El desertor y Lección de alemán, de Siegfreid Lenz
Siegfreid Lenz (1926-2014). Llegué a él por El desertor, una novela que escribió en 1951 y fue entonces rechazada por su editor: el dolor de la posguerra aún era una herida abierta para hablar de la traición de un soldado alemán. En los meses finales de la conflagración, Walter Proska tiene la tarea de asegurar la defensa de una línea de tren en el frente oriental. El avance de los rusos es indetenible, las decisiones de los jefes de la Werhmarcht son erráticas, sus compañeros de unidad están tocados por distintos grados de locura y para él la redención está en el amor de Wanda, una partisana polaca. En ese entorno, ¿tiene sentido mantener la lealtad jurada al ejército alemán? ¿Acaso puede reclamarla una camarilla que en Berlín se niega a aceptar la derrota y prolonga el sufrimiento de los soldados y del pueblo germano? ¿No alumbrarán los vencedores un futuro diferente…?
Lo que hace Lenz es plantear un problema de conciencia: ¿en qué circunstancias se justifica la rebelión del hombre contra el sentido del deber? Es el mismo tema que se encuentra en Lección de alemán (1968). Ambientada también durante la guerra, un día de 1943 llega al puesto policial de Rugbüll (localidad alemana del norte, limítrofe con el mar) la prohibición de pintar. El artista sancionado es el reconocido Max Ludwig Nansen; el encargado de hacer cumplir la disposición firmada en Berlín, su amigo de la infancia, el policía de Rugbüll: Jens Ole Jepsen, quien pide a su hijo (Siggi, de 10 años) que se comprometa a vigilar a aquel.
Es el propio Siggi quien, ya con 21 años, relata el desarrollo de este conflicto mientras se encuentra recluido en un hogar para jóvenes inadaptados… Una vez más, ¿una orden ha de ser siempre incontestada? Cuando se recibe una instrucción, se encomienda una misión, ¿se está pidiendo, más que obediencia, sumisión? El niño Siggi queda atrapado en una tensión que solo años después, cuando escribe sobre “las alegrías del deber” como parte de una tarea en las clases de alemán en el reformatorio, es capaz de intentar comprender.
Lo que sucede en Rugbüll ilustra una de las bases del nazismo y, por extensión, de cualquier totalitarismo: la disciplina acrítica del subordinado que favorece los excesos del poder (Jepsen, alienado, pretende incluso el cumplimiento de su tarea más allá de finalizada la guerra). Pero frente a ello, la rebeldía artística de Nansen como defensa de la irrenunciable libertad individual (nunca dejó su labor: hizo “pinturas invisibles”) y asimismo la condena silente de varios vecinos, aunque de escaso efecto porque no llega a manifestarse como franca resistencia .
(Esto último me hizo recordar Los amnésicos, de la periodista y ensayista franco-alemana Geraldine Schwarz. En el libro, la autora entrelaza la historia familiar con la del país: durante el Tercer Reich, su abuelo se aprovechó de las disposiciones antisemitas para adquirir una empresa a sus propietarios judíos; además, se inscribió en el partido nazi... Y puede que, lo primero, lo haya hecho por puro instinto de hombre de empresa que sabe identificar una oportunidad y, lo segundo, más por ser conveniente para el negocio que por convicción. En suma, difícilmente hubiese podido calificarse a su abuelo de nazi, en el sentido estricto de quienes observaron una militancia partidista o apoyaron de forma explícita a Hitler. Y, sin embargo, haber sido un mitlaüfer (los que siguen la corriente), como lo fue una amplia mayoría de alemanes, no lo exime de responsabilidad por los horrores del nazismo, contra los judíos pero también contra las poblaciones del este de Europa y de la Unión Soviética. Schwarz lo sostiene: salvo aquellos que se opusieron abiertamente al nazismo, todos son responsables, en varias escalas, de lo hecho por los nazis. Esta es una de las tesis del libro: el totalitarismo se mantiene sobre bases de represión e ideologización, pero asimismo cuenta con la indiferencia de las mayorías, cuyo silencio e inacción casi puede equipararse, en la práctica, a la aquiescencia).
Lección de alemán es, al mismo tiempo, un ejercicio de la memoria y unas páginas sobre la dificultad de escribir, de escribir un relato. De hecho, Siggi es castigado porque no puede terminar la tarea de redacción en el aula: tiene el tema, en su mente revolotean los episodios de aquel pulso Jepsen-Nansen, el paisaje solitario y ventoso del remoto pueblo septentrional, los personajes secundarios… y, sin embargo, no es capaz de asir un elemento para iniciar su escritura. Sus dificultades presentes para escribir recuerdan su sufrimiento de entonces, cuando se debatió entre la exigencia paterna y la lealtad con su “tío Nansen”, cuando el miedo y la presión del alienado policía lo condujeron, también a él, al borde de la locura. Al punto de que Siggi vivió el impulso irresistible de hacer lo que se consideraba debido.