De A para X, de John Berger
En 2020 se enviaron y recibieron 306.400 millones de correos electrónicos al día, mientras que se proyecta que esta cifra aumente hasta 347.300 diarios en 2023, según The Radicati Group, empresa dedicada a la investigación de mercado. A estas cantidades pasmosas se ha llegado 50 años después de que Ray Tomlison, programador informático, usara en 1971 la red Arpanet (antecesora de Internet) para crear un sistema que permitía enviar mensajes entre máquinas, identificados con el nombre del usuario seguido de la arroba y la denominación del equipo.
Por otro lado, según el documento Perspectivas Económicas Postales 2021, de la Unión Postal Universal, en 2020 se remitieron en todo el mundo 263.014 millones de cartas, medio del que se presume que es casi tan viejo como la propia escritura y uno de cuyos registros documentados más antiguos lleva hasta el siglo XIV antes de nuestra era, con las cartas de Amarna. De acuerdo con la página web de la Enciclopedia Británica, se trata de un “conjunto de tablillas de arcilla descubiertas en Tell el-Amarna (Egipto) y que datan de los reinados de los reyes Amenhotep III y Akenaton de la XVIII dinastía (…) Escritas en una forma arcaica (…) las tablillas representan parte de la correspondencia entre la corte egipcia y otros estados y vasallos del antiguo Oriente Medio. Las cartas de las grandes potencias (Babilonia, Asiria, Mitanni y la corte hitita) suelen estar preocupadas por el intercambio de regalos y los matrimonios diplomáticos. Las de los Estados vasallos de Siro-Palestina tratan de la situación política y militar local y suelen estar llenas de quejas por la falta de atención de la corte egipcia”.
Aunque bastante disminuida frente al e-mail y lógicamente más afectada por la pandemia de la Covid-19 (las cifras de la Unión Postal Universal confirman la tendencia decreciente en el volumen del correo postal: -13,6% en 2020 con respecto al quinquenio 2015-2020), la carta tradicional aún desmiente la predicción de su desaparición, hecha en los años 90 del pasado siglo, cuando se masificó el correo electrónico. Es, por lo demás, una coexistencia con precedentes: ni la televisión acabó con el cine ni el CD lo hizo con el vinilo (en el primer semestre de 2020, en Estados Unidos, las ventas de este formato superaron a las del disco compacto), así como los servicios de video y audio en streaming no lo han hecho con todos ellos y, mientras, se continúan editando libros impresos junto a sus verdugos digitales. De hecho, el propio e-mail permanece en un ambiente amenazante de aplicaciones de mensajería instantánea.
Lo que sí parece estar al borde de la extinción es la carta personal, esa en la que remitente y destinatario se singularizan en un lugar común de sentimientos y reflexiones, con una corriente alterna que conjura su distanciamiento y los electrifica en cada visita, al escribir y al leer. “Escribir cartas es el único recurso que combina soledad con compañía”, razonaba Lord Byron, y John Donne afirmaba que a “las almas las unen, más que los besos, las cartas”, según los cita el historiador Simon Sebag Montefiore en su libro Escrito en la historia, una compilación de misivas que transformaron la política, la cultura y el arte. En papel, ensobradas y con sus estampillas, ya casi no deben de llegar a ningún buzón y la misma suerte parecen correr en la bandeja de entrada del e-mail, desplazadas allá y aquí por la correspondencia burocrática y comercial, y porque el trabajo paciente y reflexivo que demanda la escritura de una carta personal quizá se perciba como una pérdida de tiempo, pecado en una cultura que idolatra la instantaneidad. No es este el caso de A’ida y Xavier, cuya relación a distancia nos cuenta John Berger en De A para X (2008).
A Xavier lo han condenado a dos cadenas perpetuas, acusado de armar una red terrorista. A’ida también tiene militancia política y ha estado presa, pero ahora se encuentra libre y ejerce su profesión de farmacéutica en un pueblo caluroso, donde hay toque de queda y es usual la visión de los Apaches en los cielos y los Humvees en las calles. Ella le escribe casi a diario y él le responde, al parecer, tanto como se lo permiten las condiciones penitenciarias, pero se sabe poco de sus escritos, apenas las referencias que hace A’ida y las pocas anotaciones que realizó en el reverso de varias misivas de ella.
El olvido es un líquido del que se bebe todos los días un poco, apenas ha sido el momento presente, y que no se espesa en la añoranza, como suele pensarse, sino que pasa a un estado gaseoso que lo hace más corrosivo para la memoria porque se respira con igual inconsciencia con que se respira el aire. “Lo efímero no es lo opuesto a lo eterno. Lo opuesto a lo eterno es lo olvidado. Hay quienes viven pensando que lo olvidado y lo eterno son la misma cosa. Se equivocan”, escribe ella.
A’ida también conoce la diferencia entre esperanza y expectación: “Al principio creía que tenía que ver con el tiempo, que la esperanza era aguardar algo más lejano. Me equivocaba. La expectación pertenece al cuerpo, mientras que la esperanza es del alma. Esa es la diferencia. Las dos conversan, se animan o se consuelan, pero sueñan cosas distintas. Y he aprendido algo más. La expectación del cuerpo puede durar tanto como cualquier esperanza. Como la del mío, pensando en el tuyo”.
El que está ausente no necesariamente ha dejado de ser, solo que no es en el plano específico del que capta su ausencia, y esto es algo que también sabe ella: “No hay mayor error que creer que la ausencia es la nada (…) A veces es fácil confundirlas: de ahí algunos de nuestros pesares”.
Para escribirle a Xavier, con el cuaderno en las piernas, A’ida se apoya en estas tres distinciones. Hay tantas cosas vividas juntos que no olvida y cuyo recuerdo, si es posible, hace coincidir con su acción en el presente desde el que escribe, como sentarse en la azotea en las noches de mucho calor o visitar Mirar, a donde “solíamos ir el día de tu cumpleaños. Hice el mismo camino”. No sabe pilotar un avión, pero por inolvidable el vuelo en una avioneta minúscula, cuando tenían nueve meses de haberse conocido: “¿Verdad que no te da la sensación de que estás subiendo? Te da la sensación de que creces, es una sensación de crecimiento”. Un asombro tras otro en ese vuelo, que fue el último para él y el primero para ella: “¿Verdad que cuando deja de existir la referencia del nivel del suelo, también deja de existir el tiempo?”.
A’ida le pide que escuche sus palabras mientras las va dejando sobre el papel y que oiga cuando está comiendo las almendras que le trajo Alexis, un amigo común: “Escucha, voy a morder una, ¿oyes mi muela partiéndola?”. Es su mundo sensible el que comparte con él. Le habla del calor que siente cuando toca sus cartas y de la vez que salió de la farmacia para ser abrazada por la lluvia: “Y me asaltó un deseo irresistible de meterme en aquel aguacero, porque era inconmensurable. Vivimos día a día con un tipo u otro de inconmensurabilidad, ¿no? Estaba pensando en ti, así que hice lo que me pedía el cuerpo. Salí al diluvio y cerré la puerta”. En algunas cartas incluye dibujos de sus manos, que siente obsoletas porque no lo pueden acariciar.
El futuro también tiene cabida en su epistolario y A’ida imagina que entonces harán mucho de lo que todavía no han hecho, como contarse sus infancias o sentarse frente al mar mientras sus hijos construyen castillos de arena.
El relato de lo que piensa, siente y espera, de cómo transcurren sus días, lo es también de la cotidianidad de su pueblo sometido. A’ida le cuenta que se unió al escudo humano que formaron mujeres de varios barrios en torno a una antigua fábrica de tabaco, donde estaban refugiados siete hombres. “Para cuando llegué, veinte mujeres se habían instalado en el techo de la fábrica y agitaban pañuelos blancos”, mientras que las otras, en tierra, se habían tomado de las manos y habían rodeado las instalaciones en ruina, todas amenazadas desde el aire por un Apache y por unos tanques que llegaron con su ruido aterrador y que casi tocan las caras de las que estaban abajo después de que completaran su primera vuelta en torno a aquel círculo de coraje. No tenían ninguna oportunidad de sobrevivir al acoso de acero, pero entonces se pusieron a cantar y sus voces, fortalecidas por aquellas manos que no se soltaban, por aquellas sandalias que no se movían pese a estar tan cerca de las orugas, lograron lo que aún no podían creer cuando el último tanque desapareció por el descampado.
Este episodio y otros, como la noche en que atendió en la farmacia a un chico al que le dispararon desde un jeep durante el toque de queda, A’ida los describe para Xavier, pero forman parte del paquete de cartas que no considera conveniente enviar a la prisión. En otras remitidas, sin embargo, sí expresa su oposición al poder que los sojuzga: “Apenas queda un rato de oscuridad. Todavía no he dormido. Pensaba en el futuro. No en cualquier futuro en cualquier parte. Ni en nuestro futuro juntos. Pensaba en el futuro que intentan abortar aquí. No lo lograrán. El futuro que ellos temen llegará. Y lo que quedará en él de nosotros es la confianza que mantuvimos en la oscuridad”.
Xavier ha sido el preso de la celda 73 de una vieja prisión que ha sido abandonada. Allí, en un espacio de dos metros y medio por tres, con paredes de cuatro metros de altura y casi sin luz natural, se han encontrado las cartas de A’ida, atadas con tiras de telas. El narrador no dice nada de cómo ha obtenido este epistolario ni cómo han caído en sus manos las misivas no enviadas. Asimismo, queda en lo desconocido la suerte que finalmente corren ambos.
La memoria de ellos, de quiénes fueron y cómo amaron, lucharon y padecieron, reposa en sus cartas. En una de ellas, A’ida le cuenta que ha ido a ver los lirios cultivados por Gassan, quien ha perdido a su esposa un año antes. Mientras toman café, él le dice que hay momentos en los que no está muerta, pero que todos los días comienzan con su ausencia. “Para mí no es así; el día no comienza con tu ausencia. Comienza con la decisión que tomamos juntos de hacer lo que estamos haciendo”.
Post scriptum:
El encanto de la discreción
Apunta Simon Sebag Montefiore en Escrito en la historia (2019) que la edad de oro de las cartas cubre unos 500 años, entre la Edad Media y el auge del teléfono en los años 30 del pasado siglo, con un declive más notorio hacia finales del siglo XX y comienzos del actual. Sin embargo, de acuerdo con el historiador británico, las misivas en papel parecieran estar reviviendo: “Las cartas están recuperando el favor entre los que desean una comunicación más discreta. Políticos, espías, criminales y amantes, todos ellos han aprendido —en muchos casos, a las malas— que un correo electrónico o un mensaje de móvil pueden leerse y exponerse; nunca se destruyen. Pero a menudo desaparecen. Su inconsistencia y su falta de permanencia hacen que sean medios poco satisfactorios. Hacen que la vida parezca más transitoria, mientras que las cartas la hacen más duradera (…) Por esta razón, la gente empieza a recurrir de nuevo al papel y la pluma, en particular en los gobiernos: las cartas se pueden preservar, pero irónicamente son más seguras porque solo existen una vez y se las puede destruir materialmente”.
En esta era de gente acostumbrada a una pantalla táctil o a utilizar el teclado de la computadora, hay que esforzarse para imaginar a alguien escribiendo a mano sobre papel, incluso haciéndolo a máquina. Quizá no haya que tomar en sentido literal las palabras de Sebag, quien acaso solo haya querido expresar con “recurrir de nuevo al papel y la pluma” la reivindicación de la carta impresa, que en el caso de las personales viaja con sus secretos por las rutas del servicio postal hasta llegar al buzón de la entrada, donde aguarda en silencio a que el destinatario la busque y la despoje del sobre protector para comenzar a hablarle: a lo mejor no manuscrita ni con los renglones acaso desalineados de una vieja Remington, sino impresa desde algún dispositivo pero con la firma del remitente hecha por su propia mano. Una fórmula intermedia para el homo scriptor que siempre seremos.