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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Cruce bajo su propio riesgo

La Antártica empieza aquí y Después de la luz, de Benjamín Labatut


 


 

“En una imaginación deficiente está el secreto de la supervivencia. La incapacidad de los mortales para imaginar las cosas tal como son en realidad es lo que les permite vivir, ya que un momentáneo vistazo sin reservas al carácter total y absoluto del sufrimiento del mundo los aniquilaría en el acto, como una vaharada de la más mortífera emanación de alcantarilla”.


Es una advertencia que hace Hermes en Los infinitos, de John Banville, mientras se entromete en la vida del moribundo Adam Godley, su familia y otros personajes reunidos en Arden House durante los últimos días del insigne matemático. “Nosotros tenemos estómagos más resistentes, pulmones más robustos, siempre lo vemos todo en su más horroroso aspecto sin amilanarnos; esa es la diferencia; eso es lo que nos hace dioses”.


Sin embargo, el hombre no siempre ha hecho caso a los avisos divinos, de modo que en lugar de apegarse al radical escepticismo de Pirrón (conocer cómo es realmente el mundo está más allá de las posibilidades humanas), que conduciría a una felicidad basada en la indiferencia, ha forzado su limitada imaginación con el angustioso propósito de descubrir la verdadera naturaleza de la realidad y comprender qué lugar ocupa en ella. Debatiéndose entre si confiarse a la sola fuerza de su pensamiento o admitir nada más lo que puedan revelarle la experiencia y la observación debidas a sus capacidades sensibles, lleva siglos intentando describir con detalle todo el escenario teatral donde se escenifica la obra vida y buscando determinar cuál es el sentido de esta representación.


Si lo existente detrás de la engañosa apariencia del mundo es algo de “horroroso aspecto” —o el paraíso: toparse con la belleza y armonía absolutas podría asimismo resultar aniquilador para un ser imperfecto—, no se sabe. De lo que hay certeza es de la alta probabilidad de que la retribución por el atisbo del presumible orden subyacente sea alguna forma de locura, como le ocurre a personajes de La Antártica empieza aquí (2010) y Después de la luz (2016), del chileno Benjamín Labatut.

“El hombre sostiene la piedra, les dijo Vasek, pero nunca la montaña de la que es parte. Esa ignorancia, esa carencia esencial, sería superada”

Karol Vasek era un oscuro poeta. Descendiente de checos, escribía en español y alemán. Publicó cuatro libros, en la actualidad imposibles de hallar, y sirvió en el Ejército de Chile. Poco más se sabía de esta figura perdida de las letras australes, pero igual había sido mencionada en las postulaciones al Premio Nacional de Literatura. Tras su pista se puso el personaje-narrador del cuento “La Antártica empieza aquí”, un periodista de veinticuatro años que trabajaba en la sección cultural de una revista política. La noticia sobre Vasek lo halló en el trance de estar a punto de perder su trabajo: no se llevaba bien con el editor y la última vez deshizo los cambios que este sugirió para una de sus notas —la guinda del pastel—. Aunque reconocía que tampoco es que hubiera vuelto a escribir algo tan bueno como su reportaje sobre el mejor saxofonista de jazz de estas latitudes, no le importaba mucho la opinión de su jefe y, la verdad, tampoco lo de quedar desempleado, porque su aspiración era convertirse en escritor. A tal fin, leía mucho, casi tanto como respiraba (“La juventud no era para escribir, sino para leer, para viajar, para pasar hambre y frío; la juventud servía para endurecerse, para construir un castillo”), pero Vasek le era también desconocido, como al resto de sus amigos poetas o escritores. Pese a ello, y solo con los escasos datos que había logrado reunir consultando la web, se decidió a escribir sobre el bardo.


Agotada la red como fuente, intentó en Manuel Montt, donde un viejo librero era dueño de una impresionante colección de poesía nacional. Sin embargo, siguieron siendo vagas las referencias: “Un hueón bien raro (…) un poeta menor pero interesante”, del que había leído Pilotos de tormenta, libro que creía tener en casa pero lo más probable es que se hubiera perdido. Le fue mejor con los archivos de la Escuela Militar, que le revelaron el dato de sus progenitores (él checo, ella criolla) y que ingresó a la fuerza armada a los dieciocho años. También con dos poemas y la minibiografía hallados por un compañero de trabajo en un ejemplar de Finis Terrae, una publicación ya desaparecida que dedicó una edición a jóvenes poetas chilenos. Era más de lo que sabía cuando propuso el reportaje sobre Vasek, pero menos de lo necesario para escribirlo. In extremis, sintiéndose ya un desempleado, logró contactar a Pablo Riquelme, coronel retirado y la base más firme para superar su despropósito periodístico: fue compañero de Vasek en el Ejército, editó su último libro, Islas que se hunden, y a él se debía la postulación al Premio Nacional de Literatura.


Riquelme, que le habló de un “pianista que escuchaba los acordes de Dios, de un ángel que ejercía la prostitución en un subterráneo de La Haya y de una mujer con piel de reptil que no ingería alimentos hacía doce años”, no le dijo nada sobre Vasek, se limitó a entregarle tres carpetas, una de las cuales contenía la crónica de su relación con el poeta. Era el más brillante de todos, pero ya a punto de que se graduaran, sufrió un colapso nervioso, convirtiéndose en un “hombre maníaco, contestatario, incontrolable”. Desapareció, pero solo para reaparecer convertido en capitán y jefe de una críptica misión en la Antártica, avalada por las autoridades militares del país, a cuyo efecto reclutó a varios uniformados para cumplirla, Riquelme entre ellos. Solo uno regresaría como testigo, les advirtió Vasek en la última etapa del viaje, después de que habían caminado durante seis días a una temperatura de menos cuarenta grados. “El hombre sostiene la piedra, les dijo Vasek, pero nunca la montaña de la que es parte. Esa ignorancia, esa carencia esencial, sería superada”. El relato del coronel se interrumpía sin aportar ningún dato esclarecedor sobre qué buscaban y menos si lo encontraron.


No hubo reportaje sobre Vasek por ausencia de fuentes confiables y porque el espectral poeta terminó por no figurar en la lista definitiva de candidatos al galardón literario. Despedido, el joven periodista se quedó un tiempo obsesionado con la Antártica y con esa esotérica historia: si los integrantes de la misión suicida accedieron a un conocimiento reservado a los dioses, era un secreto extraviado en la llanura irracional de Riquelme, quien había desaparecido a su vez; al parecer, había vuelto al sur, en un viaje al que él habría podido sumarse… En cambio, con la indemnización, se mudó a una casa en la playa y allí empezó a escribir sus primeros cuentos. Dormía mejor, no tenía pesadillas, aunque en noches de mucho frío soñaba con sus pasos marcados en la nieve, sin sospechar que se trataba de una premonición onírica.


Pero la visión de la realidad en sí, captada sin filtros distorsionadores, podría deberse, no al empecinamiento humano, sino a la inescrutable voluntad de una entidad superior e innominada, cuyos designios asimismo indescifrables no pueden esquivarse. Es lo que logró Ana sin proponérselo, transitando sufriente el camino de una extraña patología. “A los dieciocho años, mientras se secaba el cuerpo después de la ducha, Ana notó dos pequeñas lesiones en su rodilla izquierda. Miradas de cerca parecían apenas formadas, como si se hubiera quemado con la cera al depilarse. Le llamó la atención su forma perfectamente redonda (…) A los pocos meses, su cuerpo estaba cubierto por gruesas escamas de piel seca”. Los médicos le informaron que su enfermedad era hereditaria. Se transmitía solo de madre a hija y podía permanecer latente toda la vida, si es que una no resultaba la elegida: su madre y su hermana tenían pieles impolutas. En su caso, le explicaron, era una manifestación sicosomática, un reflejo en el cuerpo de algún tormento en su mente.


Así que Ana ingresó al Centro, un lugar especializado en el tratamiento del escamoso mal, donde otros como ella eran sometidos a una inflexible rutina de baños en aguas sulfurosas y descargas eléctricas cada veintiocho días en las áreas afectadas. Era una cura provisional que generaba severos efectos secundarios: alucinaciones, ciclos de euforia y depresión, pérdida y aumento de peso, insomnio. Como contraprestación del sufrimiento, los pacientes podían pasear en libertad por los jardines, cultivar en el huerto, tener contacto con ciertos animales y hacer el amor entre ellos cuando sus pieles, por momentos, recuperaban su lisura.


Ella descubrió la singular naturaleza del lugar y comenzó a vivir en un estado de “enfermiza vigilancia”, llevando a cabo sus propias rutinas para desconectarse del Centro. Caminaba con los ojos cerrados, se clavaba astillas en las heridas, aguantaba la respiración hasta el desmayo, no hablaba y dejaba de comer. Entraba en un estado terminal y, sin embargo, seguía existiendo algo que la ataba a este lado, por lo que descartaba el suicidio, para el cual existían métodos y facilidades en el Centro. Por un incomprensible intercambio, su piel empezó a sanar mientras la de su amante —el médico que la trató mientras había estado en las últimas— empeoraba. En menos de tres semanas, solo quedaron los dos puntos originales en su rodilla: sus ropas blancas fueron sustituidas por el uniforme gris del personal y los demás pacientes comenzaron a llamarla doctora. Como seguía aferrada al silencio, no los contradecía. Podía dejar el Centro y bajar a la ciudad si era ese su deseo, pero cuando lo intentaba no daba más de dos pasos luego de traspasar la reja. Veía el camino de tierra y el valle donde se distinguían las primeras luces de la ciudad. Sentía la brisa que venía del mar y regresaba.


“Este es el séptimo año de mi tratamiento, estoy sana, pero sé que no volveré a ver la ciudad. Mira hacia afuera, amor: hay cuatro soles en el cielo. Nada está inmóvil, todo vibra en perfecto orden. Abre los ojos, la salida no existe. No hay cura para la vida”, dijo cuando se decidió a hablar otra vez. Le costaba modular y tenía la voz más ronca de lo que recordaba.

"… si caminas, te das cuenta de lo cerca que están las cosas, apiladas unas encima de otras, y que todo ocurre al mismo tiempo. Por supuesto, nos enseñan lo contrario. Nos enseñan que A lleva a B y luego a C, pero es una mentira absurda, la verdad es ABC..."

Que todo vibraba era una convicción sensorial de Alfredo, quien también fue un inocente iniciado en la oculta estructura del mundo. Ahora vivía en el anonimato y la pobreza (“Tal vez estos sean los mejores años de mi vida, esta cama, esta pieza, este cerro en Valparaíso, esta ropa con hoyos”, se decía), pero fue un saxofonista de mucho talento, que tocó con los mejores grupos en Argentina y luego vivió en Francia, recorrió Europa y parte de África. Pensaba que llegó a la música por su padrastro telegrafista, con quien pasó horas descifrando códigos y de quien le quedó el hábito de dejar prendida la radio toda la noche, escuchando la estática. Amante de las abstracciones, fue en Buenos Aires donde comenzó en serio su carrera de músico: se habían mudado allí porque a su padrastro lo contrataron para entrenar a personal de la Armada argentina. Cambió el salón de clases por la vida nocturna y fue por pura casualidad que terminó tocando el saxofón en lugar del clarinete, que era el instrumento por el que había optado después de sus inicios con la armónica.


Sabía con exactitud cuándo comenzaron a cambiar las cosas. “Estábamos en el escenario (en Buenos Aires). Faltaban tres compases para mi entrada cuando vi a un tipo sentado entre el público. Un hombre vestido con sombrero, fumando una pipa, luego de pie, luego sentado nuevamente en la mesa. Solo me miraba a mí, la banda no le interesaba, pero esto es lo raro: lo hacía sin levantar la vista. Que alguien pueda hacer eso ya es digno de atención. Como un ventrílocuo que proyecta la voz, aunque este lo hacía con los ojos (…) Aunque yo a este huevón lo conocía de alguna parte, tenía algo familiar. Parece que no fui el único que se dio cuenta, porque en ese minuto la banda entera empezó a desafinar. Mentira, no desafinaron: tambalearon, igual que si alguien hubiera sacudido el escenario (…) Cuando terminamos, nos acercamos a la barra fingiendo que no había pasado nada (…) Y ni un rastro del tipo con sombrero”.


Fue la primera señal. La segunda y definitiva se la dio el gran pianista cubano Bebo Valdés, a quien conoció en Reikiavik, donde la banda había quedado atrapada por el mal tiempo en su camino para una gira en Rusia. “Déjalo todo, me dijo la última vez que nos vimos; desaparece y nunca te atrevas a mirar atrás (…) el pasado, al igual que el futuro, no existe: son materia oscura”. En lugar de Rusia, de la capital islandesa pasó a Francia y allí terminó caminando por París, luego de que la música, para él, se acabara de buenas a primeras, sin haberle mostrado ningún indicio del final: “… si caminas, te das cuenta de lo cerca que están las cosas, apiladas unas encima de otras, y que todo ocurre al mismo tiempo. Por supuesto, nos enseñan lo contrario. Nos enseñan que A lleva a B y luego a C, pero es una mentira absurda, la verdad es ABC (…) De eso estaba hablando Bebo. El problema es que me tocó años entenderlo, y solo ahora, que dicen que estoy loco, entiendo”. En su rememoración, agregaba que “ver la realidad es igualito a estar loco, pero un poco más sutil. No es como si de pronto apagaran todas las luces; más bien se parece a que cambiaran la mano derecha por la izquierda, durante la noche, sin que te dieras cuenta (…) No me quejo, desde que regresé a Chile no me he dedicado a otra cosa salvo mirar a mi alrededor y ver las cosas como son”.


Desde entonces, en su cama, con sueños diurnos que se mordían la cola, Alfredo tenía una aguda percepción anticipatoria. Por eso no le sorprendió el terremoto del 85: había estado sintiéndolo en los pies desde el aterrizaje de su regreso: nada estaba ni está ni estará quieto. Por un patriótico sentido del deber, sabía que no podía abandonar Valparaíso. “¿Qué pasaría si de pronto me pongo a temblar y no tengo cómo avisarle a nadie lo que se viene? Es un riesgo que no puedo correr, desertar así de mis compatriotas”.


En esa renuncia al desplazamiento lo reencontró el periodista que lo entrevistara hace años. “Simpático, bueno para hacer preguntas, pero triste, como si se le hubiera perdido algo”, lo calibró Alfredo, quien no lo recordaba. El visitante indagó sobre su vida, conversaron sobre libros, tomaron vino, le confesó que quería ser escritor y estaba convencido de que el retirado saxofonista era el mejor jazzista de Chile. También le dijo que los griegos (un tema que siempre había apasionado a su interlocutor) no existieron, que fue una invención colectiva de los romanos para tener un pasado tan digno como sus aspiraciones. Heráclito fue el único no romano: era extraterrestre. Pero más incomprensible fue su relato sobre una montaña en mitad de un mar de hielo, una suerte de dedo de Dios o espada de piedra que estaba a la espera de su dueño —pálidas metáforas de algo indescriptible—. Cuando finalizó su historia y le tendió la mano para despedirse, Alfredo vio que le faltaban tres dedos.

"Yo estoy convencido de que se trata de la memoria del cuerpo, que no quiere olvidar lo que sea que me pasó y que me obliga a revivirlo, aunque yo haya decidido seguir adelante como si nada hubiera sucedido”

“Alfredo en cama” es el último de los siete cuentos de La Antártica empieza aquí y ya no sabemos nada más de él, apenas que se queda escuchando su música tras la marcha del aspirante a escritor, quien solo quería visitarlo antes de embarcarse en uno de los cargueros del puerto. Tampoco del periodista, pues lo que sigue es un párrafo biográfico de Labatut y una lista de las direcciones de la editorial en varios países. ¿Adónde va en barco? Son muchos los escritores que han tenido las más disímiles ocupaciones antes de poder dedicarse con exclusividad a la escritura, así que lo del carguero podría ser otro paréntesis laboral de su real vocación, como antes lo fue el periodismo, o tratarse de un viaje para repetir sus huellas en la nieve.


Al cabo de seis años, con la lectura de Después de la luz, es dable considerar que el joven de mente perturbada que visitó al músico trocado en sismógrafo está de vuelta. En sus palabras: “Exactamente un año después de publicar mi primer libro, viví una de las experiencias más extrañas de mi vida. Comenzó como una intensa sensación de irrealidad, parecida a la que uno tiene al despertar de un sueño demasiado vívido. Esa mañana, miraba el patrón de las baldosas de mi baño, la alfombra de hojas caídas de los árboles y pensaba, ‘este no puede ser el mundo real’. A la semana apenas podía salir de mi casa. Me quedaba sentado por horas frente a la ventana sintiendo que algo había abandonado el mundo. Una ausencia, una pérdida me agobiaba, pero no sabía identificar qué había cambiado ni cómo empezar a remediarlo. Dejé de escribir, dejé de leer, perdí el interés en el sexo e incluso las decisiones más insignificantes me paralizaban por completo (…) Cuando el psicólogo al que había visto por periodos desde los veinte años me dijo que no sabía cómo ayudarme, caí en la desesperación. Me pasaba las noches frente al computador, tratando de que mi mujer no se diera cuenta de que había perdido la cabeza, haciendo búsquedas en internet centradas en la palabra vacío”.


Después de la luz es el inventario de sus pesquisas. Una seguidilla de textos breves sobre la fascinación y la visión del vacío en la mitología, la filosofía, la religión y la ciencia, con apuntes biográficos intercalados. Por su propio relato, se sabe que ya de niño había tenido ataques que lo hacían dudar de la solidez de las cosas (al lado de su temor de que el mundo dejara de existir si no lo miraba, la tortura de no poder comunicar lo que le estaba sucediendo) y de los comportamientos absurdos que acompañaron su crisis, como arrinconar a los amigos con las preguntas básicas que haría un extraterrestre, perseguir a desconocidos por las calles y tratar de construirse una memoria en la que todo había ocurrido de forma simultánea (como advirtiera Bebo Valdés y quizá él se enterara en aquella conversación con Alfredo), negado como estaba a una realidad que separa las cosas y los momentos.


“No recuerdo un periodo de mi vida en que no haya sufrido algún tipo de enfermedad, pero en los últimos años, y siempre en las mismas fechas en que sufrí mi crisis, vivo un episodio que me deja postrado por semanas y que incluso me ha llevado a estar internado por varios días en la clínica, sin que los doctores sean capaces de diagnosticar la causa de mis síntomas. (…) Yo estoy convencido de que se trata de la memoria del cuerpo, que no quiere olvidar lo que sea que me pasó y que me obliga a revivirlo, aunque yo haya decidido seguir adelante como si nada hubiera sucedido”.


Post scriptum:


El corazón del corazón

(extractos de Un verdor terrible [2020], de Benjamín Labatut)


  • Entre 1958 y 1973, Alexander Grothendieck reinó sobre las matemáticas como un príncipe ilustrado, atrayendo a su órbita a las mejores mentes de su generación, quienes postergaron sus propias investigaciones para participar de un proyecto tan ambicioso como radical: desvelar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.


  • En 1958, el millonario francés Léon Motchane construyó el Instituto de Estudios Científicos Avanzados en las afueras de París como un traje hecho a la medida de la ambición de Grothendieck. Allí, y con solo treinta años, Alexander anunció un programa de trabajo para refundar las bases de la geometría y unificar todas las ramas de las matemáticas. Una generación completa de profesores y estudiantes se subyugó al sueño de Alexander (…) El seminario produjo varios volúmenes que suman más de veinte mil páginas y logran unir la geometría, la teoría de los números, la topología y el análisis complejo.


  • Su capacidad de abstracción no conocía límites. Podía dar saltos insospechados a categorías superiores y trabajar en órdenes de magnitud que nadie antes se había atrevido a explorar. Formulaba sus problemas removiendo una capa tras otra, simplificando y abstrayendo hasta que parecía no quedar nada, para luego encontrar, en ese vacío aparente, las estructuras que había estado buscando.


  • “Mi primera impresión al verlo dictar una conferencia fue que había sido transportado a nuestro planeta desde una civilización alienígena de algún sistema solar lejano para acelerar nuestra evolución intelectual”, dijo de él un profesor de la Universidad de California, Santa Cruz.


  • “Lo que me estimula no es la ambición ni el afán de poder. Es la percepción aguda de algo grande, muy real y muy delicado a la vez”. Grothendieck continuó empujando la abstracción hacia límites cada vez más extremos. No alcanzaba a conquistar un territorio cuando ya se preparaba a expandir sus fronteras. La cima de sus investigaciones fue el concepto de motivo: un haz de luz capaz de alumbrar todas las encarnaciones posibles de un objeto matemático. “El corazón del corazón”, llamó a esa entidad ubicada en el epicentro del universo matemático, de la cual no conocemos salvo sus más lejanos destellos.


  • Incluso sus colaboradores más cercanos consideraron que había ido demasiado lejos. Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente. Le dijeron que era un proyecto imposible, más parecido a los delirios de un megalómano que a un programa de investigación científica. Alexander no escuchó. De tanto ahondar en los fundamentos, su mente había tropezado con el abismo.


  • En 1967 viajó durante dos meses a Rumania, Argelia y Vietnam para impartir una serie de seminarios. Uno de los colegios donde enseñó en Vietnam luego fue bombardeado por tropas norteamericanas; murieron dos profesores y decenas de alumnos. Al volver a Francia ya no era el mismo. Influenciado por el movimiento del 68 que rugía a su alrededor, en una clase magistral en la Universidad de París en Orsay, llamó a más de un centenar de alumnos a renunciar a “la práctica vil y peligrosa” de las matemáticas, a la luz de las amenazas que enfrentaba la humanidad. No eran los políticos los que acabarían con el planeta, les dijo, sino los científicos como ellos que “caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis”.


  • En 1970, en el punto más alto de su fama, creatividad e influencia, renunció al Instituto de Estudios Científicos Avanzados al enterarse de que recibía fondos del Ministerio de Defensa francés. En los años siguientes, abandonó a su familia, renegó de sus amigos, repudió a sus colegas y huyó del resto del mundo.


  • Vivía como un ermitaño, leyendo, meditando y escribiendo. En 1988 estuvo cerca de morir de inanición. Se había identificado por completo con la mística francesa Marthe Robin, quien sufrió los estigmas de Cristo y sobrevivió cinco décadas comiendo nada más que la hostia de la Eucaristía. Grothendieck trató de superar los cuarenta días de ayuno de Cristo en el desierto y durante meses se alimentó con sopa de dientes de león que recogía de su antejardín y de los alrededores de su casa. Sus vecinos, acostumbrados a verlo trajinar por la calle recogiendo las flores, lo salvaron de la muerte al visitarlo con tartas y platos caseros: no se iban hasta que él se resignaba a comerlos.


  • La matemática norteamericana Leila Schneps fue una de las pocas personas con quien tuvo contacto en sus últimos años. Lo buscó durante meses. Recorrió todos los pueblos donde sospechaba que había vivido, con una vieja foto de Alexander en la mano, preguntándole a la gente si lo habían visto, sin saber hasta qué punto había cambiado físicamente. Cansada de caminar, pasó varios días sentada en una banca frente al único mercado orgánico de los alrededores, con la esperanza de que Grothendieck apareciera, hasta que vio a un anciano que compraba porotos verdes apoyándose en un bastón, vestido con el hábito de un monje. Su cabeza estaba cubierta por la capucha y su rostro escondido tras una barba blanca tan larga como la de un mago, pero ella reconoció sus ojos.


  • Pasaron la tarde juntos. Schneps le preguntó por qué se había aislado de esa manera. Alexander le dijo que no odiaba a los seres humanos y que tampoco le había dado la espalda al mundo. Su retiro no era una huida ni un rechazo; al contrario, lo había hecho para protegerlos. No quería que nadie sufriera como consecuencia de lo que él había encontrado, aunque se negó a explicar a qué se refería cuando hablaba de l’ombre d’une nouvelle horreur (la sombra de un nuevo horror).

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