Mi gato Autícko, de Bohumil Hrabal, y otros libros sobre el Felis silvestris catus
“Los perros te miran con admiración y los gatos te contemplan con desdén. ¡Prefiero un cerdo! Te mira directamente a los ojos y te trata como a un igual”. Esto le dijo Winston Churchill a uno de sus asistentes en 1952, de acuerdo con lo consignado en Churchill in His Own Words (2012), que se tiene por la publicación definitiva de las palabras del ex primer ministro inglés y fue compilada por el copresidente y editor del Churchill Centre, Richard Langworth, quien dedicó más de 20 años a investigar cuanto dijo el destacado político. Churchill in His Own Words, a su vez, es un libro citado con profusión por el historiador militar Andrew Roberts en su monumental Churchill. Walking With Destiny (2018), considerada por The New York Times como la mejor biografía del estadista británico.
Con todo y la incuestionable autoridad documental de Langworth y Roberts, es posible que esta muy recordada valoración animal no haya sido producto del ingenio de Churchill, sino de C.K. Chesterton, quien medio siglo antes habría escrito una carta titulada “Un paseo por el país”, que al parecer fue publicada por The Illustrated London News el 11 de mayo de 1900: “El otro día estaba dando un paseo por el campo cuando llegué a una granja. Me detuve a echar un vistazo y vi a un grupo de cerdos (…) Siempre he sido aficionado a los cerdos. Creo que son animales muy inteligentes y sociales. También creo que son muy limpios y ordenados (…) Los cerdos me saludaron con gruñidos cuando me acerqué a ellos. No estaban asustados, pero tampoco estaban demasiado entusiasmados por mi presencia. Simplemente me miraron con curiosidad. Les di unas palmadas en la cabeza y ellos gruñeron de nuevo (…) Después de un rato, me di la vuelta y me alejé de la granja. Me sentí feliz y renovado después de mi encuentro con los cerdos. Creo que los cerdos son animales muy especiales y me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerlos (…) Soy aficionado a los cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los cerdos nos tratan como iguales”.
Esta es al menos la posibilidad que revela Bard luego de reconocer que no ha encontrado dónde dijo o escribió Churchill la frase que le es con frecuencia atribuida. ChatGPT, Perplexity, Bing o Poe tampoco la ubican en el océano discursivo del ex primer ministro, pero no llevan hasta Chesterton, ni siquiera cuando se les suministra la referencia sobre la carta en The Illustrated London News que arroja el buscador conversacional de Google. En la imposibilidad de consultar los archivos de la legendaria publicación inglesa, fundada en 1842, la primera de su tipo que incorporó grabados y fotografías como parte del contenido periodístico y en la cual Chesterton mantuvo una columna entre 1905 y el año de su muerte, 1936, porque su repositorio digital es de pago, me quedo con la hipótesis de que si Chesterton en efecto escribió “Un paseo por el país”, Churchill la leyó en su momento y la frase hibernó en su subconsciente durante cincuenta años. Es conocido que fue un amante de los animales y que en su finca de Chartwell, además de perros como los caniches Rufus y Rufus II y los gatos Jock y Cat, hubo cisnes y ocas. “Churchill también criaba cerdos, y pidió a los criados que ataran un cepillo de alambre a un palo largo para poder rascarles el lomo”, relata Roberts. El enaltecimiento de los puercos sería una coincidencia más entre ellos: nacieron el mismo año (1874) y ambos fueron escritores populares. Asimismo, los dos se dedicaron a la política, “pero mientras que Churchill fue un tory convertido en liberal que llegó a Primer Ministro, Chesterton, un liberal convertido en socialista, acabó en la periferia de la política como distributista que repudiaba el socialismo y defendía la pequeña propiedad. Se conocieron pero nunca llegaron a ser amigos”, escribe Ann Farmer en su artículo “Chesterton y Churchill: ¿en el lado equivocado de la historia?”, en la edición 42 de The Chesterton Review (2016)…
De Churchill o Chesterton, el apotegma recoge a la perfección el parecer general sobre los dos animales más estimados como mascotas en todo el mundo: los perros están al servicio de los humanos y estos al servicio de los gatos.
Ahí está, por ejemplo, la servidumbre de Bohumil Hrabal (1914-1997), a quien Milan Kundera consideraba el mejor escritor checo de la segunda mitad del siglo XX. Hrabal tenía una casa de campo en Kersko, en las afueras de Praga, y era la envidia de sus colegas, pues con un corto viaje podía aislarse para escribir con tranquilidad, sin los ruidos ni distracciones de la vida citadina, solo rodeado por el inspirador silencio del bosque y los gentiles ronroneos de sus cinco gatos. “La que me quería más era Svarcava; yo la devoraba con los ojos y ella me quería tanto que casi se desmayaba cuando la cogía y me la ponía en la mano y me la acercaba a la frente y le decía a la oreja todo tipo de dulces, dulcísimas declaraciones de amor, y es que yo había llegado a una edad en que ya no podía enamorarme de una chica guapa porque no sabía cómo hacerlo y también porque estaba cada vez más calvo y la cara se me llenaba de arrugas; en cambio, los gatitos me amaban tanto como las chicas cuando era joven, yo lo era todo para mis gatitos, era su padre y su amante”, escribió Hrabal en Mi gato Autícko (1986).
Tal era la devoción por esos animales, que “la máquina de escribir roncaba de tanta prisa que yo tenía, y es que yo nunca me tomaba el tiempo para limpiar las páginas escritas para que quedaran estilísticamente puras, tenía mucha prisa porque lo que quería hacer era dedicarme a los gatos”. En invierno, les aseguraba leche tibia en las mañanas y una estufa al rojo vivo para que pudieran relajarse al abrigo del calor. Entretanto, el escritor troceaba con los dedos el pescado, la carne y el queso de la comida de primera que les ofrecería. Los abrazaba y “los besaba en el cuellecito, mientras ellos se apretaban contra mi cara, contentos de que no los hubiera olvidado”. Y durante las noches se levantaba más de una vez para responder a los dulces reclamos de sus felinos, que se antojaban de salir al jardín pese a la palangana de arena que tenían dispuesta para hacer sus necesidades. No era una molestia, como tampoco que a veces orinaran en cualquier lugar, incluso en la habitación matrimonial.
Enternecido, Hrabal ignoraba los continuos suspiros de su esposa, ¿qué haremos con tantos gatos?, y le decía que lo más seguro es que en primavera desaparecieran, uno tras otro, y ellos dos se pasarían la noche llamándolos en vano. No le preocupaba que fueran tantos, si no qué sería de ellos si él les faltara. “A veces venía con el coche a ver a mis gatos, pero sólo cuando hacía buen tiempo. Me gusta correr cuando conduzco, pero entonces de golpe me pasaba por la cabeza la idea de qué sería de mis gatos si tenía un accidente, y enseguida desaceleraba. Sólo adelantaba a los tractores y los camiones lentos porque siempre pensaba en mis pobrecitos gatitos. Por eso, cuando las carreteras estaban heladas, cuando nevaba o llovía, únicamente cogía el autobús porque así tenía la garantía de llegar sano y salvo, además de seguro de poder dar una alegría a mis gatos y gatas. Incluso en el autobús, si me ponía en la primera fila, pensaba ¿qué pasaría si el autobús tenía un accidente, quién daría de comer a los gatos? De forma que solía sentarme por el medio del autobús donde, en caso de un accidente, el peligro es mínimo, aunque siempre estaba al quite y calculaba dónde me metería si el autobús resbalara… porque si me pasaba algo, ¿quién echaría leche a mis gatitos?”. Además de las visitas relámpago, comenzó a quedarse a dormir en Kersko entre semana.
Pero en primavera no desapareció ninguno de los cinco gatos, sino que se unió una gata blanquinegra preñada, igual que para entonces lo estaba Svarcava… “La culpa de tener tantos gatos en la casa de campo era mía; nuestras estancias de fin de semana se habían convertido en cualquier cosa menos en idílicas; al contrario, desde la mañana temíamos que al abrir las puertas del jardín, la cocina y el pasillo quedarían inundados de gatos y temblábamos pensando qué pasaría cuando los diez gatitos pequeños se hicieran grandes”.
Esa carga de conciencia sería leve en comparación con la que pesó en Hrabal después de hacer las cosas que hizo para contener aquella marea de maullidos que amenazaba con ahogarlos: “… me sentía como si me hubiera molido una piedra, sin aire por lo que acababa de hacer”. Cuando a los días un amigo fotógrafo lo retrató junto a las dos gatas y cuatro de sus gatitos, tuvo una visión escalofriante: “Me vino la idea de que me dejaba fotografiar como los altos cargos de las SS con las fosas comunes llenas de muertos y fusilados… A continuación me vi como los turcos que, mientras llevaban a cabo el genocidio contra los armenios, se dejaban fotografiar con las cabezas cortadas de las víctimas…”.
Los remordimientos y la vergüenza se atenuaron con el tiempo y he aquí que un día Hrabal y su esposa rescataron una gata enferma, con la piel llena de costras. La curaron y la llamaron Fea o Feíta: parió dos gatitos: uno macho y la otra hembra, a la que bautizaron Autícko, cochecito, como el Renault 5 que conducía Hrabal por aquellos días. Autícko “fue para mí una recompensa por todos los gatos que había tenido y ya no tenía; nunca me cansaba de mirar sus ojos preciosos y, como su madrecita, la hijita también se enamoró de mí”. Era el comienzo de una segunda oleada de maullidos, que tendría un desarrollo inesperado para toda la entrega que profesaba Hrabal a sus gatos, pero que finalizaría igual que la primera y haría insoportable esta vez el sentimiento de culpa.
Si hubo justificado motivo para que Hrabal padeciera el tormento de la culpabilidad (y Mi gato Autícko, además de ilustrar la sumisión humana ante el Felis silvestris catus, es una aguda exploración de esa emoción negativa), en cambio no existía razón alguna para que lo embargara en primer lugar la preocupación asfixiante cada vez que se alejaba de su casa en Kersko: “¿Cómo había podido abandonar a aquellos animalillos tan conmovedores en una tarde húmeda y fría? Vendrá la noche helada y los gatos se calentarán entre las pieles el uno al otro, se calentarán con el aliento de las patitas y los pelos, el uno al otro se darán calor y mientras lo hagan, soñarán conmigo y se preguntarán si nunca más volvería, y si volvía, ¿cuándo sería?, y calcularán el tiempo que tardaré en aparecer…”.
El gato doméstico refleja aún en gran parte de su comportamiento instintos salvajes, como el celo por el territorio y la preferencia por la soledad, que suspende en la época de apareamiento. En La naturaleza de los gatos (2002), el escritor y divulgador científico Stephen Budiansky enumera varias cosas que distinguen al Felis silvestris catus entre todos los animales domesticables, comenzando porque, al contrario del perro, la oveja, el caballo…, que son sociales en estado salvaje, el gato es solitario. Además, las mediciones genéticas demuestran que el gato casero no tiene ninguna diferencia física sustancial con respecto a su equivalente salvaje (el gato montés europeo, africano y asiático), cuando casi todos los animales domésticos han sufrido cambios suficientes como para considerarlos especies biológicamente distintas de sus semejantes salvajes. Por último, el análogo salvaje del felino que duerme en el sofá sigue prosperando en gran número, mientras que los equivalentes de otras especies domesticadas o se han extinguido o muestran poblaciones reducidas.
A la par que se han extendido por el mundo en compañía de los seres humanos, el gato ha mantenido una pata en la selva, afirma Budiansky, quien destaca que la única diferencia radical en la conducta del Felis silvestris catus con respecto al montés es que tolera vivir en grupos sociales e incluso los forman por su cuenta. Pero ello no significa que se trate de una agrupación jerárquica como una manada; en su caso, funciona más como si se tratara de territorios individuales superpuestos. Son como comandos entrenados para misiones en solitario que, de pronto, se encuentran rodeados de otros comandos con idéntica misión, ejemplifica este autor.
“En resumen, los gatos no tenían ningún problema evolutivo al que enfrentarse en estado salvaje; no necesitaban depender del hombre para sobrevivir; no sufrieron las rápidas y automáticas transformaciones genéticas que destruyeron las barreras entre lo salvaje y lo domesticable, como en el caso de las bestias salvajes que se convirtieron en compañeras del hombre dúctiles y adaptables. Los hombres primitivos consiguieron domar con éxito a lobos, vacas, ovejas y otros animales verdaderamente domesticados debido en gran parte a que estas especies ya contaban con el potencial genético para domesticarse a sí mismas una vez que los humanos aparecieran en el medio ambiente donde habitaban. Los gatos, sin embargo, se negaron a entrar en este juego”.
“Y desde entonces hasta hoy, mi buen amado, tres Hombres de cada cinco han tirado cosas a los Gatos cada vez que los ven, y todos los Perros los han perseguido hasta hacerlos trepar a un árbol”
Que el gato convino reglas distintas para su convivencia con los humanos, como advierte Budiansky, lo narró un siglo antes Rudyard Kipling en su cuento “El gato que andaba solo” (1902), un relato sobre el origen de la domesticación del perro, el caballo, la vaca y el gato. Recuerda Kipling que “naturalmente, el Hombre también era salvaje, terriblemente salvaje. No empezó a domesticarse hasta que encontró a la Mujer, que le dijo que no quería una vida tan agreste. La Mujer escogió para dormir una cueva seca y coqueta en vez de un montón de hojas húmedas. Esparció arena limpia por el suelo, encendió una linda hoguera al fondo de la cueva, colgó en la entrada una piel de caballo salvaje con la cola hacia abajo y dijo: ‘Querido, límpiate los pies antes de entrar. Ya tenemos un hogar’”. Esa noche, cenaron cordero salvaje asado y una vez que el Hombre se hubo retirado a dormir, la Mujer, con un hueso del cordero, hizo el primer conjuro cantado del mundo.
En la selva, los animales salvajes estaban intrigados por el resplandor de aquella hoguera y se preguntaban qué significaría para ellos. El primero en acercarse fue Perro Salvaje, atraído sobre todo por el delicioso aroma. La Mujer le dio un hueso de cordero y cuando el animal pidió otro, le respondió de la siguiente forma: “Criatura salvaje de las salvajes espesuras, si ayudas a mi Hombre a cazar por el día y guardas esta cueva por la noche, te daré todos los huesos que necesites”.
“A la noche siguiente, la Mujer cortó grandes montones de hierba fresca de las húmedas praderas y los puso a secar frente al fuego, para que oliera a heno recién segado; luego se sentó a la entrada de la cueva, trenzó un cabestro con piel de caballo, miró la enorme paletilla e hizo un conjuro, el segundo conjuro cantado del mundo”: el destinado a domesticar a Caballo Salvaje, que se comprometió a servir a cambio de tan rico alimento. Seguiría Vaca Salvaje, cuya leche sería el pago por la hierba.
Cada uno de estos pactos fue presenciado por Gato Salvaje, escondido en las cercanías de la cueva. Cuando él se acercó a la Mujer, esta le dijo que ya no necesitaban más amigos ni criados. Después de dejarle claro que él no era ni lo uno ni lo otro, sino el que siempre andaba solo y lo mismo le daba cualquier lugar, pero aun así deseaba entrar en la cueva, todo parecía perdido para Gato Salvaje. Sin embargo, tuvo el buen tino de mostrarse arrepentido y de valorar en la Mujer, aparte de su inteligencia, su belleza. Es así como la Mujer le propuso un trato: si ella llegaba a realizar tres alabanzas de Gato Salvaje, cosa que estaba segura de que no sucedería, este podría entrar a la cueva, echarse junto al fuego y, finalmente, recibir fresca leche tres veces al día. Pasó un tiempo sin que nada cambiara hasta que Gato Salvaje vio claramente que había llegado su hora: una mañana calmó el llanto del bebé de la Mujer frotándose contra sus gorditas rodillas y haciéndole cosquillas con su cola, lo que generó la primera alabanza. Luego, con sus ronroneos logró que se durmiera (segundo agradecimiento) y después cazó un pequeño ratón que correteaba por toda la cueva para espanto de la Mujer, quien temía que se le trepara por los cabellos.
Cuando el Hombre y Fiel Amigo (antes Perro Salvaje) regresaron, la Mujer les explicó el trato con Gato Salvaje, pero este se vio en la necesidad de negociar acuerdos individuales con cada uno de ellos, lo que explica por qué le arrojan cosas y el perro lo persigue. “Y desde entonces hasta hoy, mi buen amado, tres Hombres de cada cinco han tirado cosas a los Gatos cada vez que los ven, y todos los Perros los han perseguido hasta hacerlos trepar a un árbol. Pero el Gato también cumplió su parte del trato. Caza ratones y se porta bien con los bebés cuando está en casa, siempre que no le tiren demasiado fuerte de la cola. Pero hecho esto, en sus ratos libres, cuando sale la luna y cae la noche, es el Gato que anda solo, y lo mismo le da un lugar que otro. Y entonces, como antaño, camina por la salvaje espesura o sube a los árboles o a los tejados, moviendo la cola y sin más compañía que la suya”.
De manera que el gato salvaje se avino a ser un animal casero sin renunciar a su independencia y libertad de movimiento. Tan así, que antrozoólogos como John Bradshaw (En la mente de un gato, 2013) afirma que, en lugar de domesticación, con respecto a él lo más apropiado es decir que ha coevolucionado con los seres humanos. “Incluso hoy día, la mayoría de los gatos domésticos ejercen mucho control sobre sus propias vidas (...) Si dejamos de lado por un momento las razas con pedigrí (y son aún una minoría), la mayoría de los gatos van a donde quieren y escogen a sus parejas (...) Solo por esta razón los gatos no pueden considerarse totalmente domesticados. La domesticación total significa que la humanidad tiene un control completo sobre lo que un animal come, a dónde va y, lo que es más importante, qué individuo pueden cruzarse y cuáles no”.
Para el gato no aplican, en general, las explicaciones de cómo y por qué los humanos comenzaron a domesticar animales. Su utilidad como controlador de ratones, desde la cueva de Kipling hasta los almacenes de alimentos en las primeras sociedades agrícolas, es una única razón práctica que palidece ante lo que pueden ofrecer la vaca, la cabra y la oveja, por ejemplo, cuya domesticación se traduce en carne, leche y cuero, para no hablar del abanico de ventajas asociadas al perro: compañía, vigilancia, pastoreo, rastreo, arrastre... ¿Han privado razones religiosas, como suele argüirse cuando se trata la devoción que le brindaron los antiguos egipcios? ¿El gusto humano por el simbolismo y el misticismo? ¿El bienestar que genera la contemplación de un animal bello?: “En los ojos de la gata gris se percibía el lustre verde de las alas de una mariposa de jade, como si un artista hubiera dicho: ¿Qué puede ser más grácil, más delicado que un gato? ¿Qué, con mayor propiedad, la criatura del aire? ¿Qué criatura del aire guarda afinidad con el gato? ¡La mariposa, claro, la mariposa!”, escribió Doris Lessing en Gatos ilustres (1967), inspirada por la visión de su gata gris, “perfecta, exquisita, una reina”. ¿La atracción del enigma?: Hrabal encontraba comprensión en los ojos de Svarcava, “una comprensión tan grande que incluso me daba miedo”.
Su convivencia con los humanos ha sido, en cualquier caso, efectiva y para 2021 el Felis silvestris catus era la mascota predominante en Europa, por encima del perro, aves y peces ornamentales, pequeños mamíferos y reptiles, de acuerdo con el portal Statista. Por su lado, en febrero de este año, la empresa Budget Direct Pet Insurance encontró que en 91 países el gato es el preferido, frente al perro en 76, según su estudio basado en el seguimiento de etiquetas en Instagram y datos de geolocalización: América, África y Oceanía, ladran; Europa y Asia, maúllan.
Lo ambiguo en la conducta del gato casero, que es a un tiempo tanto manso, dependiente y cariñoso como libre, distante y cruel, lo ha sido también en el plano de las emociones que genera en los humanos. Fue reverenciado en el antiguo Egipto y considerado tan valioso para exterminar roedores en el siglo XI que en Francia solía incluirse en testamentos y herencias, pero asimismo llevado casi a su desaparición en la Europa continental después de que, en junio de 1233, la bula Vox in Rama del papa Gregorio IX lo identificara con Satanás, y en la actualidad enfrenta las campañas para que no se le deje salir de casa porque amenaza la supervivencia de fauna silvestre.
“Aunque no era un gato con pedigrí, tampoco se trataba de un gato callejero. Su cuerpo esbelto y flexible se desperezaba a lo largo de las paredes y los muebles como si fuera un tigre. La cabeza era más pequeña y triangular que la de los gatos domésticos, y miraba fijamente, de manera misteriosa”
De la popularidad oscilante del Felis silvestris catus, con sus antípodas de afecto y superstición, partió George Simenon (1903-1989) para una obra singular dentro de su vasta producción popular y policíaca, El gato (1966), en la que trató la incomprensión, el menosprecio y el daño que pueden ocasionarse mutuamente, no los animales domésticos y los humanos, sino estos entre sí.
Émile Bouin, de setenta y tres años, es un albañil que fue inspector del Departamento de Obras Públicas de París y ahora está jubilado. Hijo de un obrero de la construcción, disfrutó de la felicidad del matrimonio junto a Angéle Delige, una campesina robusta, alegre, desinhibida y de manos grandes enrojecidas, hasta que la atropelló un autobús y pasó dos años convaleciente antes de morir. A Émile le gusta un poco de vino en la mañana, que toma en vaso y no en copa, y asimismo tiene el gusto por la comida con cebolla y unos puros italianos de fuerte olor. Prefiere ducharse antes que sumergirse en una bañera.
Marguerite, de setenta y uno, es nieta de Arthur Doise, el fundador de las galletas que llevan su apellido, e hija del único heredero, Sébastien, quien por una serie de malas decisiones y amor por el juego perdió el control de la fábrica a manos de un espabilado empleado de apellido Sallenave. Su padre está muerto, igual que su esposo, Fréderic Charmois, un hombre refinado, que fue primer violinista de la ópera y con quien estuvo casada tres décadas. Cuando la construcción era una de las inversiones de moda, Sébastien levantó dos hileras paralelas de siete casas y las bautizó como Plazoleta Sébastien-Doise. Marguerite es ahora solo dueña de una fila, pues la otra también fue a parar al patrimonio de Sallenave, quien ha comenzado a derribarla para levantar un edificio. Marguerite, muy católica, de manos blancas, muñecas finas y piel casi transparente, vive en la casa paterna, en el conjunto que sobrevive al afán urbanizador, y es considerada por los comerciantes y vecinos de la zona como una suerte de aristócrata, aunque ya no posea fortuna.
Hasta hace menos de un lustro, las vidas de Émile y Marguerite estaban separadas apenas por el ancho de la calle: él residía enfrente de ella, alquilado en una habitación con baño de la casa que ocupaba un joven matrimonio. A la conjunción de una canilla rota en la vivienda de la distinguida viuda, que el viejo albañil se ofreció a reparar, y a la seguidilla de invitaciones a tomarse un café o un poco de vino por las tardes, en un extendido agradecimiento por el tan caballeroso gesto, así como al miedo de ambos a la soledad, deben su matrimonio.
Desde los primeros intentos, cuando el cuerpo de Marguerite se tensaba al menor contacto con la piel de Émile y su mirada parecía cargarse de odio, descartaron el sexo y han dormido en camas separadas en la misma habitación, en una división inicial que se expandió por todos los rincones de su convivencia. Utilizan el baño por turnos, cada uno se prepara lo que come y guarda sus víveres en un estante bajo llave, temerosos de ser envenenado por el otro; se reparten las labores de la casa y se puede ver cómo, a cierta distancia, se persiguen por las aceras y entran en los comercios a hacer sus compras. Émile tiene un cuaderno de tapas rojas con un pequeño lápiz sujeto por una tira de cuero, del cual arranca las hojas donde le escribe a ella frases hirientes; las dobla varias veces y después se las lanza, haciendo una catapulta con los dedos pulgar y corazón. Marguerite no tiene cuaderno, le basta escribirle en cualquier papel que consiga, hasta en pedazos del periódico, y dejar sus notas donde sabe que él las encontrará.
“Tras darle muchas vueltas, creo que, como católica, no puedo contemplar la posibilidad del divorcio. Ante Dios somos marido y mujer y debemos vivir bajo el mismo techo. Sin embargo, nada me obliga a dirigirte la palabra, de modo que te ruego encarecidamente que, por tu parte, también tú te abstengas de hacerlo”, fue la primera nota de ella, luego de la reacción que tuvo Émile cuando encontró a su gato, Joseph, muerto en la bodega de la casa. “Aunque no era un gato con pedigrí, tampoco se trataba de un gato callejero. Su cuerpo esbelto y flexible se desperezaba a lo largo de las paredes y los muebles como si fuera un tigre. La cabeza era más pequeña y triangular que la de los gatos domésticos, y miraba fijamente, de manera misteriosa (...) Lo encontró cuando aún era un cachorro, al fondo de un solar en construcción en la época en que aún trabajaba para el Departamento de Obras Públicas de París. Era viudo, vivía solo y el gato se convirtió en su compañero”. Cuando cruzó la calle para casarse, Joseph lo siguió. A Marguerite aquella criatura, que dormía pegado las piernas de Émile y la miraba con fijeza, le inspiraba un terror supersticioso. “Siempre me han dado miedo los gatos. A lo mejor podría acostumbrarme a un perro. Cuando vivía mi padre tuvimos uno, que me seguía cuando era pequeña y parecía protegerme. Pero los gatos son traidores, nunca se sabe lo que piensan”, le había dicho cuando aún se hablaban.
Cada uno piensa en la muerte del otro y cada cual, de forma más o menos consciente, desea que ocurra. Pero, por miedo a una vejez solitaria y sin energías para comenzar nada nuevo, ambos prefieren ese sórdido y silencioso juego. Luego de una eficaz táctica de humillación que pone en marcha ella, Émile al fin decide marcharse, pero en los siguientes días Marguerite se planta en la acera de enfrente de donde se ha ido a vivir el albañil, a la misma hora, en el mismo sitio, con igual pose, mirando hacia su habitación. Émile se sorprende al verla, la antigua señorita Doise no conserva nada de su seguridad y rigidez, es una mujer consumida y llena de ansiedad, que tal vez se encuentre enferma.
Aquella anciana menuda y frágil parece que le estuviera diciendo lo que Churchill mandó a poner en un cartel cuando uno de sus gatos se fugó de Chartwell: “Si Cat se toma la molestia de regresar a casa, queda todo perdonado”. Cuenta Roberts que a los diez días reapareció Cat. A Émile le toma apenas más tiempo, regresa a la casa de la Plazoleta Sébastian-Doise a los once.
Post scriptum:
La biografía del gato según la ciencia y la imaginación
1.- “El origen de cada miembro de la familia de los felinos, desde el noble león hasta el pequeño gato patinegro, puede encontrarse en un animal semejante al gato, de tamaño medio, el Pseudaelurus, que recorría las estepas de Asia central hace once millones de años. El Pseudaelurus se extinguió, pero no antes de que niveles inusualmente bajos del mar le permitieran emigrar a través de lo que hoy es el mar Rojo hasta África, donde evolucionó hasta convertirse en varios felinos de tamaño medio, como los que conocemos actualmente con el nombre de caracales y servales. Otros Pseudaelurus se trasladaron hacia el este a través del puente de Beringia hasta Norteamérica, donde acabaron evolucionando para convertirse en el gato montés de Norteamérica, el lince y el puma. Hace dos o tres millones de años aproximadamente, tras la formación del istmo de Panamá, los primeros felinos cruzaron hasta Suramérica; allí evolucionaron aislados y se convirtieron en diversas especies que no se encuentran en ninguna otra parte, como el ocelote y el gato de Geoffroy. Los grandes felinos —leones, tigres, jaguares y leopardos— evolucionaron en Asia y después se extendieron por Europa y Norteamérica, sus lugares de distribución actuales no son más que una pequeña reliquia de los lugares donde solían encontrarse hace unos pocos millones de años. Es notable que los antepasados lejanos de los gatos domésticos actuales hayan evolucionado al parecer en Norteamérica hace unos ocho millones de años, y después emigraran de nuevo hacia Asia unos dos millones de años más tarde. Hace unos tres millones de años, esos felinos empezaron a evolucionar hasta convertirse en las especies que conocemos actualmente, como el gato montés, el gato del desierto y el chaus; aproximadamente en ese momento también empezó a surgir un linaje asiático diferente, en el que encontramos el gato de Pallas y el gato pescador” (The Evolution of Cats, 2007, de Stephen O’Brien y Warren Johnson, citado por John Bradshaw en su libro En la mente de un gato, 2013).
2.- “El Génesis lo calla pero el gato debe de haber sido el primer animal sobre la Tierra, el núcleo a partir del cual se generaron todas las especies. En una de sus andanzas por el planeta humeante el gato inventó a los seres humanos. Su intención fue crearnos a su imagen y semejanza. Un error ignorado lo llevó a formar gatos imperfectos. Si pudiera comprobarse que descendemos del gato, sería indispensable una reestructuración de las ciencias. Es demasiado incómoda para los sabios; por ello prefieren no investigar nuestros orígenes.
”En el fluir de los siglos, para compensarnos de tantas desventajas, aprendimos a hablar. El gato, en cambio, quedó aprisionado en la cárcel de sus sentidos. No obstante, limó su astucia y su sabiduría. Algunas religiones primitivas lo divinizaron. En la Edad Media se le atribuyeron malignos poderes y pactos sobrenaturales. Fue perseguido bajo el cargo de participar en aquelarres con demonios y hechiceras. Hoy ha proliferado en todo el mundo como animal doméstico. Es parte integrante de la galería familiar. Se le tiene el respeto y el recelo que inspira todo ser superior.
”Quienes lo aman y quienes lo detestan coinciden en asignarle atributos fantasmagóricos: ser dueño de siete vidas, anunciar desdichas, si es de color negro, y un sinfín de cosas que no le hacen mella: su personalidad resulta insobornable a la opinión ajena. Sigue tan gato como cuando era adorado por los egipcios o lo acosaban la ignorancia y el salvajismo de épocas tan oscuras como la nuestra. Ahora y entonces resiste la seducción o el desafío de las miradas: no pestañea ante nadie.
”Lo calumniamos al suponerlo miembro de una familia coronada por el tigre. El tigre es un gato al que la ferocidad ha embrutecido, una ampliación superflua, inferior a la síntesis y armonía de su modelo. Creemos haberlo subyugado porque está a nuestros pies. Sin embargo, como este mundo es un espejo donde todo lo vemos invertido, en la dimensión de la verdad el gato se encuentra muy por encima de nosotros. Compartimos algunas semejanzas. Por ejemplo, el cortesano plagia los ardides del gato y todos imitamos su ingratitud. Nunca damos las gracias y siempre dejamos de ronronear en cuanto hemos obtenido lo que esperábamos.
”Ya cace pájaros en la Alameda de México o pulule en número infinito por las ruinas romanas, el gato es perezoso durante el día e implacable verdugo por la noche. Como para ningún otro animal, ante el gato la vida es sueño. Pasa dormido las dos terceras partes de su existencia y, a juzgar por sus movimientos, sueña como nosotros tramas fantásticas y realistas. Gusta de ser acariciado aunque en pleno idilio suele clavar las uñas en quien lo mima. Vive lamiéndose para adorarse a sí mismo, conservar una apariencia pulcra y protegerse contra los cambios del clima. Detesta su excremento y hace hasta lo imposible por ocultarlo. Venera el sitio en donde nace o llega de pequeño. En cambio las personas que lo rodean no logran inspirarle en el mejor caso sino una tolerancia despectiva.
”Señor de horca y cuchillo del mundo que alcanza a percibir con sus ojos fosforescentes y sus sensitivos bigotes, aterra verlo cuando tortura un ratón. Esta voluptuosidad de hacer el mal, este afán de sentirse superior, constituyen la parte oscura y abominable del gato, así como el rasgo más humano que puede hallarse en él. Solitario, introvertido, por lo común hipocondriaco, nada le importa excepto él mismo. Odia a los demás gatos y a cuantos animales lo rodean, especialmente al perro, su verdugo. (El perro es todo lo contrario del gato y siente hacia él un rencor que nada saciará.) No reprime sus deseos pero tampoco vive atrapado en ellos. Deja para nosotros la esclavitud de la obsesión.
”Macho, es padre ausente por excelencia. Hembra, toma siempre la iniciativa y elige entre los rivales al más digno de fecundarla. Su placer dura segundos y está cercado por la ferocidad y el dolor. Su discreción la lleva a ocultarse para dar a luz. Atiende a su propio parto como si hubiera hecho estudios de medicina. En las semanas que siguen al alumbramiento, se porta como madre ejemplar. Adiestra a los gatitos ciegos y sordos en todas las artes de la supervivencia y luego los enseña a cazar. Cuando pueden valerse por sí mismas no vuelve a ocuparse de sus crías.
”El gato inventó el existencialismo: cada momento representa para él una elección. A fuerza de meditar veinticuatro horas al día en el absurdo y la vacuidad de todo, sólo se aferra al instante en que vive. Nunca sabremos lo que piensa el gato acerca de este mundo tan mal hecho y los seres con quienes comparte a pesar suyo el tiempo. Vana tarea estudiar el misterio del gato, enigma irresoluble, máscara por la cual nos contempla y nos juzga algo que ni siquiera sospechamos”. (“Tríptico del gato”, de José Emilio Pacheco, en La sangre de medusa y otros cuentos marginales, 2017).