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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

De las relaciones con el poder a las peleas con el pasado

El ruido del tiempo, Niveles de vida y Antes de conocernos, de Julian Barnes

 
 

En la relación del Arte con el Poder, ¿la alternativa es integridad o corrupción, o puede existir la opción integridad y corrupción? El ruido del tiempo, del británico Julian Barnes, donde se narra la vida del compositor Dmitri Dmítrievich Shostakóvich (San Petersburgo 1906 - Moscú, 1975), repasa este interrogante. En 1936, Stalin asiste a la escenificación de una ópera de Shostakóvich y al día siguiente un editorial del Pravda destruye la obra, acusándola de formalista, alejada de lo que en verdad desea el pueblo y pensada solo para el gusto de una élite burguesa. El escrito, acaso del puño y letra del propio líder, transmite su sentencia desde el título: “Más bulla que música”.

Esta es la primera cita de Shostakóvich con el Poder y tendrá otras: cuando el mismísimo Stalin lo llama por teléfono para que se integre a la representación soviética que asiste a un congreso mundial por la paz en Nueva York y cuando tiene que inscribirse en el Partido Comunista porque lo han nombrado presidente de la unión de compositores del país. Shostakóvich no se plantea emigrar, como ha hecho su admirado Stravinski, confiado en que puede refugiarse en su arte y que la ironía es suficiente para mediar sus relaciones con el Poder, aunque en apariencia luzca como alguien que se ha vendido. La realidad será muy otra, porque aquel tiene una característica fundamental: es insaciable. Shostakóvich no compone más óperas, hace canciones patrióticas, representa a la URSS en el exterior, traiciona a Stravinski, firma como suyos artículos que no sabe que ha escrito hasta que se los ponen al frente, es condecorado… Nada de esto es suficiente.

“También había aprendido cosas sobre la destrucción del alma humana (…) Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer”

Cuando, ya en tiempos de Jrushchov, le “proponen” que esté al frente de la unión de compositores y que, por tanto, debe ser miembro del partido, el músico comprende al fin que si cedes una vez, lo que viene a continuación es un plano inclinado por el que te deslizas cada vez a más velocidad. Entiende, también, que la ironía como defensa del yo tiene sus límites, que está expuesta a los desgastes del tiempo y también al roer de los mecanismos del Poder como cualquier otro muro espiritual; que no te puede mantener eternamente en el minúsculo espacio que hay entre cómo imaginamos la vida y la manera en que esta resulta. “También había aprendido cosas sobre la destrucción del alma humana (…) Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer”, dice el narrador. Shostakóvich no es un cínico. Sufre por su elección de permanecer en la URSS del modo en que lo hace. En su vejez es, oficialmente, el más grande compositor ruso, pero a qué precio: “Quizás esto fuese una de las tragedias que la vida urdía para nosotros: es nuestro destino ser en la vejez lo que en la juventud nos hubiera merecido el más grande desprecio”.

Después de El ruido del tiempo, me animé con otra de Julian Barnes: Niveles de vida. Son historias que, como se dice en el comentario editorial, parecen no estar conectadas entre sí, aunque a un par de ellas son comunes dos personajes. Barnes habla del amor entre dos personas y las fases de ascenso, meseta y descenso de una relación amorosa se corresponden con la trilogía de relatos que contiene el libro. La primera, “El pecado de la altura”, se refiere a los pioneros de los viajes en globo y es una metáfora de la génesis del enamoramiento. Al igual que los primeros vuelos en globo, peligrosos, con control limitado sobre el inflable alimentado de aire caliente, sometido a los caprichos del viento y por tanto con destino incierto, pero con el inmenso atractivo de mirar el mundo desde una perspectiva distinta, enamorarse es una aventura asimismo llena de riesgos pero atrayente que termina por transformar a los involucrados y al resto. Barnes lo advierte con la frase inicial: “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizás no lo advierta en el momento, pero no importa. El mundo ha cambiado, no obstante”.

Una vez enamorados, como les ocurre a Fred Burnaby, aventurero británico, y a la actriz Sarah Bernhardt, comienza el largo proceso de conocerse mejor, que casi siempre se desarrolla en relación inversa con la intensidad de la inexplicable exaltación inicial, la causante de que dos seres decidan compartir sus vidas. “En lo llano” se titula la segunda historia y nuevamente el escritor británico le hace un guiño al lector desde las primeras líneas: “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no”. En el caso de Burnaby y Bernhardt no funciona. Ante la propuesta de matrimonio, ella responde de forma negativa: “No puede decir eso, después de estas últimas semanas y meses…”, se extraña él. “Oh, pero sí puedo. Y lo digo. Estoy hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Busco continuamente sensaciones y emociones nuevas. Y así seré mientras viva. Mi corazón desea más excitación de la que nadie, ninguna persona, puede darme”.

Finalmente, “Pérdida de profundidad”, que discurre sobre otra de las posibilidades del fin, la resolución dolorosa que puede acechar a todo verdadero amor: “Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos (personas) desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible”. Esta parte está narrada en primera persona y es el dolor del propio Barnes, quien perdió a su esposa, Pat Kavanagh, en 2008, después de 30 años de convivencia. Tan indescriptible e incomunicable como el amor que se siente por alguien en particular, la aflicción es singularísima y cada quien la afronta de una única manera. Leyendo esta parte del libro y si uno ha vivido (debería emplearse otro verbo) una pérdida del ser amado, acaso se reconozca en la descripción del dolor de Barnes, pero es una coincidencia que no trasciende el roce de las superficies de las palabras, porque no hay dos duelos idénticos. El británico cita a E. M. Forster: “Una muerte puede explicarse a sí misma, pero no arroja luz sobre otra”.

Hendricks tiene lo que Umberto Eco llamó sueños posmonitorios: no dejan de advertir, como se espera de un sueño premonitorio, pero sus señales no apuntan al mañana, sino al ayer

Para cerrar, Antes de conocernos. Trata de los celos retrospectivos. Graham Hendricks, catedrático de Historia, deja a su mujer y a su hija para contraer segundas nupcias con una exactriz de cine, Ann. Su vida, la de Hendricks, ha sido menos interesante que la del promedio, en el sentido de que nunca ha hecho nada transgresor del orden establecido. Para él, encontrarse con Ann ha tenido el mismo efecto de una corriente de aire en una habitación mucho tiempo cerrada. Es más que una segunda oportunidad, porque no sabía que pudiera disfrutarse tanto, de manera tan natural, con una pareja ni que el goce sexual alcanzara cotas tan altas. Al contrario, Ann viene de navegar bastante sobre los rápidos de un río y aprecia la tranquilidad junto a este historiador.

Pero lo que debería ser la confluencia de opuestos y la armonía de la complementación discurre por otro cauce, porque el pasado de Ann pesa mucho en el presente de Hendricks en la forma de adulterio: ficticio —las escenas de las películas donde ella besa o se acuesta con otro hombre— o real, por las relaciones con actores fuera de cámara. Hendricks no solo ve repetidas veces las cintas donde aparece Ann y la interroga todo el tiempo sobre qué ha hecho y con quién en tono de juego, sino que comienza a tener sueños donde es partícipe de esos episodios de infidelidad.


Hendricks tiene lo que Umberto Eco llamó sueños posmonitorios: no dejan de advertir, como se espera de un sueño premonitorio, pero sus señales no apuntan al mañana, sino al ayer. Es absurdo celar el pasado hasta ese extremo, más allá de que todos sintamos a veces que nos gustaría haber vivido ese algo particular con alguien y Hendricks lo sabe, como comprende también que ese camino lo conducirá, si no a la locura, en todo caso al final de su matrimonio con Ann. Para algunos la felicidad puede resultar insoportable.

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