Así que Usted comprenderá, de Claudio Magris
—¿Por qué sigue usted aquí? ¿Y dónde está el insensato de su marido? No venga ahora a decir que la ha dejado, después del alboroto que armó en nuestros dominios con su música encantada. Por supuesto que ya sabíamos que hasta las piedras y los árboles mudaban de sitio con tal de seguir escuchando sus irresistibles melodías, capaces de tornar dócil a la más fiera de las bestias y apacible al más iracundo de los hombres. ¡Y qué prodigio lo de salvar a los tripulantes del barco aquel, donde viajó hasta los confines del oriente, de la fatal atracción de las mujeres-águila, no con el truco barato de taparse los oídos con cera, sino dándoles de su propia medicina! ¡Una jugada maestra, sin duda! Fue demasiado para el orgullo de esas potencias aliadas, que posadas en su prado, rodeadas de huesos humanos, llevaban quién sabe cuánto tiempo enloqueciendo a los navegantes. Con todo, hubo uno que se arrojó al mar, ¿no? No recuerdo ahora su nombre, bastaría con revisar nuestros registros…
”Pero, bueno, nada comparado con lo que logró ese temerario esposo suyo aquí. Empezando por su convencimiento del avaricioso barquero. Nunca, desde los primeros días, cuando hubo la repartición de los reinos entre hermanos, hasta el presente —es una forma de hablar, claro, aquí el tiempo es uno—, nadie, pero nadie, había logrado que ese viejo lo transportara de una orilla a otra sin el pago conocido, impensable que lo hiciera a cambio de una vibración del aire. Lo del perro nos sorprendió menos, pues ya una vez había metido el rabo entre las piernas. Desde entonces perdimos la confianza en sus dotes de guardián, aunque justo es reconocer que en aquella ocasión su vencedor no fue cualquiera. Venía de asfixiar a un león monstruoso entre sus brazos, matar a una serpiente que no lo era menos, acabar con una bandada de pájaros horrendos que comían hombres, cargar sobre sus hombros un enorme y encolerizado toro negro que devastaba una isla… ¿Cómo podía atemorizarlo un perro, por más que fuera capaz de morder tres veces de manera simultánea?
”El hecho es que el trastornado de su esposo nos conmovió hasta las lágrimas y cedimos a su lastimoso requerimiento, otorgándole a usted una gracia sin precedentes y muy peligrosa —queremos que lo entienda—: por usted pusimos en riesgo la razón de ser de nuestro lugar, tan cautivante y maravilloso fue el cantar de ese alucinado… ‘¡Yo, por estos lugares llenos de miedo/por este Caos enorme/y el silencio de este vasto reino/os suplico/volved a tejer el destino adelantado de Eurídice!’, nos rogó de esa forma tan maravillosa que… En fin, todo ha quedado un poco trastocado desde que ese enajenado llegara con su insólito pedido… Tiene cinco minutos para exponer lo que sea que quiera decir y después ya veremos qué hacemos con usted, aunque siendo todo tan definitivo como es para quienes aquí habitan, lo más probable es que su suerte no varíe gran cosa, si es que lo hace. Hable.
—No, no he salido…
—Ahórrese las obviedades.
Con esas palabras de ella comienza Así que Usted comprenderá [1], de Claudio Magris. No voy a glosar su testimonio —unas cuarenta páginas en la edición en rústica consultada—, pero sí a citar algunos pasajes que condensan su versión del relato mítico:
“En el fondo, solo cuando estábamos juntos se sentía tranquilo, seguro —incluso de lo que escribía, después de leérmelo y haber visto en mis ojos, es más, decía, en tu boca, cuando los labios antes un poco enfurruñados se abrían levemente, casi en una sonrisa, no, aún no, pero… Yo sus palabras se las podaba, claro— él, con lo excesivo y desmesurado y magnánimo que siempre ha sido, se prodigaba en palabras a manos llenas y yo se las mondaba, tiraba la corteza, la raspa e incluso bastante pulpa, cuando hacía falta”.
“¿Qué importa de quién es ese canto si habla por ti, por nosotros?, ¿qué importa de dónde venga el agua que sacia la sed y se hace tuya en tu boca? También muchas de mis palabras acabaron entre tus cantos, entre tus rimas más celebradas y admiradas por todos, y yo me alegro de ello, porque eres tú quien las dice y así me amas todavía más…”.
“Cuando hacíamos el amor, era como un mar, una gran ola que se mece, se eleva, se hunde y rompe en la orilla; él sin mí todavía sería un niño, alguien que hace el amor lo mismo que se suena las narices, no un hombre”.
“No me asustaba la idea de encontrarme de nuevo enseguida allí fuera, donde todo es mucho más difícil y cruel que aquí (…) Yo sola sí habría tenido miedo y no habría salido nunca de esta paz, que había deseado e invocado cuando aquel morbo más venenoso que una serpiente me había dejado postrada. También él, solo allí fuera, había tenido miedo a buen seguro; tal vez por eso había venido a por mí. No para salvarme —aunque estuviera convencido de ello, aunque se lo diera a entender en sus canciones. Quizá engañosas, pero cautivadoras; yo le habría seguido aunque solo fuera por oírlas de nuevo”.
“Y entonces (…) me dio una punzada en el corazón; una luz, un fulgor que rasga la oscuridad pero también el alma, porque comprendí lo que iba a preguntarme acto seguido y comprendí que todo había acabado. El camino cortado, el puente caído, el abismo insalvable. Me parecía ya que le oía preguntarme (…) por lo que hay verdaderamente aquí dentro y por cómo son verdaderamente las cosas, los corazones, el mundo. Sí, porque hasta él (…) está persuadido —como todos, como yo antes de venir aquí— de que una vez dentro (…) se ve por fin cara a cara la verdad —no velada ya, refleja y deformada, disfrazada y maquillada como se la ve allí fuera, sino directamente, cara a cara”.
“Allí fuera (…) la gente se chifla por saber; hasta quien se hace el desentendido daría no sé qué por saberlo. Él además se desvive más que nadie, porque es un poeta y la poesía, dice, tiene que descubrir y decir el secreto de la vida, que rasgar el velo, abatir las puertas, tocar el fondo del mar donde se esconde la perla. A lo mejor, he pensado, había venido a por mí sobre todo —¿solamente?— por eso, para saber, para preguntarme, para que le contase lo que hay detrás de estas puertas y él pudiera echar mano de su lira y elevar un canto nuevo, inaudito, el canto que dice lo que nadie sabe”.
“De pronto me sentí cansada, agotada; volver a empezar, cocinar, lavar, hacer el amor, ir al teatro, invitar a alguien a cenar, dar las gracias por las flores, hablar, equivocarse y malinterpretarse, como siempre, dormir levantarse volverse a vestir… No, imposible, no hubiese podido, no podía. Me sentía de golpe tan cansada. Pero tal vez habría apretado los dientes y me hubiera tragado mi cansancio y hubiese tirado para delante. Las mujeres saben hacerlo, lo hacen casi siempre, hasta cuando no saben ya por qué o por quién. Incluso la idea de tenerlo de nuevo siempre encima no es que me…, pero sobre todo la idea de tener que callar, que cambiar de tema cuando él hubiera preguntado, cuando hubiese querido saber, él tan sensible, tan frágil…”.
[1] Dentro de la información siempre limitada de la que uno dispone, Así que Usted comprenderá es una rareza para mi impresión de que en las numerosas reelaboraciones teatrales, narrativas y cinematográficas de la mitología griega, Eurídice no ha gozado de la centralidad que, por ilustrar, han tenido Medea, Antígona o Ifigenia desde los tiempos inaugurales de la tragedia en la antigüedad clásica hasta el presente. Ella ha permanecido siempre en ese segundo plano necesario para destacar el sufrimiento y la osadía de bajar al inframundo del inconsolable Orfeo.
De allí la eleva Magris con su relato, en una reivindicación a la que se han sumado los creadores de la serie Kaos, estrenada este año en Netflix, donde tres mortales tienen marcado en sus destinos que se enfrentarán a los dioses. Uno de ellos es Riddy, trabajadora de un almacén y esposa desilusionada de un músico egocéntrico, tan imprescindible para el cumplimiento de la profecía, que es inadmisible su muerte accidental… Riddy es Eurídice y, a diferencia de lo relatado en el mito, no solo abandona los dominios de Hades, sino que encarna a una mujer emancipada, que será líder de la resistencia humana frente a la opresión de los olímpicos, según el final abierto de la primera temporada.
La imaginación occidental ha sido más cautivada por la hechicera Medea que por Eurídice, que era una ninfa. J.C. Escobedo, en su Enciclopedia de la mitología, las describe como “divinidades intermedias entre los dioses de las aguas y los de la tierra, pertenecían al mismo tiempo a unos y a otros. Eran deidades secundarias, relacionadas con la naturaleza y las fuerzas naturales en todas sus manifestaciones, y personificaban el movimiento vital y procreador. Habitaban en los bosques, en los montes, en los valles y grutas, en los prados, en los campos y ríos y en las fuentes y manantiales”. Potencias benéficas, no un viento colérico como Medea, quien dejó un reguero de sangre entre la traición a su padre, el rey Eetes, para permitir a Jasón hacerse con el vellocino de oro, y su destierro definitivo en Asia junto con su vástago Medeo, después de que el rey Egeo descubriera su engaño para inducirlo a matar a su hijo Teseo: el descuartizamiento de su hermano, Apsirto, con el fin de facilitar la fuga de los argonautas; la muerte del rey Pelias, usurpador del trono de Yolco, y las del monarca Creonte y su hija, Creúsa, así como el asesinato de los dos niños que tuvo con Jasón. Eurípides, en su tragedia homónima, estrenada en el 431 a. C. hizo el nítido retrato de Medea como ejemplo de las fuerzas más oscuras que habitan en los humanos.
“La maestría de Eurípides en la construcción de un personaje que lo tiene todo para provocar repulsión reside en que, a pesar de lo nefando de sus acciones y de lo abominable de sus crímenes, la hechicera colca también es uno de los caracteres más humanos que el autor trasladó a los escenarios: las fechorías de Medea nacen de la misma pasión que la lanza a los brazos de Jasón; su caída en el infierno de los celos está provocada por el desprecio con que la trata el hombre al que ama sin mesura; su venganza incontestable es un grito desesperado contra todos aquellos que la han rechazado por ser una extranjera en una tierra que nunca la ha acogido; su pronunciamiento empapado de sangre es un acto de rebeldía criminal contra los hombres que la someten por el simple hecho de ser mujer”, valora Joan Solé en Los mitos griegos y nosotros, donde recuerda que Medea, como a Eurípides, también sedujo a los cineastas Pier Paolo Pasolini (Medea, 1969, protagonizada por Maria Callas) y Lars Von Trier (Medea, 1988).
Antígona, entre tanto, fue consagrada por Sófocles en su ciclo de tragedias tebanas —del que forman parte Edipo rey y Edipo en Colono—. La pieza se estrenó hacia el 441- 442 a.C., con tanto entusiasmo del público ateniense, que se escenificó treinta y dos veces seguidas y a su autor le ofrecieron el gobierno de la isla de Samos, afirma Solé, quien también asegura que esta tragedia ha sido más representada que las obras de Shakespeare. En la edición de Antígona de la Biblioteca Clásica Gredos, el lector encuentra una introducción con la estructura del drama que se dispone a leer. Allí se enuncia: “(Prólogo, 1-99) Al amanecer del día siguiente a la muerte de los dos hijos de Edipo y de la retirada de los argivos, Antígona llama fuera del palacio a su hermana Ismene, le comunica la proclama de Creonte prohibiendo enterrar el cadáver de su hermano Polinices y le anuncia su intención de hacerlo a pesar de ello, por si presta Ismene su colaboración. Ésta no lo acepta e intenta disuadir a Antígona, quien llevará a cabo sola la acción”. Suficiente: con Antígona, Sófocles legó a la futura cultura occidental una muestra impecable de la conciencia moral que dignifica al ser humano, un claro modelo para el imperativo kantiano y una inspiración para la desobediencia civil que debe oponerse a cualquier tiranía, de cualquier tiempo y de cualquier lugar. Por último, Ifigenia, cuyo sacrificio por el bien común, con su aceptación de calmar a la ofendida diosa Artemisa ofrendando su vida para que la inmensa flota de aqueos pudiera al fin zarpar hacia Troya y rescatar a Helena, ha sido enaltecido una y otra vez desde que Eurípides escribió Ifigenia en Áulide, hacia finales del siglo V a.C.
Sin la crueldad de Medea, la rebeldía de Antígona y la integridad de Ifigenia, a Eurídice se le ha tratado como una más de esas “vírgenes bellísimas, que vivían libres e independientes; pasaban cazando su tiempo, solas o con Ártemis, danzando, bañándose, hilando, tejiendo, cultivando flores o plantando árboles” —según continúa la descripción de Escobedo—, aunque sin ella Orfeo no habría trascendido como profeta de una religión mistérica, el orfismo, y quién sabe si solo se le recordaría hoy por el excelso canto que superpuso al de las sirenas para salvar a los argonautas de esas mujeres-águila, que para la perfección musical ya se contaba con el propio Apolo —en algunas versiones del mito, su padre, en lugar del rey tracio Eagro—.
Se trata aquí del protagonismo subordinado y silente reservado para Eurídice en el mito y sus revisitas, pero sin olvidar el impuesto asimismo a Penélope, enmudecida en los márgenes de la fabulosa travesía de Odiseo, sin apenas una palabra propia sobre el tunante de su esposo y las dos décadas de su paciente espera, y a Helena, silente pese a lo mucho que habría tenido para decir sobre el descomunal enfrentamiento bélico debido a su causa, empezando por aclarar si lo suyo fue rapto o seducción.
“La historiografía y el periodismo nos informan sobre lo que ocurrió; sólo la novela puede contarnos lo que existe detrás de lo ocurrido, lo que está oculto o es invisible, e incluso lo que no ocurrió pero hubiera podido ocurrir”, advierte el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez en “Multiplicando las perspectivas” (Viaje con un mapa en blanco, 2018). Su afirmación puede extenderse para abarcar el relato mítico, teniendo en cuenta lo señalado por Karen Armstrong, referente en la historia de las religiones, en su Breve historia del mito (2005): “… nunca hay una versión única y ortodoxa de un mito. A medida que cambian las circunstancias, necesitamos contar nuestras historias de forma diferente para extraer de ellas su verdad eterna”.
Así que, en la misma línea del triestino, la historiadora y novelista estadounidense Margaret George da voz a Helena en 2006 con su novela Helena de Troya; la escritora británica Pat Barker a la fémina de incomparable belleza, pero también a Casandra, Hécuba y Briseida en Las mujeres de Troya (2021); su compatriota Claire North a Penélope en Ítaca (2022), igual que antes la canadiense Margaret Atwood con Penélope y las doce criadas (2005).