300 palabras sobre La jaula, de Alberts Bels
A descubrirse a sí mismo le son favorables, como es sabido, los viajes y las situaciones extremas. De forma que Edmunds Bērzs, una vez dominado el pánico de verse encerrado en una jaula a la intemperie, hacerse a la idea de que su aislamiento podría prolongarse varios días y procurarse formas precarias de abrigo y alimentación, se volcó a su interior, mientras su esposa y la policía lo daban por muerto. Le sobraba tiempo y el bosque a su alrededor era un paisaje agotado, del que solo le interesaban la ardilla que le disputaba las avellanas y las torcaces que pudiera atrapar para comer. “El hombre no debe buscar consuelo en el interior de la jaula (…) No importa si se nace en ella o se llega a ella forzado por las circunstancias (…) Una jaula no puede justificarse. Uno no debe imaginar circunstancias atenuantes para la jaula”, llegó a pensar. Pero lo axial de sus reflexiones no era el cuestionamiento de su prisión —que siendo como es La jaula, del escritor Alberts Bels, una novela publicada en 1972 solo hubiera destacado para el lector la alusión al yugo soviético de Letonia—, sino la evaluación de su vida hasta ese momento: “… concluyó que había valido la pena. Su trabajo le había proporcionado alegrías y satisfacciones. Su tiempo libre lo había pasado divirtiéndose. Había amado y había sido amado. Había tenido amigos”. Sin embargo, también reconoció que casi siempre se había guiado por fórmulas y estereotipos sociales, antes que por sus propias ideas: por eso el afán de comprar carro, amueblar el apartamento e incluso visitar a sus padres más seguido en el campo, ahora que estaba de moda una propiedad campestre… ¿No había muchas personas que andaban por el mundo con sus barrotes a cuesta, cautivas sin saberlo?