Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin, de Ana Teresa Torres
Converso con S.
—Acabo de leer Los últimos espectadores del acorazado Potemkin.
—De-el.
—Ya sé que la preposición y el artículo no se contraen si este forma parte de un nombre propio, pero así está desde la primera edición de Monte Ávila, en 1999, y también en la del Fondo de Cultura Económica…
—No sabía que la habían reeditado en México.
—En 2010. El PDF lo puedes descargar de la página de la autora.
—¿Por qué sería? En 1999 me lo puedo imaginar. En Monte Ávila, como en todos los ministerios y empresas estatales, cunde el nerviosismo por el nuevo gobierno, porque vendrán otros jefes y con ellos los cambios, que siempre son enojosos. En la editorial hay blancos y verdes, pero ahora se trata de un gobierno rojo, revolucionario, así que se sienten en terreno desconocido. Pero no todos, precisamente el jefe de la división de diseño es un hombre mayor, tendrá unos sesenta y cinco años, y en su larga carrera de empleado público ha visto pasar a muchos superiores, que llegan con ínfulas de modificar todo para que nada en realidad cambie. No cree que ahora sea distinto por otro color. Su experiencia le ha enseñado que la inercia siempre vence a la fuerza. Así que la inminencia de la llegada de nuevos mandamases no le hace variar su rutina liberadora: es viernes, y como todos los viernes se va de la oficina antes de las cuatro de la tarde para refugiarse en una tasca cercana, donde con viejos amigos se reúne a echarse cuentos hasta bien entrada la noche. Están atrasados con el libro de Ana Teresa, debieron entregarlo a imprenta hace dos semanas y aún falta componer la portada. Como no se trata de un libro único, sino que forma parte de una colección, no es necesario enviarle a la autora el arte final de la tapa, que será igual a todas las demás. De manera que antes de marcharse da la instrucción de armar la portada siguiendo el estilo de la colección y que dejen todo enviado a imprenta. Pero el diseñador gráfico encargado es uno de esos que todo lo ve como imágenes, hasta los textos, y que se preocupa solo por la armonía de la composición. No lee y menos sabe de Eisenstein. Se pierde entonces la última oportunidad de corregir un error del que, como la carta de Poe, nadie se ha percatado por evidente. No ve ningún problema en ese título y lo compone a cuatro renglones, lo centra con respecto al nombre de la autora, la ilustración y el nombre de la editorial, salva el archivo y listo: él también se va ya, que por la clase de salario que ahí le pagan no les va a regalar su tiempo. Cuando le llega el libro a Ana Teresa (imagino que, como se ve en las películas, le enviaron una cajita con una docena o más de ejemplares), el mal está hecho. No van a recoger…, ¿tienes el libro ahí? Es para ver de cuánto fue el tiraje. Suelen ponerlo al final, junto con las fuentes empleadas y la dirección de la imprenta.
—Ya te digo…
—¿No está? Es un dato útil, no sé por qué omiten el colofón. No importa. Tratándose del mercado venezolano, digamos que no van a recoger unos pocos ejemplares porque dice “del” y no “de El acorazado Potemkin”, que es el nombre de la película de Eisenstein. ¿Dices que en la edición de los mexicanos persiste el error?
—Sí, pero solo en la portada y en algunas referencias internas, como en la ficha Dewey y en el índice. En cambio Gomes…
—¿Quién?
—Gomes, Miguel Gomes, el responsable de la edición, el estudio preliminar y las notas…
—¿No es un escritor venezolano? ¿Lo has leído?
—Sí y no, no he leído nada de él. En fin, que Gomes sí escribe “Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin”.
—Que se les haya ido una vez está bien, pero dos… Cuando leí la novela estuve pendiente desde el principio porque de inmediato me pegó esa contracción, pero no encontré nada en el texto que la justificara. ¿Tú viste algo?
—Tampoco. En París, cuando se encienden las luces del Saint-André-des-Arts, a donde ella ha obligado a ir al contador porque para su seguridad interior, la de ambos, es indispensable saber que la cinta de Eisenstein existe, ella le traduce lo que les dice el cuidador de la sala: “Que somos los últimos espectadores de El acorazado Potemkin”.
—En alguna parte, la propia Ana Teresa debe de haber hablado de ese error, ¿no crees?
—Quién sabe. A lo mejor el error forma parte de la circunstancia anecdótica de la novela, como el cambio de portada en la primera edición de Cien años de soledad.
—Eso. El diseñador gráfico de Monte Ávila no lee y anda siempre en su mundo de colores y líneas, como alelado, pero tiene un agudo instinto de supervivencia y le bastan varias señales gubernamentales para convencerse de que tiene que irse, de la editorial y del país. De modo que comienza sus diligencias para formar parte de lo que después se conocerá como la primera y silenciosa ola del éxodo venezolano. Se acuerda de algún colega mexicano, conocido en un taller internacional sobre diseño en Bogotá, a donde hace años lo han enviado como parte de un programa de mejoramiento profesional. Le escribe un e-mail y vuelve a darle la razón a su mamá, que siempre le ha dicho que había nacido enmantillado: Claro, güey, justo me preguntaron hace unos días gente del Fondo que estaban buscando diseñadores, le responde el amigo. Así que manda su currículo por correo electrónico, a la vuelta le responden que es el indicado y renuncia, vende sus pocos electrodomésticos, entrega el anexo que tiene alquilado en Santa Cecilia, se despide de todos (incluida la novia, que no quiere irse hasta terminar la universidad, sensata que es) y se va para el D.F. Tiempo después, como en el departamento de diseño saben que es venezolano, cuando llega el libro de la caraqueña al jefe le parece lo más natural que él se encargue y, por descontado, ahora tampoco repara en el error, que igual que una década antes ha esquivado todas las atenciones…
—Por segunda vez la autora abre la caja y…
—Ni el diseñador ni nadie corrige la portada y, otra vez, cuando Ana Teresa recibe su cajita, ahí está otra vez la contracción impertinente. Tuerce el gesto, como en 1999, y su primer impulso es escribir a los del Fondo, pero se rinde a la evidencia: una vez publicados, los libros tienen vida propia y el suyo, por lo visto, ha escogido su título. Luego se enterará de que el más puro azar hizo caer por dos veces la portada de su novela en nuestro diseñador que no lee y el fallo gramatical se convierte en una simpática anécdota que comparte cuando le ha tocado hablar de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. ¿Ves? Es como si su libro le hubiera hecho un guiño: se trata del mismo azar que reúne a su aburrido contador con la mujer del impermeable en el bar ese…
—La Fragata.
Está a solo dos cuadras del tipo estudio con balcón donde reside desde hace 16 años, pero hasta la noche en que entra para un último trago luego de asistir, contra su costumbre, a una reunión o fiesta, ya no lo recuerda muy bien, es que cae en cuenta de ese lugar. Solo quiere otro whisky con agua e irse a dormir, pero termina sentado a la mesa de una desconocida. Estarían ya por cerrar —se imagina—, y por eso la persona que le ha atendido, sin preguntarle, le lleva la bebida hasta donde está ella, con su impermeable de mala calidad, sus toscos zapatos y un maletín gastado. Piensa, pese a la pinta que luce, que es del oficio y que juntarlos forma parte de su arreglo con los del local. Sin embargo, no se trata de una mujer de la vida, sino de la vida misma, que le está dando la oportunidad de protagonizar otro relato.
Jefe del departamento de contaduría de una compañía de seguros, vive sin el menor sobresalto. Todos los días sale a las cinco del trabajo, pasa por una tienda de videos y alquila dos o tres para la noche. A su edad, se conforma con sexo una vez por semana, con mujeres ocasionales a las que alterna para evitar vínculos estables, así como se abstiene de regresar a los lugares que visita, salvo la oficina y el negocio de las películas. No teje vínculos con nadie: en el trabajo lo llaman “el contador” y le parece bien porque así ni siquiera su identidad lo amenaza. Si toma vacaciones, se queda en casa, regala los libros que lee a una biblioteca pública porque no tiene espacio para guardarlos. Sus padres y el único hermano están muertos, quedan unos primos lejanos de quienes no sabe nada y una sobrina que está en Bélgica, a quien envía y de quien recibe una postal en Navidad. Si muere, estima que solo la conserje del edificio podría reclamar su cadáver: la ha hecho beneficiaria de la póliza de vida que posee como parte de su contrato laboral, y su deseo póstumo es que la lápida no tenga inscripción alguna, acaso un número, si es que las reglas del cementerio demandan necesariamente algún tipo de identificación. Es un muerto sin serlo todavía porque no habita en la memoria de nadie.
Eurídice, la muchacha de padres italianos con quien ha estado casado alrededor de un año y que desaparece en Nueva York, a donde ha viajado sola para cursar inglés por unos meses, es el único otero en el llano de su vida. Su recuerdo y el de su hermano mayor, un subversivo de notable éxito con las mujeres y que vivió para construir un mito, son sus únicas emociones. No lo sabe todavía, cuando al finalizar su primer encuentro en La Fragata acepta que reanuden la conversación la noche siguiente, pero de esos dos hilos tirará la mujer del impermeable durante sus siguientes citas para armarle una narrativa que lo haga existir.
“No somos más que una narración. La narración llena el espacio abierto de nuestras existencias, gracias a ella podemos dar cuenta de nosotros, hacernos presentes, existir. Piense en todas las personas que están sentadas en este bar. ¿Cree que vienen para beber? No, eso lo podrían hacer en sus casas. Beber es una excusa para hablar. Se dicen unos a otros. Me gusta escuchar las conversaciones ajenas, tengo esa pequeña perversión desde niña, y sé que lo más importante de la conversación es el recuento, cada uno se recuenta a sí mismo. Hice esto y aquello, me pasó lo otro, pensé de aquella manera. Al final cada uno está convencido de que existe porque tantas cosas ocurridas tienen que tener un soporte, un eje. Ese soporte es lo que nos constituye. Todo ese recuento es la prueba de que existimos. De lo contrario, la secuencia de actos, al desvanecerse, se llevaría consigo a su precario protagonista. No crea que Proust escribió un libro tan largo para recuperar el pasado, sólo lo hizo para asegurarse del presente”, le dice ella.
Ni Eurídice es una mujer interesante ni es apasionada la relación de ambos, de manera que el hilo argumental basado en la desaparecida se agota en la primera semana de encuentros. En cambio, su hermano sí que da para una novela. Comunista, guerrillero, preso, exiliado, amante de una rusa en París... Por lo demás, ya está en parte escrita porque ha dejado una caja de zapatos con papeles diversos: el boceto de sus memorias. El legajo se lo ha entregado su sobrina, poco después de que él se entera de golpe de las tres cosas: que su hermano ha muerto tras una enfermedad, que tiene una hija y que ha escrito sobre sus andanzas. De la historia del subversivo falta llenar los años que corren entre su regreso del exilio en 1968, gracias a la amnistía dictada por el presidente Leoni, cuando abandona toda actividad política y se va para Turmero, donde se hace socio de un taller mecánico y se pone a vivir con una mujer anodina, y alrededor de 1980, cuando él sabe de su muerte y le llevan los papeles.
“¿No le gustaría que fuéramos al lugar donde vivió? Sería interesante hablar con su socio, el mecánico del taller, o con la ex esposa, los vecinos. En un pueblo la gente se conoce. Un ex guerrillero, un político que venía exilado de Europa, seguramente llamaba la atención. Es probable que lo recuerden, que tengan anécdotas curiosas”, le sugiere su interlocutora. “Por favor, no me repita la jugada que me hizo con Eurídice. No trate de inventarse falsos informantes acerca de los últimos días de mi hermano”, le responde él.
Ella no le hace caso a su objeción y la lectura de “La noche sin estrellas”, título que él le ha puesto al contenido de la caja de zapatos, va sirviendo de guía para explorar líneas narrativas. Una es que su hermano no habría muerto por enfermedad, sino que se habría suicidado, y la más sorprendente, que aún estaría vivo. En “La noche sin estrellas” hay un fragmento sobre la preparación de un atentado contra el Presidente, “Los subversivos”, y lo escrito por su hermano coincide casi punto por punto con la noticia que ella le lee ahora sobre el frustrado intento de matar al Primer Mandatario mientras asiste a una comparecencia ante el Congreso para responder por acusaciones de corrupción. De los dos implicados, han capturado a uno, Vicente Roig, ciudadano de nacionalidad española, de setenta y dos años, que lleva más de 30 viviendo en el país, es experto en explosivos y en los 60 estuvo vinculado con el movimiento guerrillero; el otro escapa: ¿se trata de su hermano? Para comprobar esta hipótesis, armarán una farsa en La Fragata para sonsacar información a quien fue mentor ideológico de su hermano, Alberto Araujo, ella hablará con Roig antes de que lo deporten y ambos viajarán a París para encontrar a Irene Lenirov, la amante rusa y doble espía que ha apoyado a los revolucionarios latinoamericanos y africanos que han aterrizado por años en la capital francesa.
“Usted tiene esa particularidad de ir armando historias razonables a partir de mínimas casualidades y de ir convenciéndome de disparates”, ha terminado por admitir él, quien en la capital francesa vive el penúltimo de ellos: la interlocutora desaparece de la misma forma que Eurídice en Nueva York: esta, antes de que él la sorprenda con su visita; aquella, mientras va a Bélgica a casa de su sobrina. Una y otra han pagado la cuenta y se han marchado dejando objetos personales en la habitación. Como entonces, esta vez también cumple con los trámites policiales de la desaparición y regresa a Caracas con la promesa de que lo contactarán si se sabe algo. Tiempo después decide ir un día a La Fragata y se encuentra con que nadie allí guarda memoria de él. “Dígame sinceramente si me recuerda y si recuerda a una señora que siempre venía conmigo, y nos sentábamos en aquella mesa”, interroga al mesonero. “Para decirle la verdad, no lo recuerdo”.
—¿Y? ¿Qué te pareció?
—Me acordé de “La trama celeste”, de Adolfo Bioy Casares. ¿Lo leíste? Está en su libro Historias fantásticas. El capitán del ejército argentino Ireneo Morris es un piloto de pruebas. Un día, para probar un nuevo avión, decide variar su tradicional esquema de maniobras. En algún momento de su ejecución, se siente muy mareado y apenas si logra aterrizar. Cuando recupera la consciencia, está hospitalizado y él reconoce a todos, pero nadie lo reconoce a él, no creen siquiera que sea argentino. Lo toman por un espía extranjero y corre el riesgo de que lo ejecuten. Sin embargo, logra que le permitan realizar la misma prueba del accidente y le sucede igual: se marea y aterriza por milagro. Al despertar, está de nuevo en el hospital, pero ahora todos los reconocen, solo que lo acusan de haber estado fuera del país y haber vendido secretos militares… ¿Me sigues?
—…
—Después de cada vuelo, Morris vive en un Buenos Aires diferente, mundos a los que ha accedido por la ejecución de otro esquema de pruebas, así como el contador ingresa en otra narrativa de su existencia por traspasar el umbral de La Fragata. En ambos, el pasaje entre sus mundos posibles dependió de que hicieran algo nuevo: el aviador, otros ejercicios; el contador, haber ido a una fiesta y luego haber entrado al bar, dos acciones inusuales en su rutina. ¿Y ahora?
—Una historia de universos paralelos…
—Más que eso en Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin, porque Ana Teresa se convierte en personaje dentro de la nueva narrativa de la vida de su protagonista y, sin embargo, no pierde la facultad de continuar decidiendo sobre el curso de la historia: es personaje, pero no deja de ser autora, en un juego de ocultamientos tanto para el contador como para los lectores y hasta para ella misma siendo la interlocutora. ¿Es o no es traductora de una novela de un tal Richard Crooks, titulada La segunda muerte de Eurídice? Admite haber inventado a Di Mónaco, con quien se habría fugado Eurídice, pero resulta verdad que Carmen Leonor, la simplona mujer de los últimos días de su hermano, continúa viva. En cambio, puede ser invención el loco de Turmero, a quien ella habría debido su entrada a la casa de los Ruiz González, donde la última sobreviviente de esa familia gomecista le da a entender que el hermano se suicidó. Como personaje no habría podido hablar con Vicente Roig en el aeropuerto antes de que lo deportaran, rodeado como estaba de policías, pero como autora distrae a sus vigilantes para que el español dijera las pocas palabras que dan fuerza a la hipótesis de que el hermano continúa vivo. Toda la novela está sembrada de dudas, que alcanzan al contador, al lector y a la propia interlocutora, quien llega a sospechar que ese hombre con el que se reúne cada noche en el bar y el exguerrillero son la misma persona. ¿Es así? Después de todo, él se deshizo de cuanto dejaron sus padres, la fábrica de muebles, la casa en La Florida, los cientos de objetos personales que había allí, en ese afán de no dejar huella, de ser anónimo, pero ha conservado la caja de zapatos, de la cual, por cierto, Carmen Leonor no sabe nada. La idea de viajar a París para encontrar a Lenirov se le ocurre en primer lugar al contador, quien ya ha sucumbido al atractivo de formar parte de un policial: ella lo secunda como personaje y como autora hace que la rusa siga respirando, un milagro para la vida de riesgos que llevó, y que hasta el samovar y el gato debajo de la mesa en el apartamento de la exespía en la rue Monsieur Le Prince coincidan con lo que ambos imaginaron en Caracas. En esa calle ha dispuesto también una librería Hispano-Americana, donde él comprará el pequeño libro que brindará la clave de todo el entramado narrativo con el que ha dado a su protagonista la oportunidad de vivir, aunque sea por unas semanas, en otro relato. Le va mejor que a Morris, a quien el argentino desaparece en su cuento…
—…
—Lo que te quiero decir es que el personaje-autor es el que le da sentido a las muchas casualidades que mueven la trama de la novela. Si no, sería un recurso narrativo muy fácil, gratuito, el azar sería puro deux ex machina, en lugar de elemento pertinente dentro de la lógica interna de la historia. “Hagámosle un homenaje al azar, después de todo, cuántas cosas importantes no nos han sucedido por azar. Es más, pienso que todos nuestros vínculos no son más que un azar que hemos decidido perpetuar, y que también azarosamente otro ha decidido perpetuar con nosotros”, le propone ella en el primer capítulo y todo lo que leemos a continuación es la construcción narrativa del altar. Me devoré la novela en dos sentadas. ¿Tú has leído algo más de ella?
—Te la fumaste, diría yo…
—La ficción es también una posición del lector, nos dejó advertido Piglia, y tú misma me acabas de dar un ejemplo de que como lectores somos autores con todo el cuento del diseñador.
—¡Touché! Leí también Doña Inés contra el olvido. Si yo fuera ministra de Educación, el programa para la enseñanza de la historia incluiría la lectura de novelas de Ana Teresa, que por la rendija de personajes comunes y corrientes deja pasar suficiente luz para alumbrar la reconstrucción de la memoria nacional y dar pasos en la oscuridad de nuestro inconsciente colectivo…
—La intrahistoria.
—Exacto. Como hizo Vuillard en 14 de julio: la toma de La Bastilla desde los miles sin nombres. Estaban armados con palos, picas, navajas, garrotes, cuchillos, también lograron hacerse con unos cañones y con pólvora, porque no iban a dejarse masacrar de nuevo por las tropas del rey. Entre ese gentío seguro que eran pocos los que habían oído de Voltaire, Diderot o Rousseau, menos incluso los que habían leído alguna de sus obras, pero sin ellos, seres anónimos amalgamados por un difuso deseo de justicia, no habría habido Revolución francesa.
—Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin daría para varias clases. Una sobre el caudillismo, a partir del general Pardo, el típico líder de las montoneras del siglo XIX, en cuya hacienda de los alrededores de Turmero pasó el hermano todas las vacaciones de su infancia. Otra sobre la modernidad perezjimenista y una más sobre la corrupción durante el período democrático. Sin olvidar, por supuesto, la insurgencia guerrillera de los años 60 y el sueño de un mundo distinto y solidario, que se esfumó en las montañas de Lara y Portuguesa y en las calles de París; en adelante solo habría planes, proyectos y propuestas, como se lamenta Lenirov.
—Ni la referida a un rasgo de nuestro carácter nacional, con esas ansias de heroísmo del hermano...
—Sería una revolución educativa, pero la verdad es que te quiero mucho para desearte que seas ministra… ¿Ya viste Madres paralelas?