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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Georges Perec, sus enumeraciones

Tentativa de agotar un lugar parisino y otros textos

 


 

Resulta difícil imaginar que pasó inadvertido. Estuvo allí entre el mediodía y las 2:45 pm del 18 de octubre y luego desde las cinco hasta un cuarto para la siete de ese mismo día, cuando la lluvia fuerte y la llegada de la noche dieron a los transeúntes un aspecto irreal y borraron los contornos de la iglesia. También entre las 11:30 de la mañana y el principio de la tarde del domingo 20. Si no hubiera llamado la atención por el desorden de su cabello, disparado en todas direcciones como una explosión, ni por aquella barba partida en dos que solo se asía del mentón, como un par de arbustos que crecieran sobre un peñasco, sin duda tuvo que hacerse notar porque era el único cliente que miraba a través del cristal del café como si estuviera componiendo una imagen panorámica para, poco después, escribir febrilmente. Tras unos minutos de desesperada escritura para registrar lo máximo del momento de trajín citadino observado, volvía a levantar la cabeza y el ciclo comenzaba de nuevo. Hay una fotografía de Pierre Getzler que lo captó en algún instante de aquellas horas, quizás antes de que comenzara su registro, a juzgar por la forma como sostiene el lápiz y porque el bloc permanece cerrado, además de que el cenicero, acompañado en la mesa por una taza de café con la cucharita dentro, una cajetilla de cigarrillos, fósforos y algo que parece una servilleta arrugada, está casi vacío.


Es Georges Perec en 1974, sentado en el Café de la Mairie, en la rue des Canettes, a pocos metros de la Place Saint-Sulpice, como lo estuvo también en el Tabac Saint-Sulpice, en la Fontaine Saint-Sulpice y en un banco durante aquel fin de semana dedicado al ejercicio de la vertiente sociológica de su escritura: la interrogación de su entorno cotidiano, de lo normal, de lo habitual, de lo que de tanto estar ahí ya no sorprende y, sin embargo, sigue conteniendo mucho de la trama de la vida. “Cómo hablar de esas ‘cosas comunes’, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos”, se interrogó Perec en “¿Acercamientos a qué?”, introducción a su libro Lo infraordinario (publicado póstumamente, en 1989). Pues una forma, al menos la que él encontró y es la que está practicando cuando lo vemos en el Café de la Mairie, es la enumeración minuciosa.


Al mediodía de aquel viernes anotó cosas así (Tentativa de agotar un lugar parisino, 1975):


“varias decenas, varias centenas de acciones simultáneas, micro-acontecimientos, cada uno de los cuales implica posturas, actos motores, gastos específicos de energía:


”discusiones de a dos, discusiones de a tres, discusiones de a varios: el movimiento de los labios,


”los gestos, las mímicas expresivas


”modos de locomoción: marcha, vehículos de dos ruedas (sin motor, a motor), automóviles (coches privados, coches de empresas, coches de alquiler, auto-escuela), vehículos utilitarios, servicios públicos, transportes colectivos, autobuses de turistas


”modos de llevar (en la mano, bajo el brazo, sobre la espalda)


”modos de tracción (changuitos para las compras)


”grados de determinación o de motivación: esperar, vagar, vagabundear, errar, ir, correr hacia, precipitarse (por ejemplo, hacia un taxi libre), buscar, callejear, dudar, caminar con paso decidido


”posiciones del cuerpo: estar sentado (en el autobús, en los coches, en los cafés, sobre los bancos)


”estar de pie (cerca de las paradas de autobús), frente a una vidriera (Laffont, pompas fúnebres), al lado de un taxi (el que paga)”.


Perec explicó que escribía desde cuatro perspectivas: “El mundo que me rodea, mi propia historia, el lenguaje y la ficción”. Para todas ellas, que se mezclan y suelen registrarse combinadas en sus libros aunque predomine una u otra, ya sea el acercamiento sociológico o la autobiografía, los juegos formales de la escritura o la invención, el escritor francés se valió desde su primera novela (Las cosas, 1965) de la enumeración, de las descripciones meticulosas. “El demonio del coleccionismo flota constantemente en las páginas de Perec (…) la exactitud terminológica era su forma de poseer”, escribió su amigo Italo Calvino en “Multiplicidad”, una de las conferencias del libro Seis propuestas para el próximo milenio.


En Las cosas, el primer capítulo está dedicado a la descripción detallada de la casa típica de quien ha logrado el éxito la riqueza suficiente según los estándares del sistema capitalista. Después de inventariar la decoración, los muebles, los objetos de las diversas estancias del inmueble, el narrador se imagina que “la vida, allí, sería fácil, sería simple. Todas las obligaciones, todos los problemas que implica la vida material hallarían una solución natural. Cada mañana iría una asistenta. Cada quince días traerían el vino, el aceite, el azúcar. Habría una cocina espaciosa y clara, con azulejos blasonados, tres platos de loza decorados con arabescos amarillos, con reflejos metálicos, armarios por todas partes, una hermosa mesa de pino en el centro, taburetes, bancos. Sería agradable ir a sentarse allí, cada mañana, después de una ducha, apenas vestido”. El tiempo verbal de todo el capítulo es el condicional porque expresa el deseo de los jóvenes Jérôme y Sylvie de vivir en un lugar como el descrito, en vez del apartamento de apenas 35 metros cuadrados que pueden alquilar con sus ingresos de encuestadores de agencias de publicidad. No anhelan más que ser ricos y poseer todo cuanto les deslumbra en los escaparates de las tiendas.


Pero están atrapados, porque ese mundo que los alimenta de anhelos por lo material les exige a cambio renunciar a su preciosa inactividad, a su vida libre y despreocupada, para conseguir trabajo estable, cumplir horarios, endeudarse…, como han ido haciendo cada uno de sus íntimos amigos. Solos en París, deciden emplearse como profesores de francés en Túnez; aunque de momento solo trabaja Sylvie, no tienen apuros económicos, pero allá todo resulta demasiado vacío, no hay cosas con que llenar las habitaciones de techos altos, esos espacios desnudos inmensos. Regresarán a Francia y el narrador empleará ahora el tiempo futuro para anticipar el triunfo de la sociedad de consumo: “Entonces un día —¿no habían sabido siempre que vendría ese día?—, decidirán acabar, de una vez para siempre, como los otros. Sus amigos, enterados, les buscarán trabajo. Los recomendarán a varias agencias. Escribirán, llenos de esperanza, curriculum vitae cuidadosamente estudiados. La suerte —pero no será exactamente una suerte— los acompañará. (…) Y será así como después de unos años de vida vagabunda, cansados de no tener dinero, cansados de contar y de echarse en cara el contar, Jérôme y Sylvie aceptarán —quizá con gratitud— el doble empleo responsable, acompañado de una remuneración que podrá, con rigor, pasar por un chollo, que les ofrecerá un magnate de la publicidad”.


En Lo infraordinario está incluido el texto “La calle Vilin”, donde Perec (1936-1982), hijo de judíos polacos, pasó parte de su infancia antes de que su madre lo enviara en 1942 a vivir a Villard-de-Lans, con una tía paterna, para salvarlo de las deportaciones. Su padre había muerto por una herida de guerra en 1940 y su mamá sería una de las víctimas de Auschwitz hacia principios de 1943. En seis ocasiones, entre febrero de 1969 y septiembre de 1975, recorrió la vieja calle de su temprana niñez y describió con escrupulosidad de notario su transformación en una arteria vial más moderna.


De su visita de noviembre de 1972, escribió:


“El n° 1 sigue ahí. El 2, el 3: pinturas y confección ‘El buen recibimiento’; el 4: Botonerista (cerrado); el 5: ¿lechería convertida en fontanería? El 6: peluquería. El 7 lo han tirado. El 8, ¿el 9? El 10: tratamiento de pieles; el 11 lo han tirado; el 12: Selibter, el 13 lo han tirado; el 14: un edificio derruido, una tienda aún en pie; el 15 derruido por completo, ¿el 16? El 17: bar-bodegas. El 18: Hôtel de Constantine. ¿19? ¿20? 21 derruido. 22: Hôtel-café. ¿23? 24 sigue intacto, 25: un local cerrado; 26: ventanas clausuradas, 27 tapiado, 28, 30, 36 sigue en pie.


”Un gato atigrado y un gato negro en el patio del 24.


”Tras el 27, del lado de los impares, ya no hay nada; tras el 36, del lado de los pares, ya no hay nada. Sobre el edificio del n° 30, carteles de Johnny Halliday.


”Arriba del todo: APLICACIONES PLÁSTICAS.


”En el solar, obras de demolición.


”Palomas, gatos, carcasas de coches.


“Me he vuelto a encontrar a un crío de 10 años; nació en el n° 16: se va a su país, Israel, en ocho semanas”.


Así como “La calle Vilin”, hay otros textos basados en enumeraciones y lo advierten desde su título: “Tentativa de inventario de los alimentos líquidos y sólidos que engullí en el transcurso del año mil novecientos setenta y cuatro” (Perec: “Es una forma de escribir una autobiografía, otra manera de hacerlo. También se puede llegar ahí relatando la historia de nuestros gatos o describiendo todas las habitaciones en las que uno ha dormido”) y “Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos”. Este último consta de notas breves y repetitivas en su contenido, como si el escritor hubiese querido advertir que la captura de un lugar es imposible sin la exhaustividad de una descripción. Por su forma, “Doscientas cuarenta…” evoca en el lector de Perec a su Me acuerdo (1978), donde anotó de manera concisa 480 recuerdos: “El principio es bastante sencillo: intentar sacar a la luz un recuerdo casi olvidado, no esencial, banal, común, si no a todos, por lo menos a muchos”, lo que hizo de este libro una crónica de Francia entre 1946 y 1961.


Otro tanto ocurre con el relato “Still life/Style leaf”, que remite a El gabinete de un aficionado (1979) porque en ambos Perec juega con la idea del infinito, como en el conocido efecto de colocar un espejo frente a otro. “El escritorio sobre el que escribo es una antigua mesa de joyero, de madera maciza, provista de cuatro grandes cajones y sobre cuya superficie, ligeramente aplanada con respecto a los bordes, sin duda para impedir que las perlas que en otra época se calibraban sobre ella caigan al suelo, se despliega un paño negro de una textura extremadamente tupida. Está iluminada por una lámpara articulada, de metal azul, con pantalla cónica, fijada por una especie de abrazadera a uno de los estantes habilitados en la pared, a la izquierda y un poco hacia delante de la mesa. En el extremo izquierdo de la mesa se encuentran dos bandejas rectangulares, de vidrio grueso, dispuestas una junto a otra. La primera contiene una goma blanquecina sobre la que está escrito en negro STAEDTLER MARS PLASTIC, un cortaúñas de acero pulido, un librito de cerillas que muestra sobre un fondo amarillo anaranjado un dibujo rojo estilo Vasarely, una calculadora marca CASIO en la que el número 315308…” y así continúa por varias páginas, detallando todo lo que hay sobre y cerca del escritorio hasta que menciona que “en primer plano, destacando claramente sobre el paño negro de la mesa, se encuentra una hoja de papel a cuadritos, de formato 21 x 29,7, casi totalmente cubierta por una escritura exageradamente abigarrada…”: lo que acabamos de leer.


Por su parte, El gabinete de un aficionado gira en torno a la pintura homónima del pintor estadounidense de origen alemán Heinrich Kürz, que se exhibe por primera vez en público en 1913, a propósito de la celebración en Pittsburgh, Pensilvania, de los 25 años del reinado del emperador Guillermo II. El cuadro pertenece al empresario cervecero Hermann Raffke, quien aparece representado en una amplia habitación sin puertas ni ventanas y con las paredes cubiertas por más de cien cuadros, viendo en el fondo de la estancia el cuadro que le representa mirando su colección de cuadros y todas las pinturas reproducidas de nuevo. Es tal la maestría de Kürz, que todos los cuadros son duplicados perfectos en los planos sucesivos de la obra, pero con sutiles variaciones en cada paso de la progresión. Por ello, los visitantes más maníacos acuden con lupas para descubrir los cambios y para determinar el punto final de aquella prodigiosa ilusión. Perec enumera con diversos niveles de detalle 47 de las pinturas de Raffke, según ha hecho notar la ilustradora Isabelle Vernay-Lévéque, a quien la novela sedujo al punto de pintar “El gabinete de un aficionado” como un encargo ficticio en 1981.


La obra de Perec es muy singular y debe mucho, como reconoció él mismo (“Me siento realmente como un producto del OuLiPo”), al Ouvroir de Littérature Potentielle (suele traducirse como Taller de Literatura Potencial y es conocido por su acrónimo francés), al que ingresó en 1967; fundado por Raymond Queneau y Francois Le Lionnais en 1960, está dedicado a la búsqueda de constricciones a veces matemáticas a partir de las cuales escribir. Su díptico La disparition (1969)-Les revenentes (1972) es quizá el ejemplo más citado de su escritura oulipiana: la primera es una novela donde no aparece nunca la letra “e”; en la segunda, todo está escrito exclusivamente con esta vocal. Pero igualmente su más célebre obra, La vida, instrucciones de uso (1978), es oulipiana: narra las historias de los habitantes de un edificio parisino. Según lo contado por Calvino en “Multiplicidad”, el plano del inmueble es de 10 por 10 cuadros y Perec pasa de una habitación a otra (de un capítulo a otro) con el salto del caballo del ajedrez, siguiendo un orden que le permite recorrer todas las casillas; para su contenido, el escritor galo listó temas en un total de 42 categorías y decidió que en cada capítulo debía figurar al menos un tópico de cada una, incluso en los más breves. “Frecuenté a Perec durante los nueve años que dedicó a la redacción de la novela, pero conozco solo algunas de sus reglas secretas”.


En efecto, las reglas en las que basó esta novela están ocultas. “Yo le haría un reproche a La Disparition: es demasiado sistemática. El artificio formal sobre el que se funda el libro, la desaparición de la ‘e’ permite relatar la historia, pero es frustrante para el buen lector. Siempre se puede decir: sí, es un libro sin ‘e’. ¡Ah, vale, entonces es una farsa! El lector puede tener la impresión de que se juega con él y no de que se está jugando juntos. Esta es una de las razones por las que La Vie mode d’emploi se basa en sistemas de constricciones que son aún más difíciles que en La disparition pero que no se ven”, declaró Perec en una entrevista de 1979.


A mí el Perec de la pasión taxonómica y los ordenamientos, que expresan su propósito de hacer sensible un espacio real o ficticio mediante el método de inventariar todo lo que contiene, me remitió a las enumeraciones de Borges en sus relatos dedicados a la idea de abarcar la totalidad: la enciclopedia en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el catálogo de todos los libros en “La Biblioteca de Babel”, las clasificaciones propuestas en “Funes el memorioso”, las categorías de representación en “El Congreso” y, obviamente, la relación de lo visto en “El Aleph”. Quizá haya sido por esta conexión que cuando leí el primer libro de él, Tentativa de agotar un lugar parisino, tuve la vaga sensación de que ya sabía de este escritor francés… Lo habría reconocido en el Café de la Mairie.


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