Lo que dice Molero, de Dinis Machado
Cada lector elabora una cartografía particular del mundo literario. Países, las ciudades y sus periferias, pueblos y caseríos, ríos, bosques, caminos y senderos señalizados en sus mapas responden, en su mayoría, a un ejercicio de la voluntad. Ya sea porque sigue intereses individuales o porque decide atender la recomendación de un tercero, el hecho es que escoge qué leer cada vez. Sin embargo, de tanto en tanto un libro figura en esos planos de representación de lecturas debido a una secreta concatenación. Se diría entonces que el libro se entrega por sí mismo a quien lo leerá.
Fue así como Lo que dice Molero, del escritor portugués Dinis Machado (1930-2008), terminó en mi biblioteca. Ahora sé que todo el ordenamiento para que esto sucediera empezó con la uruguaya Josefina Péguy (1833-1912). Como saben los lectores de ¡Bernabé, Bernabé! y La fragata de las máscaras, esta aristócrata suramericana, gran lectora y amante de las plantas, es la autora de ambas novelas, según lo que cuenta el escritor Tomás de Mattos, a quien había dedicado la última entrada de La Escalera, lugar de lecturas. Fue hija de un liberal, viuda de Juan Pedro Narbondo, hábil y estudioso abogado, y ahijada de Bonpland. De las cartas, novelas, poemas y ensayos de esta mujer “rebelde, curiosa, inquisitiva y memoriosa”, muy emancipada para su época, se ocuparon dos albaceas, su tío Gustavo Péguy y sobre todo Milton Morales Real, gracias a quien llegaron a publicarse sus ficciones basadas en hechos reales: la matanza de Salsipuedes (1831) y el motín de esclavos en una embarcación española que inspiró el Benito Cereno de Herman Melville.
En ¡Bernabé, Bernabé! y La fragata de las máscaras, De Mattos recurrió a la fórmula literaria de los manuscritos rescatados, de manera que crea en el lector la impresión de que las obras no le pertenecen y, al mismo tiempo, sí lo hacen. Además, el escritor convirtió a Josefina Péguy en el denominador común de sus dos novelas y la describió con mucha precisión... Por ello pensé en ella como una suerte de heterónima, a la par que personaje. Y no se puede hablar de heterónimos sin remitirse a Fernando Pessoa, quien creó muchos, aunque los más conocidos sean Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Bernardo Soares.
No he leído nada del portugués, pero en cambio recordé un texto de Antonio Tabucchi: Los tres últimos días de Fernando Pessoa (un delirio). En él, el escritor italiano imaginó las jornadas agónicas de finales de noviembre de 1935, cuando el poeta ya está internado en un hospital de Lisboa y solo la constante dosis de morfina alivia el dolor causado por la cirrosis hepática. En aquellas horas de sueños creados por su mente alucinada, Pessoa se despide de Ophelia, su único, breve e intenso amor, y es visitado por Caeiro, De Campos, Reis y Soares. Tabucchi fue un lusófilo, profundo conocedor de la obra de Pessoa y de la literatura portuguesa en general; de hecho, vivió muchos años entre Italia y Portugal. Pero, además, es el autor de Sostiene Pereira, novela cuyo título tendría un eco magnético para cualquiera que se topara después con la de Machado. De manera que, sin que yo fuera consciente de ello, ya me hallaba dentro del campo gravitacional de Lo que dice Molero.
Al fin ocurrió el encuentro, pero no mientras hacía una visita imposible por estos días a una librería caraqueña, sino mientras caminaba por el Paseo Los Ilustres, durante esa pequeña derrota diaria que logro asestarle al confinamiento. Hay allí un librero que forma parte del paisaje. Me fijé en él desde mi primera caminata, hará ya un par de años, cuando comencé a explorar mi nueva zona de residencia. Flaco, alto, con barba hirsuta, mirada como ida y un perro pequeño, blanco con manchas negras (o al revés, quién puede decirlo), que a veces he visto husmeando por los alrededores y, las más, echado debajo o cerca del banco donde están exhibidos siempre unos cuantos libros, indiferente a los otros perros que tiran, frenéticos, de sus amos o celebran su momentánea libertad olisqueando cada árbol.
En el recorrido inicial por ese paseo, mi espíritu de lector me llevó a ojear aquella pequeña muestra: era una mezcla de autoayuda y bestseller del tipo que escribe Dan Brown: nada allí que pudiera interesarme. Debo de haberme detenido brevemente en otros días, por si acaso, pero nada, la oferta seguía siendo descartable. Así que en lo sucesivo pasaba de largo... hasta ahora. ¿Me paré esta vez por aburrimiento, por no dejar? ¿Por extender unos minutos más mi salida matutina, esos 50 minutos de caminata que ahora son como la reposición de oxígeno para un buzo? ¿Porque era una mañana muy soleada y el cielo esa inmensidad azul contra la que se recuesta el Ávila, luego del doble encierro por varios días lluviosos y fríos? ¿Sentí, en el preciso instante en que pasaba cerca del puesto del librero, una ligerísima sensación táctil, como la que causan las miradas insistentes, que me indujo a detenerme? ¿Puro azar? A lo mejor, aunque prefiero pensar que los libros, además de contener vida adicional, poseen su propia fuerza de atracción... “Quizás los libros tengan un instinto secreto de pertenencia que los lleva hacia sus lectores perfectos”, dice Juliet Ashton, la escritora protagonista del filme La sociedad literaria y del pastel de cáscara de papa de Guernsey.
Cualquiera sea la explicación, me detuve y allí estaba Lo que dice Molero, improbable, lado a lado con un diccionario inglés-español de la editorial Océano y un libro de nombre tan desalentador como Ponte en mi piel. No cargaba efectivo y él no tenía punto de venta, de forma que después de conversarlo un poco, la novela de Machado era mía a cambio de unas galletas que compré en el Farmatodo cercano. Luego me enteraría de que Machado ejerció el periodismo, era cinéfilo y, en un momento de apuro económico, escribió una trilogía policíaca bajo el seudónimo evidente de Dennis McShade. Lo que dice Molero se publicó en 1977 y tuvo una decena de reediciones en breve tiempo. No sé si Tabucchi (1943-2012) y Machado se conocieron en persona, pero por descontado que el italiano leyó al portugués. Llegué a pensar, incluso, que Tabucchi se había inspirado de algún modo para Sostiene Pereira (1994) en Lo que dice Molero, porque ambas novelas, además de la resonancia cercana de sus títulos, comparten un tono narrativo similar, pero no encontré en la web ninguna evidencia de que hubiera tal conexión. Sin embargo, el personaje de Pereira sí tuvo como modelo a un periodista portugués..., que ejerció en los años 40 y 50 y se las arregló para burlar la censura de la dictadura de Salazar con un artículo crítico que, claro, le significó el exilio.
“Molero habla de la otra parte de la verdad que se escapa, habla de la vida que se esconde en cada ser, del fluido de esa vida que continuamente se pierde y reencuentra, ese universo privado de sensaciones sutiles que perseguimos y nos persiguen”
En Lo que dice Molero, dos personas están en una habitación. Una de ellas (Austin) lee; la otra (Míster DeLuxe), escucha e intercala comentarios cada tanto. El objeto de la lectura es un informe de 312 páginas sobre un poeta, escrito por Molero, quien ha entrevistado a una de sus amantes y a otros de sus conocidos, y ha ido a varios de los muchos lugares en el mundo donde estuvo el bardo. No se dice el porqué de esta exhaustiva investigación, pero con tantas páginas dedicadas a la niñez del poeta y a sus vivencias pasadas, pareciera que se trata de explicar la conducta del investigado en el presente, aunque el lector de la novela tampoco tiene certeza de que esté vivo aún. “Todos los indicios se encuentran en la infancia del chico, no es más que un prefacio de todo el resto”, dice Austin.
Además, por las libertades que se toma Molero, que afecta lo reportado con sus idiosincrasias, como acota Míster DeLuxe, se puede suponer que el informe no es de naturaleza policial; no tiene la rigurosidad que se espera de una pesquisa sobre un hecho criminal o subversivo. Tampoco Austin o Míster DeLuxe dejan entrever con sus comentarios en condición de qué están dedicados a evaluar este reporte, que después del suyo seguirá bajo análisis. Míster DeLuxe, luego de instruir a Austin para que conceda vacaciones a Molero (el investigador ha terminado bastante maltrecho por los cambios de clima y de alimentación), le ordena que “mande pasar el informe a limpio después de que Computer lo haya sometido a análisis, para que yo lo lleve a quien corresponda y entregue el asunto a otro hombre del departamento (...) Que empiece él donde terminó Molero”.
Lo cierto es que el chico, como le llaman siempre Molero, Austin y Míster DeLuxe, nace y crece en el Barrio Alto de Lisboa. Su padre, un borracho que juega a los bolos con las botellas que va vaciando y hace gemir a su mamá (que al parecer tiene como amante a un boxeador con un ratón Mickey tatuado) en la cama matrimonial, separada de la del niño apenas por una cortina. Una tía loca a la que visitan cada semana en el manicomio y un tío napolitano que apunta continuamente a una escupidera y cuyas faltas de puntería forman un reguero de gargajos que su esposa, arrodillada, limpia en silencio. En su pandilla infantil destaca Zoca, el primero en estar con una mujer y el líder de todo cuanto hacen, incluido el frustrado plan de asesinar a un vecino que, según deducen tras comentar una película, es en realidad un vampiro. Molero menciona a los otros niños e igual deja registro de varias personas arquetípicas del barrio que pueblan la infancia y adolescencia del chico. Por el informe se sabe que su primer amor, platónico, es la niña Mariana y el primero real una cantante de comedia francesa. Que hereda los modestos bienes de un gimnasta paralítico. Que escribe el poemario Angel Face y que recorre el mundo, ocupándose en los más disímiles oficios y amando primero a una italiana que lo abandona por un cura neozelandés; a una negrita de ébano que conoce en la Patagonia y también lo deja por un cura, qué casualidad, italiano; a la hija lesbiana de un político abisinio y a una corista de Barcelona. Visita dos veces Venezuela, donde oye a un hombre que evita cualquier afecto en espera de una hora H y revuelve botes de basura.
En el informe se describe todo —la infancia del chico y su periplo cosmopolita— con detalle. Pero, dice Austin: “Molero habla de la otra parte de la verdad que se escapa, habla de la vida que se esconde en cada ser, del fluido de esa vida que continuamente se pierde y reencuentra, ese universo privado de sensaciones sutiles que perseguimos y nos persiguen. Dice que el informe omite todo lo que él, Molero, no sabe (...) quedando, de cualquier modo, y para siempre, la seguridad de que falta una parte vital de esa vida, su substancia más alada, y también más leve, cada vez más amplia, que su evaluación hecha por otro...”.
Quizá por ello, el investigador no se abstiene de puntuar el informe con sus propias interpretaciones —sus desvaríos, como las califica y por las que se disculpa— de lo poco que sí conoce del chico: es su vano intento por comprender qué determina el curso de una vida: ¿algo que nos pasa en la infancia? ¿Todo se define entonces, cuando la existencia de cada uno está de estreno? ¿Es ese el sentido de lo que escribe la poeta estadounidense Louise Elizabeth Glück: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”? Quién lo sabe a ciencia cierta. “Son inagotables los recursos del acaso”, advierte Míster DeLuxe a poco de comenzada la lectura del informe. Así, lo que reporta Molero es insuficiente, superficial, como todo lo que uno llega a saber de otro y, acaso, de sí mismo.