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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

El lector admirable

El peso de vivir en la tierra, de David Toscana


 


 

 

De las 14 aproximaciones de Italo Calvino a la definición de lo que es un clásico literario, la número 3 reza: “Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”. La 10 dice: “Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”. Y la 11: “Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”.

 

Todas las definiciones argumentadas por el escritor italiano en su ensayo “Por qué leer los clásicos” (1981) les calzan a las obras de los grandes escritores rusos del siglo XIX y aun a varios del siglo XX. Pero las tres citadas son las que de seguro hubiese resaltado Nicolás si le hubieran preguntado qué era para él un clásico y, con más especificidad, por qué consideraba que las obras de Tolstói, Gógol, Dostoyevski, Pushkin, Chéjov o Turguéniev, entre otros, eran clásicos. Que los escritores rusos lo influenciaron y le resultaban inolvidables, que la realidad literaria de sus novelas y cuentos eran su universo y que, como corolario de lo anterior, ningún escrito de esos autores le era indiferente, no cabía duda: él no se llamaba Nicolás, sino Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, y Monterrey no era Monterrey, sino San Petersburgo. En la empresa que trabajaba ocupaba el puesto de subgerente de comunicación, pero Nikolái se hizo imprimir unas tarjetas donde su cargo era el de consejero titular y cuando tuvo que entregar un reporte sobre la reparación de un tramo de la carretera que va de Monterrey a Nuevo Laredo, las distancias las colocó en verstas y la inversión en rublos. “Su carretera iba de Moscú a Nóvgorod”.

 

¿Por qué conformarse con el destino mediocre de un oficinista que redacta informes cuando se puede aspirar a tener el alma grande?

 

Si no lo lograban, le advirtió a su pareja, Marfa Petrovna Pseldonimova (“¿No pude ser Katerina Andreyevna? ¿Al menos Alexandra Ivanovna?”), “volverían a soñar sueños vulgares. Se sentarían a ver el televisor y llegarían a viejos para que al final les pusieran dos fechas en la lápida. Le habló de su exjefe, el licenciado Domínguez. Estaba en el tercer nivel del escalafón. Se le daba trato de excelencia. Tenía condecoraciones. Daba órdenes y se creía gran personaje. Incluso se consideraba un buen hombre. ¿Pero a quién podía interesarle su alma? Sin duda volvería a casa luego de cada jornada, besaba a su mujer y besaba a sus dos niños limpios. Esa vida alcanzaba para media frase de Tolstói”.

 

Pero el alma grande, el alma rusa, que en Nikolái eran sinónimos, no se manifestaba en la plenitud ni con una hipócrita corrección ética. Era necesario experimentar los límites de la condición humana, física, moralmente, para descubrir la grandeza interior. Para ver debajo de la piel, tenían que recibirse dosis de enfermedad, guerra, hambre, frío, injusticia, nostalgia, trabajos forzados, sumisión, rebeldía, crimen, miedo, amor, odio, compañerismo, soledad, esperanza, destierro, persecuciones, torturas, celos. Nikolái imaginaba que Chéjov no hubiese pasado de ser un ingenioso humorista sin la tuberculosis y Dostoyevski de narrador sentimental sin la experiencia de la prisión. Por lo pronto, algo de las condiciones reveladoras ya estaba dado, pues a Nikolái lo habían despedido y debían varios meses de alquiler. 

 

“Había leído una novela de Gógol sobre un pintor que no pagaba el alquiler. Pronto se presenta un inspector de policía para apremiarlo: ‘Debe pagar si se ha comprometido a ello’. Y de todos era sabido que a Raskólnikov lo habían llamado de la comisaría por el mismo motivo. ‘Usted viene obligado a pagar esa suma, con todos los recargos, gastos y demás’”.

 

También por el autor de El capote sabía que “todo ruso que realizaba su oficio decentemente era un borracho empedernido”, pero a Nikolái no se le daba bien la bebida, así que reclutó para su vivencia literaria a un beodo de verdad, a quien encontró en una taberna: lo rebautizó como Guerásim. “Yo tendré que matar a la prestamista”, le anunció a Marfa Petrovna. Buscó en el periódico un anuncio sobre préstamos y empeño, y escogió el de la dirección más cercana: Zavala 902 Sur. Él escribió debajo: “Sredniaya 902”. Lo siguiente sería comprar un hacha, cosa que intentaría al día siguiente. Mientras, tenían que encontrarle una enfermedad a Marfa Petrovna. “Varios personajes sufrían de catarro intestinal. ¿Pero cómo diablos se contraía tal cosa? El vecino de Oblómov tenía hidropesía del pecho. Otros tenían piedras en el hígado, aunque quizá eran consecuencia del mucho beber. Ictericia, que no sonaba tan grave. La madre de Raskólnikov había muerto de fiebre cerebral. Una mujer en cierta novela de Iván Bunin moría de fiebre puerperal, pero para eso haría falta un parto…”. Al final, lo natural era que Marfa contrajera tuberculosis. “Nikolái conocía bien la enfermedad. Era la favorita de los novelistas por el lento deterioro que provocaba en los enfermos, llevándolos a hundirse física y mentalmente (...) Así le ocurrió a Katerina Ivanovna, que después de enloquecer, luego de llevar a sus hijos a cantar Mambrú se fue a la guerra para que los peatones les dieran algunas monedas, vivió sus últimos minutos en la razón, casi sin querer ver la sangre que le brotaba por la boca”.

 

Marfa no contrajo tuberculosis, sino una simple gripe, pero sí vendió su cuerpo por treinta rublos, como Sonia, y en Zavala 902 Sur no había una usurera, sino un usurero, pero Nikolái pasó unos días preso, acusado de “conspiración con agentes extranjeros para derrocar al gobierno. Posesión y distribución de literatura prohibida. Asesinato de la usurera Aliona Ivanovna. Sedición. Proxenetismo. Secuestro de un tuberculoso. Corrupción de menores”, según los tres papeles mecanografiados mostrados por Zablovski, uno de los dos agentes del aparato de seguridad que lo apresaron. El otro era Sidórchuk.

 

En el periódico se había publicado una esquela (“Ayer a las 18:20 horas, víctima de un hachazo en la mollera, dejó de existir la señora Aliona Ivanovna, habiendo vivido siempre en el seno de la Iglesia Ortodoxa Rusa…”). En el hospital civil secuestraron a un tísico. Él y sus compinches habían encabezado una marcha estudiantil en un carro tirado por un caballo. Nikolái había estado en comunicación telegráfica con la embajada rusa en México y organizado el matrimonio entre un hombre y una niña… Nikolái Nikoláievich Pseldónimov era el líder de un grupo formado por Marfa Petrovna, Guerásim y Aleksandr Serguéievich Griboyédov, quien en el transcurso de pocas horas dejó de ser el prestamista de Zavala 902 para convertirse en la asesinada Aliona Ivanovna y, por último, en el gran escritor muerto en Persia, a manos de unos exaltados musulmanes, por haber dado asilo en la embajada rusa a dos mujeres y un eunuco que habían escapado de un harén. También eran miembros, Antón (el tuberculoso, cuyo cadáver habrían de transportar oculto entre una carga de ostras, como hizo la viuda de Chéjov), la menor Lechnoka y su madre, Prascovia Fiodorovna. Se autodenominaban “cosmonautas” y celebraban reuniones y actos políticos, incluso funerales, en un bar de nombre extranjerizante. “El propietario de la taberna había colgado un cartel luminoso sobre la puerta en el que anunciaba su negocio como Bar Sályut, con un dibujo torpe de la estación espacial. Desde la llegada de los cosmonautas no solo habían aumentado sus clientes, también el consumo de cada cliente. Por eso no protestó cuando Nikolái y sus amigos trajeron a un tísico metido en el mismo féretro de la otra noche. Solo mandó a la camarera a preguntar si no era contagioso”.

 

Deberían haber sido un grupo más numeroso, pero en la soleada Monterrey de 1971 no pudieron hallar a un doctor alemán, un cosaco, un general retirado, un terrateniente, un nihilista, un pope dudoso de su fe y ni siquiera a un judío. “En verdad las historias solían tener algún judío. Si bien se trataba mayormente de personajes secundarios, acartonados, pertenecientes a un mundo que los autores no sabían descifrar. Los tenían ahí para una breve escena de humillación en la que los insultaban o les jalaban los bucles; para que un jinete pasara junto a uno de ellos y le soltara un fustazo”.

 

Todas las actitudes cotidianas y las acciones de los cosmonautas estaban inspiradas por los clásicos de la literatura rusa, ya fueran novela, cuento, teatro o poema, o por la vida misma de sus autores. Cuando Nikolái se dispuso a ir hasta la casa de préstamos, “se vistió el saco o gabán o abrigo o paletó, según la traducción, y encajó el mango del hacha en el lazo del sobaco o axila, según la traducción. Salió a la calle a encontrar su destino de criminal. Otra vez Monterrey se le trocó en Petersburgo, con la mezcla de olor a heno y estiércol de caballo, y él mismo pudo verse como un estudiante pobre en monedas pero rico en ideas. Llegó a la plaza principal y se plantó delante de la estatua ecuestre de Ignacio Zaragoza, que a él le pareció la de Pedro el Grande”.

 

Cuando Marfa, en lugar de ser una moribunda tuberculosa se trocó en una Karenina disputada por tres hombres, Nikolái tuvo que retar a Griboyédov a un duelo. “Aunque podían originarse por cualquier insulto, la mayoría de esos desafíos tenían como origen a una mujer. Por una muchacha, Sanin desafió al barón Von Dönhof; por su mujer, Pierre Bezújov casi mata a Dólojov; a causa de una princesita se encadenan los celos y ofensas por los que Pechorin da fin a la vida de Grushnitski”. El escritor aceptó su desafío (“Si te mato, me quedo con la chica”) y Nikolái tuvo que explicarle que los duelos no eran para matarse, sino para lavar una injuria, de allí que en la mayoría de las novelas no resultaban mortales. Adrede se fallaba el tiro o se disparaba al aire: “Incluso podían ocurrir las dos cosas, como en Aguas primaverales. Ahí disparó primero el protagonista y no hizo blanco; la bala fue a clavarse en un árbol. Acto seguido, el contrincante descargó su pistola hacia las nubes, y solo entonces dijo: ‘Estoy dispuesto a reconocer que procedí sin razón’”. Marfa estaba encantada de ver cómo dos hombres se disponían a morir por ella. “Ante eso, consideró una nadería el sacrificio de Guerásim de mantenerse sobrio”.

 

“Ya tenemos al tísico”, exclamó Nikolái cuando el secuestrado del hospital estuvo en la casa, dormido de puro cansancio dentro del féretro que estaba reclinado contra una pared de la sala. Dentro de la caja mortuoria lo habían trasladado en un carretón por las calles.  Era el segundo intento de procurarse al emblemático enfermo: “En el elevador, Nikolái comentó que la vez anterior le había ofrecido diez rublos a la enfermera para que le permitiera ver al enfermo. ‘Pero no los aceptó’. Griboyédov preguntó cuánto eran diez rublos. ‘No estoy seguro’, respondió Nikolái. ‘Leskov cuenta sobre un alguacil de provincias que gana diez rublos al mes. Dostoyevski nos dice que la primera noche en que Sonia vende su cuerpo regresa a casa con treinta rublos’”.

 

Antón había aceptado con mansedumbre que esos extraños de nombres tan extravagantes lo sacaran de su cama hospitalaria para colocarlo en una urna, donde tomaba la limonada que le preparaba Marfa, su ángel, pero quería ser parte activa del grupo, así que a veces insistía en incorporarse a lo que estuvieran haciendo, como jugar a las cartas, aunque ellos mismos no supieran de qué iba el juego. “Nikolái repartió cuatro cartas a cada uno. ‘¿Qué estamos jugando?’, preguntó Griboyédov. Cada par de ojos miró alternativamente a los otros tres pares. Al fin respondió Nikolái. ‘No lo sé. He leído desde Pushkin hasta Shólojov: juegan vint, stosh, noski, filka, yeralash, préférence, durak, makao, otzko, piquet, tresette. Pero apenas aparece una nota al pie que dice: juego de cartas, sin explicar nada’”. Ninguno hablaba ruso, no contaban con un samovar y en Monterrey no se conseguía esturión, sino pargo, huachinango, róbalo, bagre y pulpo, pero la imaginación no tiene esas limitaciones. En caso contrario, nada de lo que protagonizaron en el Sályut hubiese sido posible, como la entrega del Premio Nobel de Literatura a Aleksandr Solzhenitsyn, quien no había viajado a Suecia por expresa prohibición soviética pero igual estaba ahí, frente al rey sueco.  “Solzhenitsyn recordó aquel día de 1945 en que lo encerraron en una pequeña celda de la Lubianka, pensó en los distintos campos de trabajo que habitó durante ocho años, evocó aquel trece de febrero de 1953 cuando por fin le abrieron la puerta de la prisión y le permitieron marcharse. En ese momento su ambición era conseguir un empleo como maestro de escuela; ahora estaba en Estocolmo recibiendo el mayor honor que podía recibir un mortal. Se acercó al rey. Aceptó el cenicero redondo como medalla e hizo un esfuerzo inútil para que no le brotaran las lágrimas”.

 

Ni la boda de Guerásim y Lenochka. “Veníamos a hablarle de un pequeño asunto. Usted tiene una moza casadera, nosotros tenemos novio. ¿Podríamos entendernos? Veníamos a preguntar si tiene la intención de casarla este año. Si nos arreglamos, podríamos emparentar”, dijo Nikolái, basándose en El Don apacible, puesto que carecía de experiencia en pedimentos de mano. La madre, una viuda entrada en carnes que primero solo atinó a pensar “Ojalá no sea ese”, mirando a Guerásim, que estaba presente junto con Marfa y Griboyédov, advirtió al fin que su hija no era apta para esas cosas. “Somos gente progresista. Creemos en la emancipación de la mujer”, ripostó Nikolái, quien ya antes había pensado en la famosa obra de teatro de Aleksandr Griboyédov El dolor de tener talento, donde la protagonista es una muchacha idiota por la que, sin embargo, compiten hombres cultos para ganar su corazón.  Tampoco la muerte de Tolstói en la estación ferroviaria de la ciudad. Ni siquiera la experiencia carcelaria de Nikolái, pues en el cuarto de interrogatorios lo que había era una foto del presidente Echeverría y no una de Lenin o Stalin, como correspondería a un espacio de la Lubianka. 

 

“El adagio de que solo se tiene una vida era válido para el común de los mortales, mas no para gente como Nikolái Nikoláievich. Él había sido un funcionario como Akaki Akakiévich, pero también había estado en Moscú para ver la partida de los remanentes de las desarrapadas tropas napoleónicas; había padecido en la Siberia imperial y en la Siberia comunista, había crecido en Yásnaia Poliana, cursado el liceo en Tsárskoye Seló, fue jurado en el juicio contra Dmitri Karamazov, conversó con el Gran Inquisidor, vivió en el apacible valle del Don, fue campesino, terrateniente, noble, miembro de la corte del zar, un apático tumbado en cama, un asesino; había sido soldado, cosaco, apostador, suicida, asesino, médico; también había sido mujer, había amado y odiado, pero sobre todo amado; conocía la rabia, el miedo, el arrepentimiento; había sido antisemita, pero sobre todo había sido judío; tuvo largas y breves enfermedades, venció inviernos que matarían a un oso; a veces sano, a veces herido o amputado, había vuelto de las guerras contra los turcos, contra Japón; de la Primera Guerra Mundial, de la Gran Guerra Patriótica, había adorado al zar, pero también colocó alguna bomba para asesinarlo; luchó con los blancos y con los rojos; y había sentido un amor muy sincero por Odinstova, Karenina, Natasha, Dunia, Ana Sergueievna, Sonia, y perdió la cabeza por Grushenka y Margarita”.

 

Cuando salió de prisión, Nikolái se sintió como un superviviente y uno, durante todo el recorrido de El peso de vivir en la tierra (2022), de David Toscana, no ha dejado de apreciarlo en su verdadera naturaleza, que no es otra que la del buen lector, ese que exaltara Vladimir Nabokov en “Escritores, censores y lectores rusos” (Festival of the Arts de la Universidad de Cornell, el 10 de abril de 1958): “… así como la familia universal de los escritores de talento trasciende las barreras nacionales, así también es el lector de talento una figura universal, no sometida a leyes espaciales ni temporales (…) Permítaseme describir a ese lector admirable. No pertenece a una nación ni a una clase concretas. No hay director de conciencia ni club del libro que mande en su alma (…) El buen lector, el lector admirable, no se identifica con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso ese libro. El lector admirable no acude a una novela rusa en busca de información sobre Rusia, porque sabe que la Rusia de Tolstói o de Chéjov no es la Rusia promediada de la historia, sino un mundo concreto, imaginado y creado por el genio personal”.

 

Post scritptum:

 

Introducción a la literatura rusa

 

En Rusia no hubo Renacimiento ni Ilustración. En el siglo XIX, al zar se le seguía considerando como un ser ungido de poder de forma directa por Dios, primaba el Derecho consuetudinario, se idealizaba la comunidad agraria y persistía la servidumbre. Era un imperio atrasado, a la saga del resto de Europa, donde nada hacía pensar en una eclosión literaria como la que tuvo lugar en esa centuria.

 

“Yo calculé una vez que, dentro de la narrativa y la poesía rusas, la suma de lo reconocidamente superior que se ha escrito desde comienzos del siglo pasado equivale a unas veintitrés mil páginas de letra impresa normal. Es evidente que ni la literatura francesa ni la inglesa arrojan un conjunto tan compacto. Se extienden sobre muchos más siglos; el número de obras maestras es impresionante. Esto me lleva a mi primer punto. Si descontamos una obra maestra medieval, lo que la prosa rusa tiene de comodísimo es que toda ella se contiene en el ánfora de un siglo redondo, con la provisión de una jarrita pequeña para el excedente que pueda haberse acumulado desde entonces. Un solo siglo, el siglo XIX, bastó para que un país que prácticamente carecía de tradición literaria propia crease una literatura que en valor artístico, en el alcance de su influencia, en todo salvo en volumen, es equiparable a la gloriosa producción de Inglaterra o de Francia, aunque en estos países la creación de obras maestras permanentes se hubiera iniciado mucho antes”, escribió Vladimir Nabokov en su ensayo “Escritores, censores y lectores rusos”, leído en el Festival of the Arts de la Universidad de Cornell, el 10 de abril de 1958.

 

El peso de vivir en la tierra es una novela profusa en alusiones y citas textuales, y contiene algunas claves solo descifrables para un mediano lector de los clásicos rusos. Sin embargo, su acentuada intertextualidad, lejos de abrumar, es una amena disposición de guías para acercarse a esa sorprendente producción narrativa, de profunda reflexión acerca de la dimensión moral, que medita sobre lo terrenal y lo divino, explora el pensamiento del hombre y las consecuencias de sus acciones, critica con fina ironía el burocratismo y los abusos del poder, que está llena de belleza y de un agudo realismo social.

 

Quizás me falte alguna, pero la siguiente es una lista de las obras citadas por Toscana:

 

1.     Infancia, de Lev Tolstói.

2.     El capote de Nikolái Gógol.

3.     Diario de un loco, de Nikolái Gógol.

4.     El doble, de Fiódor Dostoyevski.

5.     La madre, de Máximo Gorki.

6.     Memorias de la casa muerta, de Fiódor Dostoyevski.

7.     El jugador, de Fiódor Dostoyevski.

8.     Almas muertas, de Nikolái Gógol.

9.     Humillados y ofendidos, de Fiódor Dostoyevski.

10.  El jinete de bronce, de Aleksandr Pushkin.

11.  Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski.

12.  Una aldea, de Iván Bunin.

13.  Vida y destino, de Vasili Grossman.

14.  El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.

15.  Aguas primaverales, de Iván Turguéniev.

16.  Padres e hijos, de Iván Turguéniev.

17.  Guerra y paz, de Lev Tolstói.

18.  Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoyevski.

19.  El dolor de tener talento, de Aleksandr Griboyédov.

20.  El Don apacible, de Mijaíl Shólojov.

21.  La sala número seis, de Antón Chéjov.

22.  Campesinos, de Antón Chéjov.

23.  El camarero, de Antón Chéjov.

24.  El duelo, de Aleksandr Kuprin.

25.  La sonata a Kreutzer, de Lev Tolstói.

26.  Demonios, de Fiódor Dostoyevski.

27.  El casamiento, de Nikolái Gógol.

28.  La caballería roja, de Isaak Bábel.

29.  Resurrección, de Lev Tolstói.

30.  ¿Qué hacer?, de Nikolái Chernyshevski.

31.  Noches blancas, de Fiódor Dostoyevski.

32.  El lobo, de Antón Chéjov.

33.  La gaviota, de Antón Chéjov.

34.  Tres hermanas, de Antón Chéjov.

35.  Así se templó el acero, de Nikolái Ostrovski.

36.  Un héroe de nuestro tiempo, de Mijaíl Lérmontov.

37.  El estiércol, de Aleksandr Kuprin.

38.  La tumba de las vírgenes, de Aleksandr Kuprin.

39.  El burdel, de Aleksandr Kuprin.

40.  El pozo, de Aleksandr Kuprin.

41.  Iana, de Aleksandr Kuprin.

42.  La mala vida, de Aleksandr Kuprin.

43.  Basura, de Aleksandr Kuprin.

44.  La fosa de la lascivia, de Aleksandr Kuprin.

45.  Poemas desde Siberia, de Ósip Mandelstam.

46.  Velikaya Krinitsa, de Isaak Bábel.

47.  Poemas si no me hubiese ahorcado, de Serguéi Yesenin.

48.  Por este signo morirás, de Nikolái Gumíliov.

49.  La niebla, de Leonid Andreyev.

 

 

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