Dos veces junio, Ciencias morales y Confesión, de Martín Kohan
En La palabra mágica (1983), Augusto Monterroso escribió: “Entre las muchas cosas que Hispanoamérica no ha inventado se encuentran los dictadores; ni siquiera los pintorescos y mucho menos los sanguinarios. Los dictadores son tan antiguos como la historia, pero nosotros, de pronto, asumimos alegremente esa responsabilidad (…) Y fue así como en un momento dado la literatura hispanoamericana se dio a producir novelas sobre tiranos, y hoy tenemos varias que se leen, se discuten y se traducen; y unas son buenas y otras no tanto”.
Pocos años después de la opinión de Monterroso, esa producción narrativa fue cifrada en 95 obras entre 1838 y 1982 por el crítico español Julio Calviño Iglesias en su libro La novela del dictador en Hispanoamérica (1985) y en 130 títulos entre 1838 y 1981 por su par venezolano Carlos Pacheco en Narrativa de la dictadura y crítica literaria (1987). Ambos partían de Matadero (su escritura data de 1838-1840 pero su publicación, póstuma, fue en 1871), del argentino Esteban Echevarría. Este cuento forma junto con Facundo. Civilización y barbarie. Vida de Facundo Quiroga. Y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, que no es una novela en sentido estricto, y Amalia (1855), del también argentino José Mármol, que sí lo es, el núcleo precursor de esa abundante novelística que tiene como eje el “tema del dictador y la dictadura, la figura histórica y el sistema político engendrados por el monopolio del poder” y que representa un “conjunto narrativo identificable, internamente coherente y poseedor de sus propias líneas de evolución”, de acuerdo con Pacheco.
Luego del hito fundacional que puede rastrearse en las obras de Echevarría, Sarmiento y Mármol, en casi dos siglos de desarrollo de este subgénero literario ha habido dos cimas. La primera, conformada por las novelas Tirano Banderas (1926), de Ramón del Valle-Inclán, y El señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, que algunos críticos consideran como el binomio que dio al subgénero su configuración distintiva. La segunda, la publicación de Yo El Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, El recurso del método (1975), de Alejo Carpentier, y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez (1975), porque ellos no se limitaron a novelar la dictadura, como sus antecesores en el tratamiento literario del tema, sino que situaron el punto de vista narrativo en la conciencia del dictador. El paraguayo, el cubano y el colombiano se “instalan con soltura en la conciencia misma del personaje y de ese modo ocupan el centro desde donde se ejerce el poder y ven el universo circundante a través de sus operaciones concretas”, señaló en su momento el crítico uruguayo Ángel Rama, quien si bien destacó esta ruptura, no dejó de advertir la continuidad que esas mismas novelas suponían dentro de la tradición literaria hispanoamericana en torno al poder dictatorial.
Entre estas elevaciones, decenas de obras, como apuntó Monterroso. Todas abarcadas por el subgénero si para definirlo se ha optado con preferencia por el criterio temático y se le denomina “novelística del poder”, “narrativa de la dictadura” o “narrativa del poder”. Unas sí y otras no, cuando la crítica ha combinado el parámetro temático con otras proposiciones de análisis y al subgénero, más restrictivo, se le llama “novela del dictador” o “novela de dictador”. Delimitado de una manera más precisa, no incluye las obras que sencillamente se desarrollan en un “ambiente” dictatorial, sino aquellas donde el dictador es, si no el protagonista, siempre un personaje puntal para toda la estructura ficcional y con más propiedad, incluso, si en lugar de la representación de un tirano específico, ubicable en un país y época determinados, funciona como arquetipo, de acuerdo con la distinción del crítico venezolano Domingo Miliani.
“Nos encontramos ante una heterogeneidad de enfoques, planteamientos y conclusiones que hacen harto difícil discernir con claridad en qué consiste exactamente el subgénero de la novela de dictador, cuáles son los rasgos distintivos que lo definen o cuál es el corpus de obras que lo componen”, según Carlos Ferrer Plaza, cuya tesis doctoral, Poética de la novela del dictador hispanoamericano. Origen, evolución y agotamiento de un subgénero novelístico (Universidad Autónoma de Madrid, 2016), que contiene una propuesta de clasificación para resolver el “embrollo terminológico”, he consultado para este rápido recorrido antes de llegar a tres novelas del argentino Martín Kohan que se unen a esta corriente distintiva dentro del quehacer literario en América Latina y el Caribe: Dos veces junio (2002), Ciencias morales (2007) y Confesión (2020).
Las dictaduras, de cualquier signo, suelen ofrecer los muestrarios más acabados de la inhumanidad institucionalizada. Emplean la propaganda para persuadir y arman cercos legales para obligar, pero sobre todo se confían a la represión para someter, desterrando la sensibilidad ante el sufrimiento humano y convirtiendo la crueldad y el asesinato sistemáticos en una práctica normal del ejercicio del poder, ajena a valoraciones morales y evaluada solo desde el punto de vista de los resultados, como la retrata Kohan en Dos veces junio.
En el cuaderno de notas abierto sobre la mesa está escrito: “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?’”. Al recluta que lee esto al comienzo de la novela, durante su guardia en el cuarto de mensajes, no le inquieta lo allí planteado, sino las consecuencias de su acto: no se ha podido contener y ha corregido el error: “Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas ortográficas”. Está solo, no hay más que una mesa, el cuaderno, el bolígrafo con que ha obrado y dos sillas, pero ha comenzado a sentirse observado: “Cuando uno obra mal se siente mirado, no importa cuán solo se encuentre” y él sabe que no tenía ningún derecho a corregir a un superior, si fue el sargento Torres quien anotó el mensaje, o así haya sido el cabo Leiva, que le parece de pocas luces. Su padre bien que le ha advertido que la primera de las reglas militares es que el superior siempre tiene la razón y más aún cuando no la tiene. Al final, Torres no le menciona el minúsculo trazo que convirtió la ese en una zeta, si es que lo notó; en cambio, le pregunta por su parecer. “A partir del momento en que la Patria lo requiera”, es su respuesta. Torres riposta que tendría que hacerse cuando ya saben hablar, porque antes sería inútil e incluso entonces podría resultar infructuoso porque, se sabe, la infancia es una edad muy entregada a las fantasías. Quiere sonar más listo que su subalterno, pero olvida que no se tortura a un bebé para que hable, cosa imposible, sino para que lo haga su madre, que lo acaba de parir.
La naturalidad de este intercambio de pareceres es la misma que se encuentra en las recomendaciones profesionales del doctor Padilla, quien ha formulado la pregunta desde otro centro después de haber examinado a la parturienta. Dos minutos de palparla como si fuera un objeto inerte, “sin pedir que la desataran y en cierto modo sin considerar que estaba allí”, fueron suficientes para advertir que nadie hiciera uso de la detenida al menos durante treinta días, sobre todo para evitar un mal momento a los interesados; aunque el trato rectal no estaba contraindicado, debían evitarse los movimientos bruscos. Había detectado agua en los pulmones, por lo que aconsejó evitar técnicas interrogativas de inmersión y asimismo sugirió que los golpes no se dirigieran a la zona abdominal, pues había riesgo de causar hemorragias internas. Él se inclinaba más por métodos de presión psicológica. En cualquier caso, aclaró que sus sugerencias solo tenían validez siempre y cuando existiera el interés de preservar la vida de la prisionera.
La consulta está dirigida al doctor Mesiano, jefe médico, y ahora al joven conscripto, que es su chofer, le toca ubicarlo para transmitirle el mensaje. Mesiano es un hombre de rígidos hábitos, que todos los días a una hora exacta está parado en la puerta de su casa para que lo recojan en el Falcon y siempre se halla donde lo requieren. Pero hoy es diferente, es sábado 10 de junio de 1978 y le han conseguido entradas para presenciar el partido de fútbol. Celoso de su deber, el soldado se ha dirigido al estadio y nota la ciudad vacía: “Repentinamente vacía: ni un solo auto, ni un solo colectivo, ni una sola persona caminando, nadie por ningún lugar”. Su descripción se ajusta a la de una urbe atemorizada, con la gente y su miedo ante el poder dictatorial recogida en sus casas, atesorando la ilusión de que se encuentran a salvo tras puertas con doble cerrojo, pero no se trata de eso: ha comenzado el juego. Luego percibe un paisaje de pesadumbre: “En el desfile continuo de las caras sin sosiego, se veía la tristeza multiplicarse por miles”. Su descripción se ajusta a la de una marcha fúnebre o a la de una multitud que acaba de recorrer los espacios de la tortura, pero no se trata de eso: ha finalizado el partido: Italia 1 – Argentina 0.
Al doctor Mesiano no le sorprende encontrar a su ordenanza a la salida del estadio. Conociendo al muchacho, imagina con acierto que algo urgente lo impulsó a buscarlo entre miles de personas. Pero sea lo que sea, tendrá que esperar porque antes hay que salvar “esta noche de mierda”: el médico, su hijo (un muchacho sin pasión futbolística y hasta se diría que ha sido una decepción general para su padre) y el recluta se irán de putas antes de viajar a Quilmes para resolver lo planteado por Padilla. Mesiano puede hacerlo por teléfono, pero tiene una razón familiar para ir en persona, aparte de que estos casos parecen incordiarlo particularmente: “Las guerrilleras se hacen preñar a propósito porque piensan que si están preñadas no las vamos a tocar”.
Mesiano y Padilla, indiferentes ante el sufrimiento de la detenida, discuten con celo profesional. El subalterno trata de poner de bulto la falta del jefe, a quien no habían podido localizar desde la tarde anterior, y la intención de este es hacer notar la incompetencia del subordinado; en ambos, la única preocupación que consideran pertinente: si interesa o no mantenerla con vida, es decir, como fuente de información, y si el recién nacido sirve para este fin. Mesiano: “Es el peso lo que importa, y no la edad. Hasta un estudiante de medicina lo hubiese sabido (…) El suyo es un error conceptual. Al pensar en la edad ha pensado en el grado de crecimiento de una persona. Y no es la edad de la persona lo que cuenta, sino su masa corporal, el peso del cuerpo, para saber si se trata de un cuerpo resistente o no (…) desde ya le adelanto que con dos kilos trescientos no tenemos ni para empezar a hablar”.
La conversación entre los dos hombres no termina bien, por lo que el conscripto puede escuchar desde el pasillo: “Primero está la lista”, advierte Padilla. “Primero está mi hermana”, le responde Mesiano. Mientras, en algún calabozo del edificio, está la mujer a la que solo le han permitido cargar a su hijo por 90 minutos: los guardias se aseguraron de que el llanto del bebé no les entorpeciera escuchar el partido en la radio.
“Adviertan a los alumnos que no pueden acercarse a la Plaza de Mayo de ninguna manera, pero tengan cuidado y no vayan a dejarlos intrigados por eso. Lo que tienen que transmitirles no es curiosidad, sino miedo”
Avenirse con una realidad dictatorial conlleva una degradación moral. Es un plano inclinado por el que se deslizan sus principales responsables, pero por el cual también pueden rodar ciudadanos de a pie de entre esa mayoría pasiva paralizada por el miedo, o hipnotizada por los fuegos artificiales que el poder pone en marcha a la par de la severa restricción de libertades (un mundial de fútbol y una guerra, para el caso), o adormecida por su egoísta comodidad. En Ciencias morales se ve cómo hasta la más común e inocente de las personas puede convertirse en cómplice involuntario de un régimen sojuzgante y al mismo tiempo llevar la peor parte porque acaba siendo víctima.
Kohan ha procedido aquí de una manera más atenuada que en Dos veces junio. No hay referencias a lo que ocurre con los prisioneros en los centros de detención clandestinos ni diálogos que desnudan actitudes inhumanas, o contrahumanas, como las llamó Primo Levi en referencia a los campos de concentración nazi. En su lugar, el Colegio Nacional de Buenos Aires, cuyas estrictas rutinas y disposiciones reglamentarias sobre los más mínimos detalles de la vida en sus claustros y alrededores evocan, con la guerra de Malvinas (1982) de trasfondo, la atmósfera opresiva del régimen dictatorial, donde todos son sospechosos y el miedo funciona como mecanismo de sumisión. “El miedo puede convertirse en causa de la involución de los individuos (…) todo aquel que está dominado por el miedo corre el riesgo de disgregarse. Su personalidad se cuartea, ‘la impresión de serenidad que da la adhesión al mundo’ desaparece; ‘el ser se vuelve separado, otro, extraño. El tiempo se detiene, el espacio mengua’”, escribe Jean Delumeau, apoyado en citas de G. Delpierre (La peur et l’etre), en su libro El miedo en Occidente (1978). Esto lo saben los psiquiatras y también los dictadores, que lo infunden para forjar comportamientos aberrantes de los que desaparece la apreciación correcta de la realidad, que es lo que le ocurre a Marita, la protagonista de la novela.
El Colegio Nacional de Buenos Aires es una institución histórica, fundada en 1778 como Real Colegio de San Carlos, luego conocida como Colegio de Ciencias Morales y finalmente con su nombre actual tras la refundación en 1863 por Bartolomé Mitre, quien fundó muchas cosas nacionales, la nación argentina en sí misma, el diario La Nación y este centro de estudios. Lleno de discípulos ilustres, como Manuel Belgrano, miembro de la primera Junta de Gobierno de 1810 y creador de la bandera argentina, su alumnado debe estar a la altura de la altísima relevancia que tiene el colegio en la historia nacional y a los preceptores les toca garantizar que no se desvíen ni un milímetro de la estricta disciplina que ha hecho posible su prestigio. Controlar la formación, vigilar los recreos, pasar listas y llevar el libro de temas de los profesores, así como sancionar indisciplinas, avisar de cualquier irregularidad a las autoridades y cuidar el patrimonio, son parte de las funciones de los preceptores, cuyo jefe es el señor Biasutto (una persona de mucho prestigio en el colegio porque hace unos años fue el responsable principal de la confección de listas) y a los que se ha unido hace poco María Teresa, Marita en su casa, una muchacha ingenua de veinte años.
Es de natural distraída, pero le ha bastado escuchar al señor Biasutto en una de las primeras reuniones de trabajo para internalizar que debe estar alerta todo el tiempo, no solo a las señales más evidentes de desacato, como el nudo flojo de una corbata, sino sobre todo a las más sutiles, como la mano de un chico posada indebidamente sobre el hombro de la chica que le precede en la fila mientras toman distancia; estas, para ser advertidas, requieren del preceptor una fina capacidad de vigilancia indetectable. Marita siente un respeto atrayente por el señor Biasutto y cuando percibe o cree percibir un levísimo olor a cigarrillo en uno de los estudiantes, un minúsculo rastro olfativo que la pone sobre aviso, idea un plan de seguimiento para comprobar su sospecha de esta flagrante violación del reglamento y elevarse en la estimación de su jefe. Animada por la perspectiva de dar una muestra tan contundente de perspicacia, repasa todas las opciones de los posibles lugares y momentos en los que ese alumno, y seguramente otros, fuma. No tarda en fijarse en el sitio más obvio: los baños; ni en la oportunidad más probable: cuando un estudiante pide permiso durante la clase para vaciar el cuerpo. En las horas de clase los preceptores están libres y se reúnen en su sala, pero ella las pasará agazapada en uno de los cubículos del baño de varones, con todo el cuerpo expectante, “lista a registrar el chasquido de un fósforo, el fulgor de la lumbre, la primera pitada que dé, la primera voluta de humo que gire y trepe hacia la altura definitiva del techo”.
Su ideal es presentarse ante el señor Biasutto triunfante, con pruebas incontrovertibles y la plena identificación del fumador o los fumadores, pero las horas en el baño transcurren sin que ninguno de los pocos usuarios durante las clases haga más de lo que se supone debe hacer y para lo cual, en primer lugar, pidió el permiso: orinar, sobre todo. Entretanto, aunque solo en una oportunidad entreabre la puerta del cubículo para atisbar al estudiante que micciona porque piensa que se trata del mismo en quien había percibido el olor a cigarro y, por tanto, el resto de las veces no podría afirmarse que observa mientras está allí encerrada, solo que percibe o deduce, en ella opera un principio de incertidumbre invertido: la observadora es modificada por el acto de observar. Al principio, el ruido de un estudiante orinando le causa un ligero cosquilleo en el cuerpo, pero llega el día en que la micción escuchada y en parte imaginada le provoca ganas de orinar, al punto de que teme hacerse encima. Tras ese momento de turbación, comprende que se encuentra en un baño y orina allí mismo. En los cubículos del baño de varones no hay inodoros, sino esos huecos oscuros sobre los que se para el usuario con los pies a ambos lados. Se levanta la falda y luego de que se ha bajado la pantaleta hasta casi las rodillas, decide que mejor quitársela del todo. “No conocía esta sensación de estar vestida pero sin ropa interior, con pollera pero sin bombacha. La vive como lo que es: una forma diferente de desnudez; más intensa, en cierto modo, que la única desnudez que conoce, que es la de bañarse en su casa”. Aunque continúan los días sin captura de los fumadores clandestinos, las horas en el baño la hacen feliz y se convierten en otro impulso de sus deseos de ir a trabajar, ya no espera siquiera que le den ganas de orinar por escuchar el sonido masculino, sino que adopta el hábito de hacerlo allí; incluso lo intenta cuando no tiene necesidad y entonces solo caen unas gotitas de sus partes más secretas, excitantemente desnudas. “Todos estos días, aunque en su entorno lo que predomina es una espesa preocupación, ella está feliz”.
En el Colegio Nacional de Buenos Aires la luz es siempre similar a la de los días nublados, con independencia de que afuera brille o no el sol. Asimismo, sus gruesos muros y sus ventanas siempre cerradas filtran con eficiencia de estudio de grabación los ruidos externos, salvo las campanadas horarias de una torre cercana. “Las jornadas de clase transcurren como si el edificio del colegio no estuviese en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, sino en medio de un desierto”. Pero lo está y sus autoridades saben que hasta sus tranquilos y ordenados espacios pueden llegar las ondas de los disturbios que agitan las calles, como lo hicieron en el siglo XIX, cuando Rosas. “Allí afuera, quiero decir en la calle, se verifica algún desorden en estos momentos (…) Digan a los alumnos que eviten correr por la calle, pero que tampoco detengan su marcha; que no se desvíen y que no se demoren, pero que tampoco corran (…) Tengan presente, señores preceptores, que el adolescente es un ser humano curioso por naturaleza y rebelde por naturaleza. Adviertan a los alumnos que no pueden acercarse a la Plaza de Mayo de ninguna manera, pero tengan cuidado y no vayan a dejarlos intrigados por eso. Lo que tienen que transmitirles no es curiosidad, sino miedo”, les instruye a los preceptores el Señor Vicerrector.
Es por el señor Biasutto que Marita tiene una idea más clara del peligro que corren. Aunque ella no lo ha enterado de que pasa horas de acecho en el baño, sí que le ha hecho partícipe de sus sospechas y el jefe de preceptores, que la ha animado a mantenerse muy alerta al respecto, también ha aprovechado para aproximarse a ella de una manera menos profesional y más íntima, invitándola a tomar un café después del trabajo. Es en esa cita cuando le explica lo que fueron los años más difíciles para el colegio y para el país. Sin mucha imaginación, compara la subversión con el cáncer, que primero toma un órgano, la juventud, por ejemplo, y luego hace metástasis en el resto del cuerpo social. Decidido a impresionar a la ingenua muchacha, hace otra comparación: la subversión es un cuerpo, pero también un espíritu, porque el espíritu sobrevive y alguna vez bien puede reencarnar en un nuevo cuerpo. Así, le dice, en otras circunstancias fumar en los baños no pasaría de ser una travesura, pero en este tiempo, y en especial en el Colegio Nacional, se trata de otra cosa: es el espíritu de la subversión lo que los amenaza. Marita, quien tiene un motivo de preocupación adicional porque su hermano es militar y ni ella ni su madre saben con certeza dónde está destacado, sale de ese encuentro con la admiración agrandada por el señor Biasutto y fantaseando con nuevas citas.
No será, sin embargo, el espíritu subversivo el que se apodere de Marita, sino el miedo como lo describió Guy de Maupassant en uno de sus cuentos: “Es algo espantoso, una sensación atroz, una especie de descomposición del alma, un horroroso espasmo del pensamiento y del corazón, cuyo solo recuerdo provoca escalofríos de angustia” (“El miedo”, 1882). Un choque emocional que la obliga a cumplir con la instrucción que le ha dado el señor Biasutto: “El lunes la quiero acá mismo, ¿sabe? Acá mismo, en el baño, ¿sabe? Buscando a esos alumnos que están violando las reglas”.
... no podía dejar de sentir cuando lo veía pasar “un estremecimiento poderoso, una especie de remolino, pero caliente, en el estómago, en toda la panza, algo así como una fiebre y una transpiración, un alboroto y un aturdimiento repentinos, y que solamente juntando las piernas, no juntando sino apretando, y no las piernas sino los muslos, que solamente, sí, apretando los muslos, conseguía de a poco calmarse, devolverse de a poco el sosiego”
En el vecindario del miedo se encuentra también el personaje principal de Confesión, Mirta, quien ha formado parte de esa franja social aquiescente que tan funcional resulta a las dictaduras y solo despierta a la realidad opresora cuando el gobierno de fuerza le muestra directamente su cara atroz. En este sentido ha sido como la Irene de Conversación al sur (1981), de Marta Traba, la actriz teatral preocupada por el desorden que introducen en su mundo las nimiedades hasta que conoce a Dolores, una joven militante política torturada que tiene claro que el único error es quedarse fuera de lo que está pasando; se enfrenta a la probabilidad de que su propio hijo se encuentre entre los detenidos en el Estadio Nacional de Santiago de Chile y acompaña a su mejor amiga a una manifestación en Plaza de Mayo porque su hija, Victoria, está desaparecida. Son tres momentos de un despertar político que Traba novela superponiendo las realidades referenciales de su obra: la guerrilla urbana en Uruguay de los años sesenta y las dictaduras militares en el propio Uruguay, Chile y Argentina en la década siguiente.
El narrador de Confesión es uno de los nietos de Mirta, quien la visita en el geriátrico donde está internada, con más de noventa años, para jugar a las cartas y escuchar sus historias. La primera es de cuando tenía 12 años y aún vivían en Mercedes, una localidad que dista unos 100 kilómetros de la capital. No lo sabía ella entonces y tampoco él, a quien acompañaba con la mirada desde la ventana de su casa, en cada viaje de ida y vuelta a Buenos Aires, donde estudiaba, que ese muchacho ni particularmente alto ni robusto, pero que a Mirta le evocaba con su caminar imágenes verticales, de torre, mástil u obelisco, y le sugería las ideas de firmeza e inflexibilidad, sería en unos treinta años el presidente dictatorial del país. A diferencia del resto de las especies animales, que solo temen ser devoradas, el miedo humano no es uno sino múltiple y cambiante, y Jorge Rafael Videla sería la causa de los mayores miedos que experimentaría Mirta, el primero a Dios y el segundo a los hombres.
Siendo la niña que todavía era en 1941, Mirta espiaba desde la ventana al hijo mayor de los Videla y no podía dejar de sentir cuando lo veía pasar “un estremecimiento poderoso, una especie de remolino, pero caliente, en el estómago, en toda la panza, algo así como una fiebre y una transpiración, un alboroto y un aturdimiento repentinos, y que solamente juntando las piernas, no juntando sino apretando, y no las piernas sino los muslos, que solamente, sí, apretando los muslos, conseguía de a poco calmarse, devolverse de a poco el sosiego”. Esto fue lo que le contó al padre Suñé en su primera confesión en la iglesia de San Patricio y la verdad era que no estaba segura de si había pecado o no hasta que el sacerdote, tras las preguntas pertinentes, le aseguró que no había incurrido en nada pecaminoso. Pero, conforme comenzó a ser más activa en el acto de mirar al muchacho pasar, los sábados cuando regresaba de la capital y los domingos antes del anochecer cuando se marchaba de Mercedes, empezó a remorderle la conciencia: no solo hizo averiguaciones para determinar el horario del tren y, por tanto, las horas justas de su paso ante la ventana, sino que descubrió cómo calmar el ardor que le producía allá abajo su visión y se entregaba a esa satisfacción incluso cuando no estaba junto a la ventana y se frotaba contra el sofá. Ahora sí estaba segura de ser una pecadora y se lo confirmó el padre Suñé cuando volvió al confesionario.
Así, el mayor de los Videla le regaló un ramo de emociones que incluyó el miedo a Dios. No en el sentido psiquiátrico del término, que es la toma de conciencia de un objeto conocido que representa una amenaza real, actual o futura, sino en lo que significa para un creyente cuando vive apartado de Él. “Tener temor de Dios es reconocer su majestad, su poder y su santidad, a la vez que se toma la decisión de vivir una vida agradable a Él. Quien teme a Dios escoge obedecerle, sometiéndose a Él y repudiando el pecado. Lo hace por amor y por respeto al Dios todopoderoso. La persona temerosa de Dios es reverente ante Él, busca su dirección en todo momento y vive conforme a su voluntad. El temor a Dios no se basa en el miedo. Se fundamenta en el respeto reverencial que surge del corazón de los hijos de Dios hacia Él”, según leo en un sitio web de interpretación de la Biblia.
La segunda vez que Jorge Rafael Videla estuvo en la raíz del miedo de Mirta fue en 1978. De sus tres hijos, dos varones y una hembra, el padre del nieto que la visita ahora, tantos años después, en la residencia para ancianos, andaba en malos pasos, según lo que el gobierno que presidía el mayor de los Videla entendía por tal y que para efectos prácticos era todo lo que la dictadura consideraba una amenaza a su estabilidad. Estudiaba Derecho y ella sospechaba que formaba parte de un grupo opositor. Su esposo, Anselmo, desdeñaba los indicios que ella enumeraba y se lo tomaba a broma, que había visto muchas películas, le decía. Mirta acudió entonces al coronel Vilanova, a quien Anselmo conoció durante sus viajes de Mercedes a Buenos Aires y con quien habían consolidado una amistad desde que se mudaron a la capital. El coronel no desestimó lo que le transmitió Mirta, pero le advirtió que no podía hacer nada con datos tan imprecisos. El miedo que le produjo la sola idea de que su hijo participara en una acción política de conocidas consecuencias para los involucrados, como ella sabía que ocurría porque no era tan ingenua como su marido, la llevó a fijarse más en sus conversaciones telefónicas y a cometer una imprudencia que le reportaría tanto dolor como el que procuraba evitar.
Entre las dos historias de Mirta, el relato del fallido atentado que sufriera Jorge Rafael Videla el 18 de febrero de 1977. El avión presidencial correteaba por la pista del aeroparque de la ciudad de Buenos Aires cuando en el momento exacto del despegue hubo una explosión. Alcanzada por la onda expansiva, la aeronave titubeó en el aire pero logró alzar el vuelo: no detonó la segunda de las dos cargas explosivas que el comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) había colocado debajo de la pista, aprovechando el túnel que conduce al arroyo Maldonado a su desembocadura en el Plata.
El capítulo sobre la Operación Gaviota amalgama toda la novela. Comienza en realidad en la primera parte, con las referencias a la relación entre la ciudad de Buenos Aires y el Río de la Plata que se intercalan en las confesiones de la niña, y continúa en la tercera y última forjando en la imaginación del lector el tipo de acciones que posiblemente frustró Mirta con su llamada al coronel Vilanova. Es también el pasaje transformador del Jorge Rafael Videla de ficción, que despierta, sin saberlo, la sexualidad de una niña, al militar real que, sabiéndolo, sumerge a toda una nación en la pesadilla de torturas, muertes y desapariciones.
Hoy seguimos teniendo novelas de dictaduras y dictadores, que se leen, se discuten y se traducen, y unas son buenas.
Post scriptum:
Dictadores en su tinta
A Gabriel García Márquez la idea de escribir una novela de dictador se le ocurrió en Caracas, en enero de 1958, cuando cayó Marcos Pérez Jiménez. Estaba de periodista en la capital venezolana y tuvo la intuición del poder, del misterio del poder, cuando cubrió la reunión donde se decidió cómo se iba a formar la Junta de Gobierno sucesora del dictador huido. En El olor de la guayaba (1982) —esa larga conversación sobre su vida y su obra con Plinio Apuleyo Mendoza—, no le precisó a su interlocutor cuándo comenzó a escribirla, pero sí que la suspendió en México en 1962 después de trescientas cuartillas y la retomó en Barcelona en 1968, solo para abandonarla de nuevo tras seis meses de trabajo.
Cruzando las cronologías, que volviera a ella en 1968 ha debido de tener que ver con la propuesta de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, quienes a comienzos del año anterior habían concebido el proyecto de que varios escritores latinoamericanos escribieran un libro sobre el ejercicio monopólico del poder. Ambos acababan de leer los retratos crítico-biográficos sobre figuras estadounidenses, desde Harriet Beecher Stowe y Ambroce Bierce hasta Abraham Lincoln y Ulysses S. Grant, de Edmund Wilson (Patriotic Gore: Studies in the Literature of the American Civil War), y pensaron que podían hacer algo similar con esa figura tan reiterativa en la historia política del continente: el dictador.
“Podría titularse Los patriarcas, Los padres de las patrias, Los redentores, Los benefactores o algo así. La idea sería escribir una crónica negra de nuestra América: una profanación de los profanadores (…) El proyecto necesita afinarse, por supuesto, pero podríamos empezar por cartearnos tú y yo y Jorge (Edwards), que está entusiasmado con la idea, y proponerla a Alejo, Julio, Augusto, Gabriel y Jorge Amado…”, le escribió Fuentes a Vargas Llosas.
Y en otra carta al peruano: “No quiero que pase un día sin ponerte al tanto de nuestro proyecto. Julio se adhirió con gran entusiasmo: un texto de veinte cuartillas de alusión al cadáver de Eva Perón. Pero el que delira con la idea es Carpentier; escogió a Machado, con una parte final introduciendo en escena al sargento Batista (…) Cree que será uno de los libros capitales de nuestra literatura, y le concedo razón (…) Resumiendo, la lista al momento de escribir sería: Cuba: Carpentier: Machado; México: Fuentes: Santa Anna; Colombia: García Márquez: Tomás Cipriano de Mosquera; Venezuela: Otero Silva: Juan Vicente Gómez; Perú: Vargas Llosa: ¿Prado, Sánchez Cerro?; Chile: Edwards: Balmaceda; Paraguay: Roa Bastos: Francia; Argentina: Cortázar: Eva Perón. Hay huecos sensibles. Estrada Cabrera, Melgarejo, Rosas, Porfirio Díaz, y sobre todo algún dictador contemporáneo y reciente como Trujillo. No quiero extender al infinito el asunto y deseo tu opinión (the baby is ours)…”.
Augusto Monterroso también fue invitado. En La palabra mágica (1983) anotó que recibió una carta del escritor peruano proponiéndole que se sumara al proyecto de un libro de cuentos a varias manos sobre dictadores de la región. A él le tocaría Anastasio Somoza padre. “Han pasado cerca de quince años desde que recibí la carta de Vargas Llosa y el libro no ha aparecido, lo que me autoriza a imaginar que todo se quedó en proyecto y que ya se puede hablar de él como parte de la invencible Historia literaria de lo que no se escribió”.
Sin embargo, Monterroso supuso que esa espléndida idea estaba en el origen de novelas como El recurso del método, de Alejo Carpentier, y Yo El Supremo, de Roa Bastos, además de Terra nostra, de Fuentes: “Quiero creer que a Carpentier Machado le pareció demasiado cercano; que a Fuentes le quedó pequeño Santa Anna, y que Roa Bastos vio que un cuento ofrecía muy poco espacio para todo lo que tenía que contar en una novela. De los otros autores invitados, cada quien su vida”. Lo que en el caso de García Márquez ya sabemos que incluyó, finalmente, después de diecisiete años, la escritura de una novela que sintetiza a todos los dictadores latinoamericanos: “Literariamente hablando, el trabajo más importante, el que puede salvarme del olvido, es El otoño del patriarca”, le dijo a Apuleyo Mendoza.
En El olor de la guayaba, su interlocutor le hizo notar la curiosa coincidencia en los tiempos de publicación de varias novelas de escritores latinoamericanos sobre el mismo tema, el dictador, y le preguntó cómo explicar ese repentino interés por este personaje. “No creo que sea un interés repentino. El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, pues el dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América Latina, y su ciclo histórico está lejos de ser concluido”.