300 palabras sobre El día de todas las almas, de Cees Nooteboom
En El día de todas las almas, un realizador de documentales ha perdido a su esposa e hijo en un accidente aéreo. La tragedia lo despega de la realidad y acentúa su carácter retraído. Desde antes de la pérdida, anda en un proyecto de registrar las pequeñas cosas en las que nadie repara y de las que, sin embargo, se compone en buena medida cada momento. Como metáfora de ello, filma los pies de las personas antes que sus cuerpos o sus rostros y sobre todo registra sombras. Tiene un grupo de amigos (un filósofo, un escultor, una científica rusa) que lo mantiene más o menos con los pies en la tierra, a él, que literalmente no los tiene porque viaja mucho: además de documentalista, es cámara de otros productores, por cuyos proyectos ha filmado guerras, hambrunas y otras desgracias. Un día, en Berlín, donde pasa temporadas, conoce a una española, estudiante de posgrado, cuya tesis sobre una olvidada reina de Castilla parece la tarea propia de un antihéroe: inútil de antemano: no hay suficientes fuentes documentales, solo referencias poco confiables de terceros; se diría que hurga en una mentira histórica. Para el documentalista, conocer a aquella muchacha con una cicatriz en el rostro, misteriosa, con la que tiene sexo pero apenas permite que la toque (ella arriba), resulta como tratar con una sombra, más “real” que las captadas por su cámara, pero igual de inasible. Por seguirle los pasos conduce su viejo Volkswagen desde Berlín hasta Madrid, con casi mortales consecuencias. Es una historia del desamparo humano: no hay respuestas a las preguntas esenciales de la existencia en el conocimiento (su amigo filósofo), ni en las ciencias (su amiga científica), ni en las artes (el escultor), ni en el amor (la tesista española). La única certeza es la muerte.