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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Herr Heidegger, ¿qué piensa hacer usted?

La sombra de Heidegger, de José Pablo Feinmann


 


 

“Rogamos haga llegar nuestra adhesión al Gobierno de México”. El telegrama de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou estaba fechado el 23 de octubre de 1968, veintiún días después de que el ejército azteca disparó contra la multitud estudiantil congregada en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Lo encontró el investigador mexicano Sergio Aguayo y lo incluyó en su libro 1968: los archivos de la violencia, publicado en 1998, pero fue en 2004, cuando se hicieron públicos otros documentos oficiales desclasificados, que el mensaje de solidaridad de los escritores argentinos infló un pequeño escándalo. “Fue enviado al presidente Gustavo Díaz Ordaz por medio del secretario de Gobierno Luis Echeverría, equivalente al ministro del Interior de su país. El documento pertenece al Fondo Gobernación, sección Dirección General de Seguridad, volumen 2.985”, explicó a La Nación la directora de Análisis Histórico de la Fiscalía Especial para Desaparecidos, María de los Ángeles Magdaleno Cárdenas.


En la misma nota del diario porteño, de marzo de 2004, se recogió una declaración de María Esther Vázquez, biógrafa de Borges: “No creo que Borges, que nunca tuvo militancia política, ni Adolfito Bioy, que nunca se comprometió con nada ni con nadie, ni Peyrou, que fue víctima de la represión peronista, hubieran firmado jamás un telegrama de ese calibre”. En su opinión, “alguien los engañó y ellos no tenían la menor idea de qué se trataba. O el documento es totalmente falso. No creo que a sabiendas ninguno de los tres firmara en favor de una matanza”. Que el autor de Ficciones fue siempre apolítico lo recordó también en esa nota periodística Fernando Soto, apoderado de María Kodama en la Fundación Borges.


En 2006, a Vázquez, Soto y al resto de los escépticos no les quedó más salida que admitir la existencia de aquella manifestación vergonzosa de apoyo. Ese año se publicó Borges, el diario donde Bioy Casares registró más de medio siglo de su legendaria amistad con el gran escritor. Allí incluyó dos entradas sobre el telegrama. En la del 22 de octubre de 1968, escribió que había llamado a Borges para comentarle sobre la petición de Elena Garro: “... pide telegrafiemos nuestra solidaridad a Díaz Ordaz, ministro de gobernación mexicano (sic), por los últimos sucesos. Explica Helena que los comunistas tirotearon al pueblo y al ejército y ahora se presentan como víctimas y calumnian; que hay peligro de que el país caiga en el comunismo”. Quería, la mexicana, que lo firmaran también las hermanas Ocampo, Victoria y Silvina, esposa de Bioy Casares. Mientras, en la anotación del 10 de diciembre asentó: “Comen en casa Di Giovanni y Borges. Éste me muestra una carta del presidente de México, en que nos agradece el apoyo por los recientes sucesos (escrita con delicadeza y con discernimiento). ¿Cierto halago, de que un presidente nos llame distinguidos y finos amigos?”.


“Es verdaderamente lamentable para la memoria de Borges, pero como también felicitó a Pinochet en su momento, es probable. Se puede ser un genio literario y un idiota político”, resumió en 2004 el escritor mexicano Carlos Fuentes al comentar el hallazgo del documento. Justo Fuentes (1928-2012), a quien no le faltaron críticas por sus bandazos políticos y fue embajador en Francia con Luis Echeverría, sucesor de Díaz Ordaz en la Presidencia y considerado el verdadero instigador de la matanza de Tlatelolco…


Así como Borges confirmó la veracidad del telegrama, también demostró lo acertado de la caracterización de Fuentes. Por esos días de 1968, Borges y Bioy Casares, junto con el cineasta Hugo Santiago, estaban más enfrascados en el argumento de una película (basada en la idea de “un hombre, que se transforma, no como Mr. Jekyll, en otro, sino en otros, en cuatro o cinco. A toda velocidad inventamos”) que pendientes de las protestas estudiantiles en México y accedieron desaprensivamente al pedido de Garro: Bioy Casares confundió a Díaz Ordaz con su ministro y Borges se limitó a apuntar que “Victoria, como (Eduardo) Mallea, es una de esas personas que para darse importancia quieren saber exactamente lo que firman”.


Pero la frivolidad del genio es insuficiente para explicar todos los casos controvertidos de relación entre el intelectual y el poder político. No alcanza, por ejemplo, cuando se trata de la filiación nacionalsocialista de Martin Heidegger (1889-1976), cuya obra, al preguntarse por el sentido del Ser, puso en cuestión los dos mil quinientos años del pensamiento filosófico occidental. A la inmensa repercusión de su interrogación metafísica la ha acompañado siempre el enardecido debate sobre su actuación política, cuyo último recrudecimiento data de 2013, cuando en Alemania comenzaron a publicarse sus Cuadernos negros, que recogen anotaciones diversas del gran pensador, entre ellas, las que acreditan su entusiasmo por el nazismo y otras que han sido interpretadas como pruebas de que fue antisemita.


En La sombra de Heidegger (2005), el filósofo y escritor argentino José Pablo Feinmann (1943-2021) aproxima al lector al “caso Heidegger”. En 1948 Dieter Müller, mientras escribe una carta a su hijo de catorce años, tiene sobre la mesa de trabajo, al alcance de su mano, una Luger que perteneció a su padre y la fotografía de un hombre flaquísimo que camina desnudo, de ojos enormes con los que ya no mira nada. “La dilatación de esos ojos producida por el hambre y el sufrimiento era una forma de la ceguera. Sus pómulos eran, también, enormes, brotaban en su cara esquelética”, describe Müller.


Había salido de Alemania en 1943 para instalarse en Argentina, ese país del sur del continente americano que se había hecho para ser europeo. Huyó porque quería alejarse del desastre y más que eso, ignorarlo; porque el nacionalsocialismo que a la postre se impuso no fue el de Heidegger, sino el de Alfred Rosenberg, autor de El mito del siglo XX, una mezcla de pseudociencia, neopaganismo, mística de la tierra y racismo que brindó sustento ideológico al Tercer Reich y era para los nazis el libro de referencia junto a Mi lucha, pese a que Goebbels lo calificaba de “escupitajo filosófico” y al parecer al propio Hitler le resultaba bastante confuso.


Müller, profesor de Filosofía de la Historia, fue discípulo de Heidegger. Había asistido a sus cursos de Marburgo y conocerlo le provocó un éxtasis reflexivo, una fiesta de la inteligencia. “Ya no creíamos mucho en la filosofía durante esos años (se refiere a la década del 20). Nos llegaban las aguas finales de un neokantismo turbio, viejo. O los vientos helados de las corrientes matemáticas, tan caras a los herederos del empirismo inglés. O la potencia de Husserl, el más grande y reciente de nuestros filósofos, que, no obstante, era insuficiente para agitar nuestros espíritus con la violencia necesaria para arrancarnos de la decadencia, de los humores opacos de la derrota. Heidegger fue lo nuevo”. Cuando Müller escuchó el discurso con el que Heidegger asumió el rectorado de la Universidad de Friburgo, en 1933, se hizo nacionalsocialista.


Ese día Müller y su esposa, María Elisabeth Wessenberg, estaban entre la multitud enfervorizada. Había ministros y rectores de otras universidades, generales y muchos estudiantes, la mayoría de los cuales eran combatientes de las SA, que exhibían sus estandartes y la cruz gamada. “No sé si lo entiendes o alguna vez lo entenderás. No sé si lo entenderán quienes lo lean en el futuro. Pero si Hitler devolvió a la patria su orgullo, si la levantó del socavón, del hueco cenagoso del Tratado de Versalles, si dio vitalidad a sus industrias, si señaló a los culpables de la derrota y nos enseñó a odiarlos, a injuriarlos, si denunció a quienes traficaban la patria al costo del hambre de su pueblo, Heidegger nos dio un linaje, una aristocracia del espíritu. Nosotros, los alemanes, éramos helénicos. Grecia era nuestro origen y ese origen, como un mandato, nos exigía recobrar su grandeza y conquistar la nuestra. Heidegger —ante nuestros espíritus estremecidos— acababa de crear el Eje Atenas-Berlín”.


Heidegger, según el relato de Müller, fue muy claro en sus palabras, no estaba improvisando, pues ya en 1927, año de la publicación de Ser y tiempo, su obra capital, señalaba el camino que ahora estaba eligiendo para él y para toda Alemania. “Heidegger, en Ser y tiempo, ya nos hablaba de la comunidad nacional. Ya nos hablaba el lenguaje del nacionalsocialismo. El Dasein sólo podía acceder a su ser auténtico —dentro de la comunidad nacional— por medio del ser-con. El acontecer del Dasein ‘es un co-acontecer y queda determinado como destino común’. Y como si fuera poco, para ser agraviantemente claro, Heidegger añade: ‘Con este vocablo (destino-común) designamos el acontecer de la comunidad del pueblo’. ¡Que nadie venga con la jerga de la abstracción política de Ser y tiempo! La ontología fundamental tiene una política. La esperaba. La reclamaba. Los grandes libros anticipan y crean los tiempos. En 1933 Heidegger ya tenía la facticidad del proyecto existencial. Era el nazismo. Y Ser y tiempo estaba esperándolo”.


Para que su hijo entienda de qué habla, Müller le explica la esencia de Ser y tiempo: Ese libro “nos arrojaba a la existencia. Al fin salíamos de Kant o del neokantismo. La relación con el mundo no era una relación cognoscitiva sino existencial. Estábamos arrojados a ese mundo. Éramos en él. Éramos seres-en-el-mundo. Éramos ‘ahí’. Este arrojo abría nuestras posibilidades. Estábamos arrojados hacia nuestros posibles. Éramos eso que Heidegger llamó Dasein. Estábamos arrojados entre los entes. Entre las cosas, entre los objetos. El Dasein era el ser-ahí porque sólo podía ser un ente ultramundano, un ente entre los otros entes. (Años más tarde habría de leer un dilatado ensayo, bien escrito, tal vez demasiado bien escrito, fruto de un discípulo francés de Heidegger. Un literato antes que un filósofo. Esta condición, la de novelista, le entregaba un dramatismo acaso folletinesco a ciertas de sus formulaciones. De este modo, era capaz de decir que el Dasein estaba ‘en peligro en el mundo’. Nunca me resultó más que piadosamente aceptable esta frase. No obstante, reconozcámoslo, si uno trata de señalar la enorme diferencia entre el sujeto kantiano y el ser-ahí de Heidegger debe señalar esta condición de peligrosidad, de exposición. ¿Qué arriesga el sujeto de la Crítica de la razón pura? Su relación con el mundo lo compromete sólo en la modalidad del conocimiento. El sujeto de Kant busca conocer las cosas. El ser-ahí de Heidegger no puede sino arrojarse entre ellas. Su existencia está en juego, no su dispositivo cognoscente. El literato francés sabía decirlo bien: si el ser-ahí compromete su existencia entre las objetividades del mundo, si es uno entre las objetividades del mundo, si es uno más entre ellas, si no lo protege el aparato categorial newtoniano del buen Kant, entonces el ser-ahí está en peligro.) Salíamos de la interioridad pegajosa de la subjetividad francesa: salíamos de Descartes. Salíamos de ese sujeto soberbio y solitario que dudaba de todo pero no de sí. La existencia era ec-sistencia porque nos arrojaba al mundo. Aquí, hijo, Heidegger, nuestro Profesor, proponía un despliegue admirable, sólo posible desde su genio. Quiero que tengas claro esto: Ser y tiempo no es solamente una obra existencial, es un libro ontológico. Su pregunta es la grande, única pregunta de la filosofía: la pregunta por el Ser. Dejemos a las ciencias o a la sociología, la psicología, la economía política o aun la teología todas las restantes cuestiones. La filosofía es la decisión de encarar la pregunta por el Ser. El Maestro dirá: ‘Por qué hay ser y no más bien nada’”.


Müller quiere que su destinatario comprenda cómo se vincularon las ideas propias de Heidegger con las que motorizaron al nacionalsocialismo: “Tempranamente entendimos que el Dasein, en los orígenes, entre los presocráticos, se había expresado en griego. Ahora lo hacía en alemán. El alemán era la lengua de la filosofía. Y el Dasein era alemán. Ni para el Maestro ni para nosotros fue difícil dar luego el siguiente paso. Si el Dasein individual de la ontología existenciaria hablaba en alemán y era alemán, ¿cómo no habría de ser Alemania el espacio del Dasein comunitario? ¿Cómo no habría de ser Alemania el lugar del Ser y la encarnación de su destino?”. Alemania era entonces el lugar desde donde se pondrían en marcha las fuerzas espirituales e históricas que habrían de rescatar al Ser del olvido para que el hombre tuviera un encuentro creativo y no destructivo con la Ciencia y la Naturaleza. “Él lo dijo: ‘El nacionalsocialismo es el único movimiento capaz de reconciliar al hombre con la técnica. Si eso se logra, nos habremos salvado’”.


(Heidegger veía la técnica en dos dimensiones: es un objeto y un imperativo que emplaza al hombre a dominar la naturaleza. La posibilidad de una revolución ontológica reside en esta segunda faceta. “Por ello, la humanidad se halla frente a un dilema ante ese imperativo proveniente de la esencia de la técnica moderna: puede ser totalmente absorbida por su influjo o puede preparar una relación más originaria y profunda con el ser. Pero si la humanidad perdiera la oportunidad de desentrañar el sentido del ser, más allá del modo tecnológico predominante ahora, ello implicaría también la desfiguración de la autoconciencia y la disminución de la libertad del hombre —y he ahí el peligro principal advertido por Heidegger en la fascinación humana por el poder tecnológico en el mundo contemporáneo”, según leo en “La concepción heideggeriana de la técnica: Destino y peligro para el ser del hombre”, de Jorge Linares, doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México).


No hubo tal salvación. Heidegger renunció al rectorado en febrero de 1934, cuatro meses antes de que se produjera “La noche de los cuchillos largos”, como se conoce al sangriento episodio de purga del aparato político-militar nazi: se eliminaron las SA, la fuerza de choque del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán que había sido fundamental en la primera hora del nazismo ascendente, pero luego fue percibida como amenaza interna. Ernst Röhm y sus camisas pardas (llegaron a ser unos tres millones de paramilitares) ambicionaban sustituir a la Wehrmacht y no descartaban desconocer al Führer, si este se convertía en un obstáculo para ellos, que pensaban que la revolución nacionalsocialista tenía que profundizarse. “Las SA era eso: una locura, un caos enfermo, atravesado por pestes infinitas: la ambición de poder, la violencia, el odio arbitrario…”, escribe Müller.


El profesor sabe lo que todos, que Heidegger llegó al rectorado pactando con las SA y que estas le consideraban como el guía filosófico de la siguiente etapa, pero nunca supo si en verdad el autor de Ser y tiempo compartía el proyecto de los camisas pardas. En cualquier caso, para Himmler, Goering, Goebbels y los otros jerarcas cercanos a Hitler, Heidegger no tuvo ninguna centralidad: había sido un hombre de Röhm y si no lo mataron fue porque se apartó a tiempo y porque, pese a todo, lo respetaban; le permitieron seguir como profesor en Friburgo. Por su parte, el Maestro no se desilusionó del nazismo. En 1935, durante su curso de Introducción a la metafísica, continuó hablando de la grandeza y la verdad del nacionalsocialismo. “Y era él quien sabía enunciarla. Él era quien pensaba nuestro movimiento desde la ontología, desde la historia del olvido del ser y no desde las habladurías de las razas”, reivindica Müller ante su hijo.


Con todo, Müller vuelve a preguntarse durante la escritura de su misiva si Heidegger era consciente de que su nacionalsocialismo no tenía nada que ver con el real. Esa duda lo había asaltado con mucha fuerza después de “La noche de los cuchillos largos”, pero era una inquietud que le rondaba desde tiempo atrás. Su gran amigo Rainer Minder, cercano a Röhm, y asesinado por las SS en su propia casa, la de Müller, a donde acudió a esconderse, era un fanático, que le hablaba con toda naturalidad de aniquilamiento y de campos de concentración. El profesor de Filosofía de la Historia se había afiliado al partido y no dudaba de que era nazi, pero lo era en una forma diferente a Minder, en él no había la belicosidad, la furia ni el odio que encontraba en su amigo. Mucho menos hacía del judío el otro demoníaco en el que el nacionalsocialismo sintetizó a todos sus enemigos. Es una distinción que resalta en lo que está escribiendo: “Un discípulo de Heidegger no puede ser racista. Su tema es el Ser, no la raza, no la biología. Posiblemente nosotros pensáramos que los filósofos alemanes —los seguidores de Heidegger— éramos los más aptos para preguntar por el Ser. Pero el Dasein no tenía raza. O no se definía por su raza, ni por su sangre sino por su actitud ante el Ser. Preguntar por él u olvidarlo perdiéndose en la vorágine de los entes. Eso definía la autenticidad o la inautenticidad del Dasein. Tampoco tenía sexo. No nos interesaba esta cuestión”.


Müller no era adecuadamente nazi y por tanto, en ese tiempo, no era adecuadamente alemán. Como a Heidegger, le respetaron la vida y siguió con sus clases en Friburgo, pero supo que “no odiar en un régimen que exige el odio es estar en peligro” y no era suficiente protección que se ciñera en sus clases a lo indicado por la oficina de Rosenberg. Un día se enteró, por el titular de la Cátedra de Filosofía de la Historia, que la Gestapo los vigilaba, a lo mejor no tanto por ellos mismos, sino como parte del seguimiento a Heidegger. Poco después su colega apareció muerto, lo mataron mientras tomaba notas de El mito del siglo XX para su clase del día siguiente: Müller decidió entonces que debía salir de Alemania.


Pero ahora, tras cinco años que Müller ha vivido sin mayores sobresaltos, enseñando alemán y filosofía gracias a su dominio del español —producto de su aplicada lectura del Quijote—, en Argentina lo ha alcanzado el nacionalsocialismo de la monstruosidad: lo contactaron nazis que esperan a Adolf Eichmann para fundar el Cuarto Reich. En una reunión, le corroboraron lo que creía era invención de los aliados sobre los campos de concentración, le explicaron la eficacia de matar a diez mil por día y vio filmes de los que se proyectaron durante los juicios de Núremberg. Le han pedido unirse a su plan: varios de ellos fueron sus alumnos en Friburgo y necesitan que continúe siendo su guía espiritual. “Usted y yo fuimos parte de una misma causa. Pero la parte más dura, la que más reclamaba nuestro patriotismo, quedó en mis manos y en las manos de los míos”, le ha dicho el coronel Werner Rolfe, el mismo que mató a Minder en su casa y que entonces le aseguró dos cosas: que no temiera por su vida y que a él, que acababa de descargar su arma en el hombre de las SA, no lo olvidaría jamás. Le ha dado una semana para que tome una decisión.


De las muchas fotos que le entregaron, Müller solo conserva la descrita, la que mira una y otra vez mientras escribe a su hijo. “A ese muerto que va a morir. A ese ser de ojos inmensos que nada ven. A ese pobre ciego. A esa víctima, yo, le pido perdón. Sé que algunas cosas que hice, o que no hice, que dije o que no dije, que supe pero elegí ignorar, sé que ciertas ideas que arrojé cobardemente, sin cuestionarlas, sin medir sus resultados, sin preguntarme para qué servían, te llevaron ahí, donde estás ahora, solo, desnudo, a pocos pasos de una muerte premeditada con feroz racionalidad, solo, sin identidad posible, ya que no sé ni es posible saber qué eres, si eres un judío, un polaco, un gitano, un enemigo del Reich o un perro flaco, sucio, injuriado y comido por las pulgas de la peste”.


La segunda parte de la novela de Feinmman está dedicada al encuentro, en 1968, del hijo de Müller, Martin su nombre, con Heidegger. Como su padre, es filósofo y se las ha arreglado para ser admitido en los seminarios del autor de Ser y tiempo, y para llegar hasta su cabaña de la Selva Negra. Ha llevado consigo la Luger, le ha contado la decisión que tomó su viejo discípulo tras conocer los crímenes nazis y le ha hecho una sola pregunta: “¿Qué piensa usted hacer?”, mientras le muestra la fotografía y ha dejado el arma a su alcance. Nada cambia en la cara del Maestro, nada dice, retira su silla, camina hacia la puerta y sale. Heidegger murió a los 87 años en Messkirch, Baden, la misma aldea donde nació. Lo enterraron según el rito católico al lado del campanario de la iglesia.


Post scriptum:


Extravío por la pasión del pensar


En noviembre de 1945, Karl Löwith, discípulo del autor de Ser y tiempo, publicó “Las implicaciones políticas de la filosofía de la existencia de Heidegger” en la revista Les Temps Modernes. A ese escrito se le tiene como el temprano registro de la polémica en torno al Maestro, como lo llama Müller, que no ha cesado desde entonces y la cual sigue suscitando los más apasionados acercamientos: Heidegger fue el filósofo más influyente del siglo XX y es tal la importancia de su obra que sobra cualquier otra consideración. Heidegger fue esencialmente un ideólogo e inspirador del nazismo y esa condición lo desacredita como filósofo. Entre estas posiciones extremas donde lo uno es igual al todo y por tanto a la totalidad se le juzga desde lo parcial, se encuentran quienes llaman a aceptar la paradoja de que fue un gran pensador, pero nazi. Sin embargo, aceptar que no hay separación entre el hombre y su pensamiento tampoco ha zanjado la discusión: para algunos, Heidegger fue un pequeñoburgués nazi de provincia, común y corriente, con lo que su filiación nacionalsocialista queda reducida a una debilidad de carácter y lo reprochable sería que nunca mostró arrepentimiento. Para otros, su nazismo sí es problemático porque Heidegger se volvió nazi sobre la base de su filosofía… ¿Entonces?


El “caso Heidegger” hace recordar que el filósofo italiano Norberto Bobbio siempre prefirió hablar de “intelectual responsable” antes que de “intelectual comprometido”: debe tener firmeza y coherencia de pensamiento, pero antes de actuar debe existir en él preocupación por los resultados de sus ideas y acciones, si bien el turinés no dejaba de reconocer que entre una concepción de la sociedad y las transformaciones que se ponen en marcha para hacerla real no hay un camino directo, sino un recorrido lleno de mediaciones, entre ellas, las propias interpretaciones que de tal concepción hacen sus seguidores y las circunstancias históricas particulares dentro de las que se quiere ir de los principios y fines propugnados a su concreción fáctica. Por esa pluralidad de mediaciones (y desviaciones) posibles, es preferible apegarse a una ética de la responsabilidad, que deja margen para reconocer errores, rectificar o abandonar una causa, que a una ética de la convicción, que entraña el riesgo de conducir ciegamente al logro de un propósito.


La filiación nacionalsocialista de Heidegger habría sido una consecuencia del “pensamiento apasionado” del filósofo, según su exalumna y examante Hannah Arendt. En “Heidegger at Eighty”, publicado en 1969 en The New York Review of Book, escribió: “Estamos tan habituados a la vieja oposición entre la razón y la pasión, entre el espíritu y la vida, que hasta cierto punto nos desconcierta la idea de un pensamiento apasionado, en el que pensamiento y la vida se convierten en una misma cosa (…) Además, la pasión por el pensamiento, como cualesquiera otras pasiones, se apodera de la persona se apodera de esas cualidades del individuo que sumadas a la voluntad dan por resultado lo que habitualmente denominamos ‘carácter’, toma su control y, de alguna manera, aniquila ese carácter, incapaz de defenderse de semejante ataque”.


De acuerdo con Mark Lilla, de cuyo libro Pensadores temerarios tomé la cita, Arendt nunca confrontó a Heidegger por el tema político. En cambio sí lo hizo Karl Jaspers, siquiatra y filósofo, entrañable amigo de ambos. Compartió con aquel su pasión por el pensamiento filosófico, pero no su parecer sobre el nazismo. Finalizada la guerra, la comisión de desnazificación siguió la opinión de Jaspers: el exrector de la Universidad de Friburgo era, por su rigor, “el más destacado de los filósofos alemanes contemporáneos” y se le debería permitir escribir y publicar, pero no enseñar. “La forma de pensar de Heidegger, que a mí me parece esencialmente carente de libertad, dictatorial e inútil para la comunicación, puede aún hoy tener efectos desastrosos en el sentido pedagógico, (sobre todo porque) tanto su manera de hablar como sus acciones guardan cierta afinidad con el nacionalsocialismo”. Fue inhabilitado para la enseñanza hasta 1950.


En marzo de ese año, Heidegger le confesó a Jaspers que en 1933 no había dejado de verlos a él y a su esposa porque ella fuera judía, sino porque se sentía avergonzado. Jaspers interpretó aquello como un alentador indicio de arrepentimiento y le respondió que, en aquellos años, él lo había visto como un niño, incapaz de entender lo que hacía. En la carta de vuelta, Heidegger se aferró a esta imagen inocente, pero se extendió en autojustificaciones y especulaciones políticas (todo lo que se puede esperar tras el fracaso, es el estallido de un nuevo advenimiento que surja de la nueva condición de los alemanes sin patria), que llevaron a Jaspers a concluir que su amigo era un antifilósofo, consumido por peligrosas fantasías. “¡Yo le imploro, si alguna vez compartimos algo que podríamos llamar impulsos filosóficos, que asuma la responsabilidad de su propio don! ¡Póngalo al servicio de la razón, de la realidad, del valor y las posibilidades del ser humano, en lugar de ponerlo al servicio de la magia!”, le pidió Jaspers en algún momento, según sus Notas sobre Martin Heidegger.


Los intelectuales para volver al filósofo turinés, siguiendo el ensayo “La concepción del intelectual en Bobbio”, de Laura Baca Olamendi, doctora en Historia del Pensamiento Político por la Universidad de Turín y discípula de aquel son todos aquellos que, de hecho o de derecho, son considerados como los sujetos a quienes ha sido asignada la función de elaborar y de difundir conocimientos, teorías, doctrinas, concepciones del mundo, etc., que constituyen los sistemas de ideas de una sociedad en un determinado período histórico y precisas circunstancias de tiempo y lugar. Es decir, los intelectuales ejercitan el poder ideológico, del que deriva el saber (del poder político, la fuerza, y del económico, la riqueza), y deben ser considerados responsables de cuanto escriben y hacen: “Es demasiado cómodo (…) separar las obras del intelecto de la historia que las ha generado y de aquella que ellos han contribuido también, por vías indirectas, a generar, para colocarse en una especie de status nature incorruptae, en un estado de perpetua inocencia, no manchado por el fango de la historia”, afirmaba el filósofo italiano.


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