Las singularidades
John Banville ha metido un pie en la corriente de los escritores que deciden no hacerlo más. Entre los grandes autores de las recientes décadas, Philip Roth (1933-2018) era hasta ahora el último en optar por dejar el oficio. “Sé que no voy a escribir tan bien como antes. Ya no tengo energía suficiente para soportar la frustración. La escritura es frustración, es una frustración cotidiana, ni hablar de humillación. Es como el béisbol: se falla un 75% de las veces. Ya no puedo afrontar más esos días en que escribo cinco páginas y las tiro. Es algo que ya no puedo hacer”, declaró en noviembre de 2012 a The New York Times. Tenía setenta y nueve años, había escrito treinta y un libros y se convenció, luego de releer las obras de Dostoievsky, Conrad, Faulkner… y varias propias, de que “no tendría otra buena idea, o que si la tenía, iba a tener que trabajar como un burro”.
El escritor que no escribe es una suerte de figura mítica y aunque los primeros que se vienen a la cabeza sean Juan Rulfo o J.D. Salinger, Arthur Rimbaud o Robert Walser, son muchos más los integrantes de esta tradición literaria, según el rastreo de ese hombre jorobado y sin familia, un solitario que consume sus días en una oficina pavorosa y es autor de una novelita de amor, él mismo desde hace un cuarto de siglo exponente de esa decisión radical: el narrador de Bartleby y compañía (2000), de Enrique Vila-Matas:
“Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico…
(…)
”La idea de rastrear la literatura del No, la de Bartleby y compañía, nació el pasado martes en la oficina cuando me pareció que la secretaria del jefe le decía a alguien por teléfono:
”—El señor Bartleby está reunido.
”Me reí a solas. Resulta difícil imaginar a Bartleby reunido con alguien, zambullido, por ejemplo, en la cargada atmósfera de un consejo de administración. Pero no resulta tan difícil —es lo que me propongo hacer en este diario o notas a pie de página— reunir a un buen puñado de bartlebys, es decir, a un buen puñado de escritores tocados por el Mal, por la pulsión negativa”.
En una actualización de su registro, Roth sería la nota ochenta y siete y a Banville correspondería la número ochenta y ocho, al menos en principio, porque la del irlandés es una posición parcial: “Permítanme hacer una distinción esencial. Lo que se ve en mis novelas no policíacas es el resultado de una profunda concentración; lo que se ve en mis novelas policíacas es el resultado de la espontaneidad (…) Seguiré escribiendo novelas, pero nunca escribiré otra como Las singularidades…”, afirmó en The Financial Times el 2 de septiembre de 2023.
Si Banville terminará también por encarnar a plenitud “la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre”, como la describe el rastreador de Bartleby y compañía, queda por verificarse. Por lo pronto, Las singularidades (2022) es el cierre de su línea de escritura de “profunda concentración”, uno de cuyos trazos distintivos es la predominancia del mundo interior de los personajes, la exploración de la autenticidad individual, y The Lock-Up (2023) la más reciente de sus obras policíacas (que ya no firma con el seudónimo de Benjamin Black), novelas donde lo fundamental no es cómo son los personajes sino qué hacen.
Las singularidades condensa el universo ficcional (su parte compleja, no la espontánea) de Banville. Por sus protagonistas, se va directo a El libro de las pruebas (1989) y a Los infinitos (2009), y por las referencias en su trama hasta Eclipse (2000), Imposturas (2003) y Antigua luz (2012), que componen la trilogía de Cleave, tanto como a El mar (2005), al tiempo que a cualquier lector del irlandés le sonarán familiares sus continuas alusiones al arte de la pintura, la preponderancia de la luz en sus descripciones y la preocupación por cuál es la verdadera naturaleza de la realidad, así como el eterno retorno en que siempre están sus personajes y la sensación de desdoblamiento que les es característica.
“Las calles y las farolas de las ciudades, el tráfico incesante, el ambiente cálido e intenso de los restaurantes y la penumbra aterciopelada de los bares, el olor del humo de los cigarrillos, el vino y los hombres: había sacrificado todo eso”
Si bien no es necesario haber leído a Banville para disfrutar de esta novela, el plus del reconocimiento abre otros caminos al iniciado en su obra, como el de la extrañeza de encontrar a Helen viviendo en Arden House cuando, hace años, había respondido con una agria carcajada a la proposición de su esposo, Adam, de mudarse al campo.
Era la casa paterna y estaban allí porque su suegro, Adam Godley, había sufrido una apoplejía. Su segunda esposa, Ursula, se negó a que permaneciera en el hospital y lo instaló en la Habitación Astral, su antiguo estudio, “un nido de águilas de madera emplazado en el extremo noroeste —¿o es el sudeste?— de la estructura principal, con ventanales a tres lados…”, donde por entonces se afanaba “en morir en el centro de una vasta quietud” y oscuridad porque ella también dispuso que las cortinas estuvieran siempre corridas. No se movía ni hablaba, pero seguía consciente, repasaba su vida, reflexionaba sobre su trabajo, identificaba los ruidos de su entorno, interpretaba las señales, como la del tren cercano, para saber en qué parte del día se encontraba y ansiaba poder comunicar su postrer deseo: “Siempre me ha gustado pensar que la muerte sería más o menos una prolongación del modo de ser de las cosas, un debilitamiento, una contracción, un encogimiento tan gradual que no me daría cuenta de su llegada hasta que se hubiera consumado el final. Quizá sea esa la intención de Ursula, mantenerme en la oscuridad para que no me dé cuenta de que falla la luz. Pero no quiero exhalar mi último aliento en esta habitación. ¿Por qué me ha desterrado aquí, precisamente, el lugar de mis triunfos y de mis aún más numerosos fracasos? Quiero estar en otro sitio. Quiero morir al aire libre: me pregunto si eso podría arreglarse. Sí, en un camastro en cualquier parte, sobre la hierba, bajo los árboles, a la suave caída de la tarde, eso sería un regalo, una última dicha”.
Adam padre era un brillante matemático, autor de una teoría que postulaba la existencia en medio de múltiples mundos entrelazados, convertía la relatividad en una patraña y mostraba la constante de Planck tal cual es. Según él, había una infinitud de realidades donde se cumplían todas las posibilidades. “Mis ecuaciones abarcaban una multitud de universos pero postulaban un solo mundo de unidad y orden último. Quizá exista tal mundo, pero si lo hay no vivimos en él, y no podemos saber cómo habrían sido las cosas allí”. Muy pocos entendían sus cálculos, pero lo que revelaban revolucionó todos los órdenes de la vida humana.
En Arden House, además de Godley, Ursula y el perro Rex, también vivía Petra, la hermana menor de Adam, siempre empeñada en tareas absurdas, como la de entonces: enumerar todas las enfermedades, con sus definiciones clínicas, que afligen a la humanidad. Ella se sentía como si “estuviera escrita en un alfabeto primitivo de líneas rectas y diagonales, una forma de ogam que ningún erudito ha conseguido descifrar hasta el momento. Ni siquiera su padre ha sido capaz de resolverlo. Los demás no se dan cuenta de que es eso lo que tanto la fastidia y la aburre, el interminable esfuerzo de hacer de intérprete de sí misma para que ellos la entiendan. Todo lo que ella piensa y quiere debe traducirse a un lenguaje aproximado al de ellos para que puedan comprender algo de lo que les dice”. Petra era la que más alcanzaba a entender la teoría paterna sobre la infinitud de infinitos.
La propiedad había pertenecido a los Blount, una familia aristocrática venida a menos y cuya última descendiente, la vieja Ivy, fue quien se la vendió al matemático, hacía ya veinte años. Ella quedó al servicio de los Godley y residía en una casita de dos plantas, en los límites de la finca de sus empleadores, modesta como la de Duffy, su pretendiente, que asimismo trabajaba para la familia cuidando las pocas vacas que sobrevivían del rebaño de Adam. Helen, actriz de teatro que en aquel momento tenía el papel de Alcmena en la obra Anfitrión, es un animal de ciudad que se asfixiaría en esa atmósfera campesina y ni por un segundo había considerado la propuesta de Adam, un hombre fornido, de poderosas manos, pero de carácter dulce e inofensivo, de instalarse en Arden House después de que muriera su padre.
Pero ahí está ahora. “Las calles y las farolas de las ciudades, el tráfico incesante, el ambiente cálido e intenso de los restaurantes y la penumbra aterciopelada de los bares, el olor del humo de los cigarrillos, el vino y los hombres: había sacrificado todo eso”, enumera la voz narradora de Las singularidades. ¿Por qué se ha casado?, se pregunta Helen. Por la ventana alta del rellano del primer piso, junto a la cual ha estado pintándose las uñas de los pies, es la primera que ve al desconocido. No tiene idea de quién puede ser aquel hombre de abrigo elegante color mostaza que ha entrado por la parte de atrás. Es corpulento, alto y da pasos decididos, como de dueño del lugar o como alguien que sabe con exactitud a dónde va. ¿Un hermano del difunto suegro o un hijo natural desconocido por todos, que viene a reclamar su parte de la herencia? No le extrañaría, con lo mujeriego que fue el viejo. Recuerda que a ella misma la miraba de esa manera invitadora… Se emociona con la perspectiva de que el extraño remueva las aguas demasiado tranquilas de su vida en Arden House, en la que cada vez son más frecuentes mañanas como la de hoy, cuando se ha levantado tarde y aún está en pijama. “Si se detenía junto a la ventana, que llegaba hasta el suelo, ¿el Hombre del Abrigo la vería al otro lado del cristal, con el reflejo del sol? Podía arrimarse al vidrio, desabrocharse quizá un par de botones y mostrarse así ante él; eso atraería la atención del individuo, sí señor”, fantasea Helen. Corre a su habitación para vestirse y salir a su encuentro.
A Helen, de alguna forma, le resulta como predestinada la presencia de ese hombre, como si perteneciera al lugar y su llegada fuera el cumplimiento de un oscuro destino. Después de todo Rex no ha salido a ladrarle, como hace con todos los desconocidos pese a su artritis y a que casi no ve. En cambio, ha estado sentado a su lado, dejándose rascar la oreja, mientras ambos observan algo indistinguible cuando ella los interrumpe con un ¡hola!, que quizás ha dicho en voz muy alta. El extraño le dice que nació y vivió en esta casa, aunque no es familia de los Blount, que la construyeron, y tampoco está emparentado con los Godley, que fueron los siguientes dueños. No ha habido nadie más, hasta donde ella sabe. “Y de repente a Helen le asaltó la idea, nacida no sabía cómo ni dónde, de que el individuo había pasado mucho tiempo recluido y que ese mismo día lo habían dejado en libertad y por fin había salido parpadeando a la luz. Porque desprendía algo, abulia, hastío, el olor a cerrado de un desván o una trastienda bajo llave, algo que restaba brillo a los elegantes zapatos, al bonito sombrero nuevo y al suntuoso abrigo de cantante de ópera. ¿Un monasterio? ¿Un manicomio? ¿El psiquiátrico de Charenton?”, aventura quien narra.
La respuesta es la cárcel, pero para saberlo Helen tendría que haber leído El libro de las pruebas. Su nombre es Frederick Montgomery. Ahora está en la primavera de sus setenta años, pero la última vez que estuvo allí rondaba los cuarenta, era un hombre casado y con un hijo, la propiedad se llamaba Coolgrange, su madre vivía aún y en los siguientes días robaría un cuadro de la Casa Whitewater, del coleccionista y marchante del arte Helmut Behrens, y mataría a una mujer. Fue condenado a cadena perpetua y cuando le han otorgado la libertad condicional, tras veinticinco años de reclusión, en la desorientación de quien ha estado tanto tiempo aislado del mundo, no se le ha ocurrido otra cosa que volver a Coolgrange, pese a que ya no se llame así y el asunto de la propiedad sea cada vez más incierto, al menos para él.
Montgomery ha evitado la entrada principal, dando un rodeo por el muro que delimita la finca para entrar por un lugar con un arco de piedra, gris, como esos portales de los siglos XIII y XV a la puerta de los cementerios, donde permanecían los cadáveres hasta que se los inhumaba. “Al pasar por debajo del arco de piedra —la verja, baja y roída por la intemperie, tenía un cerrojo oxidado, pero no candado— notó un efecto extraño. Fue un estremecimiento, o una especie de reverbero, como si él no fuera él sino su propio reflejo que atravesara una fisura del cristal de una ventana o, mejor dicho, que ondulara sobre una grieta de un espejo de cuerpo entero. Y, más extraño aún, lo que salió al otro lado no era del todo él, o era él pero cambiado, a la vez menos y más de lo que había sido, de golpe menguado y al mismo tiempo aumentado de algún modo. La cosa no duró nada, terminó en un abrir y cerrar de ojos; con todo, el efecto fue palpable y profundo. Algo le había tocado y le había dejado su marca indeleble”, apunta el narrador.
Desde niño ha tenido la sensación de un ser escindido. “Recordé días semejantes de la infancia, días extraños y vacíos en los que deambulaba de puntillas por la casa en silencio y en los que me sentía una especie de espectro, apenas presente, un recuerdo, una sombra de otra versión más sólida de mí mismo que vivía, oh, que vivía maravillosamente en otra parte”, se lee en el largo alegato que escribió desde la cárcel en 1989. En ese escrito reconoce que mató a la criada de Whitehouse, pero “a lo largo de ese proceso no existe un momento del cual pueda decir con certeza: ahí, entonces, decidí que debía morir. ¿Decidir? No creo que se tratara de una decisión. Ni siquiera creo que fuera una cuestión de pensamiento. El monstruo gordo que hay dentro de mí vio su oportunidad y salió soltando espumarajos y golpes. Tenía cuentas que ajustar con el mundo y en aquel momento ella fue suficiente mundo para él. No pude impedírselo. ¿O tal vez sí? Al fin y al cabo, él es yo y yo soy él”.
Si siempre ha sido consciente de la división de su personalidad, es ahora, al salir de prisión, que está decidido a ponerse al mando de su vida, ser único y diferente al encarcelado Frederick Charles St. John Vanderveld Montgomery, heredero de buena familia, que pudo haber destacado en el universo académico de la prestigiosa universidad de Arcadia y tuvo un hijo con una mujer llamada Daphne (ambos murieron en un accidente de tránsito mientras él estaba preso); que marcó su destino endeudándose con un mafioso prestamista de una isla del Mediterráneo, de las tantas que recorrió en noches de apuestas y borracheras, robó el cuadro Retrato de mujer con guantes y asesinó a una mujer en el interior de un carro. “La prensa (…) me ha retratado como un criminal peligroso y como una bestia rubia, meticulosa, fría y de férrea voluntad. Juro que solo fue un ir a la deriva, como todo lo demás”, asegura en su defensa escrita. Para dejar de ser esa cosa fantasmal de sí mismo, sin la densidad que percibía en los otros, tan plantados y seguros frente a un mundo desconcertante y absurdo, es que ha decidido cambiarse el nombre: “Por cierto, me llamo Mordaunt”, le dice a Helen, “sintiendo el tenue estremecimiento de la transgresión. Le encantan las mentiras; incluso las más pequeñas y las más piadosas le producen un placer siniestro”: Felix Mordaunt.
En Arden House ya no están Adam padre ni Petra, que se suicidó, mientras que Ursula es quien ahora se encuentra encerrada, no sale de la habitación matrimonial, perdida entre las brumas de un desvarío que ya la rondaba cuando su esposo estaba en las últimas y ella se ahogaba con la bebida. Helen vive cercada tanto por el hastío que no disipa su esposo y mucho menos Ivy y Duffy, con quienes no comparte ningún interés, como por la tristeza de la pérdida de sus dos hijos, uno de ellos justo en la fecha de su cumpleaños, el de ella, que está próximo a celebrarse, así que no deja pasar la oportunidad de distracción y olvido que representa el enigmático Mordaunt. Sin consultarle a Ivy, le dice al convicto que la decadente aristócrata tiene una habitación disponible para alquiler en su casita. De no recibir nunca visitas, de pronto no una, sino dos, pues a la del hombre del abrigo mostaza sigue la de William Jaybey, miembro de la Royal Society of Literature, a quien Adam le ha encargado escribir la biografía de su padre. Es una simetría con lo ocurrido cuando este vegetaba en la oscuridad y se habían presentado Benny Grace, un viejo amigo del académico, quien, sin embargo, era un perfecto desconocido para el resto, incluida Ursula, y del que nadie sabía qué buscaba allí, y Roddy Wagstaff, supuesto novio de Petra pero quien en realidad estaba interesado en ser biógrafo del gran matemático.
Mordaunt es quien recoge a Jaybey en la estación del tren. “Da la casualidad de que yo también soy matemático (…) Bueno, lo era. Ya no”, le dice. Jaybey no sabe si creerle, pero es verdad. Montgomery se había dedicado un tiempo a la ciencia “con el propósito de volver más soportable la ausencia de certidumbres. Pensé que había encontrado el modo de erigir una sólida estructura sobre las mismas arenas que, siempre y en todas partes, se movían bajo mis pies”, según señala en su escrito dirigido al juez. De hecho, en Arcadia conoció a Adam Godley y también a Daphne, amiga de su amiga Anna Behrens, la hija del coleccionista, quien pronto también visitará Arden House para hacerle un inusual pedido a Montgomery a cambio de un documento muy valioso y revelarle, de paso, que tanto ella como Daphne se acostaron con Adam Godley. Desde que saliera de la cárcel, Montgomery/Mordaunt ha tenido el deseo de ver de nuevo el mar y es lo que hará con Anna, ir a Ballyless on Sea: “… el pueblo transmite la sensación convincente de no haber cambiado. Los dos hoteles, el Beach y el Golf, están como antes, al igual que Myler, la tienda de comestibles y pub, y la iglesia con tejado de zinc, cuyo interior, los domingos de verano por la mañana, despedía una mezcla de olores nada santificada a pintura al temple y madera caliente, y probablemente todavía huela así”, dice la voz que relata. Es una localidad suspendida sin cambios en los recuerdos que guarda de los veranos de su infancia pasados allí y en la memoria de los lectores de El mar, donde Max Morden la visita cuando, tras la muerte de su esposa, se refugia en ese pueblo costero donde conoció de niño a la señora Grace y su familia, clave de varias iniciaciones en su vida. Anna y Freddie/Felix bajan por la empinada Station Road (“… ahí está Los Cedros, en un estado mucho más lamentable que antes, al pie del cual, en un hueco entre dos edificios bajos, está la playa, seguida de la curva añil del mar…”), igual que señala Morden: “Bajé por Station Road en la vacuidad soleada de la tarde. La playa que quedaba al pie de la colina era un resplandor beige bajo el añil (…) Me acerqué a Los Cedros con cautela”.
Mientras, Jaybey, que en un primer momento ha dudado de su competencia para cumplir el encargo, se propone recuperar su brillantez académica con el libro sobre Godley, de quien piensa mostrar la parte oscura de su luminosa carrera, desde las infidelidades matrimoniales hasta la sospecha acerca de la autoría original de sus revolucionarias ecuaciones. No sería la primera vez que derriba una estatua, pues es el autor de La invención del pasado, la imponente monografía con que desmontó al farsante de Axel Vander, el prestigioso crítico literario de Arcadia. En los confusos años de la Segunda Guerra Mundial, en Amberes, Vander usurpó la identidad de su mejor amigo y mantuvo posiciones antisemitas. De alguna forma, logró huir a Londres y pasar de allí a Estados Unidos, donde labró su fulgurante trayectoria académica, que, antes del libro de Jaybey, fue una vez amenazada por Cass, una joven estudiante enterada de su suplantación. Al final no lo expuso al escarnio público, sino que sostuvo con él una relación íntima —al parecer quedó embarazada— y terminó saltando de un acantilado en un pueblito italiano. Por una carta que encuentra en los archivos de Arden House, Jaybey descubre que Adam Godley también había sido muy cercano a Cass, la hija suicida de Alexander Cleave, el retirado actor de teatro protagonista de Eclipse, a quien le proponen que protagonice una película sobre la vida de Vander (Antigua luz) y desconoce la relación de ella con el crítico (no ha leído Imposturas).
“Nunca hubo una creencia en la que el milagro, en el propio sentido de la palabra, es decir la ruptura del orden natural, desempeñara un papel tan insignificante entre las manifestaciones divinas como en la creencia griega de la antigüedad. Al lector de Homero debe de llamarle la atención que, a pesar de las continuas referencias a los dioses y su poder, apenas se registren milagros en sus narraciones”
Como dice el narrador de Las singularidades, son los pequeños engranajes dentro de otros mayores, girando sin descanso. Si sorprende la combinatoria de casualidades, bastaría con recordar a quién pertenece esa voz. “¿Quién habla aquí? Yo, un diosecillo, pues los dioses grandes se han marchado”. Se trata de Hermes y, en efecto, aquí está solo; sin la compañía de su padre, Zeus, que había poseído a Helen, ni de su hijo, Pan, que se había encarnado en Benny Grace, en Los infinitos. Ya entonces advirtió sobre la incredulidad que suscitaría el merodear de los inmortales en Arden House:
“Comprendo vuestro escepticismo. ¿Por qué en tiempos como estos iban los dioses a volver entre los hombres? Pero el hecho es que nunca os hemos abandonado; solo que vosotros habéis dejado de tenernos en cuenta. ¿Porque cómo íbamos a desaparecer, nosotros, que no podemos estar sino en todas partes? Simplemente dimos la impresión de que nos retirábamos, durante un decoroso intervalo, como diciendo que sabemos cuándo no se desea nuestra presencia. Así y todo, no podemos resistirnos a revelarnos a vosotros de cuando en cuando, movidos por nuestro incurable aburrimiento, la afición a las travesuras, o la persistente nostalgia que albergamos hacia ese tempestuoso mundo creado por nosotros…”.
A diferencia de otras deidades, como el Jehová del Antiguo Testamento, los dioses olímpicos u homéricos no eran dados a los milagros. “Nunca hubo una creencia en la que el milagro, en el propio sentido de la palabra, es decir la ruptura del orden natural, desempeñara un papel tan insignificante entre las manifestaciones divinas como en la creencia griega de la antigüedad. Al lector de Homero debe de llamarle la atención que, a pesar de las continuas referencias a los dioses y su poder, apenas se registren milagros en sus narraciones”, señala Walter F. Otto en un estudio clásico del tema, Los dioses de Grecia (1929).
Los griegos, que habían concebido a los dioses a su imagen y semejanza, no esperaban que la divinidad se mostrara de forma sobrenatural, advierte por su lado Edith Hamilton en Mitología (1942): “Con estos dioses humanos, el cielo se convirtió en un lugar de agradable ambiente familiar: los griegos se sentían allí como en su casa. Sabían exactamente lo que hacían sus habitantes, qué comían y qué bebían, dónde celebraban sus banquetes y cómo se divertían. Por supuesto, había que temerles: tenían poder, y podían ser peligrosos cuando se enfadaban. Sin embargo, quien supiera tener cuidado podía sentirse a gusto en su compañía; podía, incluso, darse el lujo de reírse de ellos (…) Con tales historias, se vivía en un ambiente relajado: reírse resultaba inconcebible frente a una esfinge egipcia o una figura asiria de bestia con cabeza de pájaro, pero perfectamente natural en el Olimpo, y de ahí que sus dioses fueran tan cercanos (…) Y ese es el milagro de la mitología griega: un mundo humanizado, que liberó a los hombres del miedo paralizante a algo omnipotente y desconocido”.
Así, a un antiguo griego no le hacía falta ver que el mar se abría a su paso y luego volvía a cerrarse sobre su perseguidor para sentir la proximidad de un dios. No era necesario que la deidad tuviera superioridad sobre los hechos naturales. La insinuación de la idea salvadora en el momento justo o que su brazo recobrara el vigor en medio de una batalla eran suficiente evidencia de la intervención divina: bastaba con la casualidad, como las varias ideadas por Hermes en Las singularidades para distraerse contando una historia.
Post scriptum:
Pie de página ochenta y nueve
Mario Vargas Llosa ha publicado Le dedico mi silencio (2023): su despedida de la escritura de novelas, una andadura que comenzó en 1963 con La ciudad y los perros y que tiene, entre su veintena de muestras, cimas como La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo; algunos divertimentos como Travesuras de la niña mala y, en mi lista, uno que otro paso en falso, como Lituma en los Andes.
“Me despido de la novela porque tengo 87 años y no me imagino que esas historias, que tardo tres o cuatro años en construir, puedan abordarse con todo el rigor necesario en esta etapa de mi vida. Pero la verdad es que seguiré escribiendo hasta el último día de mi vida. En Le dedico mi silencio he puesto todo lo que significa para mí el Perú: su exaltación, su tristeza, esa música que tiene de alarido y de llanto, así concibo el vals peruano y mi cultura. Son lo que más nos caracteriza en el fondo, y por eso, creo que esta novela es una de aquellas a las que más cariño tengo. Me vincula con mis raíces y es un homenaje a una creación peruana de la que nos sentimos orgullosos. Me gustaría decirles a mis lectores que escriban y lean siempre, y que aprovechen y disfruten de su imaginación todo lo que les sea posible”, ha declarado en una entrevista a un diario español.