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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Comprensión de las luciérnagas

A las que amamos, de Aleksandar Tišma


 


 

Mariola es una muchacha polaca de 18 años, trabajadora de una porquería, que viaja a Berlín con su novio, Artur. Se supone que van a conocer al padre de este, pero ella termina encerrada en una habitación. Las ventanas están tapiadas y cuando logra arrancar algunas tablas, es igual de imposible huir: está en un quinto piso. Tampoco le vale gritar, pues el edificio abandonado se encuentra en medio de otras construcciones asimismo desiertas. El encantador Artur es un tratante de blancas; en rigor, un simple intermediario, porque el jefe de la red es otro, que lo ha esperado en la ciudad alemana y quien, junto con dos más de sus empleados, viola a Mariola la primera noche. La amenazan con matar a su abuela —su única familia—, le quitan el pasaporte y le asignan un nombre. En adelante, su vida solo deberá regirse por tres sencillas instrucciones: no besar mucho, tomar el dinero primero y no olvidar el preservativo.

 

Isabelle es francesa, un año menor que Mariola y estudia Literatura en La Sorbona. Cuando la conocemos, está de vacaciones de verano con su familia y acaba de perder la virginidad con un muchacho alemán. Vive con sus padres, un matrimonio típico de clase media acomodada, con su departamento, su carro y las aspiraciones propias de esta franja social. Su futuro está claro, se trata de estudiar, graduarse, casarse y, a su vez, formar una familia, no de adoptar un seudónimo —Lea75— y atender hombres en un hotel por trescientos o quinientos euros. Nadie la obliga a ello ni gasta el dinero que recibe —una amiga ha empezado porque quería comprarse un bolso Prada—: para Isabelle es como un juego y no piensa que en ella vaya a cumplirse el sino de la sentencia “puta de un día, puta siempre”.

 

Con las películas Su nombre es Justine (2005), del venezolano Franco de Peña, y Joven y bonita (2013), del francés François Ozon, se va de un extremo a otro en el debate social sobre qué hacer con el oficio del amor pagado, que no es el más viejo del mundo —para el caso, habría que recordar a las precursoras de la moderna obstetricia— ni ha sido siempre universal, si es que lo fuera en la actualidad —“No hay ninguna evidencia de venta de sexo entre los maoríes antes de la llegada de los europeos a Nueva Zelanda”, ilustra Kate Lister en Una curiosa historia del sexo—. Para una feminista abolicionista, Mariola e Isabelle son víctimas de una práctica social que perpetúa la desigualdad de género —consustancial al patriarcado— y comparten esa condición con independencia de que la primera fue obligada a prostituirse mediante la violencia directa y la segunda lo decidió libremente: la regulación no solucionaría el problema de fondo. Enfrente, una feminista regulacionista haría una distinción porque la muchacha polaca no pudo escoger no hacerlo, mientras que la francesa sí (lo importante aquí es el énfasis en el consentimiento, obviemos por ahora que Isabelle es menor de edad y no tiene los plenos derechos y responsabilidades de una persona legalmente adulta): la prostitución no forzada es un trabajo como cualquier otro al que pueda optar sin coerción una mujer y a las trabajadoras sexuales no se les debería estigmatizar, sino garantizarles los derechos y salvaguardas laborales vigentes en otras áreas de la economía.  

 

Es una controversia que viene del siglo XIX, cuando la insurgencia del feminismo organizado problematizó el tema de la prostitución, y al día de hoy se mantiene como una polémica de posiciones irreductibles. En cambio, qué es prostitución y cómo es valorada por la moral y las leyes sí que ha variado desde el cuestionamiento decimonónico y mucho antes, desde las civilizaciones antiguas, en el marco más general de la actitud alterable de la sociedad frente al sexo. “El acto sexual en sí mismo no ha cambiado desde que supimos qué iba dónde. Penes, lenguas y dedos han ido probando bocas, vulvas y anos en busca del orgasmo desde que los humanos salieron arrastrándose por primera vez del lodo primordial. Lo que cambia es el guion social que dicta el modo en el que se entiende culturalmente el sexo y la manera en la que se practica”, advierte Lister. Por su parte, Patricia González, en su libro Cunnus. Sexo y poder en Roma, lo expresa así: “El sexo es natural, pero la sexualidad no. De hecho, lo poco que podemos afirmar de la naturalidad o no de la sexualidad humana es que es algo enormemente social y, por tanto, varía en sus formas, normas y tabúes de una sociedad a otra”.

 

Ahí está, por ejemplo, en los años de la posguerra, la ciudad serbia de Novi Sad, donde entrar en el negocio carnal es para las mujeres una decisión bastante determinada por las duras condiciones de los tiempos posbélicos, pero no son estas la única razón, y la prostitución, si bien se ejerce tomando precauciones para no despertar el celo represivo de las autoridades, no es en particular condenada por la moral pública. Se le tiene por una ocupación más y sus oficiantes la ejercen sin cargos de conciencia ni temores al castigo divino, tal el retrato que hace Aleksandar Tišma en A las que amamos (1990).

Es una de las pupilas más buscadas de Paula, “de piernas y brazos largos, ojos verdes rasgados que brillan febriles, Envera se lanza al abrazo como un joven soldado al combate. Se estremece ante el primer contacto con el hombre y se entrega a él dejándose ir...”

Hay en la ciudad cinco alcahuetas. Katarina y Miluška son las primeras de quienes se nos informa, junto con Beba, una de las dieciocho mujeres dedicadas al placer tarifado cuyas trayectorias se siguen en la novela. “Beba es nueva no sólo en la ciudad sino también en el oficio, es decir, la clase de chica más apreciada, de manera que aún reina un nerviosismo insólito sobre el modo en el que se va a dirigir su lenocinio, un modo no exento de afectación consciente e inconsciente, femenina y profesional”. Katarina está casada con un viejo contador y como no puede ofrecer a la muchacha en su casa y a veces los clientes no pueden recibirla en las suyas, la chica ejerce en donde Miluška. Se trata de “un sótano que era el piso del portero, por cuyas paredes se filtra una humedad verdosa, alrededor del fogón, en el que borbotea la comida y en una cacerola enorme hierve la ropa blanca, se sientan, encorvadas, las tres patronas: la madre de Miluška, sorda y con dolor de huesos, la propia Miluška, amoratada por la bebida y bigotuda como un deshollinador, y su hermana pequeña, delgada y convaleciente desde hace meses a causa de la tisis. Cada una pasó en su momento por el oficio del amor pagado, pero, ahora, el envejecimiento y las frivolidades las han vuelto decentes”, refiere el narrador. Con veinte años, Beba ha caído en manos de Katarina luego de que el fogonero que la sedujo regresó a casa con la excusa de su mamá enferma y la dejó en el hotel con apenas dinero para un desayuno, solo ocho días después de la fuga de ambos de su ciudad de origen, la vecina Bećej.

 

La situación de Beba cambiará con el tiempo, aunque no de la forma en que lo hará la de Envera, a quien se la verá por Novi Sad empujando un cochecito por las calles, acompañada por un suboficial, quien debe de ser su marido. Antes y después, sin embargo, Envera es una de las pupilas más buscadas de Paula, “de piernas y brazos largos, ojos verdes rasgados que brillan febriles, Envera se lanza al abrazo como un joven soldado al combate. Se estremece ante el primer contacto con el hombre y se entrega a él dejándose ir, la cabeza echada hacia atrás en un abandono que deja al descubierto su cuello desde el mentón afilado hasta las cavidades de las clavículas, un cuello pecoso y surcado de tendones marcados y venas azules torcidas”. La de ella es una entrega que haría difícil calificarla de prostituta, si uno se atiene a que lo es la que en el sexo pagado no busca el placer ni involucra sus emociones.

 

Su fogosidad y rendición en la cama varían después del parto, del que ha salido debilitada —la sajaron, se le inflamaron los pechos y quedó padeciendo una fiebre crónica—, pero a los clientes “les sigue resultando atractiva, ahora de una forma distinta pero siempre con ese ímpetu que le es propio (…) la llama de su deseo ha disminuido, se ha replegado en esa lucha febril que la consume por dentro (…) Cuando uno de los huéspedes, atraído por el desasosiego enigmático de su comportamiento, la invita a la habitación, ella va presurosa, separándose de la pared con un estremecimiento seco, como un condenado para el que lo peor es la espera”.

 

Después de un tiempo, Paula la ha recibido de nuevo, sin rencor y sin desconfiar de ella, pese a que por causa de Envera y de otra chica llamada Kaja —obrera en la fábrica de cepillos, que vive con su hermana y su cuñado—, casi acabaron las tres en la cárcel. Paula se fía de su instinto cuando las muchachas llegan con un visitante desconocido, lo valora con rapidez y decide si merece su confianza, pero la vez que Envera y Kaja se aparecieron con los dos extraños, de gabardina y bolsos de cuero, le falló su intuición: los hombres le pidieron estar los cuatro al mismo tiempo en el cuarto y la negativa de Paula desembocó en uno de los hombres corriendo escaleras abajo para regresar en compañía de un policía y en la citación para presentarse ante el juez de Faltas.

 

Los encuentros sexuales administrados por Paula —quien a la primera oportunidad muestra a cualquiera que hable con ella más de cinco minutos una herida en su muslo izquierdo, prueba de que ha sido obligada a una invalidez prematura por una bala fascista durante la guerra— se dan en su desordenada buhardilla de un edificio de tres pisos: “… consta de una cocina a la izquierda y una habitación a la derecha del rellano desde el que se abre la puerta de hierro del desván, que es común para todos los vecinos del edificio. Por lo tanto, las chicas y los clientes que acuden a su casa tienen que trepar a través de una intrincada colmena que se estira hacia arriba, habitada por una multitud de familias, donde las amas de casa, rodeadas de un enjambre de niños, a menudo obstruyen las escaleras o suben por ellas hasta los pisos altos o hasta el desván, y advierten así el desfile sospechoso de hombres y mujeres…”.

 

En contraste, los que tienen lugar bajo la organización de la tía Ruža se concretan en su limpia y ordenada habitación matrimonial y solo en las mañanas, que son las horas del día cuando su esposo está ausente. Cuando el cliente llega, la hacendosa ama de casa lo hace pasar a la habitación, “donde el objeto de su deseo ya aguarda dócilmente sentada en la otomana al pie de las camas del matrimonio hechas con esmero. Ahí se establecerá ahora el imperio del amor: ahí, entre los bártulos vetustos pero cuidados de una pequeña burguesa, ahí, donde desde la tarde hasta la mañana siguiente reinará el marido, un viejo limpio, apuesto, escribiente en el ayuntamiento, bebedor discreto, para el que la tía Ruža, que no tiene hijos, prepara ese almuerzo, lava y plancha la ropa, y con el que al atardecer, embutida en su abrigo negro con cuello de piel barata, calzada con zapatos estrechos de tacones altos, caminará cogida del brazo en dirección al cine o dar un paseo”.

 

En esa segunda vida, la tía Ruža sonríe, cierra con discreción la puerta y cuando todo ha terminado, le lleva una palangana de agua, jabón y toalla a la pareja para su aseo. Después se aparta en silencio, espera a un lado de la puerta, recibe su propina “y corre al pasillo para vigilar que no pase nadie hasta que primero el hombre y luego la chica desaparecen”. Es un mecanismo sencillo, que opera a la perfección y con la misma naturalidad que el de Paula: “Si una pareja se pone de acuerdo, Paula estira una pierna para sacar de un bolsillo de los pantalones la llave del cuarto; cuando los amantes regresan de allí, la llave, junto con la propina, cae de nuevo en el bolsillo con el mismo movimiento. Y todo lo hace sin quitar los ojos enternecidos de la carta” de su amante, un joven que ha partido a un lugar lejano en cumplimiento del servicio militar. A veces, entre dos encuentros, la tía Ruža ronda por el vecindario para escuchar las confesiones y lamentos de alguna divorciada o de alguna muchacha en la pobreza para invitarla “a su casa un día y a una hora concretos, tras concertar una cita con un hombre al que ya se la ha descrito y prometido”.

 

Envera también tendrá mejor suerte que su hermana, Emina, más joven que ella. La casaron a los dieciséis con un camarero que la abandonó cuando tenía siete meses de embarazo —la bebé nació prematura y murió al poco tiempo— y otra vez a los dieciocho, esta vez con un viudo bastante mayor que ella, un camorrista y borracho que primero la integró a su rebaño de amedrentados y luego la botó de su casa. Todo esto ha ocurrido en Bosnia y en una localidad cercana, así que Emina le insiste a Envera para irse a Novi Sad, no ve otra opción para escapar del signo ominoso de su juventud, que en tan poco tiempo la ha devuelto dos veces humillada a la casa materna. “Pero la sensibilidad de Emina poseía la intensidad de la desgracia, y parecía no poder librarse de este infortunio que tanto embellecía sus enormes ojos marrones”, advierte el narrador. En Novi Sad, atiende en lo de Paula, pero se enamora de Dević, casado, con dos hijos, quien la primera vez aprovecha la ausencia de su esposa para llevarla a su casa (“La introdujo en su casa con cautela, primero en el cuidado jardín, y luego en la vivienda limpia, atestada de cosas, que olía a bien ventilado y a abundancia, y al encender la luz, por primera vez en muchos años, se sintió orgulloso de tener todo eso”, describe la voz narradora de A las que amamos), inflamando la fantasía de Emina…

 “Su marido, y su debilidad por él, es una barrera infranqueable que la separa de la sociedad, de la ciudad, y la impulsa a buscar una escapatoria. Cada vez que él se emborracha y desaparece por un tiempo, la señora Nata interrumpe el trabajo, se lava, se cambia de ropa, se maquilla y se arregla el pelo, y va a casa de la tía Ruža para fijar una cita secreta”

Las alcahuetas de la ciudad operan bajo las leyes de la libre competencia y por supuesto que la mano invisible no evita que entre ellas se den prácticas naturales del mercado, como robarse las pupilas y los clientes. También es verdad que cuando una transacción resulta beneficiosa para las involucradas, priva la cooperación. No es esto último lo que ocurre con Beba: por intermediación de Katarina, la muchacha acaba por servir en exclusiva al técnico Mijušković en una pieza alquilada cerca del ferrocarril, eso sí, con una manutención que equivale a un sueldo mensual. Así que, sin el atractivo de la novedad, por el sombrío sótano de Miluška ya casi ni aparecen los viejos asiduos. “Pero Dios sabe que me las pagará…”, se dice Miluška, quien aún posee una carta salvadora cuando cae uno: “Se puede llamar a la italiana enseguida si hace falta, porque vive en el patio del edificio contiguo, está sola y libre, y siempre dispuesta a hacer compañía a quien lo necesite. Esto queda confirmado en cuanto ella aparece de verdad, sobre sus piernas fuertes enfundadas en medias de seda color carne hasta la rodilla y con una esclavina rosa de los paquetes de ayuda americanos sobre los hombros; gruesa y dura, con esa ropa semeja un luchador con cabeza de niño o un cerdo inmenso rasurado y cebado. Pero su aspecto sólo deja estupefacto al huésped, no así a Miluška, que de la italiana, de pie en la puerta, desplaza su mirada a él, una mirada llena de significado que le advierte: ‘No juzgues antes de tiempo. Lo bueno viene después’”. Si no por su aspecto, al menos sí es fascinante por su historia: se encuentra en un paréntesis de la gran vida que se ha dado en Italia con su padre emigrado, quien ha tenido mucho éxito como comerciante; en cuanto resuelva lo del pasaporte de ella y de su madre, ambas seguirán a su progenitor hasta Italia y quién sabe si se van a Estados Unidos. “‘Entretanto me dedico a cantar’, suelta la italiana sin pestañear”.

 

Una vida doble, la de la italiana, como la que lleva la tía Ruža o como la señora Nata, costurera, mujer de edad madura y cara redonda, casada con un hombre pequeño, moreno, feo y de mal carácter, que llega a casa borracho, con los bolsillos vacíos y ganas de vengarse de su consorte, a quien no le perdona que con su máquina de coser esté por encima de él. “Su marido, y su debilidad por él, es una barrera infranqueable que la separa de la sociedad, de la ciudad, y la impulsa a buscar una escapatoria. Cada vez que él se emborracha y desaparece por un tiempo, la señora Nata interrumpe el trabajo, se lava, se cambia de ropa, se maquilla y se arregla el pelo, y va a casa de la tía Ruža para fijar una cita secreta”.

 

Con más disponibilidad para acudir a la casa de la tía Ruža ha estado por mucho tiempo una camarera del local de comidas enfrente del cuartel de caballería, viuda de un músico de cafés. Ha tenido que sacar adelante a dos hijas de casi la misma edad y por eso respondió siempre al llamado de la tía Ruža, desde su trabajo, donde le hacía el quite un colega bondadoso, o desde su propia casa, dejándola al cuidado de sus niñas, bastante independientes, por lo demás. Sin embargo, su cuerpo moreno y musculoso, que conservó por años su firmeza con tanto trajín, al final se ha rendido a sus cuarenta y tres años, postrándola en su lecho y no dejándole más remedio que enviar a sus hijas a ocupar su lugar, una detrás de otra, en lo de la tía Ruža. Camarera de verdad, solo la madre, pero cuando alguien menciona a “las camareras”, todos saben a quiénes se refieren.

 

Bojka, Vera La Negra, Mara, Natasa, Simka… Sus historias, entre la mirada desprejuiciada del narrador, sus hijos pequeños gateando por la sala mientras algunas de ellas atienden en la alcoba conyugal y la actuación del juez de Faltas, se unen a las ya referidas aquí. La novela termina igual que comienza, con Beba bajo el manto de Katarina. Beba, a sus veinte años, conserva sus curvas generosas, sus mejillas sonrosadas y su risa modesta de chica de provincias, pero ha perdido su ingenuidad. Ha dejado a Mijušković y estaría dispuesta a servirlo de nuevo, pero no en exclusiva: “En los cuatro meses y medio que ha pasado bajo su tutela, ha ganado peso, se le ha tensado la piel y se le ha vuelto más clara debido al exceso de sueño y a la vida ociosa. Allí de pie, apoyada sobre una pierna y con un brazo levantado, muy alto, hasta el borde de la cortina, Beba siente el poder de su cuerpo sano y recio sobre los tejidos que lo envuelven y ocultan, sobre las telas de los vestidos y las medias, sobre el cuero de los zapatos. Siente que es mejor y más fuerte, y merecedor de esos seductores materiales que lo ciñen, y está resuelta a conquistar los derechos que corresponden a semejante cuerpo”.

 

Una regulacionista, al parecer.

 

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