Mariana y los comanches, de Ednodio Quintero, y otras novelas sobre un ser de vapor
Ese día se conjuraron dos cosas para hacerlo sentir como dentro de un sueño o como presa de una alucinación. Tendría una cita a ciegas. Él, en mitad de su cincuentena, con una carrera de escritor exitoso y buscador tardío del placer en las adolescentes, en un primer momento había sopesado si asistir al encuentro que le propuso por teléfono la desconocida. Le fastidiaba un poco la idea, pero al mismo tiempo pensaba que era mejor cumplir el trámite y cancelar en persona la perspectiva de acoso, después de todo fue ella la de la iniciativa: ¿cómo dio con su número y por qué lo trató como si lo conociera de antes? Si acabó decidiendo ir al Comanche Café, el bar escogido por ella y donde en otro tiempo podía encontrársele con regularidad, hasta que dejó de frecuentarlo un año atrás, después de la muerte de Matías, su gran amigo pintor, fue por pura superstición: esa mañana había hallado, en el fondo de una gaveta, una carpeta amarilla con un manuscrito titulado “Mariana y los comanches”. No guardaba memoria de su escritura y menos se explicaba cómo aquellas hojas habían sobrevivido a la purga de fuego a la que sometió todos los borradores de sus primeros pasos como escritor. Había sido implacable con esos papeles donde se mezclaban la pedantería y la ignorancia, se avergonzaba de ellos y por eso nunca quiso reeditar sus primeros libros, y cuando lo hizo con uno u otro que le había reportado sus primeros destellos de fama, los reescribió hasta volverlos irreconocibles. La destrucción por las llamas abarcaba todo el resto de lo que llamaba sus trabajos perdidos. Pero no cabía duda, ese relato era de su autoría. Aún más, pese a que tampoco recordaba haber conocido a ninguna Mariana, el texto tenía una atmósfera autobiográfica, comenzando porque el personaje-narrador se llamaba como él: Edmundo Bracamonte.
Martín, Mariana y Edmundo Bracamonte son unos veinteañeros de viaje en una isla del Caribe. Cada noche, desde su hamaca, él los escucha en sus batallas de sexo en la habitación de al lado, de la que solo le separa un tabique, y cada noche se imagina armado con un cuchillo que, tras apartar a los amantes, entierra en el abdomen de Martín. No es la primera vez que concibe asesinar a su entrañable amigo. Hace tiempo, en los días siguientes a una de sus idas al cine, se le ha pasado por la cabeza matarlo. Martín, que está dedicado en cuerpo y alma a la pintura, le lleva apenas dos años, pero luce mayor y él lo ve como un mentor, como alguien con más experiencia y sabiduría que sabrá ayudarlo en su incipiente carrera de escritor. Su amigo es un apasionado del séptimo arte y aquella noche han ido a ver Teorema, de Pasolini. Sabe que al pintor le enoja que se quede dormido durante la película, lo que ha sucedido no pocas veces, pero esa vez está muy despierto cuando siente la mano de Martín en su pierna. El inesperado gesto lo sume en un torbellino de preguntas sobre las intenciones de su acompañante y mientras se debate entre ellas y la decisión de levantarse de la butaca, la mano repta hacia su miembro, cada vez más duro… Cuando salen del cine, actúan como si nada ha ocurrido, pero toda la semana siguiente permanece alejado del pintor. “Por primera vez pensé en algo parecido al crimen, pensé que sólo convertido en fiambre aquel odioso personaje que se había interpuesto en mi existencia como un aroma venenoso y ciertamente embriagador, me daría al fin paz y sosiego. La muerte de Martín me devolvería al espacio de libertad del que tanto me enorgullecía antes de conocerlo”, se atormenta Edmundo. Está desconcertado y acaso también molesto, de alguna manera se siente traicionado, pero al mismo tiempo no puede negar que Martín le ha prodigado un inmenso placer: en lugar de asesinato, lo que hay es la continuidad de aquella práctica onanista en la que ambos son activos y a la que se entregan con un entusiasmo feroz que cada vez los deja exhaustos y felices. Es una suerte de pacto seminal que no hace más que reforzar la dependencia del aprendiz de escritor frente a su seductor maestro.
Sin explicación, Martín desaparece un día y Edmundo lo busca en hospitales, manicomios e incluso en un monasterio: se ha ido a Grecia, se entera por la carta que recibe a los cinco meses. Vuelve a su errancia solitaria por los bares de la ciudad, pasa horas en la terraza del Comanche Café, se deja crecer el cabello hasta parecerse a la imagen cinematográfica de Jesucristo y un día acepta la invitación de una chica pálida y delgada para ver Marat, de Peter Weiss. No siempre se tiene conciencia de las decisiones que determinan nuestro destino en el momento en que se producen y él no sospecha que ir al teatro con aquella hippie lo pondrá en la órbita de Carlota Corday; es decir, de Mariana: del infierno, como terminará siendo. Se enamora de ella apenas la ve en el escenario. La persigue, se arrodilla en un charco de cerveza, le jura amor eterno, juega a la ruleta rusa para demostrarle cuánto la ama y está dispuesto a matar a quien sea si tan solo ella se lo pide. Apenas si lo puede creer cuando al fin tiene desnuda para sí a aquella hembra soberbia, creación de los dioses de la lujuria. No es menor su incredulidad cuando ella lo deja.
La pasión amorosa se compara a menudo con el estallido de un volcán y no deja de ser precisa esa imagen del fuego líquido, abandonando las entrañas de la tierra para desbordarse ciego por la ladera, como metáfora del éxtasis supremo de los amantes. Lo es por la violencia arrasadora de su manifestación y porque así como debajo de los paisajes de lava negra puede seguir fluyendo magma a altas temperaturas, bajo la piel sana del sujeto tocado por la pasión puede hallarse aún ardiente el sentimiento que lo ha calcinado. Es lo que descubre él cuando Martín reaparece, a su regreso de Grecia, y lo invita a la isla de San Andrés en compañía de la chica encantadora que ha conocido el mismo día de su llegada. Esa “hembra de verdad”, como la describe su amigo, es Mariana, a la que no ve desde hace dos años y un mes. ¿Por qué si Martín le ha hablado de él, ella no le advierte que se conocen? ¿Por qué lo trata como a un desconocido cuando Martín los presenta? “Más me hubiera valido quedarme en el sitio, tomar un taxi y volver a mis labores de escriba (…) Tal vez no quise ver que en aquellos ojos de culebra se dibujaban como dos ranuras oblicuas las puertas del infierno”, se arrepiente Edmundo. No se queda porque sigue amándola y en cualquier caso porque es escritor y no vulcanólogo, quien como tal sabe que no hay que confiarse de la lava solidificada y fría al tacto.
Edmundo Bracamonte tuvo que suspender la lectura del manuscrito porque debía acudir a la cita en el Comanche Café. Ahora estaba más perturbado por el manuscrito, en el que pese a la oscuridad total de sus recuerdos, no dejaba de reconocerse. Como él, el atormentado muchacho del relato era escritor y había sido un mantenido económicamente. Era evidente la asociación entre el Matías-pintor de la vida real y el Martín-pintor de la ficción, además de que, como había advertido, el personaje-narrador tenía su nombre, cosa que nunca había hecho en sus novelas. A sus veinticinco años, cuando ya tenía publicados tres libros, atravesó una crisis existencial que lo llevó a jugar la ruleta rusa, pero seguía sin recordar que hubiera habido alguna Mariana, además de que nunca había viajado a una isla caribeña. ¿Por qué no publicó “Mariana y los comanches”? ¿Porque se ponía en evidencia como bisexual o porque esas páginas eran el trasunto de un hecho inconfesable? Su hija, Lina, más centrada, de seguro podría ayudarlo a dispersar aquella bruma angustiante. En el taxi que tomó para ir a la cita, cerró los ojos para escuchar su voz: “Escribir es como soñar, te lo he oído decir varias veces (…) También tú has insistido en que todo lo se escribe es autobiografía, pues el escritor solo da cuenta de sí mismo. En este caso, como en tantos otros, confiaste a la ficción alguna perplejidad derivada de tu experiencia personal. Te retrataste en Mariana, tu ánima jungiana. Y asignaste a Martín atributos que sólo a ti corresponden. Y tal vez para despistar a un lector avisado, te inventaste un alter ego, Edmundo, que a pesar de portar tu propio nombre y algunos rasgos de tu personalidad, no es más que un perro de paja –otra impostura más. De cualquier manera, después de tantos años será muy difícil para ti hallar la causa primera que te llevó a redactar esa historieta que hoy tanto te incomoda”. Además del velo del tiempo, el propio de su cerebro: a los treinta y tres años sufrió un accidente automovilístico que lo mantuvo en coma durante un mes, con el resultado de que al regresar de su profunda inconsciencia se habían borrado tramos completos de su memoria.
Si hubo una Mariana real, debería de tener por lo menos cincuenta años, no los veintitantos de aquella mujer hermosa, “de una belleza exótica y perturbadora”, vestida de negro, con quien se encontró en el Comanche Café y que afirmaba llamarse igual. “No me digas que te has olvidado de mí. ¿Quieres que te refresque la memoria? Soy la mujer de tu vida”, le dijo al aturdido escritor, quien había decidido no contradecirla porque, evidentemente, se trataba de una loca. Ella le contó que en los últimos treinta años lo buscó por todas partes y ya se había dado por vencida, pensando quizá que había muerto, cuando lo reconoció en un recorte de periódico que el viento arrastraba en una plaza: allí aparecía su foto de laureado autor, cuya última novela habían traducido al alemán: así que reanudó la búsqueda y ahora estaba allí, frente a él. Escucharla lo confirmaba en su diagnóstico de insania mental y en la convicción de que había caído en una trampa: “Acabaré creyendo que esa loquita locuaz es la mismísima Mariana. Hipótesis nada desdeñable para alguien como yo, incapaz de discernir entre un hecho real y una pesadilla a la hora de la siesta. Tal vez en este instante mi cuerpo, sumido en un sueño intranquilo, reposa en el sofá del apartamento. Y lo que ahora sucede en el Comanche Café no es más que la escenificación de un sueño: derivación lógica de la lectura apresurada, indigesta e inconclusa de aquel confuso manuscrito”, se dijo para tranquilizarse. Esa misma noche continuó su lectura y cuando la concluyó, ya al filo del amanecer, se sintió burlado y dispuesto a desquitarse.
Es difícil referir todo el desarrollo de Mariana y los comanches (2004), novela llena de desdoblamientos que tiene en el tema de la venganza uno de sus impulsos narrativos, sin arruinarle la lectura a futuros interesados en este libro del autor venezolano. Sin embargo, se puede adelantar que, a diferencia del Edmundo Bracamonte que ha vuelto al Comanche Café, Ednodio Quintero representa al buen escritor en la distinción que hizo André Gide: “El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar. El verdadero novelista los mira actuar”.
Post scriptum:
Me escribieron, luego existo
El novelista y ensayista español Rafael Azuar Carmen (1921-2002) anotó en su libro Teoría del personaje literario y otros estudios sobre la novela (1987) que “todo novelista auténtico ha experimentado eso que se ha dado en llamar la rebeldía de los personajes. En efecto, llega un momento en que el personaje sale de sus manos, grita unas palabras, da una nueva expresión a su rostro y quiere vivir a su antojo, libre de la iniciativa de quien lo ha creado. ¿Acaso no tiene derecho a existir?”.
Por supuesto que sí. Al menos eso fue lo que pensaron y reclamaron los lectores de Arthur Conan Doyle, quien en su relato El problema final, publicado por The Strand Magazine en diciembre de 1893, había hecho desaparecer a Sherlock Holmes en el abismo de las cataratas Reichenbach (Suiza), al que cayó en un abrazo mortal con su antagonista James Moriarty. Fueron dados por muertos, pero nunca encontraron sus cuerpos. A Conan Doyle se le había hecho molesta la presencia de su afamado detective, cuyos casos lo distraían de lo que consideraba su verdadero interés, la novela histórica, pero fue tal la presión popular y de sus editores, que en 1901 Holmes reapareció en El sabueso de los Baskerville, mediante la analepsis que situaba la investigación en un momento anterior a la desaparición en el precipicio suizo, y resucitó en 1903, en La casa deshabitada, cuento en el que se le aparece a Watson disfrazado de vendedor de libros viejos y le explica que había logrado zafarse de Moriarty durante la caída: durante los siguientes años había viajado por el Tibet, Persia, Arabia Saudita y Francia. Muy a pesar de su autor, Sherlock Holmes no solo hizo prevalecer su derecho a existir, sino que accedió a la inmortalidad, como lo demuestra su permanencia en el imaginario colectivo hasta el presente, tras protagonizar cuatro novelas y cincuenta y seis relatos publicados entre 1887 y 1927.
Holmes es un caso extremo de la separación entre las competencias del autor y el dominio del personaje, según la tipología de las relaciones entre uno y otro elaborada por el lingüista ruso Mijaíl Batjín, a quien encuentro citado en el artículo de Jesús G. Maestro, “Semiología del personaje literario. La melodramática vida de Carlota-Leopolda, de Julia Ibarra”, publicado en la revista Archivum de la Universidad de Oviedo, España. Para Batjín, el autor se expresa a través de sus personajes, pero sin confundirse con ninguno de ellos, merced a la autonomía y expresión polifónica que el héroe adquiere en el relato. La tipología, resumida por Maestro, es la siguiente: hay novelas en las que el autor no distingue entre su competencia (ética, ideológica, emocional, cognoscitiva, semántica...) y la de sus personajes, provocando afinidades y coincidencias entre ambos. En otras, el personaje se convierte en una proyección del autor y en otras más el personaje se construye y desenvuelve de forma autónoma, como sujeto de acciones, pensamientos y discursos propios.
La emancipación de Mariana como personaje también es notable: reaparece en la novela de Quintero, pese a los destinos de su vida decididos por Elena Garro en Testimonios sobre Mariana (1981) y por José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, también de 1981. En el universo narrativo del venezolano, al igual que en los de Garro y Pacheco, ella es a la vez realidad y fantasía, un ser presente pero al mismo tiempo esquivo, como figura de un juego onírico o habitante de los pliegues más profundos de la memoria. Alguien definitivo para los que la rodean, pero inabarcable en toda su complejidad o, mejor, en todo su misterio. Se le puede ver, tocar, oler…, pero no conquistarla. Más que por la obviedad del nombre y por ese aire de femme fatale inocente que se percibe sobre todo en las caracterizaciones de Quintero y Garro, es su inquietante naturaleza de vapor, su condición de inasible, siempre encarnada en una mujer bella y joven, la que permite reconocerla como la misma en estos libros.
En Mariana y los comanches, a Edmundo Bracamonte y a su alter ego esa desconcertante mujer los hace sentir como extraviados en la niebla. El primero chapotea en una vorágine de retazos de realidad, sospechas que no puede comprobar por su memoria maltrecha y fragmentos de pura ficción. El segundo escribe “Mariana y los comanches” para rememorar episodios que le parecen más una ensoñación que una experiencia de la vigilia mientras llena un cuaderno de rayas azules. ¿Es Mariana la que lo espera aquella noche en su cuarto, cuando le está contando la historia de su madre, Ernestina, la maestra de la escuela a la que resulta que han asistido ambos, después de pedirle que vaya un momento a la cocina por dos copas y vodka antes de continuar su relato? “Que Mariana hubiera puesto pies en polvorosa no constituía ninguna novedad. Su sino era la errancia, su pasatiempo predilecto la evasión”, escribe cuando ella desaparece en la isla.
En Testimonios sobre Mariana, Garro retrata a un grupo de latinoamericanos en el París de la posguerra: modernos, arribistas, emborrachados de literatura y política, se mueven entre lindes éticos bastante laxos. En esta obra, etiquetada por la crítica como autobiográfica y desmentida como tal por su autora, Mariana (¿Elena?) está casada con Augusto (¿Octavio Paz?) y tiene como amante a Vicente (¿Adolfo Bioy Casares?). De ella se sabe por los recuerdos de tres personajes, que comparten la extrañeza de haberla tratado:
Vicente:
“Hablar de ella en un orden cronológico es difícil. Ahora sólo podría afirmar: ¿Mariana? es la mujer que me amó… Aunque puedo afirmar lo contrario: ¿Mariana? es la mujer que jamás me amó… Vivo bajo la impresión de que no existió nunca y de que nunca la amé”.
“No sabía nada de ella, era la viajera imprevista, la desconocida sin pasado y sin futuro, tenía algo cinematográfico en su belleza huérfana y en sus diálogos inesperados. Tenía algo artificial, era como si no existiera de una manera perdurable”.
“… las horas pasadas con Mariana estaban llenas de imágenes y significaciones profundas, surgidas del tiempo impalpable de los sueños…”.
Gabrielle (empleada de Augusto y amiga de Mariana):
“A veces creo que Mariana sólo fue un sueño que soñamos entre todos y como todos los sueños interrumpidos nos sobresaltó, pues nos dejó sin respuesta”.
André (el joven enamorado desesperadamente de ella):
“Cuando Jenny venía a mi cama, la imagen transparente de Mariana se interponía entre los dos y anulaba la dicha modesta que podía darme aquella chica de mejillas rosadas. Por las mañanas Jenny me servía el café con una solicitud que me avergonzaba. No podía decirle que la había invitado de reemplazo. ¿Reemplazo de quién?, ¿de una sombra llamada Mariana a la que yo perseguía como un maniático desde hacía diez años?”.
“El triunfo de Mariana sobre mí residía en su ambigüedad y en su capacidad para entristecerme y luego desaparecer sin dejar huella”.
En Las batallas en el desierto, Mariana también resulta inconquistable porque es el amor imposible de Carlos, el niño que se ha enamorado de la mamá de su mejor amigo. Un día, no aguanta más la opresión y se fuga de clases para ir a verla a solas. Esta es la escena:
“Nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido. No pasa nada, repetí. Es que… No sé cómo decirle, señora. Me da tanta pena. Qué va a pensar usted de mí. Carlos, de verdad no te entiendo. Me parece muy extraño verte así y a esta hora. Deberías estar en clase, ¿no es cierto? Sí claro, pero es que ya no puedo, ya no pude. Me escapé, me salí sin permiso. Si me cachan me expulsan. Nadie sabe que estoy con usted. Por favor, no le vaya a decir a nadie que vine. Y a Jim, se lo suplico, menos que a nadie. Prométalo.
”Vamos a ver: ¿Por qué andas tan exaltado? ¿Ha ocurrido algo malo en tu casa? ¿Tuviste algún problema en la escuela? ¿Quieres un chocomilk, una cocacola, un poco de agua mineral? Ten confianza en mí. Dime en qué forma puedo ayudarte. No, no puede ayudarme, señora. ¿Por qué no, Carlitos? Porque lo que vengo a decirle —ya de una vez, señora, y perdóneme— es que estoy enamorado de usted.
”Pensé que iba a reírse, a gritarme: estás loco. O bien: fuera de aquí, voy a acusarte con tus padres y con tu profesor. Temí todo esto: lo natural. Sin embargo Mariana no se indignó ni se burló. Se quedó mirándome tristísima. Me tomó la mano (nunca voy a olvidar que me tomó la mano) y me dijo:
”Te entiendo, no sabes hasta qué punto. Ahora tú tienes que comprenderme y darte cuenta de que eres un niño como mi hijo y yo para ti soy una anciana: acabo de cumplir veintiocho años. De modo que ni ahora ni nunca podrá haber nada entre nosotros…”.
La confesión de su amor le significan a Carlos idas al siquiatra y cambio de escuela. Hacia el final de la novela, impulsado por una terrible noticia, intentará constatar que su amor sí tuvo asidero, que la dueña de las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano y el misterioso sexo escondido, vistos por el milagro de un kimono entreabierto, existió y se llamaba Mariana. Sin embargo, toca a todas las puertas del edificio donde vivía ella y nadie recuerda que en el departamento número cuatro haya habido una mujer con ese nombre y que tuviera un hijo más o menos de su edad, incluso lo niega una vecina que asegura estar viviendo allí desde 1939.