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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

El tiempo es

Glosa, de Juan José Saer


 


 

Declara el poeta que pasear le resulta imprescindible, le es útil para animarse y mantener el contacto con el mundo, “sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa (…) Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas”.

 

Y, para que se entienda cómo afecta el acto de pasear al paseante, agrega: “Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: ‘¿Dónde estoy?’”.

 

En las palabras del protagonista de El paseo (1917), de Robert Walser, encaja la impresión que me dejó la lectura de Glosa (1986), de Juan José Saer.  No es solo que Ángel Leto y el Matemático pasean durante toda la novela, sino, sobre todo, que el narrador describe el paisaje citadino de su trayecto con el cuidado demandado por el poeta walseriano y los dos personajes, desde el plano donde es objetivo su andar, evocan con tal densidad otras experiencias —ajenas incluso— que, a ratos, no parecen estar únicamente pisando el cemento de la acera o esquivando los carros para cruzar la calle, sino habitando una franja de tiempos simultáneos, sin que pueda afirmarse con seguridad dónde se encuentran, si en el ahora de su caminata o en alguno de los otros momentos recordados o imaginados.

 

Ese día, de octubre o de noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, Leto ha sido asaltado por el impulso de pasear y se ha bajado del autobús, a muchas cuadras de su destino habitual, para “dejarse envolver por la mañana soleada” mientras atraviesa San Martín, la calle principal, yendo hacia el Sur en lugar del centro, donde están los negocios a los que lleva la contabilidad. Tiene menos de un año en la ciudad —a la que ha venido siguiendo a su madre, Isabel, una viuda atormentada por el suicidio de su padre, el de Leto— y está más o menos integrado a un grupo de amigos, bastante poco aún, como demuestra el hecho de que no lo invitaran a la celebración de los sesenta y cinco años de Jorge Washington Noriega, el más viejo de ellos, el pasado agosto en la quinta de Basso en Colastiné.  Ahí estuvieron Cuello, que nació en el mismo pueblo que Washington, es veinte años menor y lo venera como su maestro; Sadi y Miguel Ángel Podio, de la izquierda sindical, quienes lo admiran porque en los veinte editaba un diario anarquista; Pirulo y los Cohen, con los que discute de ciencias humanas; Beatriz, que traduce con él unos poemas franceses del siglo XIX; Basso y su mujer, Barco, Tomatis, los mellizos Garay, Marcos Rosemberg,  Botón, la Chichito… Leto trata de consolarse razonando que bien pudiera haber ocurrido que no lo convidaron porque ya lo consideran un integrante más, en cuyo caso habría sido innecesaria la invitación, que entre ellos se daba por descontado.

 

No será el suyo un paseo solitario, porque a pocas cuadras de su garbeo se encuentra con el Matemático, este sí miembro pleno del grupo, pero que tampoco estuvo presente en la fiesta por encontrarse en Europa, de donde regresó el sábado último después de tres meses de un viaje de trabajo por Alemania, Francia, Inglaterra, Italia. No podrían ser más diferentes entre sí estos hombres jóvenes. Uno, rubio, alto, vestido de blanco, incluso los mocasines, que calza sin medias, corpulento, macizo, la estampa viva de un modelo publicitario; el otro, más bien flaco, con anteojos y un pelo marrón abundante, de piernas arqueadas y bajo. El Matemático —el apodo se lo puso Tomatis por su amor desmedido por las ciencias exactas y un poco también por ser tan puntilloso en las discusiones, al punto de molestar a veces al resto con su afán de precisión— es hijo de un abogado dueño de cientos de hectáreas en el norte de la provincia, que no obstante abomina de oligarcas y militares y ha defendido a casi todos los presos políticos. A diferencia de su hermano mayor, quien representa con exactitud a la burguesía y ha sido parte de varios gobiernos, el Matemático ha seguido la línea liberal de su padre y de su abuelo, y en el pasado reciente formó parte de grupos trotkistas y de renovación socialista. Es ingeniero y con el fin de distribuir entre los diarios un comunicado de la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química sobre el periplo europeo, es que ahora se halla caminando por la ciudad.

 

Una vez agotado el saludo y cuando ya le hubo referido cómo le fue, justo cuando están por pasar el umbral de la cortesía mínima y vislumbran la inmensidad del silencio incómodo que amenaza a quienes no tienen nada más de que hablar, puesto que apenas si se conocen, el Matemático le pregunta: “¿Y por aquí, cómo anduvo la cosa todo este tiempo?”. Si hubiese sido más directo, la pregunta en realidad sería ¿cómo estuvo la fiesta en lo de Basso? Él ya tiene la versión de Botón, al que no se le puede creer todo lo que dice, pero le interesa conocer otras para componer al detalle un episodio que lamenta haberse perdido, convencido de que en su ausencia la realidad aquí fue más intensa. Leto cree percibir que su interlocutor lo mira con extrañeza, con compasión, quizá, luego de que le comunica que no asistió. Pero, el Matemático se repone al instante de su frustración y, en vez de despedirse, comienzan a caminar juntos. En algún momento, el Matemático, repasando lo irreparable de su inasistencia al cumpleaños de Washington, se queja: “¡Qué macana que el ser humano, el ser viviente en general, prisionero de la sucesión, se vea obligado a asistir en forma empírica a un solo punto del espacio por vez, y no le sea posible abstraer las transiciones sucesivas que se requieren para pasar de un determinado punto del espacio a otro!”, según el pensamiento que le adjudica el narrador.

 

En total, Leto y el Matemático recorren veintiún cuadras en unos cincuenta y cinco minutos. En el presente de su caminata, se escucha la historia de la celebración por boca del Matemático, quien glosa la versión de Botón y que, según lo va teniendo claro, fue dedicada en buena medida a discutir si los caballos tropiezan, a partir de que Noca avisara que llegaría tarde porque uno de sus caballos tropezó y se quebró una pata y Cohen, que estaba encargado del asado, se hubo volteado para preguntar: “¿Desde cuándo los caballos tropiezan?”, una objeción que los ocupó por horas y se avivó cuando Washington argumentó que el ejemplo del caballo no era el más adecuado para abordar el problema, pues se trata de un animal demasiado cercano al hombre y, por tanto, contamina los razonamientos con nociones antropocéntricas, de modo que mejor tomar, por ejemplo, al mosquito, que carece de finalidad antropocentrista y sería, en razón de ello, un objeto de discusión más adecuado, a propósito de lo cual Washington refirió entonces la noche con los tres mosquitos que lo visitaron cuando preparaba sus cuatro conferencias sobre los indios Colastiné, siendo que del episodio de la fiesta quedó entre ellos la expresión “es como los mosquitos de Washington” para cuando alguien quería dar a entender que algo era de existencia dudosa.

 

Leto no termina de entender cuál es el dichoso problema, pero no le dice nada al Matemático por temor de que lo desprecie un poco más —su sola presencia, su suma de atributos físicos e intelectuales, han reforzado en el contador un sentimiento de marginación, “de ser un error irredimible del Todo”—. A lo mejor no ha captado la esencia de la discusión en lo de Basso por las intermitencias de su pensamiento, que oscila entre la voz del Matemático y los recuerdos de su madre, el suicidio de su padre y Lopecito, que fue el mejor amigo de este y siempre estuvo enamorado de Isabel. También, quizá, porque pese a su distraída atención al hombre rubio y bronceado que perora a su lado, Leto camina tramos extrañado de que las imágenes de la fiesta tengan en su cabeza más nitidez que las debidas a sus propias experiencias. Por su parte, el Matemático anda asimismo escindido entre el paseo actual y sus recuerdos, entre los que resalta la humillación y la rabia que sufrió unos cuatro años atrás por el desaire de un reconocido poeta con el que quiso dar a conocer al mundo Los catorce puntos relativos a toda métrica futura.

 

Así, mientras progresan por San Martín hacia el Sur y el narrador dibuja las calles por las que van con minuciosidad de entomólogo, convirtiendo a la ciudad en un tercer protagonista y acentuando, con ese afán descriptivo de lo circundante, el contraste entre los planos de realidad que, sin discontinuidad, atraviesan Leto y el Matemático, lo que se teje en Glosa es un tiempo que no está ordenado según la creencia de que un momento sigue a otro y que cuando un momento ha pasado lo ha hecho para siempre: el acaecer, en verdad, no es secuencia sino concurrencia de estados.

 

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