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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

De una mujer libre y sus decisiones

Demasiado amor, de Sara Sefchovich

 


 

“Me duele el corazón/no siento el alma…”. Lo superlativo en el bolero pretende superar la incapacidad de las palabras para expresar el sentir. Los sentimientos, cuando se enuncian, son líquidos pálidos, unos destilados con menos propiedades que los bullentes en la barrica íntima, tras pasar por el doble filtro de ser representados como pensamientos y luego verbalizados. La dicha infinita, la profundidad del deseo, la desesperación de la espera, el agobio de la soledad, la dulzura de un beso, la llama del odio, la corrosión de los celos, los colores en una mirada, la nostalgia de una voz, el vértigo de la pasión, el infierno y el cielo… no pueden describirse, no enteramente. Se es continente esférico de ellos y solo una minúscula parte, un punto, es la que puede ponerse en contacto con el otro. Ante esa geometría frustrante se rebela el bolero con sus besos en los que cabe una vida y sus heridas sangrantes, con sus creer que la muerte se puede evitar amando y sus distancias crueles, con sus cariños vueltos cenizas y sus cansancios de besar, con sus sabores eternos, sus desmentidos a Dios y sus olvidos rotundos.


El anhelo de salvar esa imposibilidad está en la letra de Alma mía, de la compositora mexicana María Grever (1885-1951):


Si yo encontrara un alma como la mía, cuántas cosas secretas le contaría. Un alma que al mirarme, sin decir nada, me lo dijese todo con la mirada.


Un alma que embriagase con suave aliento. Que al besarme sintiera lo que yo siento.

Y a veces me pregunto qué pasaría, si yo encontrara un alma como la mía.


Más de medio siglo después de que se lanzara Alma mía y de cientos de interpretaciones de ese estándar del bolero, desde la de Bobby Capó en una grabación de 1957 hasta la de Natalia Lafourcade con Los Macorinos en 2018, otra mexicana, Sara Sefchovich, publicó una novela en la que se intenta ceñir la realidad inasible de los sentimientos y en particular del sentimiento amoroso, por una persona y por un país, que en el caso de su protagonista fueron una sola cosa: Demasiado amor (1990).


Beatriz escribe, a su hermana que acaba de viajar a Italia para comenzar a cumplir el plan de ambas de regentar una pensión en la playa; para sí misma, mientras recuerda lo vivido en el mundo raro y excitante que le enseñó su amante. Trabaja en una oficina y al llegar a casa transcribe documentos para redondear los ingresos, tan necesarios ahora que está rodando lo de la casita de huéspedes europea. Una noche, en un bar cercano al que ha ido para relajarse un poco, la intriga un hombre sentado a la barra. Se sienta a su lado, pero él la ignora por completo. A los minutos, cuando él se levanta para ir a la caja, ella lo sigue y se forma detrás del desconocido, quien se ha volteado y le ha pedido su nota de consumo. No sabe por qué ha seguido al extraño al momento de pagar y accedido a su requerimiento, menos por qué ha caminado hasta su camioneta roja, en la que se encuentra sentada, como se hallará todos los fines de semana siguientes con un temblor en las rodillas, el corazón sonriente, el sexo húmedo y los ojos llenos de asombros, inmersa en un amor sin casi palabras que ha comenzado cuando ella cuenta 26 años y pesa 72 kilos y terminará a sus 32 años y 79 kilos. Cada viernes de esos siete años, Beatriz desaparece para todos los que la conocen, incluso para su hermana, a quien de momento solo le revela que vive, que realmente se siente viva durante ese inacabar de profundas sensaciones repartidas en poco menos de 72 horas cada semana.


“Tú nunca volteaste a verme ni me dijiste una palabra, pero yo iba feliz, tan completamente feliz en esa noche oscura de viernes, que supe que eso era la vida”, anota Beatriz sobre la primera vez que se va con él, con quien hará el amor de forma incansable y recorrerá el país por carretera. Es su secreto y después de todo, aunque lo haya querido, no lo podría haber explicado a un tercero porque cómo se pone en palabras la vida cuando se hace piel, olor, sabor y visión del lado luminoso de los objetos más corrientes. “Contigo aprendí lo que quería decir ‘sagrado’. Aprendí a respirar, a romper los límites, a hallarle gusto a la felicidad. Aprendí a caminar, a subir, a nadar, a volar, escalar, cabalgar. Aprendí a abrazar, a besar, a lamer, a tocar. Aprendí a pedir y aprendí a esperar. Contigo viví en un encanto místico, en un milagro”, se asombra en su escritura.


En cualquier caso, lo intenta escribiendo aunque sea para ella misma, porque cuando se experimenta la vida en cada poro hasta uno mismo termina necesitando una explicación. Beatriz trata de contener todo lo que conoce del país en esos años porque ese amor se da así, como un solo descubrimiento: de las incontables palpitaciones de su cuerpo en cuartos de hotel (“¿Ya tenían nombre mis partes, mis huecos, mis curvas, mis rugosidades, mis lisuras, mis valles?”) y de las asimismo innumerables maneras que tiene México de ser, sus lugares y climas, su gente y sus creencias, sus comidas y sus fiestas, su espíritu religioso y su espíritu liberal, su vegetación y sus animales (“Gracias a ti se me han quedado llenos para siempre los ojos de luz, de agua, de piedras, de sol, de tierra y cielo, de verdor”).


En su tentativa de apresar esa dimensión mística a la que ingresa los fines de semana, Beatriz procede a la manera de Georges Perec, recurriendo a las enumeraciones minuciosas para hacer sensible un lugar. Como el escritor francés, el personaje de Demasiado amor inventaría con obsesión de notario, anotando cosas así:


“Caminamos por calles, iglesias, plazas, mercados y jardines. Subimos cerros y cruzamos puentes. Caminamos horas enteras viendo, hablando, callando. Nos quedamos sentados descansando en las bancas de los parques, en las orillas de las banquetas y en las escaleras de las casas, sentados comiendo en cafés y en fondas. Y una vez y otra vez volvíamos al hotel para hacer el amor y luego otra vez nos íbamos afuera”.


“¿Dónde fue que comimos buñuelos enormes bañados en miel? ¿Dónde era que vendían miles y miles de manzanas y olía toda la calle a esa fruta? ¿Dónde nos tomaron una foto pequeña que metieron en un llavero con forma de corazón? ¿Dónde pasamos la noche dando vueltas en un zócalo lleno de árboles? ¿Dónde compramos macetas decoradas con flores de colores rosa y azul pastel? ¿Dónde era que hacía un sol abrasador a las doce del día y no había un alma en las calles más que tú y yo?”.


“Me llevaste a ver edificios del siglo pasado para que yo conociera el espíritu liberal de la nación. Un granero de piedras muy blancas en Guanajuato, una biblioteca de muebles muy tallados en Puebla, muchas cajas de agua y muchos teatros, amplios y elegantes, de fierro y terciopelo. Entré contigo al Victoria en Durango, al Juárez en Guanajuato, al Degollado en Guadalajara, al Doblado en León, al Principal en Puebla, al de La Paz en San Luis Potosí, al Pedro Díaz en Córdoba, al Peón y Contreras en Mérida, al Hinojosa en Jerez, al Rosas Moreno en Lagos, al Calderón en Zacatecas, al Morelos en Aguascalientes, al Ángela Peralta en San Miguel”.


“Probé contigo caracol en Yucatán, pan de cazón en Tabasco, pescado blanco en Pátzcuaro, huachinango en Veracruz, langostinos en Catemaco, langostas en Huatulco, cebiche en Acapulco y pescadillas en Zihuatanejo, camarones en Campeche y charales en Chapala, pejelagarto en Villahermosa, pejepuerco en Chiapa de Corzo, pejegallo en Aguachil, pescado a la talla, pescado zarandeado, tortuga, jaiba, pulpo, chilpachole, callo de hacha y ostión”.


“Me llevaste a ver el algodón de La Laguna, el trigo en el Valle del Yaqui, el sorgo en Tamaulipas, las uvas en Coahuila, el café en Coatepec, el arroz en Jojutla, la sidra en Huejotzingo, las manzanas en Zacatlán, los mangos en Tepanatepec, las naranjas en Huejutla, el queso en Chihuahua, el henequén en Yucatán, el ganado en Chiapas, los membrillos en Guanajuato, los aguacates en Altixco, las peras en Ucareo, los puros en San Andrés Tuxtla, la cajeta en Celaya, los vinos en San José de la Paz, la cerveza en Orizaba, los azulejos en Dolores, el cacao en Tabasco, la vainilla en Papantla, la caña de azúcar en Veracruz, las nueces en el norte y los cocos en el sur, las resinas en el norte y los plátanos de tres tipos en el sur, el frijol con sus muchas variedades en todas partes, el maíz y el maguey en todas partes”.


Sin embargo, el sol se oculta siempre y Beatriz se da cuenta de que todo lo ha hecho olvidándose de sí misma y de que falta la entrega del otro: “Probé respirar hondo, aullar a todo volumen, brincar y correr. Hasta probé llorar. Pero tú no te diste cuenta, tú nunca supiste nada de mí”. Además, siente que teme a la costumbre, que ese amor terminará por no estar a la altura de sus fantasías. “Nosotros, los que hicimos el amor tantas veces y en todas sus formas. Nosotros, mundo de sueños, azúcar y leche, rama verde y rama café, oro y plata, sol y luna, vela encendida y diálogo de palabras. Nosotros, debemos separarnos, no me preguntes más. No es falta de cariño, te quiero con el alma, te juro que te adoro y en nombre de este amor y por mi bien te digo adiós”.


Es en sus lunes a jueves, en ese espacio que considera una no-vida, ese lado que parece de sombras, donde Beatriz descubre el sentido profundo de su existencia: no irá a Italia para vivir con su hermana, quien ha formado ya una familia al otro lado del mar. Se quedará en México, donde ha explorado con libertad su sexualidad y se ha encontrado a sí misma: “Desde aquí te escribo, hermana mía, desde mi cama junto a la ventana, la misma ventana de nuestros sueños, que deja ver las luces de la ciudad si es de noche, las azoteas y los cables de la luz si es de día. Aquí yacemos juntos muchos seres humanos unidos, entregados, abiertos de par en par. Te escribo para decirte que por fin se ha cumplido mi sueño de tener una casa de huéspedes y de escuchar todo el tiempo el sonido del mar”.


Demasiado amor puede leerse con el ánimo de quien escucha boleros o con el espíritu de quien explora un país, pero también como la constatación de que algunos sueños solo se revelan al cumplirse.


Post scriptum:


Beatriz, sobreviviente


Treinta años después de Demasiado amor, Sara Sefchovich dio a la imprenta Demasiado odio. Esto es lo que ha declarado la escritora mexicana en una entrevista a propósito del regreso de su Beatriz en 2020:


“Las luchas del último cuarto del siglo XX en México tenían relación con cuestiones cívicas, sociales y colectivas. Nos parecía fundamental sacar adelante temas como los derechos humanos, la participación de las mujeres o el cuidado del medio ambiente. Hoy es diferente, no digo que para mejor o peor, solo que las nuevas generaciones no tienen utopías. Su lucha busca cómo vivir mejor en el país que tienen y de alguna manera esto es lo qué sucede a Beatriz, la protagonista de Demasiado amor y Demasiado odio. Ella no fue una luchadora social de fines de siglo XX, sino alguien que disfrutó de los nuevos derechos de las mujeres y por tanto pudo elegir camino. Ahora su búsqueda es cómo sobrevivir”.


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