El gabinete mágico y algunas relecturas
“Siempre estaba comprando nuevos libros, más rápido, lo reconozco, de lo que mi capacidad de lectura me permitía leerlos. Pero mientras estuviera rodeado de ellos, eran garantes de una vida más amplia, mucho más preciosa y necesaria de la que me veía obligado a llevar cada día. Si era imposible mantener siempre esa vida superior, por lo menos podía tener sus signos al alcance de la mano”.
Es verdad que, por ahora, no está leyendo mucho, pese a seguir bien provisto de libros. No logra concentrarse y los abandona a las pocas páginas. Completo, solo el periódico que lee tras el desayuno, de la primera a la última página, incluidas las tiras cómicas y los avisos. Su pasión por los libros, como toda su vida en cierto modo, está hibernando durante la espera del llamado a filas. Es canadiense, es decir, súbdito británico, pero esa condición no es una garantía para el ejército de Estados Unidos e igual deben verificar sus antecedentes antes de aceptarlo. Es diciembre de 1942 y Joseph, de veinticinco años e ideas de izquierda, con una licenciatura en Historia, casado hace un lustro y exempleado de una agencia de viajes, pasa la mayor parte del día en la habitación de la casa de huéspedes donde vive el matrimonio, luego de que él renunciara al trabajo y ya no pudieran seguir pagando el alquiler de una casa. Solo sale entre tres y cuatro veces diarias: las necesarias para comer y la cuarta por alguna diligencia que se inventa. A Iva, su esposa, no le molesta mantenerlo mientras se convierte en soldado, más bien le trae libros y lo anima a que aproveche de hacer todas las cosas que le serán imposibles cuando vista el uniforme militar. Sin embargo, no es fácil despertar a un oso en invierno: “He empezado a observar que, cuanto más activo se vuelve el resto del mundo, con tanta mayor lentitud me muevo, y que mi soledad aumenta en la misma proporción que su barullo y frenesí”. Y él, que lleva varios meses aguardando por la campanilla de un reloj particular, sabe que “esta tediosa situación no ha terminado todavía. Se prolongará durante otros dos, tres o cuatro meses”.
En el momento de conocerlo, Joseph está comenzando un diario y por su registro se sabe que ha estado hojeando Poesía y verdad, de Goethe, donde ha encontrado una descripción de su propio ánimo: “Esta aversión a la vida tiene unas causas tanto físicas como morales…”. Y también que tiene —o ha tenido— a su alcance un signo de Shakespeare, porque sus distraídos pensamientos movidos por el romántico alemán lo han llevado a Medida por medida, en específico al reo Bernardino, un “hombre a quien le importa menos morirse que tomar una borrachera: abandonado, indiferente y sin miedo a lo pasado, a lo presente ni a lo porvenir; insensible a la muerte y un asesino desesperado”, según la descripción que le hace el Alcalde de la cárcel al Duque de Viena.
En sus tediosos días de espera, el poeta alemán es un acompañante. Lo cita en su entrada del 28 de diciembre, cuando se pregunta: “¿Qué diría Goethe del paisaje desde esta ventana, la calle invernal y mal iluminada, con sus placeres recurrentes, sus frutos y sus flores?”. Dos días antes, Joseph había tenido un altercado con su hermano, Amos, durante una cena en casa de este. Amos es doce años mayor que él y es el orgullo de la familia: antes de cumplir los veinticinco ya ocupaba un asiento propio en la bolsa de valores, donde había comenzado como mensajero, y está casado con Dolly, rica también. Tienen una hija, Etta, de quince, a quien han educado “de modo que identifique la pobreza no tanto con el mal como con la falta de importancia, para que, como hija de un hombre rico, se sienta a una distancia infinita de quienes llevan una existencia gris, en pisos mal iluminados, sin criados, que visten ropas de calidad inferior y tienen tan poco orgullo que son deudores. Prefiere el mundo de su madre. Sus primos tienen automóviles y residencias de verano. Tenerme por pariente no es algo que le enorgullezca”.
Estaban hablando de la posibilidad de que el gobierno limitara, por el esfuerzo bélico, la venta de artículos de cuero. “No podríamos arreglarnos con cuatro pares (de zapatos) al año”, dijo Dolly, inconsciente de su queja antipatriótica, aunque ella y Amos habían moderado el consumo de café. El tema del racionamiento llevó al futuro ingreso de Joseph en el ejército, donde no tendría que preocuparse por el calzado (Dolly: “El ejército cuidará de él. Pero nosotros, pobres civiles…”) y a las desventajas de una espera tan prolongada, según como lo veía Amos: perdería oportunidades de ascenso: “Deberías ingresar y convertirte en candidato a oficial”. Pero Joseph, que a los ojos de Dolly parecía criado por una madre distinta a la de su esposo, no tiene interés en ascender: “Tal como lo veo, la guerra es una desgracia. No quiero ascender gracias a ella”.
La grieta que siempre ha existido entre ellos se amplió unos centímetros más con otro de los temblores que ocasionaba Amos por su afán paternalista. Esa noche le pidió que lo acompañara a la habitación matrimonial para darle un billete de 100 dólares, un regalo de Navidad que Joseph rechazó y dejó clavado con un alfiler en la almohada de la cama, tras lo cual fue primero al baño a lavarse la cara y luego al desván, acondicionado para escuchar música. Allí estaba, oyendo un disco de Haydn por tercera vez, cuando llegó Etta con su empeño de utilizar el aparato para colocar un álbum de brillantes colores. Joseph sentía que era absurdo discutir con una chiquilla estúpida, pero ella no quiso bajar y dejarlo solo: “¿Por qué habría de hacerlo? Puedes escuchar mi disco. ¡Los pobres no escogen!”. Cuando Amos, Dolly e Iva subieron atraídos por los gritos de Etta, su tío la tenía sobre sus rodillas, con la falda levantada, dándole unas aleccionadoras nalgadas.
La pregunta metafórica que eleva a Goethe expresa su inquietud por un paisaje que le resulta familiar pero del que comprende poco: los otros. “Ese incidente constituye una prueba adicional de mi incapacidad de interpretar a la gente como es debido, de reconocer la probabilidad de que la bajeza sea una de sus características, tan natural en algunos como un parpadeo, un gesto de asentimiento, un movimiento de la mano. Les hago concesiones teóricas, es decir, irreales. Tendré que empezar a adiestrarme en astucia”.
Goethe y Shakespeare están de nuevo juntos en su anotación del 8 de febrero de 1943. El primero porque Joseph tiene la sensación de ser una granada activada, consciente de que va a estallar. “El sentido en el que Goethe estaba en lo cierto: la vida que prosigue significa expectación. La muerte equivale a abolir la posibilidad de elección. Cuanto más limitada es esa posibilidad, tanto más cerca estamos de la muerte. La mayor de las crueldades es reducir las expectativas sin arrebatar la vida por completo. Una condena a cadena perpetua es eso. Como lo es la ciudadanía en determinados países. La mejor solución sería vivir como si no hubieran eliminado las expectativas corrientes, de un día a otro, a ciegas. Pero eso requiere un inmenso dominio de uno mismo”. Y el segundo por una evidencia empírica, pues que el termómetro continúe oscilando alrededor de los cero grados le conduce a Lear, quien invitaba al “terrible placer” del invierno: “No los tacho de desamor a nosotros, elementos”.
Junto a Goethe, Shakespeare y Baudelaire (a quien recuerda por haber llamado a los sueños “esa siniestra aventura”), Joyce. Hacía tiempo, Joseph le había recomendado a Iva Dublineses, pero es ahora cuando ella quiere leerlo y no lo encuentra; él especula que a lo mejor se ha caído detrás del estante, pero sabe que lo tiene Kitty, una clienta de la agencia, sencilla, afectuosa, sin complicaciones y práctica, a la que una vez le organizó un viaje al Caribe y con quien tuvo una relación íntima. “Un libro pequeño, de color azul”, le dice Iva, pero imposible saber de qué edición se trata. Igual sucede con Goethe. Stefan Zweig, en Encuentro con libros (1937), se pregunta qué edición sería la adecuada, la más completa y fiel al verdadero Goethe. “La edición de referencia, por supuesto, sigue siendo la Sophienausgabe, publicada bajo los auspicios de la Gran Duquesa de Weimar, a quien debe su nombre, pues no sólo recoge todos los textos del autor en sus diferentes versiones junto con las cartas y documentos que redactó, sino que dispone de un aparato crítico en el que se consigna cuidadosamente, palabra por palabra, cualquier variante, cualquier divergencia entre el manuscrito y la versión que salió de la imprenta”. Pero es poco probable que Joseph haya leído Poesía y verdad en esa edición, cuyos ciento cincuenta y cuatro volúmenes de gran formato están fuera del alcance de la mayoría. Joseph tampoco dice nada sobre cómo tiene los libros, si verticales, en baldas que llenan las paredes, u horizontales, formando pilas que se elevan desde el nivel del piso en vacilante equilibrio. En cualquier caso, se deduce que no ha de haber mucho espacio libre en una habitación de pensión, al menos no el suficiente para acomodar la Sophienausgabe, si la tuviera.
Por sus anotaciones, es fácil inferir que en su biblioteca no solo hay —o ha habido— literatura, sino también filosofía. Un eco de Heidegger se oye en “la muerte equivale a abolir la posibilidad de elección”, mientras que a su hermano le recordó que Sócrates era un simple soldado de infantería, un hoplita, y en algún momento refiere el parecer de Platón sobre la política, a la que el filósofo consideraba una actividad inferior: “… Platón nos dice que si todo fuese como debería ser, los mejores hombres evitarían los cargos públicos, no competirían por ellos”.
Joseph “experimenta una sensación de extrañeza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla”, un sentimiento que poco a poco va destilando hasta llegar a la esencia: “Si fuera menos obstinado, confesaría mi fracaso y diría que no sé qué hacer con mi libertad”. Es un dilema que la guerra le hace imposible esquivar: “Me asusta un poco la vanidad de pensar que puedo avanzar por mí mismo hacia la claridad, pero incluso es más importante saber si puedo afirmar el derecho a preservarme en esta inundación de muerte que se ha llevado a tantos como yo, que ha apagado sus voces y los ha arrastrado al fondo, mentes que no han sido puestas a prueba y músculos inútiles, todo ese despilfarro. Es lógico que me pregunte si tengo derecho a evitar el mismo destino”.
Su diario tiene dos entradas de conversaciones imaginarias con el Espíritu de las Alternativas y en una de ellas trata de explicarse citando a Spinoza, para quien ninguna virtud podía considerarse más elevada que la de intentar preservarse uno mismo. El filósofo no se refería al cuerpo, por supuesto, sino a la mente. “En resumidas cuentas, el yo al que debemos gobernar. El azar no debe gobernarlo, el incidente tampoco. Es nuestra humanidad lo que nos hace ser responsables de ella, nuestra dignidad, nuestra libertad. Bueno, en un caso como el mío, no puedo pedir librarme de la guerra. He de correr los riesgos de supervivencia como lo hice anteriormente, contra las enfermedades de la infancia y todos los peligros y accidentes pese a los cuales me las arreglé para convertirme en Joseph. ¿Me sigues? (…) Tememos gobernarnos. Claro, porque es demasiado difícil. Pronto queremos prescindir de nuestra libertad. Ni siquiera es una verdadera libertad, porque no está acompañada de la comprensión. Es solo una condición preliminar de la libertad. Pero la detestamos. Y enseguida salimos corriendo, elegimos un amo, nos ponemos patas arriba y pedimos la traílla (…) Eso es lo que sucede. No es el amor lo que nos causa el cansancio de vivir. Es nuestra incapacidad de ser libres”, le dice Joseph, quien ya antes había mostrado su desacuerdo con la afirmación de Goethe: “Nada ocasiona tanto esta fatiga (de vivir) como la recurrencia de la pasión del amor”.
El mundo del aventurero Estienne Barbier cabía todo en un morral de cuero y constaba nada más que de un ejemplar de Don Quijote de la Mancha, al que le faltaban algunas páginas, estaba encuadernado en piel y exhibía un agujero de bala, con lo que venía a ser literal aquello de que un libro puede salvarte la vida
Me he reencontrado con el protagonista de El hombre en suspenso (1944), de Saul Below, que se siente una víctima moral de la guerra mientras espera, aplastado por el peso de su libertad y la imposibilidad de explorar si la violencia le enseñaría lo que no había sido capaz de aprender sobre la existencia en la soledad de su habitación (“Tal vez podría sondear la creación por otros medios. Tal vez”), tras leer El gabinete mágico. Libro de las bibliotecas imaginarias (2023), de Emilio Pascual.
Quiero decir, he releído la primera novela de Below, entre tantas opciones de seguro conocidas por cientos de lecturas, pero ocultas en un lugar subterráneo de mi memoria (no recordaba, por ejemplo, que Martín Romaña había perdido un baúl lleno de libros a su llegada a Europa), para prolongar el placer del recorrido propuesto por el autor español, que consta de seis docenas de bibliotecas de ficción, desde la de Alejandría, de historicidad indudable pero a un mismo tiempo leyenda y metáfora, hasta la borgiana, que lo es por antonomasia.
Es un tópico —y a veces una novela y también un cuento— que las bibliotecas son el mundo, el mundo como se le concebía en la Edad Media: sinónimo de universo. La del Nautilus, con sus inalterables doce mil volúmenes, lo era para el misántropo del capitán Nemo, quien de otro modo no hubiera soportado la claustrofobia en su increíble réplica del pez. “En literatura e historia, apenas podría hallarse una laguna importante desde Homero a Victor Hugo, desde Jenofonte a Michelet o desde Rabelais a George Sand. Y, sin embargo, predominaban los libros de ciencia sobre cualquier otro género posible”, escribe Pascual, quien comienza la entrada de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, con un acertado mobilis in mobili.
Móvil en lo móvil era también la de Peter Klein, porque “en cierto modo llevaba en la cabeza una segunda biblioteca, tan surtida y de fiar como la verdadera”, cita Pascual, quien por su cuenta agrega: “… su memoria, exacta e implacable, le permitía redactar ensayos repletos de detalles semínimos, consultando solo su bibliocabeza” (Auto de fe, de Elias Canetti).
En El gabinete mágico —que lo es porque es un libro que contiene bibliotecas donde hay libros, reales y ficticios, que a su vez contienen otras bibliotecas…: universo inabarcable como el objeto de estudio de los astrofísicos— Pascual refiere otros ejemplos de bibliotecas móviles, a las que más bien habría que considerar portátiles, como advierte el autor, y que son, al mismo tiempo, contraintuitivas para quienes se conforman con la definición del diccionario (“Lugar donde se tiene considerable número de libros ordenados para la lectura”) y, por añadidura, olvidan que todo se inició —y al parecer terminará igual— con la totalidad de la energía concentrada en un solo punto de densidad incalculable. El mundo del aventurero Estienne Barbier cabía todo en un morral de cuero y constaba nada más que de un ejemplar de Don Quijote de la Mancha, al que le faltaban algunas páginas, estaba encuadernado en piel y exhibía un agujero de bala, con lo que venía a ser cierto aquello de que un libro puede salvarte la vida (Al contrario, de André Brink). El Quijote para el personaje de Brink como el Robinson Crusoe para Gabriel Betterredge, mayordomo de Lady Julie Verinder y hombre de vastas lecturas que, sin embargo, “a los setenta años, con una memoria todavía ágil y unas piernas tan ágiles como la memoria, concluyó que, del mismo modo que en dos mandamientos se encierran toda la Ley y los Profetas, todos los libros del mundo se resumen en uno: el Robinson” (La piedra lunar, de Wilkie Collins). Lo que reitera la condición mágica en el sentido anotado, pues el personaje de Dafoe, pese a rescatar del naufragio un arcón de libros, solo releía la Biblia, de la cual tenía tres ejemplares, y no menciona ningún otro título al volver a Inglaterra tras veintiocho años, dos meses y diecinueve días apartado del mundo (del otro).
Menos radical en su esencialidad, Silvestre Paradox limitaba sus confines a cuatro libros: la Biblia, un tomo de Shakespeare y otro de Molière, así como el Pickwick de Dickens, suficientes para orientar el espíritu, como lo son también los cuatro puntos cardinales para recorrer la superficie terrestre (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, de Pío Baroja). Dónde los tenía o cómo los acarreaba Paradox no es precisión que se conozca, pero acaso se tratara de una maleta como la del estudiante Cuatrojos, sometido a reeducación durante la Revolución Cultural china, entre cuyos tesoros prohibidos brillaban Balzac, Stendhal, Dumas, Flaubert, Rousseau, Tolstói, Gógol, Dostoievski, Dickens, Kipling… (Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijie). O de una caja igual a la usada por Francie Nolan para mudar su biblioteca cuando ingresó a la universidad: la Biblia, las obras completas de Shakespeare, Hojas de hierba y tres libros hechos de recortes: Colección Nolan de poesía contemporánea, Colección Nolan de poemas clásicos y El libro de Annie Laurie (Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith).
De manera que antes que derivar su condición del número de libros, una biblioteca es una cuestión de perspectiva y, asimismo, que se les juzgue como grande o infinita, pequeña o abarcable, es independiente de una cantidad dada de volúmenes. “Para Francie, la biblioteca pública de Williamsburg, un suburbio de Brooklyn, era como una iglesia. Aunque pequeña y pobre, a sus once años Francie ‘creía que en ella estaban todos los libros del mundo y se había propuesto leerlos todos’”. Otro tanto le ocurrió a Minaya cuando de niño, tembloroso y asombrado, ingresó a la biblioteca de su tío Manuel, habitación a la que ha vuelto, veinte años después, para documentarse sobre la vida y obra de Jacinto Solana, un poeta republicano desaparecido y con mucha probabilidad fusilado al final de la Guerra Civil española. Minaya recordaba unas “paredes sobrenaturalmente cubiertas por todos los libros del mundo”, una impresión a la que contribuyeron su corta estatura y el inmenso reloj que marcaba las horas encerrado en una alta caja oscura vestida de cristal (Beatus Ille, de Antonio Muñoz Molina).
Con todo, es verdad que algunas bibliotecas abruman porque su inmensidad es literal, con miles y miles de libros, o acaso millones, ordenados en innumerables estantes a lo largo de pasillos igualmente incontables y cuyo trazado, para más desconcierto, parece ideado como encierro del Minotauro. De este tipo era la de la innominada abadía situada en un lugar impreciso de los Apeninos, entre el Piamonte, Liguria y Francia. “La biblioteca, que había sido construida según un plano secreto que ningún monje estaba llamado a conocer, habría hecho las delicias de Borges: laberintos, espejos, jeroglíficos, sustancias capaces de provocar visiones…” (El nombre de la rosa, de Umberto Eco). También la de los d’Esparvieu, que contenía trescientos sesenta mil volúmenes, entre impresos y manuscritos, y había sido fundada a principios del siglo XIX por el barón Alexandre Bussart d’Esparvieu, “autor del Ensayo sobre las instituciones civiles y religiosas de los pueblos, en tres volúmenes en octavo, obra por desgracia inacabada” (La rebelión de los ángeles, de Anatole France). Notable por su fondo, lo fue también por la excentricidad de su bibliotecario, Julien Sariette, y aún más por los hechos que en ella tuvieron lugar. Multiplicada por diez era la cantidad de libros que contenía la de Kakania, ciudad localizada en algún lugar del imperio austrohúngaro. Tres millones y medio, le respondió el bibliotecario al general Stumm von Bordwerth, a quien ya se le estaba haciendo interminable aquella singular revista de libros. “De vuelta al Ministerio, tomó papel y lápiz, y sus cálculos le llevaron a la conclusión de que, a razón de un libro diario, tardaría casi diez mil años en leerse la biblioteca. Y en sus cálculos no incluyó los libros que seguirían entrando mientras leyera” (El hombre sin atributos, de Robert Musil).
Si existiera ese lector imposible, igual estaría fuera de su alcance abarcar La biblioteca de Babel, de Jorge Luis Borges, con todos los libros pasados, presentes y futuros, por lo que “no es insensato aventurar que contiene también los conjuntos, es decir, las bibliotecas. Incluso las bibliotecas solo oníricas o imaginadas”, escribe Pascual.
Aunque quizás no se trate tanto de leer todos los libros habidos y por haber, porque a fin de cuentas quien abarque la totalidad estará abarcando la nada, como de ser capaz de la lectura total de un único libro; es decir, de habitarlo. La biblioteca de Bastián Baltasar Bux constaba de cincuenta y tres volúmenes, pero un único libro haría también única su experiencia de lector apasionado, el que tomó del sillón del viejo Karl Konrad Koreander, dueño de una librería de ocasión, cuando este se levantó un momento para contestar el teléfono. “Bastián fue abducido por el libro, intervino en la historia, modificó el universo, como lo modifica el ala de una mariposa al agitarse”, sintetiza el escritor español (La historia interminable, de Michael Ende).
El gabinete mágico no finaliza con La biblioteca de Babel, equivalente al universo en su concepción moderna, sino con la visita a una celestial (El genio del amor, de Fred Schepisi). “Acabamos de salir de la biblioteca de Babel pensando que era la última. No lo era. Porque incluso la de Babel es de este mundo, aun cuando sea tan platónica como los números infinitos (…) en rigor, la última solo puede ser la celestial. Su localización es tan incierta como la de las partículas elementales. Y es que esta última ha de estar más allá del tiempo y el espacio, en un lugar que no lo es, y que hemos dado en llamar empíreo, cielo o paraíso”.
“Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta”
Y como es lógico no querer abandonar el paraíso, releí El hombre en suspenso y también Mendel el de los libros (1929), de Zweig. La biblioteca de Jakob Mendel era un oxímoron, pues a su movilidad, debida a que iba a donde fuera Mendel, se correspondía también la fijeza en el espacio y el tiempo, ya que a este judío nacido en la Polonia rusa era seguro encontrarlo en el café Gluck, en Viena. “Entraba cada mañana a las siete y media en punto, y sólo abandonaba el local cuando se apagaban las luces. Jamás hablaba con los demás parroquianos. No leía periódico alguno. No reparaba en modificación alguna” y así durante los últimos treinta años, por lo menos. Su lugar era una mesa cuadrada con la superficie de mármol, siempre llena de libros y documentos, situada en una habitación sin ventanas, a la que se llegaba pasando a la derecha de la caja registradora. Allí, Mendel se sentaba a diario, “invariable, impertérrito, la mirada tras las gafas fija, hipnóticamente clavada en un libro”, leyendo mientras mecía su cuerpo con suavidad hacia adelante y hacia atrás, y canturreaba en voz bajísima, como le habían enseñado en la escuela talmúdica.
“Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta”, se asombró el narrador de esta historia, como quince siglos antes se sorprendiera San Agustín viendo leer al obispo de Milán, San Ambrosio: “Cuando leía (…) sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; más su voz y su lengua descansaban (…) así le vi leer en silencio y jamás de otro modo”, anotó quien por entonces aún no era santo, sino un humilde profesor de retórica latina que, procedente de norte africano, había llegado a Roma en el año 383 para trasladarse poco después a Milán, donde enseñaría literatura y elocución. El lector silencioso, recortado del mundo mientras lee, solo llegó a ser habitual en Occidente a partir del siglo X y la impresión de San Agustín recogida en sus Confesiones es el ejemplo más claro de ello en la literatura occidental, de acuerdo con Alberto Manguel (Una historia de la lectura, 1999). “Las palabras escritas, desde los tiempos de las primeras tablillas sumerias, estaban destinadas a pronunciarse en voz alta, puesto que los signos llevaban implícitos, como si se tratara de su alma, sus propios sonidos”, afirma el escritor argentino. “Hasta bien entrada la Edad Media, los escritores daban por sentado que sus lectores oían el texto en lugar de limitarse a verlo, de la misma manera, en gran medida, en que ellos enunciaban cada palabra mientras componían las frases”.
Mendel destacaba por su profunda concentración, pero lo que lo hacía único era su prodigiosa memoria. El más completo registro de todo lo publicado, ya hubiese sido hace dos días como dos siglos antes, se encontraba en su cabeza. Lugar y año de publicación, editor, precio nuevo o de anticuario, así como los detalles de la encuadernación y las ilustraciones, los citaba con la precisión de quien en ese momento estuviera consultando el catálogo de una biblioteca. Para ese pequeño judío con barba, al que se le vio siempre con una chaqueta raída y solo consumía leche y dos panes, más alguna comida que le traían de la casa de huéspedes, tan solo los libros tenían valor, el resto de las cosas del mundo, dinero, mujeres, poder, le eran indiferentes. “Fuera de sus libros nada le alegraba ni le preocupaba”.
Pero no se puede proscribir el mundo, ya sea inconscientemente o a voluntad, tarde o temprano termina entrando en tu vida, como bien sabía Joseph encerrado en su habitación: “El mundo va a por ti. Te presenta un arma o una herramienta mecánica, te elige para tal o cual papel, te trae resonantes noticias de desastres y victorias, te lleva de un lado a otro, recorta tus derechos, te suprime el futuro, es torpe o artero, opresor, traicionero, negro, putesco, corrupto, inadvertidamente ingenuo o gracioso. Hagas lo que hagas, no puedes rechazarlo”.
En el caso particular de Mendel, el mundo lo alcanzó en 1915, cuando Europa era una carnicería de la que apenas él notó —sin relacionar una cosa con la otra— que determinaba una menor asistencia de estudiantes al café Gluck. Nada dijo del pan miserable ni del café de higos que había sustituido a la leche. En su mundo de libros no había guerra y por eso, con total inocencia, siguió escribiendo postales a libreros franceses e ingleses, es decir, a países enemigos. Los servicios secretos no podían tomarse a broma aquellas cartas reclamando por no haber recibido las últimas ocho ediciones del Bulletin bilbiographique de la France ni los recientes números de Antiquarian, que acaso fueran una suerte de comunicación encriptada, aunque resultara muy ingenuo que el remitente colocara su dirección verdadera. Del campo de concentración para ciudadanos rusos, en el que pasó dos años, lo rescataron las diligencias de algunos de sus viejos e influyentes clientes austríacos, pero el sufrimiento espiritual al que fue sometido lo devolvió al café Gluck como un desecho humano. “No, no era el mismo. Ya no era el miraculum mundo, el mágico archivo de todos los libros”. En el itinerario de El gabinete mágico hay varias muestras de la predilección que tiene el fuego por las bibliotecas, pero reducir libros a cenizas no es la forma más radical de hacerlos desaparecer. La más definitiva e irreversible es olvidarlos, riesgo que conjuran los “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior” de Fahrenheit 451 y amenaza que se recuerda con Mendel el de los libros. Cuando ya no reposan en ninguna memoria, entonces sí se pierden para siempre esos maravillosos objetos alumbrados para defendernos de la fugacidad de la existencia.
Fue en el espacio imaginario de los libros donde se enamoraron Anastas y Nathalie Houville, joven francesa residente en Belgrado porque su padre trabajaba en una compañía serbia de minas. Y fue por ella que gestó la idea de escribir una novela epistolar en la que solo habitaran ellos y tuviera final feliz
Lo sabían Bradbury y Zweig, tanto como Sigismund Krzyzanowski (1887-1950), una referencia entre los escritores rusos, desaparecido él mismo del panorama literario de su tiempo por el olvido prefabricado de los censores soviéticos. Murió sin ver publicado ninguno de sus libros, descartados uno tras otro por ser “realistas experimentales”, sin las debidas loas a la revolución proletaria ni las críticas al capitalismo.
Así que otra relectura: El club de los asesinos de letras. Zes es un escritor que salta de la privación a la plenitud material. De joven, vive en una pensión, apenas con lo suficiente, una cama, una silla, un tablón sobre el que escribe y dos maderos que hacen de librero. Un día recibe el aviso de que su madre está muriendo y, para hacer el viaje hasta su pueblo natal, no tiene más remedio que vender sus adorados libros… Al regreso, lo primero es un sentimiento de depresión, sigue tan pobre como al comienzo y sin su tesoro, solo aquellas baldas curvadas y el vacío entre ellas. Sin embargo, es precisamente ese hueco el que terminará por impulsar su carrera literaria: no tiene los libros en físico, pero cada noche es como si los tuviera, acaso como la sensación persistente de un miembro amputado, y lo que es más, las repisas “están llenas” de sus propias creaciones; como si estas estuvieran allí alineadas y él solo tuviera el trabajo de tomarlas y ponerlas por escrito. Así se convierte en un escritor de renombre, pero llega el momento en que lo harta la demanda insaciable de los editores y decide no publicar más. Por eso forma el club, que sesiona en una habitación con un hogar, siete sillones y tablones vacíos en las paredes. Cada sábado, uno de los miembros relata la historia, la idea, de lo que se la ha ocurrido y los demás discurren sobre ella, sugiriendo cambios, finales alternativos, etc. Se sabe de Zes, y de sus cofrades que igualmente se identifican con monosílabos sin sentido, por un visitante externo, innombrado, que es invitado para resolver una inquietud de esos singulares fabuladores: atestiguar si lo que hacen tiene sentido en opinión de un tercero.
La novela de Krzyzanowski incluye las historias escuchadas: hay ciencia-ficción política (un mundo donde la uniformidad de conducta es inducida, en una referencia clara al régimen de Stalin); una suerte de fábula medieval sobre cuál es el sentido de la boca: si besar, comer o hablar; otra donde se trata el tema de la identidad, con un personaje que hace las veces tanto de párroco como de bufón de feria… El club de los asesinos de letras pone de relieve la impotencia del fuego de la censura: impedir la publicación de un libro no lo hace desaparecer. Como aquel artista de Lección de alemán, de Siegfreid Lenz, que pinta cuadros invisibles tras la prohibición nazi de continuar su obra, Krzyzanowski siguió escribiendo pese al reiterado dictamen de que sus relatos eran impublicables: dejó a su muerte unos cuatro mil manuscritos. Solo se convirtió en un autor publicado en 1989.
Finalmente, La mano de la buena fortuna (2005), del serbio Goran Petrovic, que no releí pero sí recordé muy bien porque trata del lector total y del umbral maravilloso que solo a los de su tipo les he dado franquear en el acto de leer, como en La historia interminable. Transcribo en parte lo que anoté en su momento sobre esta novela:
La historia relatada es esta: un joven literato llamado Anastas Branica había escrito una extraña novela: sin trama ni personajes, solo detalladísimas descripciones de una villa, su jardín francés y sus inmediatos alrededores. Sufragada con sus propios recursos, fue una edición limitada de la que se encuentran en la actualidad contados ejemplares y si su autor acaso permanecía en la memoria de algún ciudadano de Belgrado, estaba allí pálidamente porque su cadáver apareció flotando en el Danubio y mereció una mínima reseña periodística en un día de ayuno noticioso. Tanto olvido no le hacía justicia a la maravillosa posibilidad que tradujo en su obra: la experiencia de la lectura total.
Cuando solo era un niño, Anastas estaba leyendo un libro de aventuras sentado al escritorio de su estricto padrastro, un abogado de éxito. Era tanto su entusiasmo, sobre todo con los párrafos que describían una vista al mar, que terminó corriendo por el sendero que conducía a la playa... Cuando el abogado lo descubrió en su santuario, el cojín de la silla estaba mojado, había un pocito de agua entre las patas y desde entonces el ama de llaves, Zlatana, tuvo que barrer todos los días la arena de mar que aparecía esparcida por la casa. Anastas conoció aquel día lluvioso de 1906 lo que determinaría su destino: podía moverse por un texto como por cualquier otro espacio real; se podía encontrar con personas que estuvieran leyendo las mismas líneas que él y algunos de esos otros lectores también eran conscientes de ese encuentro, aunque no necesariamente eso quería decir que se reconocieran fuera del libro.
Fue en el espacio imaginario de los libros donde se enamoraron Anastas y Nathalie Houville, joven francesa residente en Belgrado porque su padre trabajaba en una compañía serbia de minas. Y fue por ella que gestó la idea de escribir una novela epistolar en la que solo habitaran ellos y tuviera final feliz. Con todo, como sucede con frecuencia, la realidad no se amoldó al deseo del amante y Anastas terminó en las aguas del Danubio, no sin antes editar las extensísimas misivas a su amada para convertirlas en la novela denostada por la crítica porque en ella no pasaba nada: Mi Legado.
Post scriptum:
La biblioteca universal
Estremece concebir la existencia de una biblioteca como la imaginada por Borges y en El gabinete mágico hay una referencia de las dimensiones que tendría. Siguiendo a Lasswitz (La biblioteca universal), Emilio Pascual escribe:
“… Ya en 1904 Kurd Lasswitz había calculado con precisión matemática que la biblioteca universal contendría un número de libros equivalente a 10 elevado a 2000000, es decir, ‘un uno seguido de dos millones de ceros’, o, para ser más intuitivos, ‘la cifra impresa tendría cuatro kilómetros de larga’. Calculando una media de 2 cm de lomo por volumen y, bien empaquetaditos, mil volúmenes por metro cúbico, el resultado es que ‘haría falta para contenerla todo el universo hasta las últimas nebulosas lejanas que resultan visibles’”. La explicación continúa en la cita 22: “Y no solo eso, prosiguió el profesor Wallhausen de su historia: ‘Ya sabéis que la velocidad de la luz es de 300000 kilómetros por segundo, lo cual significa aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, y eso equivale a un trillón de centímetros. Si nuestro bibliotecario corriera a la velocidad de la luz a lo largo de la fila de volúmenes, necesitaría dos años para atravesar el espacio de un trillón de volúmenes. Y para recorrer toda la biblioteca, haría falta el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Eso significaría, como ya se ha dicho, un uno con 1992982 ceros. Lo cual me gustaría resumirlo de la manera siguiente: no se puede concebir ni el número de años que necesita la luz para recorrer la biblioteca, ni el número de volúmenes. Y eso demuestra muy a las claras que se trata de un esfuerzo vano imaginarse esta cifra aunque sea finita’”.