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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Encontrar la respuesta

Oso, de Marian Engel

 
 

Oso, de la canadiense Marian Engel (1933-1985), se gestó como un relato de una treintena de páginas para un volumen colectivo de cuentos eróticos que nunca se publicó... Era una lástima, porque aquella narración le gustaba y además le iban a pagar algo de dinero, un alivio en una temporada de apremios económicos, divorcio, crianza de sus gemelos y visitas al sicólogo. La historia hibernó entre sus papeles, despertó, fue ampliada y, tras varios rechazos, publicada en 1976. Engel, que ya había publicado No clouds for glory en 1968 e Inside the easter egg en 1975, ambas sin mucho éxito, vio entonces cómo su fortuna cambiaba de signo: Oso, breve y polémica, se convirtió en una referencia del panorama literario canadiense.


Alarmó en su momento por narrar un caso de zoofilia, pero la novela de Engel, además de la desinhibición sexual y el halago del regreso a la naturaleza, aborda la búsqueda del sentido, la gran pregunta que tarde o temprano asalta a cualquiera que se detenga un minuto a mirar por encima de la valla de asuntos cotidianos.


Perdida entre papeles amarillentos en un sótano del Instituto Histórico, donde tenía sexo con el director una vez a la semana sobre el escritorio, la bibliotecaria Lou viajó un verano al norte del país, a una zona boscosa, de ríos, lagos e islas: un coronel había legado a la institución su casa y su biblioteca, y ella debía inventariar la herencia. Cuando llegó a su destino, el hombre que le sirvió de enlace le comunicó la novedad: la propiedad incluía un oso.


La relación que entabló con el animal le fue descubriendo cosas que nadie nunca antes había sido capaz de hacerle sentir. En un momento se cuestionó por haber ido demasiado lejos, pero tuvo que admitir que había llegado a amarlo. “Había en él unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto. Se acostaba sobre su panza y él le daba golpecitos con las zarpas. Tocaba la lengua del oso con la suya y notaba su grosor…”.


Sin embargo, esa comunión transgresora debía, por fuerza, terminar: un oso, como le advirtió desde el principio el hombre que la ayudó a instalarse, es un animal salvaje pese a su comportamiento dócil; que no lo olvidara nunca. Fue lo que ocurrió y Lou regresó a la ciudad con un verdugón que le cruzaba la espalda. Pero, al mismo tiempo, “lo que él le había transmitido, Lou lo desconocía. No era la simiente de los héroes, ni magia, ni ninguna virtud asombrosa, porque ella seguía siendo la misma; pero por un momento intenso y singular había notado en los poros de su piel y en el sabor de su boca que sabía para qué servía el mundo”. Había encontrado una respuesta.

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