La batalla de Occidente, El orden del día y otras novelas de Éric Vuillard
Cuando en 1992 se publicó El fin de la historia, Éric Vuillard tenía 24 años y faltaba más de un lustro para que se editara su primera novela, Les chasseur (1999), un monólogo desde la conciencia de un ser que, al parecer, es objeto de una cacería; le seguirían Bois vert en 2002 (poesía) y otra pieza narrativa, Tohu, en 2005, descrita en algún lugar como “una epopeya del lenguaje, musical, visionaria, metafísica”. Sin embargo, si para aquel entonces ya estaba en gestación el enfoque que ha caracterizado toda su obra posterior hasta el presente, aunque solo fuera como una ligera inconformidad con lo que llevaba publicado, el joven Vuillard debió de haber torcido el gesto para desaprobar lo afirmado por Francis Fukuyama. Le bastaba, al francés, una mirada a la realidad y al legado de Occidente para constatar, pese a innegables avances, el significativo saldo deudor en materia de justicia social y libertad: mal podría postularse el cierre de la evolución ideológica e identificar la democracia liberal como el único sistema político con suficiente legitimidad para atrapar todas las energías y aspiraciones de nuestra sufrida especie. En lugar de cancelar la historia, lo apropiado era revisitarla para tratar de comprender cómo se había llegado a un presente que es el mejor mundo posible solo para una fracción de la humanidad.
Pues bien, eso, reconsiderar momentos de la temporalidad compartida bajo un ángulo de visión inesperado, que anima a interrogar el ahora, es lo que ha hecho Vuillard desde su novela Conquistadors (2009), sobre el sometimiento español del imperio inca, hasta La guerra de los pobres (2020). Entre una y otra, Congo (2012), acerca del reparto de África por parte de las potencias europeas; La batalla de Occidente (2012); Tristesse de la terre (2014), centrada en el lado oscuro de la conquista del Oeste a través de la figura de Buffalo Bill; 14 de julio (2016) y El orden del día (2017).
En La batalla de Occidente, Vuillard se ocupa de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Las grandes potencias europeas habían vivido más o menos en paz desde 1870, cuando tuvo lugar la última guerra “significativa” (Prusia contra Francia). Pero hacia finales del siglo, Alemania dejaba claras sus pretensiones de hegemonía mundial y con ello se configuró un tenso escenario bipolar: Alemania y Austria-Hungría de un lado; Francia, Gran Bretaña y Rusia del otro. Cundió el nerviosismo entre las élites gobernantes y en el afán de protegerse “todo el mundo comenzó a negociar alianzas, acuerdos; y en vísperas de la guerra acabó concertándose un sistema muy estricto de apartados y de condiciones, de tratados solemnes y secretos, que se superponen unos a otros”, escribe Vuillard. Un sinsentido: “Todo se funda en un sinfín de cálculos, de presunciones tan quiméricas como las que uno aventura antes de elegir un número de lotería”.
Fue, como se sabe, una apuesta trágica que cobró la vida de millones de personas y en la que nada salió como se había previsto. No solo Alemania no había acabado con Francia (según el famoso plan de Schlieffen de 1905) para concentrarse en un solo frente (Rusia) y la guerra había durado más de lo estimado, sino que nadie previó que desaparecerían también el optimismo y la fe en la capacidad de Occidente para garantizar el progreso y la convivencia pacífica. “Los planes Schlieffen del futuro podrán prever una infinidad de variantes y accidentes, pero algo se resiste al dominio de los hombres. La batalla de Occidente se ganará o se perderá, las grandes fosas se llenarán de muertos o de perdón. Se alinearán kilómetros de tumbas a igual distancia unas de otras (...) y los intereses de las masas habrán sido silenciados igual de vergonzosamente”.
Quince años después de finalizada la Gran Guerra, una notable representación de aquellas buenas familias, aristócratas y burgueses por cuyas decisiones murieron millones en las trincheras y miles regresaron mutilados, pensó otra vez solo en sus intereses y las consecuencias fueron asimismo trágicas: alrededor de 50 millones de muertos. En El orden del día, Vuillard parte del 20 de febrero de 1933, cuando la élite industrial alemana (BASF, Bayer, Agfa, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken...) se reunió con Hermann Göring y Adolfo Hitler para apoyar al partido nazi en las elecciones legislativas de aquel año. Querían estabilidad para sus negocios y eso es justo lo que se les prometió: fin de la débil República de Weimar, proscripción de los sindicatos, conjuro de la amenaza comunista. Göring les advirtió que si los nazis obtenían la mayoría, aquellos serían los últimos comicios parlamentarios en los próximos 100 años, pero fue solo un detalle y todos, sin chistar, pasaron por caja dejando sus aportes.
Si para los empresarios alemanes el encuentro no fue sino uno más de los que celebraban con la clase política para garantizar la buena marcha de sus industrias, también los gobernantes de Gran Bretaña y Francia subestimaron al nuevo líder de Alemania, a quien continuaban viendo como un cabo austríaco. Aquellos lo hicieron por ser fieles a la aberrante concepción de la economía como esfera libre de sujeciones éticas, estos por su arrogancia aristocrática. Démosle Austria y lo que exige de Checoslovaquia y ya verán que se queda quieto, pensaron en Londres y París, pero a los pocos meses los franceses firmarían su rendición, los británicos verían su capital arder cada noche cortesía de la Luftwaffe y el mundo se despeñaría nuevamente por el abismo. La batalla de Occidente y El orden del día son dos acercamientos incómodos para quienes están plácidamente instalados en el presente y evitan inquietarse con las miopías y complicidades de sus clases gobernantes, pese a que cualquier día pueden encontrarse con que “su vida entera ha sido requisada, vendida, arrojada a un gran sacrificio que no tiene la menor utilidad para ellos”, como les sucedió a los soldados y a poblaciones civiles durante la Gran Guerra.
En 14 de julio el escritor vuelve a descorrer el velo de un hecho histórico: la toma de La Bastilla. Esta vez para hacer visibles a otros participantes, usualmente ignorados o marginales en los relatos dominantes de la posteridad, pero acaso tan decisivos en su momento —o más— como aquellos a quienes sí se les recuerda en el relato con H. Antes de la emblemática toma de la ciudadela, tuvo lugar a finales de abril de 1789 un asalto a la casa de un rico fabricante de papel para paredes —moda impuesta por María Antonieta—, a quien no se le había ocurrido mejor idea para hacer frente a la competencia que impulsar una rebaja de los salarios. Era el colmo: Francia estaba padeciendo alta inflación y desempleo. (“Porque la ciudad (París) es una cantera de mano de obra barata. Y cuando no se tiene empleo, se aprende mucho. Se aprende a rondar, a observar, a desobedecer, también a maldecir. El paro es una escuela exigente. Uno aprende que no es nada. Eso puede ser útil”). La protesta donde el papelero terminó en matanza, pero no amilanó al pueblo llano, que siguió y aumentó en las calles hasta aquel día de julio, cuando se congregó ante la fortaleza-prisión con el resultado conocido. Fueron miles, se dice que llegaron a ser doscientos mil, cuando París por entonces era una ciudad de, quizás, seiscientos mil habitantes. Armados con palos, picas, navajas, garrotes, cuchillos, también lograron hacerse con unos cañones y con pólvora: decididos a no dejarse masacrar de nuevo por las tropas del rey y a tomar La Bastilla. Los así reunidos no reconocieron representación política alguna —abuchearon y casi lincharon a los enviados del Ayuntamiento para mediar entre la turba y los atrincherados— y con toda seguridad eran pocos aquellos para quienes significaban algo los nombres de Voltaire, Diderot o Rousseau, menos incluso los que habían leído alguna de sus obras.
Y, sin embargo, sin esa multitud amalgamada por un difuso pero compartido deseo de justicia social, que se expresó con la destrucción de todo lo que encontró a su paso en la odiada edificación, no habría habido Revolución francesa. Junto a las deplorables condiciones en que vivían las mayorías —combustible para un ánimo de agitación popular—, el alza de los precios, el paro y las malas cosechas, hay que contar para explicar la Revolución con el espíritu de reforma alimentado por la Ilustración y con la torpe gestión de la monarquía de lo que para la década de 1780 era un riesgo más evidente que la propia ola de cambio radical que lo barrería todo: la quiebra financiera del Estado francés. A este aspecto le dedica Vuillard un capítulo y llama la atención, no sobre el apoyo galo a los rebeldes norteamericanos contra Gran Bretaña, que abultó la inmanejable deuda pública, sino sobre el dispendio en Versalles: mil quinientas personas para atender la mesa, cuarenta ayudas de cámara solo para el rey, cuatro relojeros con uno de ellos dedicado solo a darle cuerda al reloj de muñeca del monarca... En total, alrededor de diez por ciento de los gastos del Estado quebrado dedicado a la atención de los habitantes de un palacio que consumió tres décadas de construcción. Esta referencia sirve para colocar en contexto lo que estaba ocurriendo en las calles parisinas: oscuridad y miseria, mientras luz y derroche campaban a poco menos de treinta kilómetros.
Luego resultó que algunos de los participantes en la toma de La Bastilla fueron condenados por supuestos “excesos” y luego también cabría preguntarse por el verdadero cambio en las condiciones de vida de aquellos miles, aunque es indudable que los sucesos de 1789 supusieron transformaciones profundas en todos los órdenes, no solo en la principal potencia europea del siglo XVIII, sino también en toda Europa.
Finalmente, con La guerra de los pobres, Vuillard retrocede un poco más en el devenir histórico, hasta 1524 y las revueltas populares en el sur de Alemania en el contexto de la Reforma. El eje de su relato es el teólogo Thomas Müntzer, discípulo de Lutero y hombre de verbo encendido que, como se diría unos 450 años después con la Teología de la Liberación, había optado por los desamparados de la tierra, aquella masa de campesinos, artesanos, pequeños comerciantes, mujeres... discriminados y sometidos a durísimas condiciones de existencia. Müntzer creyó en un auténtico cristianismo, sin las mediaciones hipócritas de la iglesia de Roma, y fue seguido por cientos de personas que en su ignorancia acertaban con las preguntas: “¿Por qué el dios de los pobres se situaba tan extrañamente junto a los ricos, con los ricos, sin cesar? ¿Por qué hablaba de abandonarlo todo por boca de quienes se habían apoderado de todo?”.
Müntzer fue el continuador de otros que antes que él también denunciaron las manipulaciones y la connivencia entre los representantes del poder divino y los usufructuarios del poder temporal. En la novela sabemos del inglés John Wyclif, quien dos siglos antes que el alemán proclamó que todo el mundo podía guiarse por sí mismo siguiendo las Escrituras, se opuso a la esclavitud y afirmó que el clero debía vivir según la pobreza de la que hablan los Evangelios. Wyclif murió condenado por el Papa y, pasados los años, se exhumarían y quemarían sus huesos. Pero matar el cuerpo nunca es matar la idea y uno de sus seguidores, el campesino John Ball, comenzó, hacia 1370, a recorrer granjas y colinas con aquella prédica revolucionaria. Ball estaría inmerso en la sublevación de los campesinos ingleses, quienes en la década siguiente cortarían caminos e incendiarían castillos en protesta por los abusivos impuestos. Fue encarcelado, pero lo liberó Wat Tyler, exsoldado, quien mató al recaudador que violó a su hija y se puso al frente de una insurgencia que llegaría hasta las puertas del poder en Londres. Tyler murió durante las batallas represivas de la protesta y Ball fue decapitado. “Y no obstante, la cosa vuelve a empezar. John Ball y Tyler se reencarnan en Jack Cade. En 1450 redacta una demanda de los municipios pobres de Kent...”. Y no solo fueron esos ingleses, pues en Praga, a donde muchos años después llegaría Müntzer con su discurso inflamado, todavía vibraban las palabras de Jan Hus: de amor, de oración, de desobediencia.
De Müntzer se sabe que fue decapitado tras la derrota de los sublevados por parte de las fuerzas militares de los príncipes alemanes. Vuillard anota que, según algunas historias, el teólogo se había retractado e implorado perdón a los poderosos. Pero advierte: “Esas leyendas solo pretenden que resuenen en nosotros la voz que nos atormenta, la voz del orden, a la que en el fondo nos hallamos tan ligados que cedemos a sus misterios y le entregamos nuestras vidas”.
En La batalla de Occidente y El orden del día Vuillard convoca a preguntarse por las responsabilidades de quienes han sido electos para el mejor gobernar en beneficio de todos y sin embargo, una y otra vez, abocan sus mandatos a perpetuar desigualdad económica, injusticia social, represión de la libertad civil y sufrimientos. En 14 de julio y La guerra de los pobres reivindica el derecho de emancipación de los olvidados de siempre. Son pequeñas cargas de profundidad en forma de novelas cortas, alguna brevísima, como su última obra.
“A imaginar el futuro que queremos puede ayudarnos el rebelarnos contra esa forma de pensamiento que considera la historia como algo parado y congelado y a la democracia actual como el sistema más perfecto”, ha reiterado en una entrevista el escritor galo a propósito de La guerra de los pobres. Quizá si Fukuyama hubiera conservado los signos de interrogación con que tituló el artículo que daría origen a su libro, publicado en The National Interest en 1989, el francés podría haber estado de acuerdo con él...