barriga, y sollozaba? ¿Su estertor fue un pedido de ayuda o un exhorto a que partieran? “Para más no tengo fuerzas”, le susurró a Juhani antes de irse.

 

Si querían salvarse, no sería suficiente con llegar a la próxima granja, ni siquiera al pueblo más cercano, tendrían que ir hasta la ciudad. Nadie tenía mucho de nada, ni siquiera en las más grandes haciendas. Había caído tanta nieve, que los abetos eran figuras de hombros arqueados y Mataleena, cuando fue el caso, se hundía casi hasta la cintura, pese a que pisaba donde antes lo había hecho Marja. Algunos tramos del penoso viaje lo hicieron en trineos y Mataleena se preguntó una vez cómo aquel caballo que le recordó a su padre en la cabaña sería capaz de tirar del carro con ellos encima. Era apenas una niña y aún no comprendía muchas cosas del mundo, pero cuando el caballo comenzó a arrastrar el trineo, entendió que nunca regresarían a casa. Sus lágrimas trazaron líneas cálidas y fugaces en su cara: se congelaban antes de llegar a la comisura de los labios.

 

Marja intentaba que la ciudad no desapareciera de su pensamiento e imaginarla verde y amarilla, más que las fuerzas casi ausentes de su cuerpo, era lo que le permitía dar cada paso. Mientras llegaban a su destino, la primavera solo habitaba en la tenue calidez de las bocas de Mataleena y de ella, donde la nieve que recogieron con la mano, arriesgándose a caerse del trineo en el que iban, se derritió dulcemente. Por el camino, no faltó quien le advirtiera que nunca llegarían a la ciudad, cómo pensaba ella que iban a franquear esa vastedad nevada, los bosques tenebrosos, sin nadie que les prestara la ayuda necesaria porque todos estaban dedicados a su propia supervivencia. “No voy a abandonar a mis hijos”, le espetó Marja a una mujer que la socorrió y que le propuso dejar a Mataleena en su casa. Y, sin embargo, tuvo que dejarla, más adelante, una niña con los ojos cercados por sombras negras y con profundas arrugas en la comisura de los labios: una abuela pequeña. Se quedó en un cobertizo gris en medio del campo, hecho de tablas que apenas resistían el embate del viento y débilmente protegían a los cuerpos yacentes en su interior. Dormían, pensó Marja, quien no alcanzó a extrañarse cuando el hombre le anunció que su hija se quedaba allí.

   

Sus últimos benefactores la dejaron con Juho en un pueblo que no conocía y antes de que le tocara su turno, Marja ya había visto cómo un hombre golpeó a otro con un trozo de carne hasta matarlo y el cadáver de un perro abierto en canal, cuyas vísceras de un extraño gris alguien había desgarrado con los dientes. Tomó sangre directamente del cuello de una vaca viva, la violaron una vez y habrían sido dos si un muchacho no hubiese derribado a su atacante en la oscuridad que compartía con otros desesperados. Durante su agonizante travesía ya había escuchado que en algunos lugares la gente se comía a sus muertos y que en otros lo único disponible para moler eran los huesos de los animales, así como hacer ataúdes era todo el trabajo al que se podía aspirar. Marja sentía cómo la pena se espesaba en su cuerpo y formaba un fondo de tristeza donde dormían Juhani y Mataleena. Se veía a sí misma como un barril que ya no soportaba esa agua espesa, con sus duelas a punto de reventar: se le escapó la mano de Juho y en su caída, que duró una eternidad, alcanzó a ver que todo se convertía en un campo infinito de nieve.


Teo era médico y la visión de cadáveres no le era extraña, pero esa mujer era la única de cuya muerte había sido testigo: “Sucedió rápido, sin drama. Simplemente cayó y no se levantó más. Como si la tierra hubiese aspirado el alma en sus entrañas y dejado la corteza vacía”. La acompañaba un niño y ahora el niño estaba con él. Teo no supo ni sabría nunca nada más de esa mujer, que pretendía llegar a San Petersburgo con sus dos hijos porque no concebía que en la ciudad del zar permitieran a alguien pasar hambre: el pan que había allí alcanzaba para todos y no estaba mezclado con harina de corteza de pino ni con liquen, muchos menos con paja.


En El año del hambre (2012), Aki Ollikainen recrea la hambruna que vivió Finlandia a mediados del siglo XIX. La novela se desarrolla a finales de 1867 y la historiografía suele enmarcar esa tragedia entre los años 1866 y 1868. “De una población de 1,8 millones de habitantes, sólo en 1868 perecieron casi 138.000 personas, cifra que aumenta a 200.000 si se incluye 1867, y a 270.000 si se tiene en cuenta 1866”, escribe Andrew G. Newby, profesor titular de Historia Transnacional y Comparada en la Universidad de Jyväskylä (Finlandia), en su libro La gran hambruna de Finlandia, 1856-68 (2023).

 

Sin embargo, Newby es de la idea de que esa crisis tuvo raíces profundas y desenterrarlas para una mejor comprensión de lo ocurrido obliga a extender el habitual trienio, como se advierte desde el propio título de su ensayo. “El desencadenante inmediato de este cataclismo fue la tristemente célebre ‘Noche de las heladas’ de los días 3 y 4 de septiembre de 1867, cuando las cosechas de gran parte de Finlandia fueron destruidas por un enemigo persistente y familiar, las heladas tempranas. La temporada de siembra había sido tardía en 1867 —la afirmación de que los lagos habían permanecido helados hasta junio aparece regularmente en las memorias— y se necesitaba una larga temporada de cultivo para garantizar incluso una cosecha media. Sin embargo, la crisis se había ido gestando durante mucho más tiempo, de hecho durante la mayor parte de la década de 1860 y, en algunas partes de Finlandia, durante algunos años más”.

 

La naturaleza hizo su parte, pero los gobernantes del Gran Ducado de Finlandia, que estaban empeñados en la construcción del nacionalismo finlandés, también fueron responsables. “A diferencia de otras hambrunas que afectaron a sociedades de todo el mundo a mediados del siglo XIX, como las de Irlanda, Orissa, Bengala o Argelia, los ‘Grandes Años del Hambre’ de Finlandia no podían atribuirse a un desgobierno ‘externo’ o colonial. Una administración autónoma en Helsinki había sido responsable de los asuntos internos de Finlandia desde 1809, cuando pasó del dominio sueco a convertirse en Gran Ducado del Imperio Ruso. Al haber supervisado una sociedad autónoma que buscaba aumentar su autonomía, las élites finlandesas de la época, y posteriormente, promovieron la idea de que el principal enemigo en la década de 1860 era la propia naturaleza. Como en última instancia era Dios quien dictaba estos caprichos de la naturaleza, se encontró un culpable secundario en la naturaleza ‘descuidada’ del proletariado rural (rahvas), al que había que dar lecciones de autosuficiencia y superación. En lugar de depender del ‘monedero del zar’, el pueblo finlandés necesitaba practicar la autosuficiencia individual y nacional, y la hambruna de la década de 1860 fue un duro recordatorio de que la construcción de una nación no podía ser un ejercicio indoloro. Al no poder sacar provecho político atribuyendo la culpa a extraños, y tras una recuperación económica y demográfica relativamente rápida, la Gran Hambruna de Finlandia de la década de 1860 quedó gradualmente relegada a un segundo plano en la narrativa nacional”, resume Newby.

 

Hubo una figura clave en la toda la gestión de la hambruna a partir de 1863, el senador J.V. Snellman, quien fue también el más insigne político en el desarrollo de la identidad nacional finlandesa. Él, sus aliados y sucesores destacaron e hicieron dominar el relato de que se trataba del poder de Dios y de la naturaleza, no de una hambruna frente a la cual había sido lenta e inadecuada la respuesta del gobierno del ducado. “También era importante para los Fennomanes (el movimiento político de Snellman) no implicar a Rusia, la potencia imperial, ya que esto habría socavado su concepto clave de autosuficiencia nacional”.

 

En El año del hambre, Lars, el hermano de Teo, trabajaba con el senador y cuando ambos conversaban sobre el tema, trataba de justificarlo. No era su culpa que los comerciantes no hubieran sido diligentes y que, por tanto, hubiese fracasado la idea del senador de gestionar la compra de cereales a través de ellos. “No dio tiempo a adquirir nada de cereales. Y puedes pedirle a un comerciante que alimente a los pobres tanto como le pedirías a un pastor que le entregue la camisa a un prójimo”, le respondía Teo.

 

Nada de cereales, pero sí un préstamo con los alemanes para tender un ferrocarril. “Las pequeñas industrias artesanales y las obras municipales apenas podían compensar la falta universal de trabajo y alimentos en el campo finlandés. La vagancia empezó a alcanzar niveles alarmantes, y hubo que instigar proyectos de obras en canales de mayor envergadura. Sin embargo, el proyecto de mayor envergadura fue la construcción de la vía férrea de Riihimäki a San Petersburgo, que conectaba con la línea Helsinki-Hämeenlinna ya existente y, por tanto, abría la comunicación ferroviaria entre las capitales nacional e imperial”, relata Newby. Snellman se opuso porque temía una masiva migración interna de desempleados y, con ella, una propagación de enfermedades, además de que en el Fennomanes consideraban que la vida errante era un anatema para la construcción de la nación finlandesa porque contribuía a la desmoralización.

 

“¿Me toma usted por un hombre frío?”, le preguntó el senador a Lars.  “Si he estado rodeado por lobos o por ovejas, eso no lo sé. Alternativas reales a la gestión de la hacienda no ha habido. Nadie ha podido vaticinar esta clase de devastación. Si ahora me encontrara en la misma situación que hace un año, no haría nada de manera distinta”, le dijo a su interlocutor. No obstante, la culpa acudía todas las noches a su cama y temía que lo acompañara hasta la tumba. “Cada noche, la misma figura desharrapada y sin rostro se arrastra por un camino nevado y en ella reconoce el año pasado”.

 

 Post scriptum:

 

Del libro Hambre (2014), del periodista y escritor argentino Martín Caparrós

 

Desde el principio de la civilización, el hambre fue una de las armas más potentes, una forma extrema de ejercer poder. Para rendir una ciudad cortando su suministro de alimentos hasta que el hambre la derrote; para ganarse el aprecio o la tolerancia de una población evitando su hambre con aquellos repartos de comida —y tantas otras—.

 

El hambre era amenaza porque nunca dejó de estar presente. El hambre —la posibilidad del hambre— fue, durante milenios, la situación habitual de todas las culturas.

 

Existe la sospecha —y muchas comprobaciones— de que llega un punto en que el hambre puede disolver cualquier sociedad, cualquier solidaridad, todos los vínculos. La historia de los Ik se hizo tan famosa que terminó como una obra de teatro que imaginó, hace unas décadas, el maestro Peter Brook. Antes de eso, los Ik eran un pueblo de cazadores-recolectores del norte de Uganda a los que un gobierno expulsó de sus tierras de caza y condenó al hambre más extremo. Su historia fue, entonces, una puesta en escena de lo peor que el hambre puede hacer a un pueblo: una especie de metáfora excesiva.

 

Los Ik casi no tenían comida —y decidieron que no podían darse el lujo de compartirla. Su forma de luchar contra el hambre extremo era el extremo individualismo: literalmente, que cada cual se salvara como pudiera. Por eso los chicos eran abandonados por sus padres cuando cumplían tres años y se unían en bandas de infantes que se buscaban la vida y el alimento robándoselo a quien fuera —sobre todo a los más viejos y a los más indefensos, debilitados por la desnutrición—.

 

Los que sobrevivían hasta los ocho años se integraban a otra banda, más violenta todavía, de menores de trece. Donde rapiñaban juntos hasta que, llegados a la pubertad, cada cual seguía su búsqueda en soledad perfecta. Y en esa soledad muchos morían —porque los que no conseguían su comida no la recibían de nadie—. Por no recibir —escribía Collin Turnbull, el antropólogo inglés que los contó— no recibían siquiera la simpatía de los otros: la visión de un vecino o un pariente muriéndose de hambre bajo un árbol no les merecía una segunda mirada. A menos que pensaran que podrían sacarle algo.

 

En un libro excelente, Hunger, Sherman Apt Russell sintetiza las tres fases que se suceden cuando aparece la amenaza de la hambruna. “Primero hay una alarma general. La gente está excitada y puede volverse más gregaria. Pueden compartir más, instalando por ejemplo cocinas comunitarias. Pueden emigrar. Aumentan las emociones, las tensiones. Hay irritabilidad y enojo, inquietud política, revueltas y saqueos. Puede haber más rituales religiosos, más devoción, actos místicos.

 

”En la segunda fase la resistencia se dirige al hambre en sí mismo, no a sus causas. La gente no gasta su energía; la conserva. Son menos sociables y sus actos se concentran en conseguir comida. Pequeños grupos cerrados, como la unidad familiar, se vuelven la mejor manera de sobrevivir. Los amigos y la familia extendida pueden ser excluidos. Los robos se hacen habituales. El trabajo político organizado disminuye, aunque puede haber actos sueltos de agresión y violencia. En medio de este desorden social, la gente busca más a la autoridad.

 

”La última fase está marcada por el colapso de cualquier esfuerzo de cooperación, incluso dentro de la familia. Esto puede suceder gradualmente. Los más viejos son los primeros sacrificados, y después los chicos más chicos. Las personas están física y emocionalmente exhaustas, se pasan muchas horas sentadas con la mirada perdida, sin hablar.

 

”La hambruna muestra lo mejor y lo peor de cada cual: exagera lo que ya estaba allí”.


El hambre era lo que ya estaba allí.

 

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