Viaje de novios, Recuerdos durmientes y otras novelas de Patrick Modiano
Afirmaba Álvaro Mutis que García Márquez había escrito un solo libro. Uno podría decir que otro tanto hicieron Onetti y Saer y han estado haciendo Vila-Matas o Banville (si se exceptúa su escritura de novela negra). No todos los escritores crean un universo literario como lo han hecho ellos. A poco que se considere en su conjunto la obra de un autor, se reconocerá un estilo, se identificarán temas recurrentes e incluso será evidente la continuidad de algunos lugares (Macondo, Santa María…) y que un personaje aparece aquí y allá o es un arquetipo concebido por el autor —el Martín Romaña de Bryce Echenique, por ejemplo, una caracterización que puede rastrearse antes (Tantas veces Pedro) y después (La última mudanza de Felipe Carrillo) de que el personaje se nos hiciera entrañable con La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz—. Sin embargo, en los casos de Gabo y de los otros, hay algo más: lees cualquiera de sus libros y sientes que ese aire que respiras ahora es el mismo que respiraste en otro momento y que esa luz la tienes vista de otros días vividos con lecturas de sus novelas. El lugar, siendo igual al que ya conoces, es diferente y conserva su atracción: no concluyes “esto es más de lo mismo” y abandonas el libro, como haría cualquier lector en presencia de una fórmula narrativa que ha perdido su gracia. Leerlos es como acariciar el cuerpo de la persona amada: la cartografía de su piel está registrada en tus labios y manos, pero en cada nueva ocasión tu tacto se entusiasma dentro de la continuidad del reconocimiento. Abundan los universos literarios, pero menos comunes son las atmósferas literarias.
La apreciación crítica de la obra de Patrick Modiano, ganador del Nobel en 2014 y autor de una treintena de novelas, resalta que es el creador de uno de esos entornos literarios cuya composición de oxígeno, nitrógeno, argón y dióxido de carbono resulta familiar a través de sus relatos. Lo comprobé hace poco con En el café de la juventud perdida, Viaje de novios, Recuerdos durmientes y Tinta simpática, cuatro novelas que leí sin salir nunca de un París siempre recordado, donde unos personajes, décadas después de lo vivido, fatigan su memoria para rescatar momentos significativos de sus vidas y fijar contornos precisos a su identidad —o a la de otros—, tratando de encajar piezas desfiguradas por el tiempo y de completar otras que ya entonces estuvieron veladas por el misterio. “Todo en la vida es memoria, salvo el delgado filo del presente”, ha advertido el eminente psicólogo estadounidense Michael Gazzaniga.
En el café de la juventud perdida, la búsqueda es empeño del propio lector, a quien toca juntar los pedazos de cuanto se sabe de Louki por terceros y por ella misma. Se sentaba siempre en la mesa del fondo del café Le Condé y daba la impresión de que se refugiaba allí, de que había roto con su vida pasada y deseaba comenzar de nuevo. De busto erguido y ademanes lentos y armoniosos, su presencia no tardó en ser natural y cuando se sumaba al grupo de los habituales del local, en su mayoría jóvenes como ella, de entre diecinueve y veinticinco años, aguantaba bien tomar mucho alcohol con los otros, según el recuerdo que de aquella mujer, morena de ojos verdes, guarda un estudiante de la Escuela Superior de Minas.
No estaba descaminado al conjetural que Louki tenía un aire de perseguida. Pierre Caisley, cuyo oficio es averiguar, rememora que se llamaba Jacqueline Choureau y era esposa de Jean-Pierre Choureau, con quien se casó cuando él contaba treinta y cinco años y ella veintidós, a los pocos meses de conocerse, después de que ella entrara a trabajar como oficinista en la empresa donde laboraba él. Aunque la encontró, poco más es lo que logró develar de esa mujer “de pelo negro, ojos claros y uno de esos perfiles tan puros que prestan encanto incluso a las fotos antropométricas”. Jacqueline, de soltera Delanque, fue arrestada por vagancia menor a los quince años, era hija de una acomodadora del Moulin Rouge y su madre recibía ayuda económica de un tal Guy Lavigne, empleado de un taller mecánico. Tan de poca ayuda como los archivos judiciales, la memoria de Roland, quien fuera su novio por la época en que se la veía en Le Condé. Cuando la conoció en casa de Guy Vere, un líder espiritual, creyó advertir que en su mirada había como una llamada de socorro. “Nuestro encuentro, cuando lo pienso ahora, me parece el encuentro de dos personas que no tenían raíces en la vida. Que los dos estábamos solos en el mundo”.
La arrestaron una o dos veces, pero después de las primeras horas que pasó en una comisaría, Louki vagaba todas las noches: la experiencia del encierro le había revelado que podía ser libre. En el interrogatorio fue la primera vez que habló con confianza, que se expresaba y sentía que alguien la escuchaba. “Qué liberación mientras me salían todas esas palabras de la boca… Concluía una parte de mi vida, una parte que me había venido impuesta. En adelante, mi destino lo decidiría yo”. Durante sus rondas nocturnas se hizo amiga de Jeanette Gaul, apodada “Calavera”, una exbailarina de ballet, aunque no exactamente, con quien aprendió lo que significaba tomar un poco de nieve y quien le presentó a los muchachos de Le Canter. Pero no era aquella la forma en la que Louki quería superar su soledad: “Estaba completamente decidida a no volver a ver a la banda de Le Canter. Más adelante he sentido la misma embriaguez cada vez que he roto con alguien. No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión”. Sus siguientes refugios fueron una librería que abría hasta la una de la madrugada, las sesiones en lo de Guy de Vere —a quien había conocido por un amigo de juventud de su esposo—, la mesa de Le Condé… “Y luego la vida siguió, con altos y bajos. Un día en que estaba fatal, en la tapa del libro que me había prestado Guy de Vere, Louise de la nada, sustituí con bolígrafo ese nombre por el mío, Jacqueline de la nada”.
“París es grande y resulta fácil hacer que alguien se pierda”, pensó Caisley cuando tomó partido por Jacqueline, y en Viaje de novios Jean B. también concluye que la ciudad es suficiente para su propósito de borrarse; después de todo, al señor Wakefield le había bastado mudarse a la calle contigua a su casa para desaparecer durante veinte años. “La necesidad de huir, sobre todo. La sentía dentro de mí, más violenta que nunca. Ahí, en ese avión que me devolvía a París. Tenía la impresión de estar huyendo aún más lejos que si hubiese embarcado, como habría debido hacerlo, para Río”.
Jean B. es documentalista. Él y sus amigos de la infancia, Cavanaugh y Wetzel, habían soñado desde niños, cuando visitaban el zoológico, con viajar por todo el mundo, con protagonizar expediciones a lugares remotos. Cumplieron su sueño, solo que Jean B. ha despertado y siente cansancio de su vida y de su oficio. Ahora comprende que todos esos viajes no respondían a una vocación o a la necesidad de satisfacer una curiosidad, sino al deseo de huir. “Mi vida no había sido sino una huida”.
Se encuentra de vuelta en París luego de una breve escala en Milán, a donde había regresado dieciocho años después de que leyera una nota en el Corriere della Sera sobre la muerte de una mujer en el mismo hotel donde él se hospedó entonces. “Tuve una corazonada: a esa mujer (…) yo la había conocido. El tren estuvo parado mucho tiempo en la estación de Milán y yo estaba tan trastornado que me preguntaba si no debería bajarme del vagón y regresar al hotel como si tuviera aún una oportunidad de volver a verla”. Si hubiese llegado tres días antes a Milán, se hubiera topado con ella. En el diario se habían equivocado con su edad —tenía cuarenta y cinco años— y la mencionaron por su apellido de soltera, aunque estaba casada con Rigaud. Se trataba de Ingrid y Jean B. la había conocido cuando él contaba veinte años y el matrimonio Rigaud lo recogió mientras hacía autostop para ir a la zona de Saint-Tropez.
El verano pasado con los Rigaud está más presente que nunca, como si viviera superpuestas las existencias del joven que recién había llegado de Austria e iba a la Costa Azul y el adulto que intenta ocultarse en París, esperanzado de que, pasados unos días, se publique la noticia sobre un documentalista francés desaparecido en Brasil. “… la luz de aquel verano experimentó con el paso del tiempo una curiosa transformación: en vez de palidecer, como las fotos viejas sobreexpuestas, se han acentuado los contrastes de sombra y sol, tanto que lo vuelvo a ver todo en blanco y negro”. Cuando el carro se detuvo, Jean B. vio que lo conducía una mujer morena de ojos claros y en la tarde de ese día, cuando bajaron caminando hacia el puerto y ella lo había cogido del brazo porque la calle estaba en pendiente, el contacto le hizo sentir algo que nunca había sentido, tuvo la impresión de hallarse bajo la protección de alguien: “Iba a ser la primera persona que podría ayudarme”. La nitidez del recuerdo, visual y táctil, acaso sea una señal de que ese encuentro en Saint-Tropez encierra la clave de su itinerancia actual por hoteles parisinos. Se habían visto años después de lo de Saint-Tropez y la última vez ella le entregó un recorte de periódico de cuando había conocido a Rigaud —entre el verano anterior a la guerra y el primer año de la Ocupación—. Era un anuncio muy breve, perdido entre ofertas de empleo y ventas inmobiliarias: “Se busca joven, Ingrid Teyrsen, dieciséis años, 1,60 m, rostro ovalado, ojos grises, abrigo sport marrón, jersey azul claro, falda y sombrero beige, zapatos sport negros. Enviar cualquier información a Sr. Teyrsen, bulevar de Ornano, 39 bis. París”.
“Se imaginan que en sus necrológicas pueden reconstituir el curso de una vida. Pero no tienen ni idea”, fue el pensamiento de Jean B. cuando leyó la nota inexacta del Corriere della Sera. Recomponer la vida, no de una, sino de seis mujeres, es lo que se propone el narrador de Recuerdos durmientes. A todas las conoció cuando tenía alrededor de los veinte años y ahora, cinco décadas después, escarba en su memoria para reencontrarse con Mireille Ourousov, Geneviève Dalame, Madeleine Péraud, Madame Hubersen y Martine Hayward, así como con una joven cuyo nombre no revela al lector. Incluso, recuerda a la hija de Stioppa, un amigo ruso de su padre que se movió en el mercado negro durante la ocupación nazi, a quien nunca conoció. Todas ellas representaron la ayuda anímica, afectiva o material que no tuvo de sus padres siempre ausentes: un hombre de negocios y una actriz teatral que dejaban a su hijo en un internado.
A estas alturas, ya habito con firmeza el París de Modiano, una ciudad en la frontera porosa que comparten la realidad, los sueños, la memoria y la imaginación. “Había en París zonas intermedias, tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso. Podía disfrutarse allí de cierta inmunidad. Habría podido llamarlas zonas francas, pero zonas neutras era más exacto”, según la descripción de Roland en un texto que estaba escribiendo cuando conoció a Louki. “… París está cuajado de puntos neurálgicos y de las múltiples formas que habrían podido adoptar nuestras vidas”, anota el narrador de Recuerdos durmientes.
Como Louki y Jean B., también ha estado huyendo por esas zonas y esos puntos parisinos: “En esa época de mi vida y desde la edad de once años desempeñaron un papel importante las fugas. Fuga de los internados, fuga de París en un tren nocturno el día en que tenía que presentarme en el cuartel de Reuilly para el servicio militar, citas a las que no acudía o frases rituales para escurrir el bulto: ‘Un momento, que voy por cigarrillos…’, y esa promesa que tuve que hacer cientos y cientos de veces sin cumplirla nunca: ‘Vuelvo enseguida’. Ahora siento remordimientos. Aunque no se me dé muy bien la introspección, me gustaría entender por qué la fuga era, como quien dice, mi forma de vida. Y me duró bastante tiempo, diría que hasta los veintidós años”.
No es el único guiño que hace Modiano al lector. A Geneviève Dalame la conoció en una librería de ciencias ocultas y siempre se sentaba al fondo del café, con la cabeza inclinada sobre un libro abierto. “Tiene una forma muy peculiar de vivir…, como si de vez en cuando estuviera ausente de su vida… ¿No le parece? (…) Es curioso que no se dé usted cuenta… A veces da la impresión de que va andando al lado de su vida… ¿Nunca se ha fijado? ¿Nunca le ha recordado a una sonámbula?”, recuerda que le preguntó Madeleine Péraud. “Reconozco que en la primera visita que hice a la ‘doctora Péraud’ me dije que resultaba tranquilizador estar resguardado del frío y del invierno en su piso y contestar a las preguntas que me hacía con voz grave y tan apacible”, anota en otra parte. Aquí, Guy Lavigne asiste a las veladas en casa de Martine Hayward, donde a su vez tuvo lugar el asesinato de un hombre relacionado con la mujer innombrada —“aún desconfío, pasados cincuenta años, de los detalles demasiados concretos que podrían permitir identificarla”—: una morena de ojos claros.
“Sí, mucha… Pero también tengo memoria para detalles de mi vida, para personas que me he esforzado en olvidar. Creo haberlo conseguido y, sin que me lo espere, tras montones de años, regresan a la superficie, como ahogados, al volver la esquina de una calle a determinadas horas del día”, le dijo varios años después de conocerla a la señora Hubersen, luego de que esta elogiara su vigorosa memoria por recordar las máscaras de África y Oceanía con que decoraba su casa. En Tinta simpática, una mujer emerge del pasado, pero no atraviesa losas de olvido voluntario para caminar de nuevo por un presente que los personajes habitan dudando de si están soñando, sino que ella misma está hecha de olvido.
“Me gustaría respetar el orden cronológico y anotar los momentos, en el transcurso de tantos años, en que Noëlle Lefebvre me volvió de nuevo a la cabeza, especificando en todas las ocasiones la fecha y la hora. Pero resulta imposible en un espacio tan prolongado de tiempo establecer un calendario así. Creo que es preferible dejar correr la pluma (…) Sobre todo, no hay que detenerse, sino conservar la imagen de un esquiador que se desliza por toda la eternidad por una pista bastante empinada (…) Un esquiador que se desliza por toda la eternidad. Hoy esas palabras me recuerdan la región de la Alta Saboya donde pasé unos cuantos años de mi adolescencia. Annecy, Veyrier-du-Lac, Megéve, el monte de Arbois”.
Noëlle Lefebvre estaba desaparecida y a él, Jean Eyben, que se había empleado en una agencia de detectives con la idea de que esa experiencia le habría de inspirar por si más adelante se dedicara a la literatura, le encargaron buscarla. Era un caso menor y no tenía casi nada para empezar. Estaba tan desorientado como en su oportunidad lo estuvo Caisley: apenas una carpeta azul cielo que contenía la ficha elaborada por su jefe, muy vaga, con su fecha y lugar de nacimiento, “un pueblo de los alrededores de Annecy. Alta Saboya”, y la propia agenda de Lefebvre, con anotaciones breves y crípticas en una veintena de días.
Tras varios días de indagación infructuosa, su jefe la dio por cerrada, pero a él no le sorprendió que desestimara el caso, ya había pensado que no le interesaba realmente y por eso aquella ficha tan incompleta, en la que acaso hasta habría inventado el lugar de nacimiento de Nöelle Lefebvre. “No estoy decepcionado”, le dijo. “Estaba incluso aliviado al pensar que se iba a desinteresar de ese caso. En adelante ya era solo cosa mía”. El impulso de esa búsqueda, alimentado por la oscura impresión de que había conocido a Noëlle Lefebvre con otro nombre, casi en otra vida, lo alcanza hasta el presente, más de treinta años después, cuando está escribiendo un libro y la retoma.
Por su investigación, viaja a Roma, donde conoce a una francesa encargada de una galería que le refuerza la sensación de que no ha estado buscando a una extraña. Quedan en cenar juntos al otro día y se despiden a las puertas de su hotel. Ella se va caminando para volver a su casa y, al compás de sus pasos, se suceden en desorden fragmentos de ese período de su vida que ha recordado por la reciente conversación. Cuando estaba con Sancho Lefebvre, a quien llamaban Serge, y de quien había huido después de vivir con él en Roma para esconderse en París, donde se reencontraron para volver juntos a la capital italiana y ya quedarse allí después de la muerte de Serge, “lo que era una forma de escapar. Una forma de escapar sin fin”.
Pero sin que se lo propusiera, ese esfuerzo de memoria mientras avanza por la vía Flaminia rasga velos más espesos, dejando al descubierto su infancia en Annecy, mucho antes de que huyera del lugar de su nacimiento y cambiara de nombre. Recuerda los coches de línea, que subían desde Annecy hasta su pueblo después de varias paradas. “Cogía esos coches de línea, tanto en verano como en invierno, a las mismas horas. Iban las mismas personas. Se había fijado en un chico de su edad. En verano cogía el coche de línea de las seis de la tarde en Annecy y se bajaba en Veyrier-du-Lac, inmediatamente antes de la curva de la carretera que iba tierra adentro. Los domingos por la tarde subía en la parada de Veyrier-du-Lac y se bajaba, igual que ella, a la entrada del pueblo en que ella vivía. Muchas veces iban sentados en un asiento corrido, al fondo, uno al lado del otro. Un día, a media tarde, en uno de los coches de línea de verano habían empezado a charlar (…) En invierno, en el coche de línea del domingo a última hora de la tarde, él volvía al internado…”.
Post scriptum:
Cera derretida
En estas novelas de Modiano, los personajes revisitan lugares de París para ayudarse a recordar, como esperando que sus caminatas generen ecos que lleguen al pasado y devuelvan a la consciencia, desde las profundidades de la memoria, rostros, frases, formas, momentos. “El rol del contexto parece ser especialmente importante acá: en igualdad de condiciones, tendemos a recordar mejor la información si estamos en un contexto físico y emocional similares al momento en que estuvimos expuestos a esa información”, explica Jonathan K. Foster en Memoria. Una breve introducción (2008). “… Lo que podemos recuperar depende en gran medida del contexto en el que se codificó o clasificó la información en primer lugar, y hasta qué punto coincide con el contexto de recuperación”.
Es consenso entre los investigadores contemporáneos considerar la memoria como un proceso selectivo e interpretativo, dinámico y expuesto a múltiples influencias y condiciones durante sus tres etapas fundamentales: codificación, almacenamiento y recuperación. El modelo es el mismo desde Platón, con la diferencia de que este la comparaba con hacer un grabado en una tableta de cera, la concebía como una entidad, una cosa estática.
La memoria retiene solo un detalle sobresaliente, mientras que el resto de lo que recordamos es una elaboración influenciada por el evento original, argumentaba Frederick Bartlett, autor de El recuerdo: Estudio experimental y social (1932) y artífice de la segunda gran tradición de la investigación en este campo, luego de que a finales del siglo XIX Hermann Ebbinghaus inaugurara los estudios sistemáticos sobre la memoria y el olvido e identificara dos principios fundamentales: hay dos tipos de memoria, de corto y largo plazo, y la repetición da lugar a la consolidación.
“Bartlett se refirió a esta característica clave de la memoria como ‘reconstructiva’, en lugar de ‘reproductiva’. En otras palabras, en lugar de reproducir el evento o historia original, derivamos una reconstrucción basada en nuestras presuposiciones, expectativas y nuestro ‘conjunto mental’ existentes (…) La esencia del argumento de Bartlett es que las personas intentan imponer un significado a lo que observan en el mundo, y que esto influye en su memoria de los eventos”, resume Foster.
Los personajes del escritor francés, instalados en el ahora, tratan de apreciar el conjunto de lo vivido, darle un orden y encontrarle un sentido, solo que en el acto de recordar deforman el pasado. Acaso sea por ese reflejo alterado que les devuelve el espejo de la memoria que todos comparten una sensación de extrañeza, la de estar viviendo en una zona de transparencia donde se mezclan presente y pasado.