top of page
Foto del escritorFrancisco Vallenilla

El inextinguible anhelo de otro lugar


Últimos tragos, El país del agua y otras novelas de Graham Swift

 
 

En los años 40 del pasado siglo y en un radio de unos 500 kilómetros alrededor de la capital inglesa, nacen los escritores Graham Swift (Londres, 1949), Martin Amis (Oxford, 1949), Ian McEwan (Aldershot, 1948) y Julian Barnes (Leicester, 1946). Sus nacimientos se corresponden con la inmediata posguerra y se puede decir que, con esa proximidad temporal y espacial, forman una contestación poética a la reciente sinrazón. Es una apreciación retrospectiva, por supuesto, porque con la excepción de Amis, hijo del escritor Kingsley Amis, no hay ningún motivo particular en las familias del mayor del ejército David McEwan, del profesor de francés Albert Leonard Barnes y del piloto naval Allen Stanley Swift para que esos niños se conviertan justamente en novelistas. Además, no comienza aún el período de prosperidad económica que durará hasta principios de los 70, de manera que, como los alimentos y el combustible, está racionado el ánimo para imaginar el futuro, cualquiera que sea, de los que llegan al mundo. Incluso si no se es una de los miles de familias apiñadas en viejas casas victorianas o refugiadas en campos militares ahora abandonados, un soldado desmovilizado cuyos recuerdos no encajan con lo que encuentra a su regreso o una persona que, desde la calle, ve en lo alto de su edificio sin fachada su antigua cocina, como un absurdo escenario teatral donde ya no se representará ninguna obra, la prioridad es el aquí y el ahora: con dos guerras mundiales en treinta años, la demostrada potencia devastadora de las bombas atómicas y las deudas, quién sabe qué nueva desgracia aguarda a la vuelta de la esquina.


De todos ellos, Swift era el que me resultaba desconocido. Aun cuando todavía no los había leído, ya tenía alguna noticia de las novelas de Barnes, McEwan y Amis, pero ninguna sobre las suyas. Es “el más discreto de la clase”, como lo calificó un profesor español de literatura en 2017, aunque es curioso que al guglear su nombre el buscador arroje 32 millones de resultados, menos que los 42 millones para Amis, pero el doble de los asociados a Barnes y ocho veces más que los referidos a McEwan. En fin, que ahora es que leo varias obras de este setentón de traviesa cara ratonil: Últimos tragos, Ojalá estuvieras aquí, El Domingo de las Madres y El país del agua.


En Últimos tragos, cuatro hombres emprenden un viaje a la costa para esparcir las cenizas de Jack Dodds. Era el padre adoptivo del más joven del grupo, Vincey, de 40 años; los otros tres son viejos: Víctor Tucker, Ray Johnson y Lenny Tate. Todos veteranos de la Segunda Guerra Mundial, como el muerto. La ida y vuelta para cumplir la última voluntad de Jack no debería consumirles más que unas pocas horas, pero deciden visitar un monumento militar y la Catedral de Canterbury, además de emborracharse y parar aquí y allá para orinar, por iniciativa de Víctor o de Lenny, con el consentimiento implícito de Ray. Se demoran porque en el fondo temen protagonizar un acto que les recuerda que la próxima vez, probablemente, serán los restos de uno de ellos los que se dispersarán con el viento, si es que decidieran imitar el deseo de su amigo, o serán enterrados. Ninguno es Vincey, joven, con una linda esposa y dedicado con éxito a lo que siempre quiso ser, no carnicero como pretendía Jack para que continuara con el negocio de su familia, sino dueño de una venta de autos.


En el interior del Mercedes azul en el que viajan, conducido por Vincey, cada uno de los viejos hace su propio balance. Repasan las expectativas que tuvieron de jóvenes, cuántas cumplieron, y se preguntan si acaso podrán intentar aún algo más. Después de todo, no son muchos los años que les quedan y siempre hay que contar con el azar: cuando Jack decide al fin vender su arruinada carnicería para pagar deudas y retirarse en la costa, le sorprende la enfermedad. El más conforme con la forma en que resultaron las cosas es Víctor, quien nunca ha cuestionado mucho que le tocara seguir en el negocio de las pompas fúnebres, iniciado por su padre y que heredarán sus dos hijos. Lenny, por su parte, sí guarda un poco de resentimiento contra sí mismo por no haber intentado ser algo más que un vendedor de frutas, ni haberse esforzado más con su hija, quien pudo estar en el lugar de Mandy (la esposa de Vincey) pero que en cambio se ha casado con un drogadicto que acaba preso. Ray, el mejor amigo de Jack, parecía destinado por su inteligencia a lograr grandes cosas, alguien en todo caso que no se conformaría con una carrera promedio en una empresa de seguros, abandonado por su esposa y distanciado de su hija, quien apenas cumplir los 18 años se ha largado a vivir a Australia. Tiene una compensación al menos: gana a menudo en las carreras de caballo. Es Ray el que más piensa en las segundas oportunidades: ha tenido un breve romance con Amy (la esposa de Jack) y se pregunta si acaso todo no se ha ordenado para que ellos vivan de nuevo. Sabe que su amigo muere sin que Amy le perdonara el abandono de su hija, una retrasada internada en un manicomio donde el carnicero nunca puso un pie en cincuenta años, mientras Amy no ha dejado de ir cada lunes y jueves.


En contraste, Vincey no conoce aún ninguna insatisfacción esencial en su vida. Es verdad que sus padres biológicos mueren cuando una bomba V2 cae en su casa, hacia el final de la guerra, y él se salva de milagro, pero es casi un bebé y Amy lo hace suyo, sin papeleos, en medio de la confusión de aquellos tiempos, de manera que no llega a experimentar realmente su condición de huérfano. Y cuando lo ronda el peligro de que Jack lo convierta en carnicero, para hacerlo cumplir un sueño que no es el suyo, se alista en el ejército y sirve en Irak, de donde regresa con vastos conocimientos de mecánica y el proyecto de Automóviles Dodds. Quizá si se le pudiera seguir la pista en otra novela de Swift y verlo a la edad que conocimos a Ray, Lenny y Víctor, se le encontraría pensando que no debió haberse casado con Mandy, sino con Sally (hija de Lenny), su verdadero amor, nacido desde que Amy y Jack la llevaban con ellos a la playa durante su niñez, porque se habría enterado de que poco antes de marcharse a Irak la había embarazado. Todo podría haber sido distinto, ella no habría abortado y él no se hubiese alistado, a lo mejor hasta habría continuado con Dodds e Hijo, Carniceros.


Sin embargo, el percatarse de que se está descolocado, de que decisiones y omisiones propias se han combinado de tal modo con el azar y con todo lo que no controlamos en el mundo para dejarnos, al cabo, en una longitud y latitud de la vida que se siente como equivocada, no es prerrogativa de la vejez. A Jack Luxton, el hijo de granjeros de Ojalá estuvieras aquí, esa sensación lo invade de joven, conforme su único hermano, Tom, a quien le lleva ocho años, va creciendo y lo va desplazando, sin intención pero asimismo sin que él oponga resistencia, hacia una posición insatisfactoria, hacia los márgenes de una esfera familiar donde ya no está la madre. Las señales del movimiento son mínimas, solo perceptibles para Jack. Es Tom quien casca los huevos con una sola mano al preparar el desayuno, como lo hacía su madre, y es a Tom a quien convoca su padre cuando hay que sacrificar al querido perro de la granja. Como Vincey el de carnicero, Tom esquiva el destino de campesino alistándose en el ejército, solo que regresará de Irak en un cajón de madera. Se marcha de madrugada, sin avisar a su padre y antes de que llegue la ruina de la granja por el síndrome de las vacas locas, primero, y el desilusionado granjero se suicide con un tiro de escopeta, después. De esta manera se completa la desubicación de Jack, pues a instancias de su novia, Ellie, de la granja vecina y cuyo padre morirá al poco tiempo del suyo, venden todo y compran un campamento para casas rodantes en la isla de Wight: Jack no se encuentra donde quisiera porque todo se ha derrumbado a su alrededor sin que hiciera nada para evitarlo.


Jane Fairchild (El Domingo de las Madres) también se siente fuera de lugar. En su caso es más evidente: expósita, sirvienta desde los 16 años en casa de los Niven, mantiene un romance clandestino con el único hijo que les queda a los vecinos Sheringham, Paul. Además, le gusta leer, algo inusual entre las de su clase y hasta cierto punto sospechoso en la muy clasista sociedad inglesa de 1924. Ese domingo 30 de marzo y, como cada año, las buenas familias de todo el reino le conceden a sus criadas el día libre para que hagan lo que les venga en gana, que por lo general es irse a la casa materna. Jane, sin nadie para visitar, piensa tomar un libro de la biblioteca de los Niven y quedarse leyendo en el jardín, pero recibe una llamada de Paul invitándola a su casa esa mañana: sus padres, los Niven y sus futuros suegros, los Hobday, se saltarán el inconveniente de estar sin servicio almorzando en un hotel y él y su novia, Emma Hobday, se han citado también para esa tarde en la ciudad.


Después de amarse en la cama de Paul, ella permanece desnuda mientras él se demora en vestirse para ir al encuentro con Emma. Él no le dice nada, entra y sale del baño (¿por qué se pone primero la camisa?, ella siempre ha pensado que un hombre comienza por el pantalón), elige una corbata, unos zapatos…, sin mostrar ningún apuro por marcharse pero al mismo tiempo sin insinuar que su intención sea prolongar su compañía. Jane protagoniza la escena como si la estuviera viendo desde fuera, como si no fuera ella la mujer que yace allí y siente el hilillo de semen que recorre el interior de sus muslos. Su sensación de extrañeza ha comenzado antes, sin embargo, cuando él le dice por teléfono que puede entrar por la puerta principal (¿ella, por la misma entrada que usa Emma, con quien se casará en dos semanas?), continúa mientras él completa su vestimenta (¿cuántos cepillos, cuántos arreglos? A ella le toma estar lista apenas unos minutos) y se acentuará cuando él se marche (Jane calcula que ha tardado demasiado y es imposible que llegue a tiempo a su cita) y ella recorra la casa desnuda, sintiendo en sus pies la caricia de las alfombras y en sus manos aquellos bronces pulidos de las escaleras. El Domingo de las Madres, con todo, no ha finalizado y cuando Jane regresa a casa se entera por el señor Niven de lo que le ha ocurrido a Paul: ¿por qué le comunica la noticia de ese modo, como si supiera que…? Ella no es Emma Hobday, es la sirvienta Jane Fairchild, una joven que de niña fue abandonada a las puertas de un orfanato y de adulta será escritora, aunque lo sucedido ese día, que la ha hecho sentir mísera y desolada, jamás figurará en sus libros.


Leo por último El país del agua (1983) y encuentro que lo que pretende el profesor de historia Tom Crick es enseñar a sus jóvenes alumnos algunas cosas para cuando les toque, tarde o temprano, experimentar que la insatisfacción es consustancial a la vida, como les ocurre a los personajes en Últimos tragos (1996), Ojalá estuvieras aquí (2011) y El Domingo de las Madres (2016). Swift plantea en esa novela respuestas a unas preguntas que solo se ocupará de suscitar en el lector más de una década después.


En El país del agua Tom Crick se enfrenta al final de su carrera tras un desafortunado incidente protagonizado por su esposa. El director de la escuela aprovecha el escándalo público para terminar con su juego, pues es eso lo que piensa de sus clases: Crick no sigue de forma estricta el programa docente, en su lugar le cuenta a los alumnos la historia de su familia en los Fens, una región plana en continua lucha contra las aguas de dos ríos que se empeñan en inundarla. El director es incapaz de comprender cómo, hablando de unas gentes supersticiosas, inducidas a la melancolía, la autodestrucción, el alcoholismo, la locura y la violencia por vivir en una región pantanosa y llana de una forma tan monótona y absoluta, pueda enseñarse a nadie la historia, y menos de una forma que tenga relaciones prácticas y directas con el mundo actual. Pero esas son las últimas lecciones del viejo profesor y los jóvenes estudiantes se enteran, por ejemplo, de que son los Atkinson, cultivadores de malta de Norfolk, los emprendedores que impulsan durante el siglo XIX el drenaje de los Fens y cuyo último descendiente varón terminará en el manicomio que él mismo ha fundado para atender a los soldados que regresan trastornados de la Gran Guerra. Que es allí donde el padre de Tom, a quien una herida en la rodilla lo sustrae de las trincheras antes de 1918 pero no impide que antes viera lo suficiente para rozar la insania, conoce a Helen, la última de los Atkinson, que funge como enfermera…


A partir de cada episodio de su vida narrado, Tom Crick llama la atención sobre lo que verdaderamente quiere enseñar a los chicos. Les advierte que, aunque no se esté en el gran escenario de la historia, a donde acceden solo unos pocos, “lo imitamos en miniatura y confirmamos, en miniatura, su anhelo de presencia, de hazaña, de intención, de contenido”. También: “Así es como son las cosas: en la vida hay muchos espacios vacíos. Estamos hechos solamente de una décima parte de tejidos vivos y nueve décimas partes de agua; la vida está formada solamente por una décima parte de aquí y ahora, y de nueve décimas partes de lección de historia. Casi en todo momento el aquí y ahora no está ni aquí ni ahora”. O que “mediante el esfuerzo constante de tratar de dar una explicación, no obtendremos nunca una explicación definitiva, sino cierto conocimiento de los límites de nuestra capacidad de explicar las cosas”. O esta otra, que igual puede valer de conclusión tanto cuando se ve en qué paran ciertos acontecimientos históricos como algunas de las pequeñas representaciones individuales: “Hay cosas que ocurren fuera de los sueños, niños, y solo deberían ocurrir en los sueños”.


bottom of page