Berta Isla (y Tomás Nevinson), de Javier Marías
Se ennoviaron en el tramo final del bachillerato, cuando los dos contaban 15 años de edad. Ella, una madrileña de cuarta o quinta generación. “Si se analizaban sus rasgos, ninguno era deslumbrante, pero su rostro y su figura en conjunto resultaban turbadores, ejercían la atracción irresistible de las mujeres sonrientes y proclives a la carcajada”. Era el tipo de chica de sincera afectuosidad a la que todos, varones y hembras, quieren orbitar. Él, de padre inglés y madre española, “era bastante bien parecido y algo más alto que la mayoría” e igualmente “era el todo lo que poseía atractivo, o encanto, y en él imperaba, más que el aspecto, el carácter irónico y liviano, propenso a las bromas suaves y despreocupado”. La mitad masculina del Colegio Estudio volvía la cabeza para mirar a Berta, mientras que muchas de las muchachas se habían fijado en Tomás, procedente del Instituto Británico, donde se cursaba hasta el tercero de la secundaria. De manera que cuando se emparejaron, a unos y otras no les quedó más salida que la conformidad y albergar la ligera envidia presente en la constatación de que tenían todo para ser una pareja feliz.
Al graduarse, Tomás se matriculó en Oxford. Hablaba el inglés y el español como los nativos de ambos países y tenía una facilidad eslava para aprender lenguas, amén de su capacidad para las imitaciones. Tal prodigio no pasó inadvertido para uno de sus profesores, Peter Wheeler, que en el pasado estuvo en los servicios secretos de Su Majestad y vio con claridad el potencial de uso que tendría en un ámbito donde el fingimiento es decisivo. A Tomás lo sorprendió la propuesta de convertirse en espía, no creía que una habilidad que solo había empleado para divertir a sus amigos, quienes siempre le pedían imitar a alguien en las fiestas, pudiera serle útil al Reino. Además, no se consideraba un hombre de acción. A sus veintiún años, solo preveía regresar a España con su título de Bachelor of Arts, casarse con Berta, encontrar un empleo: dijo que no.
Sin embargo, por un confuso episodio con una amante ocasional que resultó asesinada (o eso creyó él), la única alternativa que se le presentó fue escoger entre ir a juicio y probablemente a la cárcel o formar parte de la élite que, según el profesor, moldeaba el mundo. No la integraban los gobernantes ni los científicos ni los militares. “Quienes actúan envueltos en niebla y de espaldas al resto, y no reclaman ni necesitan reconocimiento, esos son los que turban más el universo. Muy escasamente, cierto. Pero al menos lo hacen incomodarse un poco en su sillón y adoptar otra postura. Es lo máximo a lo que podemos aspirar los individuos, para no ser tristes desterrados completos”, le había dicho el catedrático. “A todos nos influye el universo sin que nosotros podamos influir en él lo más mínimo, o apenas”, agregó, completando su argumento de que si algo caracterizaba a toda la humanidad, era esa limitada injerencia. Así, cuando Tomás regresó a Madrid, comenzó a trabajar en la embajada inglesa en España.
La decisión de Tomás, si es que en justicia puede afirmarse que estuvo en posición de decidir, torció su vida e hizo vivir a Berta, con quien se casó y tuvo dos hijos, la experiencia de la ausencia, que es de lo que se ocupa Berta Isla (2017).
Tener conciencia de la ausencia pasa por albergar antes el interés, deseo o expectativa de conocer o sentir, de acuerdo con lo que leo en un artículo del filósofo mexicano Héctor Sevilla Godínez, de título tan intimidante para el lego: “El vínculo de la nada con el cero, la negación y la ausencia”. Si no se tiene esa predisposición, no se capta que una persona, objeto o hecho esté ausente. Cuando alguien se encuentra en una plaza sin más propósito que dar de comer a las palomas o sentado a la mesa de un café por la sola distracción de mirar pasar a la gente en la calle, y no porque está allí citado con una persona que aún no llega, no se plantea que nadie esté ausente. De igual manera, si nos trae sin cuidado el cultivo de las orquídeas, no se echa de menos desconocer que las especies de los géneros Vanda, Myrmecophila y Spathoglottis necesitan de pleno sol, mientras que las Dendrobium, Cattleya, Encyclia, Laelia y Calanthe requieren mucha luz pero languidecen con la incidencia directa de los rayos solares.
Otra condición para la captación de la ausencia, según Sevilla Godínez, es percibirla al no percibir algo: “En este momento puedo tener la expectativa de que un libro perdido se encuentre en mi librero. Al buscarlo y no encontrarlo, me doy cuenta de que no está ahí, capto su ausencia y se vuelve claro su no-ser frente a mí en ese espacio específico. Pero esta ausencia del libro es solo en el sentido de no estar siendo percibido, es una afirmación relativa a un modo de ser de algo que, de cualquier modo, sí existe: mi libro. El objeto del que hablamos no está frente a mí, pero eso no significa que no sea; en tal caso, su presencia es lo que no es”.
Berta, desde luego, deseaba conocer a fondo a su pareja y padre de sus hijos. Es una ilusión querer saberlo todo del otro, porque cada uno es en última instancia una caja negra para el resto, un misterio incomunicable, pero es natural pretenderlo y más si se trata de quien duerme a nuestro lado. Tomás, oficialmente, era un funcionario diplomático y como tal no resultaba extraño que con frecuencia estuviera fuera de España, pero sí lo eran la extensión de esos viajes, hasta de dos o más meses, y que durante esos lapsos no hubiera manera de comunicarse con él, por si surgía una emergencia con los niños o porque ella quisiera saludarlo, decirle que lo extrañaba y preguntar qué tal iba todo.
Ella experimentaba la ausencia no solo en su condición objetiva (Tomás, en efecto, no estaba en Madrid durante largos períodos), sino también en su sentido subjetivo porque cuando su marido volvía a Madrid le costaba reconocerlo, estaba más gordo o más flaco, con el cabello más largo o más corto, más moreno o más pálido, una vez con una cicatriz en la mejilla que desapareció en el siguiente retorno. Además, daba la impresión de que hubiera envejecido en su interior, con sus problemas para dormir, su abatimiento y su nerviosismo. También notaba que le hacía el amor con la distancia de quien solo busca aliviar tensiones, ganar una tregua momentánea en el placer. Incluso en una oportunidad le causó pánico porque le habló todo el tiempo en inglés, con un acento como de película del oeste: “La disociación entre Tomás y su voz y su acento me hacía sentirme insegura, o incomprensiblemente en peligro, como si pisara un terreno inestable: si podía transmutarse de aquel modo, sería capaz de cualquier cosa, pensé, de no ser él tampoco en sus actos”.
Después de varias tentativas, había aceptado no preguntarle más por lo que hacía o dejaba de hacer durante sus viajes, hasta que una arista de su secreto puso en peligro la vida de su primogénito y el genuino interés de conocer se transformó en exigencia. Incluso entonces fue poco lo que Tomás le reveló, que trabajaba para el Foreign Office, como ella sabía, y también para los servicios secretos: “Hacemos pero no hacemos, o no hacemos lo que hacemos, o lo que hacemos no lo hace nadie. Simplemente sucede, como un fenómeno atmosférico”, le repitió estas palabras de su reclutador y jefe, Mr. Tupra, y le advirtió que una parte de su vida no le incumbía “porque aunque ocupe tiempo no existe, ni siquiera para ti. Ni para mí”.
Así, Berta vivía la ausencia tanto porque Tomás defraudaba sus expectativas de saber con exactitud la naturaleza de su ocupación, como porque al percibir al hombre que regresaba a su casa no lo percibía a él, no originalmente al menos, algo faltaba. Pero, además, con ella se le imponía también el miedo del amante que espera. El otro, el ausente, no ha dejado de ser, solo que sigue siendo en otro lugar, lejos, y por eso el que aguarda amando no puede dejar de temer el abandono, acaso para siempre, como en su momento tuvo que convencerse de que le había ocurrido a ella.
En esas condiciones, apenas si era inevitable que a Berta la tocara la soledad. Se había graduado en la Complutense en Filosofía y Letras, daba clases universitarias de literatura inglesa y se ocupaba de sus hijos, Guillermo y Elisa, en ese tiempo vivido como dilapidado mientras Tomás no estaba en Madrid, y después, cuando lo creyó definitivamente ausente, había en su cama el calor de amantes ocasionales. Pero su padecimiento no podía aliviarlo rodeándose de gente porque su soledad no residía en una condición objetiva (el aislamiento), sino que la vivía como una fractura íntima del vínculo con el ser que, siendo una estudiante en el Colegio Estudios, había resuelto amar. “Ya podía Tomás haber vuelto cambiado, ya podía haberse hecho mayor de golpe, ya podía acumular pesadumbre o turbiedad, que yo conviviría con ello y maduraría a marchas forzadas si él me requería a su nivel; pero no iba a echarme atrás. No era solo por la inversión, era que estaba resueltamente enamorada de él, y si utilizo este adverbio es a conciencia: no solo lo estaba desde la adolescencia, sino que había resuelto estarlo y había aprobado esa resolución, y no hay nada más inamovible que la conjunción de voluntad y sentimiento”.
Post scriptum:
Derecho a la vida: aplican algunas restricciones
Paul von Hartmann, joven funcionario políglota de la Cancillería, ha tenido la oportunidad de dispararle cuando se quedó a solas con él, en los breves minutos que se le concedieron para entregarle el resumen diario de la prensa internacional. Es 1938, en marzo ha ocurrido la anexión de Austria y ahora, en septiembre, acaba de celebrarse en Múnich la conferencia entre Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña que cedió los Sudetes, una región checoslovaca de población germana, al Tercer Reich. Hartmann milita en la clandestina oposición, su exnovia ha sido víctima de la violencia institucionalizada contra los judíos y ha tenido en su poder un documento confidencial de 1937 donde se explicita el plan alemán de dominio europeo…
—Podría haberle disparado a Hitler. Estuve tan cerca de él que sentí su aliento. Sentí el arma en la mano, pero mi mano no se movía —le cuenta a su amiga en la conspiración.
—¿Sabes por qué?
—¿Qué me daría el derecho? —le responde Hartmann en Munich, the edge of war, película recién estrenada en Netflix.
Es la misma duda que paraliza a Tomás Nevinson en su última misión, pese a que desde que lo reclutaron en Oxford le repiten que los servicios secretos están allí para evitar desgracias al Reino, para garantizar que sus mayorías vivan tranquilas en la cotidianidad. Es un trabajo en las sombras, como se lo advirtió Wheeler, y en esas mismas mayorías se encontraría alguna oposición a sus métodos si se enteraran, pese a que ir a comprar el pan cada mañana, que el transporte y los servicios funcionen y que, en suma, haya paz depende de lo que ellos hacen porque la paz siempre es solo aparente. Las amenazas nunca desaparecen, apenas si se neutralizan cada vez y por poco tiempo. Nevinson ha llegado a abrazar con entusiasmo esa justificación, pero ahora no puede hacer lo que le ordenan.
Mr. Tupra lo ha sacado de su retiro para ese trabajo. Se trata de identificar a una “durmiente” del Ejército Republicano Irlandés entre tres sospechosas que han ubicado en una ciudad del noroeste de España. Una de ellas ha tenido participación activa en sendos atentados de ETA en Zaragoza y Barcelona. Es un favor personal de Tupra, que está actuando bastante por la libre en este asunto, pero forma parte de la colaboración entre los servicios secretos de Gran Bretaña y España: si el IRA y ETA se apoyan entre sí, resulta lógico y deseable que ellos también lo hagan. Nevinson acepta porque una vez que se ha estado dentro ya no se puede estar fuera, ha vivido partido en dos y extraña la tensión y el sobresalto: le cuesta ser solo Tomás Nevinson y no James Rowland, David Cromer-Fylton o cualquiera de los otros que ha sido al mismo tiempo durante 20 años. Por la necesidad de recuperar esa identidad fragmentada, le dice que sí a Mr. Tupra, pero solo después es que se entera, por el contacto de la embajada británica, de que si no logra reunir suficiente pruebas para llevar a juicio a la culpable, deberá encargarse personalmente de ella, “sacarla del cuadro”, como se dice. Aún más, si ni siquiera logra identificar a la “durmiente”, habrá que aniquilar a las tres para asegurarse, aunque para esto pueden enviar a cualquiera de Londres. Él solo ha matado en dos ocasiones y en defensa propia. “Yo fui educado a la antigua y nunca creí que me fueran a ordenar matar a una mujer”, así comienza Tomás Nevinson, que Marías publicó en 2021.
Aunque hermanada con Berta Isla, el escritor precisa en los agradecimientos que no llega a ser una continuación de esta, son novelas independientes. La continuidad solo la forja el lector de ambas por unas necesarias referencias a Berta y a la vida de Nevinson con ella que dan contexto a la aceptación del pedido de Mr. Tupra. Es la de Tomás, según el trazo de Berta Isla, una vida marcada por la turbiedad, las sombras y la niebla, solo alcanzada por una luz indirecta. No puede ser de otro modo para un espía, desde luego, pero en su caso hay que sumar que nunca le interesó mucho darse a conocer ni era partidario de la introspección. Como es de esperar desde el título, Tomás Nevinson arroja mucha más luz sobre las zonas umbrías del personaje, pero no gira en torno a la descripción de lo que hizo Tomás en sus años fuera de Madrid, lo cual hubiese reducido la novela a una trama de espionaje y, por lo demás, es evitado por Marías, porque lo esencial es la reflexión sobre arrogarse, individual o institucionalmente y por tanto, en este caso, casi siempre de forma anónima e impune, como hace el Estado, de manera secreta y no pocas veces a cielo abierto y hasta apoyado en falsedades, el derecho de matar a otro.
A Mr. Tupra le decepciona que Nevinson ponga en duda la prerrogativa de los servicios secretos para proceder como lo hacen; nadie dice que sea una tarea agradable, pero es indispensable para la protección del Reino y su realización está por encima de cualquier escrúpulo y consideración. Además, a diferencia de las agrupaciones terroristas, al Estado no lo mueve el odio, sino el interés de garantizar el bienestar general. ¿Por qué se ablanda tanto Tomás? Que no haya pruebas sobre la culpabilidad de esas tres mujeres y menos sobre sus intenciones futuras, no cambia las cosas, la prevención es un componente de la defensa, como él debería saberlo.
Tomás y Paul se abstienen porque sienten que su responsabilidad particular en la muerte de otro no la diluirá ni la razón de Estado (tan amplia que puede avalar un aniquilamiento preventivo) ni el hecho de saber en 1938 qué se propone el Führer, conocimiento que justificaría su asesinato. Aunque sus acciones evitaran más atentados del IRA y la guerra con Francia y Gran Bretaña, ellos tendrían que vivir con la conciencia de haber matado.
Este dilema ético no se lo plantea el común de los ciudadanos. Sin detenerse a reflexionar, por lo general la gente suele desear o cuando menos aprobar la muerte del criminal y del terrorista; no les parece que merezcan menos por cargarse la vida de otros, sin importarles siquiera que se trate de los inocentes a los que una explosión sorprende en un centro comercial o mientras pasean en una clara mañana por la calle. Pero es así siempre y cuando no les corresponda, por propia mano, hacer efectiva la muerte que avalan con su tajante opinión. Está visto, además, que tampoco existe encrucijada ética en los pasillos oficiales. En la ficción de Marías morirían la dueña de un restaurante, una maestra o la esposa de un empresario, o las tres, en la realidad han muerto muchísimos porque había la necesidad de garantizar un espacio vital o por sospechas infundadas de que un país poseía armas de destrucción masiva. El sentido de responsabilidad por esas muertes solo aparece, cuando lo hace, si las cosas salen mal: únicamente en la derrota se exigen explicaciones, en la victoria todo está justificado, incluido lo más atroz que haya ocurrido.