La vida doble, de Arturo Fontaine (y La llamada, de Leila Guerriero)
El cono invertido del infierno dantesco, con su eje en Jerusalén y su vértice en el centro de la tierra, consta de nueve círculos y después del limbo —el primero de ellos, donde penan los justos no bautizados y las almas de los grandes hombres—, las cuatro estancias siguientes comparten sus elementos de tormento —aire, agua y tierra—, así como la índole de las faltas de quienes están condenados en ellas: lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, desidia e ira. Del sexto al noveno círculo se conforma el espacio para el castigo más severo, que en la escala moral de la justicia divina se corresponde con culpas más graves que las asociadas a la incontinencia, las que tienen que ver con la bestialidad y la malicia, según la descripción del Infierno que leo en Dante y su obra, del poeta y crítico español Ángel Crespo. Allí están desde los herejes atormentados por fuego, los violentos contra el prójimo en un recinto atravesado por un río de sangre hirviente y el bosque de los suicidas, hasta los rufianes y seductores azotados por los demonios, los aduladores cubiertos de mierda y los malos consejeros envueltos en llamas, por citar solo a unos pocos de la variedad de pecadores que, con todo, se salvan del último círculo, anegado por las aguas heladas del río Cocito y en cuyo centro se halla el monstruo tricéfalo que devora las almas de Judas, Bruto y Casio: el mismísimo Lucifer tortura a los traidores.
“Deja toda esperanza, tú que entras”, lee Dante antes de ingresar al primero de los tres reinos de ultratumba de la Divina comedia. “Maestro, es muy duro su sentido”, le dice el florentino a su guía, el poeta Virgilio, y no se puede estar más de acuerdo con él. Pero, en el infierno imaginado por Dante ya no serás ni más ni menos de lo que fuiste, ni empeorarás ni mejorarás en sentido alguno, que de eso se trata la muerte, así que en el verso “lasciate ogni speranza, voy che entrate” se encuentra al menos la piedad de convencer a los condenados de que es el destino definitivo y no hay ni la más mínima posibilidad de que sea de otra manera, de que eso que se vivió y se llamó vida continúe de alguna forma. En cambio, en los infiernos reales organizados por el hombre, desde el konzentrationslager y el gulag hasta Guantánamo, la crueldad del lugar incluye la falsa compasión de avivar en el atormentado la esperanza de una salvación que es igualmente espuria: “Arbeit macht frei” (El trabajo te hace libre), se leía en el portón de Auschwitz.
No fue diferente en el centro de detención de la dictadura a donde llevaron a Irene, la protagonista de La vida doble (2010), de Arturo Fontaine. Desnuda y atada sobre un jergón de metal, con un trapo inmundo en la boca, escuchaba la voz de quien después sabría que apodaban el Gato y a quien ella consideraría su deus absconditus. Era una voz suave, blanda, amigable, en contraste con las del Ronco y el Rata, cuyas preguntas eran eléctricas o estaban hechas del palo de goma con que le golpeaban los muslos y los brazos, el estómago. “¿Por qué no hablái, mejor? (…) ¿Qué más da? Estamos todos en lo mismo, ¿no creís?”, le insistía, sereno, sin los insultos de los otros dos, un padre comprensivo que perdonaba el error de su hija porque lo primordial era su bienestar, salvándola de que esos brutos repitieran los puñetazos simultáneos en cada oreja que la dejaron ciega y sorda, desequilibrada, perdida dentro de un cuerpo sucio y maloliente que el baldazo de agua fría arrancó del desmayo. “Si no quiere que la dañen, lárguelo todo de una vez. Créame, lo demás es estéril, es autodestructivo. Depende de usted salir de aquí”, le aconsejaría luego el médico que la examinó. No le pidió nombres ni puntos de encuentro de sus camaradas, sino que dijera AAA… y se dejara tocar con un inofensivo estetoscopio.
A Irene, madre soltera de una niña, profesora de francés y militante de Hacha Roja, una organización que opuso resistencia armada al gobierno dictatorial, la atraparon acostada debajo de un camión. No huyó después del frustrado asalto a una casa de cambio, en el que perecieron dos hermanos de lucha. Estaba armada con una Beretta y en su bolso de cuero llevaba los treinta mil dólares y los cuatro millones de pesos que deberían haber servido para continuar el arriesgado esfuerzo de desencadenar la insurrección popular contra el tirano, que llegaría cuando el pueblo, inflamado por el espíritu de esos jóvenes idealistas que morían aplastados por la pesada bota represiva del régimen, tomara las calles para decir ¡basta! Pero Irene ni disparó ni corrió. “Elegí sobrevivir. ¿Elegí? ¿Se puede? Algo quizás eligió por mí, mi miedo, mi instinto de supervivencia, qué sé yo. No me engañaba: sabía que me encontrarían, que me estaba entregando a ellos. Aunque no me lo dije así. No. Me dije que era un truco astuto por lo ingenuo, algo que podría hacer una transeúnte cualquiera por puro susto”.
No hizo lo que había aprendido con su entrenamiento, disparar, usar la ruta de escape planificada, pero en la sala de tortura sí aguantó. A sus interrogadores les dijo la mentira preparada para garantizar las cinco horas de silencio que permitirían romper el engarce de su captura con el resto de su célula. Comprobaron que fue un engaño y entonces el Pentotal, el simulacro de fusilamiento y más jornadas de esa vibración que la taladraba y hacía que toda su musculatura se desatara en una danza frenética que la descoyuntaba…, pero resistió porque ese mundo corrupto, mezquino y cruel que conocían estaba por irse al carajo. “No era una predicción derivada de las leyes del ‘materialismo histórico’ que estudiábamos con dedicación apostólica. Era mucho más que una teoría. Lo sentíamos en la piel”.
A la combatiente Irene la soltaron veintinueve días después. Le entregaron una bolsa plástica con sus pertenencias: la ropa que vestía cuando la detuvieron, su carné de identidad falso, el dinero que llevaba en su billetera y la orden de libertad provisional firmada por un juez militar: ya no tendría que concentrarse en seguir el sol entre los barrotes de su celda y estudiar las sombras en las paredes húmedas para averiguar la hora. Como ocurría con cualquier capturado sobreviviente y por obvias razones de seguridad, sus hermanos de Hacha Roja la congelaron por un tiempo, aunque su deseo inmediato era volver a la acción para vengarse, ¿acaso no había aguantado sus horas? Se mudó a un departamento, su hija siguió viviendo con su abuela y retornó a sus clases de francés. “Pasaron días y semanas. Ahora recordaba con nostalgia los viejos tiempos. Volvían a mí las noches pasadas en grupo en alguna de las casas de seguridad oyendo bajito cintas de Quilapayún, de Silvio Rodríguez, de los Jaivas, de Inti, de Serrat, de Violeta, y tomando un mate bien cebado (…) y conversando y conversando para olvidar el susto…”. Recordaba sobre todo la espera: “Es un estado espiritual permanente porque la revolución se sitúa siempre en un más allá, es siempre la parusía que vendrá. A veces, muchas veces, la orden nos obligaba literalmente a esperar. La acción quedaba postergada”.
Pasaron días y semanas, sesenta y un días exactos, hasta que un carro blanco se detuvo, se abrió una puerta y fue succionada al interior. En un instante ya tenía los ojos vendados, pero alcanzó a ver el pelo apelmazado del Rata y reconoció la voz del Ronco. Regresaba de una clase de francés y se encontraba a una cuadra de la casa de su mamá. “Desde que te ponen la venda sales de ti y entras a una pesadilla sin formas definidas, en la que la estupefacción del miedo, los golpes repentinos y los sobresaltos del dolor te van pasmando y desmoronando”.
Esta vez, silenciosa y obediente, se desnudó ella misma. Pero su docilidad se transformó en gritos de desesperación cuando el Ronco mencionó a Anita, su hija, que estudiaba en la Alianza Francesa y que él iba a salir a secuestrar… La falsa identidad de Irene, la chapa, había caído: después de su primer cautiverio, cotejaron la foto que le tomaron entonces con el archivo de cedulación de los chilenos y dieron con su nombre real, así que sabían quiénes eran sus padres, dónde vivían, quién era su hija y dónde estudiaba… Si Irene estaba preparada para soportar el tormento, para aguantar cinco horas si soltar nada, ahora descubrió que no tenía defensas si la chantajeaban con hacerle daño a Anita. Sintió una grandísima culpa porque, pese a la recomendación de la orga de enviarla a Cuba, como hicieron otros combatientes, para protegerla, dejó que siguiera en Chile, con ella buscándola cada mañana para llevarla al colegio. El Ronco era un animal, pero el Gato habría de ser bueno, el dios que la ayudara: “Me sorprendo sin querer buscando la falta en mí. Es un dios implacable pero justiciero, cuya ira he de haber desatado yo. Se instalará así la culpa y con ella, la voluntad de sacrificarle algo como expiación. Brotará la atracción por colaborar con él. Es el miedo, por supuesto, pero un miedo transfigurado en remordimiento. El padre omnipotente no puede ser tan malo, debiera ser posible redimir mi pecado”. Así que Irene vomitó una confesión de odio contra los militantes de Hacha Roja y contra ella misma, la de antes. Le quitaron la venda para mostrarle un corto video en el que vio a Anita saliendo del colegio con su faldita azul, iba con una amiguita, riéndose. “Necesito que ella pueda seguir riendo, me dije. Entonces me rendí. Entonces me convertí en uno de ellos”.
Toda su experiencia se la cuenta a un escritor que la entrevista en Estocolmo, donde reside con documentos falsos desde hace varios años. A él le pide que la llame Lorena, otro nombre ficticio, como lo fue Irene y, luego, Consuelo, cuando renegó de su militancia y comenzó a colaborar con el mecanismo represor como una forma de venganza “contra mis hermanos por no haber querido captar que nos iban a agarrar de las pestañas, por haberme hecho creer en una utopía sin más destino que la derrota, y contra mí por haberme dejado engatusar por una religión que, como todas, no era sino un culto a la muerte”.
Miedo, culpa, odio, un coctel que le hizo darse vuelta como un guante y ser amante de un oficial de inteligencia, a quien acompañaba a fiestas orgiásticas en una casa de las afueras de Santiago. “¿Me creerías si te dijera que más de una alguna salía de su calabozo de noche a bailar y a besarse con sus carceleros en alguna discoteca y que eso fue parte del horror?”. Ella lo hizo varias veces y también Tomasa (otra presa, a quien conoció en su primera detención y que todavía seguía allí cuando la agarraron por segunda vez), con la sustancial diferencia de que Tomasa se ahorcó en la celda, mientras Irene se convirtió en Consuelo Frías Zaldívar, “la Cubanita”, natural de Matanzas. Hizo cursos de inteligencia, recibió una CZ que juró usar contra los subversivos y sumó treinta y cinco por ciento más dinero mensual a sus ingresos de las clases particulares de francés. Entregó casas de seguridad, salió a perseguir a sus antiguos correligionarios, participó en sus interrogatorios y continuó descendiendo hasta que el embudo de su complicidad se cerró sobre el Hueso, el hombre-enlace con el líder máximo de Hacha Roja, el comandante Joel.
“Soy la que quisiera borrar de mi vida. ¿Que me perdone a mí misma? ¿Cómo podría darme yo lo que sé que no merezco?”. No puede, ni siquiera pensando en su última acción, y solo espera que el cáncer que la consume la salve pronto con su segunda muerte, porque no hubo real salvación con la primera, que la arrojó al noveno círculo del Infierno.
“Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros y todos terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito”
Irene, desde la oscuridad del abismo, sucumbió a la ilusión de ver en uno de sus interrogadores a un dios escondido, cuya mano, aunque húmeda por la sangre de sus hermanos de resistencia, debía asir si quería darle un chance de vida a su hija. En la realidad de la dictadura que asoló a Argentina entre 1976 y 1983, en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), también hubo un torturador apodado Gato, pero este no podría haber representado nunca una entidad seráfica para Silvia Labayru, de veinte años y cinco meses de embarazo cuando la secuestraron en una calle de Buenos Aires, el 29 de diciembre del primer año del régimen de facto.
“Los momentos más angustiosos no son, curiosamente, los de la tortura, sino los de estar tirada ahí pensando que eras un pedazo de carne, sola como un perro. Miedo, angustia, soledad, desamparo, no sabes qué va a ser de ti, cuánto va a durar aquello. Si alguna vez vas a tener una vida”, le dice Silvia a la escritora argentina Leila Guerriero, quien la entrevistó a lo largo de varios meses para escribir la crónica La llamada. Un retrato (2024).
Militante de Montoneros con tareas de inteligencia en la capital, Silvia pasó 14 días en la sala de torturas de la ESMA, luego la subieron al tercer piso —un sector que llamaban “Capucha”— y después la devolvieron al sótano, pero no para retomar el suplicio de picana en los senos y las encías, sino para obligarla a trabajar procesando información —en su caso, traduciendo documentos del inglés y el francés—. También tuvo que servir de intérprete en un acto oficial, laborar en Multivisión, una empresa propagandística de la dictadura, y fingir ser la hermana del oficial Alfredo Astiz, infiltrado en un grupo de familiares de desaparecidos, operativo que se saldó con varias muertes, entre ellas, las de tres Madres de Plaza de Mayo y dos monjas francesas.
A los secuestrados los numeraban del uno al novecientos noventa y nueve, y hubo muchos unos, dos, tres…, porque cada miércoles seleccionaban a varios, los anestesiaban y los arrojaban al Río de la Plata o al mar. A Silvia le asignaron el setecientos sesenta y cinco, pero en lugar de que otro secuestrado ocupara su identificación numérica con la rapidez con que la máquina represiva mataba personas —en pocos días se cumplía el terrible ciclo de secuestro-tortura-“vuelo de la muerte” o tiro—, fue incorporada al trabajo colaborativo bajo amenaza de muerte. A este proceder lo llamaban “proceso de recuperación” y si el “recuperando” era evaluado de forma positiva, podía realizar algunas salidas para, por ejemplo, permanecer varios días en su casa, o, en el caso de las secuestradas, ser sacadas a cenar a un restaurante de moda o llevadas a una peluquería. Bajo este régimen, la hija de Silvia fue entregada a sus abuelos paternos y a ella le permitieron visitarla, cuando la regla era que los secuestradores se quedaran con los bebés; además, pudo reunirse en tres oportunidades con su pareja, en Montevideo, Sao Paulo y Laredo (México). Todo durante su año y medio en la ESMA, que fue el único centro clandestino de detención donde se implementó “la recuperación”, el más grande de los cientos que puso en marcha la dictadura y el único, también, que funcionó del principio al fin del terror. Se calcula que por la ESMA pasaron unas cinco mil personas y que sobrevivieron menos de doscientas.
A Silvia la liberaron en mayo de 1978, un regalo de cumpleaños: viajó a España a reunirse con su esposo. “Cuando salimos de la ESMA fue un espanto. El lema de los organismos de derechos humanos era “Vivos los llevaron, vivos los queremos”, pero muchos salimos vivos y no nos quisieron”. ¿Quién regresa del infierno sin ofrendar su alma? Nadie. Además, ¿esa chica Labayru no había participado en el caso donde murieron las monjas francesas y tres Madres de la Plaza de Mayo? Por eso era muy difícil que los otros, los que estaban afuera, admitieran que un sobreviviente del circuito mortal de la represión no era un traidor. “Para mí es un orgullo decir: ‘No he entregado a nadie’, pero también tengo perfecta conciencia de que no entregué a nadie porque no me torturaron lo suficiente”.
Si para el común de las personas resultan intolerables las descripciones de cómo, en muchos tramos de la historia de la humanidad, se ha desterrado la sensibilidad ante el sufrimiento humano para dar paso a la crueldad y al asesinato sistemáticos como forma natural de gobernar, no menos inconcebible es una aberración de la omnipotencia como lo fue el “proceso de recuperación”. “Ahí adentro el tiempo se estira como un chicle y pierde su forma. Flotas atrapada en escenas confusas de material esponjoso. Pegoteo manchas, eso es lo que hago al contarte. Sé que debiera construir una metáfora. Una metáfora del absurdo, por ejemplo. Pero, ¿sabes? En el absurdo no hay culpables. Aquí sí”, le dice Irene a su entrevistador.
Los centros de detención clandestinos se atenían a rutinas y reglas de funcionamiento, pero en la ESMA su mecanismo tuvo un lubricante cuya fórmula no estaba escrita en ningún manual: el proceso de recuperación no ofrecía salvoconducto de supervivencia, por igual podía conducir al secuestrado a la libertad vigilada o a la ejecución. “Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros y todos terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito”, escribe Guerriero.
Al tiempo que jefes montoneros apresados en la ESMA montaban desde adentro una estrategia para persuadir a los marinos de que la salida era política, no represiva, basados en el conocimiento de que el almirante Emilio Eduardo Massera —uno de los integrantes de la Junta Militar, junto a Jorge Rafael Videla, del Ejército, y Orlando Ramón Agosti, de la Aviación— tenía aspiraciones presidenciales, Silvia se inventó un personaje: “El rol que construyó tenía algo de verdad y mucho de invento: la niña inocente que entró a Montoneros un poco por romanticismo y otro poco por el trauma que la había producido el divorcio de sus padres (y todo eso era mentira), y la chica descendiente de linaje militar, educada, femenina, viajera, culta (y todo eso era verdad)”, describe la autora de La llamada.
A favor de Silvia hubo varias circunstancias, desde su embarazo y el provenir de una familia de padre, tíos y abuelo militares, hasta ser una rubia de ojos azules no judía, porque la deshumanización institucionalizada de la Argentina de aquellos aciagos años tuvo su dosis de eugenesia, y que su papá, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea, contestara justo lo que el jefe del centro de detención de la ESMA, Jorge Eduardo “el Tigre” Acosta, esperaba escuchar para convencerse cuando lo llamó el 14 de marzo de 1977. Pero esa atractiva muchacha fue también la mujer que Alberto Eduardo “Gato” González violó en repetidas ocasiones. Si el Tigre llevaba sus propias sábanas cuando sacaba a una secuestrada para violarla, el Gato llevaba a su esposa. Ambos, que ya tenían penas de cadena perpetua por delitos de lesa humanidad, fueron condenados por violencia sexual en 2021.
“El daño que me hicieron no me lo van a resolver porque estén ni un minuto más en la cárcel. Y estos tipos están más convencidos que nunca de que el único error que cometieron fue habernos dejado vivos. Pero el objetivo para mí no era tanto la condena, porque estos tipos coleccionan perpetuas, sino que se supiera que, además de secuestradores y asesinos, además de ladrones de niños y de propiedades, eran violadores. Hasta ahora no habían sido juzgados por violaciones”.
Post scriptum:
Dejar de ser
Del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca más (Argentina, 1984):
Los centros de detención, que en número aproximado de 340 existieron en toda la extensión de nuestro territorio, constituyeron el presupuesto material indispensable de la política de desaparición de personas. Por allí pasaron millares de hombres y mujeres, ilegítimamente privados de su libertad, en estadías que muchas veces se extendieron por años o de las que nunca retornaron. Allí vivieron su “desaparición”; allí estaban cuando las autoridades respondían negativamente a los pedidos de informes en los recursos de habeas corpus; allí transcurrieron sus días a merced de otros hombres de mentes trastornadas por la práctica de la tortura y el exterminio, mientras las autoridades militares que frecuentaban esos centros respondían a la opinión pública nacional e internacional afirmando que los desaparecidos estaban en el exterior, o que habrían sido víctimas de ajustes de cuentas entre ellos. (Manifestaciones de este tenor se encuentran entre las respuestas del Gobierno de Facto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la O.E.A. —ver “Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en Argentina”— 1980).
Las características edilicias de estos centros, la vida cotidiana en su interior, revelan que fueron concebidos antes que para la lisa y llana supresión física de las víctimas, para someterlas a un minucioso y planificado despojo de los atributos propios de cualquier ser humano.
Porque ingresar a ellos significó en todos los casos DEJAR DE SER, para lo cual se intentó desestructurar la identidad de los cautivos, se alteraros sus referentes tempo-espaciales, y se atormentaron sus cuerpos y espíritus más allá de lo imaginado.
Estos centros sólo fueron clandestinos para la opinión pública y familiares o allegados de las víctimas, por cuanto las autoridades negaban sistemáticamente toda información sobre el destino de los secuestrados a los requerimientos judiciales y de los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos. Pero va de suyo que su existencia y funcionamiento fueron sólo posibles merced al empleo de recursos financieros y humanos del Estado y que desde las más altas autoridades militares hasta cada uno de los miembros de las Fuerzas de Seguridad que formó parte de este esquema represivo, hicieron de estos centros su base fundamental de operaciones.
Esta realidad fue permanentemente negada, valiéndose el Gobierno Militar, también para ello, del control abusivo que ejercía sobre los medios de comunicación masiva, puestos al servicio de la confusión y desinformación de la opinión pública.
Posteriormente, durante las incidencias bélicas de la guerra austral, se advertiría —ya sin duda alguna— hasta qué punto el ocultamiento de la verdad y la falsedad informativa eran esenciales a los actos más trascendentes de la gestión militar y gubernamental desarrollada entre 1975 y 1983 (sic).
Yo niego rotundamente que existan en la Argentina campos de concentración o detenidos en establecimientos militares más allá del tiempo indispensable para indagar a una persona capturada en un procedimiento y antes de pasar a un establecimiento carcelario. (Jorge Rafael Videla, 22 de diciembre de 1977, revista Gente).
No hay detenidos políticos en la República Argentina, excepto algunas personas que podrían estar involucradas en las actas institucionales, que están realmente detenidas por su labor política. No hay detenidos por ser meramente políticos o por no compartir las ideas que sustenta el Gobierno. (Roberto Viola, 7 de septiembre de 1978).
Desde las más altas esferas del gobierno militar se intentaba presentar al mundo una situación de máxima legalidad. Desconociendo todo límite normativo —aun la excepcional legislación de facto— la dictadura mantuvo una estructura clandestina y paralela. Negada categóricamente al principio, luego —ante la masa de evidencias producto de denuncias realizadas por familiares y testimonios de secuestrados que recuperaron la libertad— debió ser admitida, aunque con argumentos mendaces.
... La Perla, ¿existió? Sí, era un lugar de reunión de detenidos, no una cárcel clandestina... Los subversivos estaban ahí más al resguardo de sus pares... (Luciano Benjamín Menéndez, 15 de marzo de 1984, Revista Gente).
A su vez, un elevado número de denuncias y testimonios recibidos por esta Comisión corroboran la presencia de altos jefes militares en los centros de detención.
Fui detenida en mi domicilio de la Ciudad de Corrientes —denuncia Martha Álvarez de Repetto, Legajo N.o 007055— y llevada a dependencias de la Policía Federal de esa localidad. Allí fui tabicada y torturada, para luego ser trasladada al Casino de Oficiales del Regimiento de Infantería 9, donde se realizaban simulacros de fusilamiento y también se torturaba. Uno de los visitantes a quien vi personalmente, e inclusive fui interrogada por él, fue el entonces Comandante de la VII Brigada, General Cristino Nicolaides. Otro de los visitantes fue el entonces Comandante del II Cuerpo de Ejército, General Leopoldo Fortunato Galtieri, quien estuvo a mediados de noviembre de 1976.
Por un lado, las cárceles se poblaban de detenidos políticos, a quienes se intentaba presentar como delincuentes comunes, evitando reconocer que la persecución ideológica alcanzaba niveles inéditos hasta entonces en nuestro país. Esta estructura legal, no obstante, estaba íntimamente relacionada con la otra, la de la oscuridad y la muerte, donde miles de desaparecidos sufrían sin la menor posibilidad de protección.