Las aventuras de un libro vagabundo, de Paul Desalmand
1.- En el entendido de que la intertextualidad es la presencia de textos anteriores en un texto —ya sea como citas directas, paráfrasis, similitudes temáticas, rasgos estilísticos, etc.—, pero también la vinculación de la obra con textos que se hacen presentes en ella al ser leída y dotada del significado particular que le otorga cada lector, señale —entre paréntesis— referencias intertextuales literarias sobre el libro, la lectura y el lector de Las aventuras de un libro vagabundo, de Paul Desalmand.
La novela del escritor francés está protagonizada y narrada por un libro, cuya existencia física dura poco más de dos décadas. Comienza a unos 300 kilómetros de París y finaliza en un río de África.
A lo largo de esos veintitantos años, esquiva el peor de los destinos para cualquier libro —nunca ser leído— y es recorrido muchas veces por al menos una treintena de personas, a quienes les guarda eterno agradecimiento, pese a que no las recuerde a todas. Confiesa que “sólo me acuerdo del señor Germain, de la muñequita, del taxista devorador de prosa, del profesor Théron, del doctor Platier, de Pierre Clerc, de un saldista que acariciaba el alocado proyecto de leer todo lo que vendía, de algunos otros no tan ricos en colores, y de Sylvie y sus adeptos. El resto no ha perdurado en mi memoria” —sorprende que no mencione a Bakayoko, el último de ellos, lector dedicado que vive en un sótano rodeado de libros y es tanto quien lo sustrae de la cinta transportadora de la guillotina, como el responsable de su final en otro continente—.
Por sus vivencias, el libro-narrador sabe que hay dos extremos entre los lectores: los que leen de forma mecánica, como “si hicieran punto”, y los que leen entregándose a la “lectura que te transforma, te moldea, te constituye, te conforma —en el sentido de dar forma—, quiebra el banco de hielo de tu interior y, en ocasiones, te eleva por encima de ti mismo”.
(Es una distinción que me remite a la de C.S. Lewis en su “ensayo de crítica experimental” La experiencia de leer, 1961: “En primer lugar, la mayoría nunca lee algo dos veces. El signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaria consiste en que, para él, la frase ‘Ya lo he leído’ es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro.
[…]
”En segundo lugar, aunque dentro de esa mayoría existan lectores habituales, éstos no aprecian particularmente la lectura. Sólo recurren a ella en última instancia. La abandonan con presteza tan pronto como descubren otra manera de pasar el tiempo. La reservan para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en ‘leer algo para conciliar el sueño’. A veces la combinan con una conversación sobre cualquier otro tema, o con la audición de la radio. En cambio, las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención.
[…]
“En tercer lugar, para esta clase de personas, la primera lectura de una obra literaria suele ser una experiencia tan trascendental que sólo admite comparación con las experiencias del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos. En cambio, los otros lectores no parecen experimentar nada semejante. Cuando han concluido la lectura de un cuento o una novela, a lo sumo no parece que les haya sucedido algo más que eso”.
También me lleva a Italo Calvino, ya que para el lector que se desnuda con la lectura, abriendo su espíritu a las innúmeras maravillas que anidan en las páginas y acogiéndolas en su propia subjetividad para elevarse y tener una mirada más amplia de sí mismo, de los otros y del mundo, no es extraño leer clásicos: “Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”, según la aproximación número 11 de Calvino a qué es un clásico [Por qué leer los clásicos, 1991]. El escritor italiano, por si acaso, añade: “Creo que no necesito justificarme si empleo el término ‘clásico’ sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad” ).
Entre los suyos, la muñequita es de estos últimos y, de hecho, es su preferida. Ella lo encuentra una primavera, en uno de sus habituales recorridos por los libreros de los muelles del Sena. Según el recuerdo enamorado del libro-narrador, “su belleza estribaba en sus ojos de color verde azulado grisáceo, atornasolados como el océano (…) Pasamos grandes ratos juntos, sobre todo en el Grand Hotel Cabourg, donde siempre elegía la habitación de Proust, que había que reservar con mucha antelación, pero su encanto era un salvoconducto para todo (…) Solía leerme en la cama, desnuda. La cercanía de sus pechos menudos me complacía enormemente (…) Formaba parte del sinfín de lectores que sueñan con escribir. Su fascinación por mí se debía a que yo me parecía tanto a lo que ella hubiera querido escribir que terminó por creer que mi prosa emanaba de ella, y a que abrigaba la secreta esperanza de desentrañar mi enigma a fuerza de impregnarse de mi estilo. En realidad, era yo el que se dejaba invadir por su olor a leche corporal para bebé”.
“¿Qué otro objeto, si no los libros, puede crear lazos así entre los hombres y los continentes?”
No revela su título, quién es su autor ni quién su editor, así como tampoco si es novela, volumen de cuentos o ensayo, solo su colofón: “Nací el 17 de junio de 1983, a las 16.37, en la imprenta de La Manutention, en Mayenne. Formato: 16,5 centímetros × 12,5 centímetros. Peso: 230 gramos. Número de páginas: 224. Tipografía: Garamond. Cuerpo: 12. Tipo de papel: papel volumen de 90 gramos. Seis dibujos de Jean Mulatier. Tirada: 800 ejemplares numerados de 1 a 800, y veinte ejemplares sobre papel japón numerados de I a XX con la ilustración de la cubierta y grabados originales de Marc Pessin”.
Una vez impreso, tarda tres meses en salir, es decir, en abandonar el almacén de la editorial. Envuelto en plástico aislante, debe soportar no solo las altas temperaturas, sino también el temor a ser roído por los ratones, que vaya uno a saber cómo han proliferado allí, un espacio moderno. Entonces imagina que la destrucción por la guillotina, como libro devuelto, no es la peor muerte que podría esperar, sino la de ser mordisqueado con lentitud por un ratón. En su encierro de oscuridad y silencio, los ratones son las amenazantes agujas del reloj que le permiten diferenciar el día de la noche por la duración de sus dentelladas.
(El temor del libro-narrador a los ratones me recuerda la novela Firmin [2006], del escritor estadounidense Sam Savage. Firmin es la décima tercera de una camada de ratas que nace en el sótano de una librería de viejo en Boston. Ser el último en el alumbramiento equivale casi siempre a ser el más débil, de modo que pronto queda clara su incapacidad para asegurarse leche de una de las doce tetas de su progenitora. Hambriento y aún sin la experiencia necesaria para buscar fuera alimento por sí mismo, comienza a comer lo único que abunda en el lugar: libros. Primero literalmente, pues traga pasta de papel; luego en sentido metafórico, ya que su dieta ha tenido el asombroso efecto de enseñarle a leer. La lectura le genera mucho placer, pero esa actividad le engendra al mismo tiempo una profunda angustia. Sus pensamientos, miles y diversos, se quedan presos en su cabeza, no tiene manera de compartir su mundo interior engrandecido por Faulkner, Joyce, Spinoza... Es vano plantearse intentarlo con los cretinos de su propia especie, pero al mismo tiempo su aparato fonador no le permite articular ninguna palabra para hacerse entender por el dueño de la librería, Norman, quien al descubrir su presencia solo atina a la atávica respuesta humana de acabar con las ratas, cosa que casi logra usando veneno).
Cuando lo llevan, por fin, a una librería, se salva de los ratones, pero no sale de la caja y, al cabo de un tiempo en el local de Octave Dumoc, es devuelto al editor, quien mientras tanto ha decidido que esa edición integre el lote de libros destinados a la destrucción por la guillotina, igual que los ciento sesenta y cinco mil ejemplares de la Constitución europea que contienen un error y por tanto no pueden circular. Lo rescata la mafia que negocia con libros condenados y así llega a su segunda librería, la Préférences. Ahí pasa meses en la parte inferior de una pila de libros, pero no se arrepiente porque Pierre Laudry es un librero de corazón, alguien que lo hace recuperar la confianza en sí mismo. La Préférences es un lugar de encuentro, donde reposan diez mil ejemplares: Laudry no devuelve ninguno. A los lectores les ofrece café, té o vino mientras hablan de sus lecturas. Algunos viajan hasta cien kilómetros para pasar una o dos horas en ese acogedor lugar. Otros vienen de las afueras de París para abastecerse de libros. “Con todo, yo no diría que se sacralizase el libro, ni que fuera objeto de culto; en absoluto. Sencillamente, se le profesaba un amor desmesurado, cosa que basta”, acota el libro-narrador. Los libros tejen esos vínculos y salvan distancias aun mayores. A la Préférences llega un día un escritor argentino preguntando por uno de sus libros y, para su sorpresa, no solo tienen Si l’Argentine est un roman, sino también todos los suyos traducidos al francés, publicados por Actes Sud con la ayuda del Centre National des Lettres. “¿Qué otro objeto, si no los libros, puede crear lazos así entre los hombres y los continentes?”, se admira el protagonista de la novela de Desalmand.
(Aquí entra 84, Charing Cross Road [1970], de la estadounidense Helene Hanff, que ilustra tanto ese amor desmesurado a los libros, como la abolición de distancias de que son capaces. En 1949, Hanff, escritora de obras teatrales rechazadas y decidida a obtener una formación clásica autodidacta, lee en un suplemento literario la oferta de la librería londinense Marks & CO, especializada en libros agotados. Les escribe solicitándoles unas obras, que ella pagará a vuelta de correo —vive en Nueva York—, y ese es el inicio de una correspondencia que durará veinte años y cuyas epístolas son las recogidas en su novela. Las cartas tienen el tono natural, la autenticidad, mejor, de lo que se escribió, al principio, como pasaporte para perdidas y hermosas ediciones de pretéritos autores ingleses y continuó como vínculo afectivo entre extraños. ¡Cómo conoce, a través de ellos, una Inglaterra en la que nunca ha estado! Además, cuando Hanff describe la recepción de cada paquete, cómo no se cree que esa maravillosa edición, encuadernada en piel, con letras doradas y un suave papel, esté en sus manos).
“Solía decir a los pocos amigos que le visitaban que un buen libro es aquel que se puede leer cien veces sin llegar a agotarlo nunca”
En la Préférences encuentra a su primer lector, el señor Germain, excampeón de esquí que vive solo en Montmartre y es sobre todo un “relector”, porque vuelve una y otra vez a las obras que le han gustado, entre las que se cuenta él. Son tres años de dicha que finalizan con la muerte del señor Germain. En su añoranza, relata: “A veces me cogía del estante y se sentaba frente a la capital, en lo alto de Montmartre —vivía en un apartamento desde el que la mirada abrazaba toda la ciudad—. Le encantaba permanecer ahí, y dejar de leer de vez en cuando para contemplar los tejados e imaginar los miles de destinos que se imbricaban…”. Después de su experiencia en Montmartre, será comprado por otros lectores y estará varias veces con los libreros del Sena y una vez bajo un puente de París, donde un vagabundo lo leerá en voz alta a sus compañeros de infortunio; con el señor Scientrier conocerá cómo los bibliófilos trampean en las subastas e incluso será donado al presidente Mitterrand y del Palacio del Elíseo pasará a la biblioteca municipal de Nevers.
(El señor Germain, lector solitario en su departamento, me hace tener presente que esa figura silenciosa, recortada del mundo mientras lee, solo llega a ser habitual en Occidente a partir del siglo X, de acuerdo con Alberto Manguel [Una historia de la lectura, 1999]. “Las palabras escritas, desde los tiempos de las primeras tablillas sumerias, estaban destinadas a pronunciarse en voz alta, puesto que los signos llevaban implícitos, como si se tratara de su alma, sus propios sonidos”, afirma el escritor argentino. “Hasta bien entrada la Edad Media, los escritores daban por sentado que sus lectores oían el texto en lugar de limitarse a verlo, de la misma manera, en gran medida, en que ellos enunciaban cada palabra mientras componían las frases”.
Por otro lado, que el señor Germain sea, ante todo, un “relector” —“Solía decir a los pocos amigos que le visitaban que un buen libro es aquel que se puede leer cien veces sin llegar a agotarlo nunca”, señala el libro-narrador—, me conduce a Leonardo Padura, quien, en un texto titulado “El refugio de la relectura”, escribe: “Si la lectura de un libro recién editado tiene el sabor aventurero del encuentro con lo desconocido, el regreso a los ya leídos aporta la seguridad de recorrer un terreno transitado en el cual, si bien quedan sorpresas por descubrir [todos los grandes libros revelan sus recónditos misterios luego de muchas lecturas, o nunca llegan a revelarlos del todo], nos mueve la seguridad un poco cobarde de la certeza de un arribo a puertos que sabemos seguros. Pero, sobre todo, volver a esos viejos conocidos nos cura en salud de las decepciones que, por los ecos del mercado y la propaganda, en ocasiones nos arrojan en brazos de lecturas que nos hacen lamentar las noches invertidas en sus páginas, cuando bien sabemos que los años de nuestras vidas son ínfimos para leer todo lo bueno e imprescindible escrito por nuestros congéneres” ).
“Estábamos de acuerdo en que Dostoievski había contribuido a forjar nuestro respeto por las personas, en la medida en que nos había permitido comprender la complejidad del alma humana. El hombre no es bueno o malo; es bueno y malo”
En los estantes de las librerías y en las baldas de las bibliotecas particulares, mientras en las noches son silenciosos para sus lectores, los libros conversan entre sí. Una vez discurren sobre la mala suerte que pueden correr, descontadas las fatales de no ser leídos y la guillotina. Una Náusea se queja de que ha sido abandonada a mitad de la lectura, en tanto que un volumen de lujo se lamenta de ser intonso. Otro, en cambio, prefiere ser destrozado, pues su autor fue un antisemita que avaló abiertamente la deportación de judíos desde Francia hacia los campos de concentración nazis.
(Tengo subrayado este pasaje de El nombre de la rosa [1980], de Umberto Eco: “Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables mentes, que habían sobrevivido a la muerte de quienes los habían producido, o de quienes los habían ido transmitiendo” ).
También hablan de las “trufas” —lo que dejan entre sus páginas—: “hojas de árboles, pétalos, briznas de hierba, tréboles de cuatro hojas, cartas, entradas de espectáculos, tiques de metro o de autobús, fotos, cuentas de restaurantes, hebras de tabaco, postales, naipes, cerillas, números de teléfono, migas de galletas, trozos de uñas cortadas, pajas, granos de arena… Por no hablar de los que utilizan preservativos como puntos de libro”. El libro-narrador ha tenido entre las suyas un poema erótico de la muñequita y cuando conversan sobre los olores que les impregnan los lectores, recuerda —pero no lo dice— el de Ambre Solaire: la muñequita, en una playa nudista griega, todos los días lo ha colocado sobre su sexo para evitar las miradas indiscretas, o sobre sus nalgas, si ha optado por solearse bocabajo. La muñequita es también quien lo restaura: “¿Por qué me manipuló tanto, si podría haberme sustituido a mejor precio? Los encuadernadores os contarán la razón. Reciben incesantes visitas de bibliófilos que quieren encuadernar libros de lance completamente destripados. La nueva encuadernación resulta más cara que una edición de lujo ya encuadernada, pero para esos clientes no es lo mismo. Comparten un pasado con el libro y quieren seguir andando un trecho con él”, explica a quienes leen su historia.
(Por la encuadernación, voy directo a lo que anota Irene Vallejo en El infinito en un junco [2019]: “Nuestro ‘libro de páginas’, que hoy es el libro por definición […] ronda los dos mil años de edad.
[…]
”En Próximo Oriente y Europa, los protagonistas de esta temprana etapa [de lo que llegaría a ser el libro como lo conocemos en la actualidad] fueron los rollos de papiro o pergamino y las tablillas rígidas. Los romanos convivieron con ambos métodos hasta que, en un feliz hallazgo, inventaron un nuevo objeto mestizo que todavía nos acompaña.
[…]
”Los rollos siempre fueron una mercancía lujosa y cara. Para la escritura más cotidiana —ejercicios escolares, cartas, documentos oficiales, anotaciones, borradores—, los antiguos solían recurrir a las tablillas. El lector que quería consultarlas en un orden determinado las conservaba en cajas o bolsas, o bien las agujeraba en la esquina y las enlazaba juntas con anillas o correas. ‘Códices’ llamaban en latín a esos conjuntos de tablillas atadas. La idea revolucionaria consistió en sustituir las pequeñas placas de madera o metal por hojas flexibles de pergamino o papiro, el material de los rollos.
[…]
”Ese primer híbrido abrió el camino hacia el códice más avanzado, compuesto por hojas de papiro o piel que se doblaban en forma de pliegos. Los romanos probaron a coser esos pliegos y así nació el arte de encuadernar. Pronto aprendieron a proteger los cuadernillos mediante tapas duras, generalmente de madera forrada con cuero”).
Si la muñequita está en la cima de sus lectores, entre sus iguales librescos el mejor amigo es una traducción de Crimen y castigo que data de principios del siglo XX. Su comunión se establece a partir de la admiración compartida por Dostoievski. Admiran la valentía del escritor ruso (casi fusilado y sobreviviente del encarcelamiento en Siberia) y su concepción del ser humano. “Estábamos de acuerdo en que Dostoievski había contribuido a forjar nuestro respeto por las personas, en la medida en que nos había permitido comprender la complejidad del alma humana. El hombre no es bueno o malo; es bueno y malo”, rememora.
(A ellos se unirían con todo gusto los personajes de El peso de vivir en la tierra [2019], de David Toscana. Todas las actitudes cotidianas y las acciones de los cosmonautas [como se hacían llamar] estaban inspiradas por los clásicos de la literatura rusa, ya fueran novela, cuento, teatro o poema, o por la vida misma de sus autores. Cuando Nikolái se dispuso a ir hasta la casa de préstamos, como el protagonista de Crimen y castigo, “se vistió el saco o gabán o abrigo o paletó, según la traducción, y encajó el mango del hacha en el lazo del sobaco o axila, según la traducción. Salió a la calle a encontrar su destino de criminal. Otra vez Monterrey se le trocó en Petersburgo, con la mezcla de olor a heno y estiércol de caballo, y él mismo pudo verse como un estudiante pobre en monedas pero rico en ideas. Llegó a la plaza principal y se plantó delante de la estatua ecuestre de Ignacio Zaragoza, que a él le pareció la de Pedro el Grande”. La novela del mexicano, en la que se citan de diversas formas una cincuentena de obras de escritores rusos, es un homenaje a esa sorprendente producción narrativa, de profunda reflexión acerca de la dimensión moral, que medita sobre lo terrenal y lo divino, explora el pensamiento del hombre y las consecuencias de sus acciones, critica con fina ironía el burocratismo y los abusos del poder, que está llena de belleza y de un agudo realismo social. Asimismo, El peso de vivir en la tierra es un tributo al lector. Nikolái es un ejemplo del lector admirable exaltado por Nabokov en su ensayo “Escritores, censores y lectores rusos”, leído en el Festival of the Arts de la Universidad de Cornell, el 10 de abril de 1958: “El buen lector, el lector admirable, no se identifica con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso ese libro. El lector admirable no acude a una novela rusa en busca de información sobre Rusia, porque sabe que la Rusia de Tolstói o de Chéjov no es la Rusia promediada de la historia, sino un mundo concreto, imaginado y creado por el genio personal”. Por cierto, Nikolái Nikoláievich Pseldónimov [quien en realidad se llamaba Nicolás] imaginaba que Chéjov no hubiese pasado de ser un ingenioso humorista sin la tuberculosis y Dostoievski de narrador sentimental sin la experiencia de la prisión: el alma grande rusa no se manifestaba en la plenitud ni con una hipócrita corrección ética. Era necesario experimentar los límites de la condición humana, física, moralmente, para descubrir la grandeza interior. Para ver debajo de la piel, tenían que recibirse dosis de enfermedad, guerra, hambre, frío, injusticia, nostalgia, trabajos forzados, sumisión, rebeldía, crimen, miedo, amor, odio, compañerismo, soledad, esperanza, destierro, persecuciones, torturas, celos).
“Un libro muere del todo cuando desaparece el último rastro de su contenido de la memoria humana, lo cual resulta muy difícil de determinar”
Otro tema de conversación libresca ha sido la realidad del mundo editorial. El libro-narrador, en particular, se pregunta sobre su propia naturaleza. El tiraje del que forma parte es de apenas 800 ejemplares, está impreso en un hermoso papel grueso y ha sido maquetado con gran esmero, su cubierta es una delicia de diseño con rojos vivos sobre fondo gris… ¿Qué tiene que ver él con esas tiradas de miles, que se distribuyen el mismo día pero desaparecen del mercado al cabo de medio año o menos y ni siquiera se les puede conseguir en libreros de saldos? Por fortuna —dice—, “subsiste toda una corriente editorial para la que la preocupación comercial no es primordial, y que intenta conciliarla con el gusto por la belleza, la novedad, la exploración, la revuelta y —¿por qué no decir la palabra sin temor?— la inteligencia. El verdadero editor es un soñador realista. Todavía queda alguno en pequeñas editoriales e incluso en grandes grupos. Mis colegas y yo hemos llegado a la conclusión de que esta dualidad ha existido siempre. De hecho, el mismísimo Gutenberg murió en la miseria por una historia pecuniaria. La cuestión es que siempre ha habido una contracorriente del gran río de la tontería”.
(En la corriente editorial regida por el afán de lucro proliferan los concursos y recuerdo ahora Sin palabras [2016], de Edward St. Aubyn. Es una sátira de los certámenes literarios y con esa intención el escritor británico narra un episodio donde lo menos importante son los libros: la conformación del jurado y sus deliberaciones, las novelas postuladas y el fallo del Premio Elyssian, auspiciado por una empresa de agroquímicos y uno de los más importantes del país, sino el que más, como el Booker Price real. El presidente del jurado es un diputado venido a menos por unas infortunadas declaraciones sobre la independencia de Escocia que solo busca otra oportunidad de figuración pública; hay un actor y una columnista de temas generales, la examante de un antiguo secretario general del Foreing Office que tiene veleidades literarias y una catedrática de literatura. St. Aubyn no se olvida de los protagonistas de cualquier premio, es decir, de los concursantes: una escritora devoradora de hombres, un aristócrata indio y su tía, un exjefe del titular de los jurados, un escritor de verdad amante de la primera y, girando alrededor de ellos, un crítico francés verborreico. Siguiendo los pasos de cada uno y con el entrecruzamiento de sus historias, se desnuda la farsa del Elyssian. La calidad de las obras participantes apenas si interesa, pues privan los intereses extra concurso que defiende cada uno y que determinan, conforme la volatilidad de las alianzas circunstanciales, la preferencia más o menos consensuada sobre cada libro, entre los que hay, por error, uno de cocina… Sin palabras recuerda que los premios no son garantía de calidad literaria. Otorgan un no siempre merecido prestigio al autor y una cantidad de dinero, pero suelen ser chispazos en el horizonte oscuro de la mediocridad. Son pocos los premiados que sobreviven al espectáculo promocional, si acaso un año, antes de que la próxima edición del certamen haga brillar otra estrella artificial del universo editorial ).
En esas conversaciones, el libro-narrador —como se ha visto— no expresa todo lo que piensa. Se calla lo del olor de Ambre Solaire y también se inhibe de opinar cuando sus similares hablan de inmortalidad. Pero reflexiona: sabe que un día la Tierra regresará al polvo cósmico del que proviene y que no existe divinidad alguna que permita ilusionarse con una prórroga. “De ahí que considerase ridículas las pretensiones de mis compañeros de estante que hablaban tan a la ligera de la inmortalidad. En el almacén recalentado en el que estuve, uno de mis hermanos de tirada confesó que anhelaba ir a la Biblioteca Nacional, como título de depósito legal, ya que lo consideraba una garantía de eternidad. A mí me parecía un ingenuo de remate”, le dice al lector de Las aventuras de un libro vagabundo. Concluye que es “preciso contentarse con vivir varios siglos y decirse que no está nada mal haber emocionado a varias generaciones e inspirado a otros escritores que nos dan continuidad una vez que desaparecemos materialmente. Con todo, me siento orgulloso de representar una especie de prolongación para mi autor. Un escritor sólo muere del todo con su último lector. Igual que un libro, por otra parte”.
Es esta una convicción que, más adelante, en otra de sus silentes reflexiones, matiza, al comparar los libros con la vigencia en la actualidad de las civilizaciones antiguas: muertas en la materia, pero vivas en la sustancia: “Sucede lo mismo con un libro. De ahí que la idea de que un libro muere con su último lector, sólo sea cierta a medias. Un libro muere del todo cuando desaparece el último rastro de su contenido de la memoria humana, lo cual resulta muy difícil de determinar. En este sentido, los grandes —Shakespeare, Montaigne, Nietzsche, Dostoievski…— son ‘inmortales’ en relación con la humanidad, ya que no desaparecerán hasta la muerte del último hombre, aunque sus obras sean destruidas antes”.
(Que el olvido, y no el fuego, es la muerte definitiva para los libros, lo tengo en cuenta por los “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior” de Fahrenheit 451 [1953], de Ray Bradbury:
“—¿Cómo está usted? —dijo el señor Simmons.
”—Hola —dijo Montag.
”—Quiero presentarle también a Jonathan Swift, autor de ese malvado libro político, ¡Los viajes de Gulliver! Y este otro señor es Charles Darwin, y este otro es Schopenhauer, y éste Einstein, y éste que está a mi lado el señor Albert Schweitzer, un filósofo muy amable por cierto. Aquí estamos todos, Montag. Aristófanes, y Mahatma Gandhi y Gautama Buda, y Confucio y Thomas Love Peacock y Thomas Jefferson y el señor Abraham Lincoln, si gusta. Somos también Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
”—No puede ser —dijo Montag.
”—Es —replicó Granger con una sonrisa—. Somos quemadores de libros también. Los leemos y los quemamos, temiendo que los descubran. Los microfilms no sirven. Viajamos continuamente. Tendríamos que enterrar las películas y volver a buscarlas. Y siempre podrían sorprendernos. Mejor guardar los libros en las viejas cabezotas, donde nadie puede verlos o sospechar su existencia […] ¿Qué piensa usted, Montag?” ).
“Deben saber que escribir puede volverte loco si no te parapetas; que el verdadero yo no existe. Tras desnudarse del todo, el hombre descubre que no es sino un saco de excrementos, un poco sofisticado, pero a punto de reventar”
De lo que sí les llega a comentar a sus compañeros es de su autor, pese a su promesa inicial de que no revelaría nada al respecto. Su progenitor ha tenido un giro radical en su vida después de leer una novela poco conocida de D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas, donde “el personaje principal vive en una isla, donde dirige una aparcería y dispone de todo lo necesario para llevar una existencia holgada. Luego se muda a una segunda isla y a continuación a una tercera. En cada ocasión se reducen sus actividades, los medios de que dispone y su círculo de relaciones. La novela termina en invierno, en la tercera isla. El hombre se entera de que el barco de enlace ya no volverá. Contempla la nieve que cae, incesante. El lector comprende entonces que la nevada lo sepultará todo, incluso al protagonista”. Como el personaje de Lawrence, su autor ha ido desprendiéndose de todo con el fin de dedicarse a su gran obra, El aligeramiento, la narración del propósito de un escritor de encontrar su propio yo. Autor y personaje se funden, de manera que aquel se ha mudado a una finca y ha cortado con sus semejantes; asimismo, ha dejado atrás todos los objetos prescindibles… “Luego se dispuso a aligerar su biblioteca. Cada mes expedía cajas de libros a anticuarios. Al fin, sólo conservó un único estante con los autores que creía irrenunciables: Nietzsche, Montaigne, Faulkner, Stendhal, Dostoievski, Pascal, Rousseau, Proust, Sófocles, Kafka y Cervantes. Entre los supervivientes también figuraban algunos escritores menos consagrados por la tradición: Buzzati, Ionesco, Sartre, Soyinka, Camus y Borges, entre otros, poetas sobre todo”, les dice a sus pares el libro-narrador. También que su autor, en la conquista de su liviandad, ha reducido las comidas y se ha dedicado a tachar palabras en el diccionario para aligerar la lengua francesa de las voces equívocas o malsonantes.
(De la esencialidad de las bibliotecas personales hay varios ejemplos que tomo de El gabinete mágico. Libro de las bibliotecas imaginarias [2023], del español Emilio Pascual. El mundo del aventurero Estienne Barbier cabía todo en un morral de cuero y constaba nada más que de un ejemplar de Don Quijote de la Mancha, al que le faltaban algunas páginas, estaba encuadernado en piel y exhibía un agujero de bala, con lo que venía a ser cierto aquello de que un libro puede salvarte la vida [Al contrario, de André Brink]. El Quijote para el personaje de Brink como el Robinson Crusoe para Gabriel Betterredge, mayordomo de Lady Julie Verinder y hombre de vastas lecturas que, sin embargo, “a los setenta años, con una memoria todavía ágil y unas piernas tan ágiles como la memoria, concluyó que, del mismo modo que en dos mandamientos se encierran toda la Ley y los Profetas, todos los libros del mundo se resumen en uno: el Robinson” [La piedra lunar, de Wilkie Collins]. Menos radical, Silvestre Paradox limitaba sus confines a cuatro libros: la Biblia, un tomo de Shakespeare y otro de Molière, así como el Pickwick de Dickens, suficientes para orientar el espíritu, como lo son también los cuatro puntos cardinales para recorrer la superficie terrestre [Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, de Pío Baroja] ).
Sabe todo esto por libros de los que se ha despojado su autor, pero ignora si ha muerto. “Es comprensible, pues, que yo finja no saber nada cuando me preguntan al respecto. Con todo, su historia es muy ilustrativa para aquellos que se entregan en cuerpo y alma a la escritura. Deben saber que escribir puede volverte loco si no te parapetas; que el verdadero yo no existe. Tras desnudarse del todo, el hombre descubre que no es sino un saco de excrementos, un poco sofisticado, pero a punto de reventar. El hecho de alejarse por completo del mundo para escribir conduce irremediablemente al fracaso. Es necesario aislarse, recogerse, encontrar la quietud y la serenidad, pero entre los demás seres humanos. Creo que el sosiego del escritor sólo puede hallarse en el ojo del huracán”, les advierte a sus interlocutores.
La vida del libro-narrador ha sido como cualquier otra, con sus horas altas y sus horas oscuras —ha estado a punto de ser quemado en Irán—. Le han doblado las páginas y estropeado la portada e incluso una vez ha sido cortado a la mitad, por dos amantes que en un instante idílico de su relación han querido leerlo al mismo tiempo. Han escrito sobre sus páginas… Ha sido leído y, por tanto, ha vivido. Ahora su suerte está determinada por su último lector, quien expulsado de Francia remonta un río de África para volver a su pueblo. Bakayoko quiere cortar con esa Europa decadente, de la cual ese libro que lleva en su bolso y con el que tanto ha compartido en los últimos meses es un vínculo: lo arroja al río. “Floto un instante de espaldas, con las páginas abiertas hacia el cielo azul, y luego se me impregnan de agua hasta que me hundo suavemente. Ese gesto ha sido su forma de soltar las amarras con Europa. ¡Qué extraño destino!, anegado en África, donde concebía todas mis esperanzas… Ya estoy entre dos aguas, un agua cálida pero fangosa que me mancha las páginas. Ya he llegado al cieno. Ésta era la respuesta a la pregunta de ‘¿Cómo vendrás?’… Me descompondré y reviviré en mis elementos primigenios, en los árboles de la ribera. La sombra se oscurece. No siento pavor. Sólo un suave deslizarse, una leve euforia. Casi es de noche. No tengo miedo”.
(No es el Nilo el río donde yace el libro-narrador, pero me resulta inolvidable —con su “reviviré en mis elementos primigenios, en los árboles de la ribera”— que en “las aguas pantanosas y estancadas del delta del Nilo crecía con profusión en la antigüedad una planta que los griegos llamaron papyros […] Los egipcios la empleaban para muchos usos, pero lo que nos interesa aquí es el que se le daba al tallo. Este es triangular y puede crecer hasta una altura de varios metros. Se cortaba la médula en finas tiras que después de secas se disponían en capas paralelas superpuestas por los bordes, añadiendo perpendicularmente a ellas otra serie de tiras. Por medio de golpes y el humedecimiento con agua del río se obtenía una materia compacta. La adherencia entre las capas ha sido sumamente resistente, como lo demuestran las hojas de papiro hoy en existencia y en las cuales las dos capas permanecen unidas.
”Después de haber combinado así las tiras en forma de hojas, se procedía a encolar éstas, para evitar que se corriese la escritura, se las secaba al sol y se las pulía, para lograr una superficie tersa […]” [Historia del libro, de Svend Dahl, 1927] ).