Operación masacre, de Rodolfo Walsh
El Luna Park, el mismo lugar donde ahora se va a enfrentar al chileno Humberto Loayza (el “Jeta”) por el título suramericano de los medianos, fue el escenario de su debut el 8 de marzo de 1947. A Eduardo Jorge Lausse, 28 años, lo apodan “KO” por una buena razón: 54 de los 65 triunfos que lleva hasta esta noche los ha logrado por la vía rápida. También le dicen el “Zurdo”: es un siniestro que sabe pararse como diestro y en el ring ejecuta una danza de movimientos sincronizados, con una pegada fuerte de cualquiera de sus manos. Al “Zurdo” ya no le quedaban rivales dignos en Argentina en 1953, cuando se fue a Estados Unidos, país en el que siguió su fulgurante reparto de mazazos y de donde regresó tres años después sin haber podido competir por el título wélter de la Asociación Mundial de Boxeo; cuando al fin se había acordado que tendría la oportunidad de enfrentarse al campeón de la categoría, Carl “Bobo” Olson, al parecer los representantes de uno y otro no llegaron a un acuerdo sobre cómo repartir las ganancias. Por eso Lausse tiene un tercer alias: “el campeón sin corona”. La de este sábado, 9 de junio de 1956, es la primera pelea tras su retorno. A su rival, de 30 años, 22 victorias, 13 derrotas y dos empates, ya lo había vencido una vez, en el Teatro Caupolicán de la capital chilena, antes de irse al norte.
Mientras en el Luna Park todo se pone a punto para la pelea, a unos 20 kilómetros del mítico escenario bonaerense, en una casa de la calle Hipólito Yrigoyen, en el sector Florida Oeste del municipio Vicente López (zona metropolitana de la capital), un grupo de vecinos se reúne para escuchar la transmisión radiofónica de la Lausse-Loayza, prevista para las 11:00 pm; pueden sintonizar Radio Argentina y seguir la narración de Bernardino Veiga, o Radio El Mundo y dejar que sea Joaquín Carballo Serantes, “Fioravanti”, quien los emocione. Es un barrio tranquilo, de familias de trabajadores que se emplean en Buenos Aires, en el comercio o como obreros especializados, y que viven en casas bajas, algunas con gallineros en sus fondos y pequeñas huertas. Como la zona en desarrollo que es a mediados del siglo, las viviendas terminadas no encajan aún del todo en un paisaje de terrenos baldíos y calles sin pavimentar.
La casa pertenece a un electricista y tiene dos departamentos, uno al frente, ocupado por el dueño y su familia, y el otro al fondo, que está alquilado y es donde todos los reunidos, salvo uno o dos, están pendientes de la pelea. Allí reside un inquilino que paga con puntualidad la renta y suele organizar asados para la gente del barrio. Es un hombre tranquilo, que a veces se ausenta por días y sin que nadie sepa a qué se dedica; de él, lo conocido es su hospitalidad: la puerta verde del departamento, al que se accede por un largo y estrecho pasillo, delimitado por una pared medianera y un alto cerco de ligustrina, siempre está abierta para juntarse por una partida de cartas, conversar un rato o, como ahora, escuchar un encuentro boxístico. No todos los que han coincidido allí se conocen entre sí, porque también son bienvenidos los amigos de cualquiera del vecindario.
Cuando se desencadenen los hechos, solo quedarán doce personas en el departamento —o quizá eran catorce, nunca se pudo corroborar la cifra exacta—, pero acaso esa noche allí estuvieran otros, solo que habrían decidido irse antes: salvados por el azar, por la misma disposición caprichosa de la vida que, en cambio, condenará a una docena de hombres, entre ellos, un empleado del ferrocarril de Belgrano, padre de cinco hijos y una hija, que tenía planeado con su esposa ir al cine pero terminó aceptando la invitación de un conocido para escuchar la pelea, y el joven conductor de autobús, quien estuvo dudando entre quedarse en un bar cercano jugando billar o ir a un baile al que había prometido asistir: en el local se encontró con el amigo que lo convenció de oír el combate en la casa de la calle Yrigoyen.
Lausse liquida a Loayza en el tercer round. Primero le propina un zurdazo al mentón que lo manda a la lona, el chileno logra levantarse pero solo para recibir el derechazo que lo derriba de nuevo, esta vez definitiva. Los reunidos conocen el historial del “Zurdo” y no les sorprende otro triunfo sin llegar a las tarjetas. Lo que casi todos ignoran y por eso su genuino desconcierto cuando los policías irrumpen en el departamento, amenazándolos con armas y preguntando por un tal Tanco, es que también esa noche hay un levantamiento militar con apoyo civil contra el gobierno dictatorial del general Pedro Eugenio Aramburu, uno de los impulsores del golpe de Estado (autodenominado Revolución Libertadora) que había derrocado al presidente Juan Domingo Perón en septiembre de 1955, anulado la Constitución de 1949, iniciado una cruenta represión del movimiento obrero y prohibido cualquier manifestación o símbolo evocador del popular exmandatario. El decreto-ley 4.161 establecía que “se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto y el de sus parientes, las expresiones ‘peronismo’, ‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justicialista’, ‘tercera posición’, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales ‘Marcha de los Muchachos Peronistas’ y ‘Evita Capitana’ o fragmentos de las mismas, y los discursos del presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos”. Quienes infringieran el decreto se arriesgaban a penas de prisión de entre treinta días y seis años.
El Movimiento de Recuperación Nacional, que se propone “restablecer la soberanía popular y arrancar a la Nación del caos y la anarquía a que ha sido llevada por una minoría despótica encaramada y sostenida por el terror y la violencia en el poder”, lo encabezan los generales Juan José Valle y Raúl Tanco. El alzamiento de restauración peronista se ha iniciado en la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo, a unos 30 kilómetros de la calle Yrigoyen, y ha tenido réplicas en varios lugares del país. Sin embargo, no resultará exitoso. Al cabo de unas 12 horas, todos los focos de rebelión estarán reducidos y alrededor de una cincuentena de civiles y militares serán ejecutados entre los primeros momentos de la sublevación, como los civiles de Florida Oeste en un basural, y los próximos tres días, como el general Valle.
“El 12 de junio los diarios publican una lista —suministrada por el gobierno nacional— de cinco ‘fusilados en la zona de San Martín’ (…) La noticia no dice quién los detuvo, quién ordenó matarlos y por qué, no alude siquiera a la fuga de los otros siete…”, se lee en Operación masacre (1957), del periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (1927-1977).
Tal y como lo cuenta en el prólogo de su libro, cuando se alzaron Valle y Tanco, el autor estaba más interesado en el ajedrez, la literatura fantástica y los cuentos policiales, en el proyecto de novela “seria” que alguna vez escribiría y en seguir con las otras cosas que hacía para ganarse la vida, como algo que llamaba periodismo aunque no lo era. “La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba”.
Pero estaba y estaría muy cerca por bastante tiempo. La noche del 9 de junio se encontraba en un café de La Plata, donde se jugaba al ajedrez y la conversación iba más sobre ajedrecistas famosos, como el estonio Paul Keres o el letón Aron Nimzovitch, que de la política nacional, cuando todos escucharon el intenso tiroteo del asalto al Comando de la Segunda División de Ejército y el Departamento de Policía. Intrigados por lo que tomaron como una imprevista celebración, salieron a la calle para enterarse… Walsh logró tomar un bus y llegar a su casa, por casualidad muy cerca de uno de los lugares del enfrentamiento, donde “había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño”. A partir de entonces, le tomó “aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía”.
“No me dejen solo, hijos de puta”, escuchó que decía un soldado antes de morir en la calle. Seis meses después, estando en el mismo café de La Plata, desentendido de la ola de sangre que siguió al fracasado Movimiento de Recuperación Nacional (“Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa”), oiría la segunda frase que lo ataría al sangriento episodio de los civiles ejecutados en un descampado del vecindario José León Suárez. Un hombre se le acercó para advertirle: “Hay un fusilado que vive”. Era Juan Carlos Livraga, el conductor de autobús, a quien le dieron un tiro de gracia en la cara, que le destrozó el tabique nasal y la dentadura, pero no lo mató, como creyeron los soldados.
“Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de ‘las suaves, tranquilas estaciones’. Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando (corriendo) por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron”.
Operación masacre se publicó en nueve entregas, entre el 27 de mayo y el 29 de julio de 1957, en la revista Mayoría, un medio que había comenzado a circular apenas un mes antes y era editado por Tulio y Bruno Jacovella, disidentes del peronismo pero también mal vistos por el gobierno de Aramburu. En esta publicación, que se definía como “Semanario Ilustrado Independiente”, el relato de Walsh develó a los argentinos lo que no habrían podido conocer nunca por la gran prensa:
Fueron cinco los muertos (Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Damián Rodríguez, Carlos Lizaso y Mario Brión) y siete los sobrevivientes (Juan Carlos Livraga, Norberto Gavino, Miguel Ángel Giunta, Julio Troxler, Horacio Di Chiano, Rogelio Díaz y Reinaldo Benavídez).
La dictadura no tenía idea de quiénes eran los “fusilados en la zona de San Martín”: “A Benavídez, que gozaba de perfecta salud tras huir del basural de José León Suárez, lo daban por muerto. A Brión, en cambio, que había caído, no lo mencionaban en absoluto. A Lizaso lo llamaban ‘Crizaso’; a Garibotti, ‘Garibotto’.
”Parece mentira que se puedan cometer tantos errores en una lista de apenas cinco nombres, que además correspondían a cinco personas oficialmente ajusticiadas por el gobierno”.
Al día siguiente de la matanza, los desprevenidos pobladores de José León Suárez vieron el tétrico escenario. “Los cadáveres estaban dispersos en las inmediaciones de la ruta. Algunos habían caído en una zanja, y la sangre que tenía el agua estancada parecía convertirla en un alucinante río donde flotaban hilachas de masa encefálica. Tiempo después vaciaron allí un camión de alquitrán y otro de cal…
”Por todas partes había cápsulas de máuser. Durante muchos días los chicos de la zona las vendieron a los visitantes curiosos. En varias casas lejanas quedaron impactos de balas perdidas”.
“A fines de 1956, Vicente Damián Rodríguez hubiera sido padre de su cuarto hijo. Su mujer, desesperada y roída por la miseria, se resignó a perderlo.
”Dieciséis huérfanos dejó la masacre: seis de Carranza, seis de Garibotti, tres de Rodríguez, uno de Brión. Esas criaturas en su mayor parte prometidas a la pobreza y el resentimiento, sabrán algún día —saben ya— que la Argentina libertadora y democrática de junio de 1956 no tuvo nada que envidiar al infierno nazi”.
El operativo en la casa de H Yrigoyen 4519 lo condujo en persona el jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, y aunque los 12 civiles no habían participado en la insurrección ni opuesto resistencia al arresto, en la madrugada del 10 de junio se ordenó su ejecución “por orden del Poder Ejecutivo”, de acuerdo con lo afirmado por Fernández Suárez. Este también declaró que el operativo en Florida Oeste fue a las 11:00 pm del 9 de junio, es decir, hora y media antes de que se promulgara la ley marcial, a las 12:32 am del 10 de junio, según el libro de locutores de la Radio del Estado, la voz oficial. Sin embargo, el Estado de excepción sirvió para justificar los ajusticiamientos en el basural, así como el hecho de que Fernández Suárez fuera teniente coronel abonó el argumento para sustraer el juicio emprendido por Livraga (el único de los sobrevivientes que reclamó justicia) del ámbito civil y pasarlo al militar, según una decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación del 24 de abril de 1957.
En el epílogo de la segunda edición del libro (1964), Walsh anotó que Operación masacre fue una victoria porque esclareció hechos que al principio lucían “confusos, perturbadores, hasta inverosímiles”. Pero al mismo tiempo fue varias derrotas: ningún gobierno reconoció que se había cometido una atrocidad; Fernández fue ascendido por Aramburu y este por Frondizi… No se castigó a los culpables ni hubo reparación moral y material para las víctimas. La interpelación sobre ese episodio de barbarie, reiterada en varias ediciones del libro, numerosos artículos de prensa… se encontró siempre con el silencio.
El mismo tipo de silencio que envolvió por casi tres décadas la propia muerte de Walsh, quien fue baleado a plena luz del día en una vía pública por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) el 25 de marzo de 1977. Hacía un año había comenzado el Proceso de Reorganización Nacional con el derrocamiento de la presidenta María Estela de Perón. Walsh estaba en la clandestinidad tras el golpe de Estado y ese día de 1977 había despachado a las redacciones locales y corresponsalías de medios extranjeros, desde la oficina postal de Plaza Constitución, varias copias de su “Carta de un escritor a la Junta Militar”. Luego se dirigió al cruce de las avenidas Entre Ríos y San Juan para encontrarse con un compañero de Montoneros, donde fue alcanzado por el comando de la ESMA.
“El 26 de octubre de 2005, fueron detenidos 12 militares en el marco de la causa por la desaparición de Walsh. Luego de dos años de audiencias en las que declararon 160 testigos, el Tribunal Federal Oral 5 leyó el fallo por el cual Alfredo Astiz fue condenado a reclusión perpetua, junto a otros diez ex militares, entre ellos Jorge “Tigre” Acosta. Hubo dos condenas a 25 años de prisión, una a 20 años, otra a 18 años y tres absoluciones”, según una nota publicada por el diario Perfil (Buenos Aires) el 25 de marzo de 2022.
“En marzo de 2012, al cumplirse 35 años de su asesinato, secuestro y desaparición, se instaló en el Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA), la instalación Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar.
”Un año más tarde, en marzo del año 2013, la estación de subte de la Línea E, en donde fue abatido, recibió su nombre”, concluye el despacho periodístico.
El cuerpo de Walsh nunca apareció, mientras que en los cementerios de Boulogne, San Martín, Olivos y Chacarita hay cruces por los cinco ejecutados en el basural. Entretanto, en la casa de H Yrigoyen 4519 una placa recuerda: “Aquí secuestraron el 9 de junio de 1956 a patriotas peronistas para masacrarlos en José León Suárez. ¡Honremos siempre su memoria! Agrupación Scalabrini Ortiz- PJ Vicente López”. Es imprecisa porque no todos los que se reunieron para oír la Lausse-Loayza militaban en el justicialismo, pero ¿importa realmente?
Post scriptum:
Belleza literaria del periodismo
Operación masacre, la novela testimonio o documental de Rodolfo Walsh, es la primera de su estilo en la tradición literaria latinoamericana. Su antecedente inmediato es Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, publicado en 14 entregas diarias de El Espectador en 1955, y el lejano las crónicas periodísticas de poetas del modernismo, como el nicaragüense Rubén Darío y el cubano José Martí, que aparecieron en diarios de Argentina, Venezuela, Chile, México… a partir de los años ochenta del siglo XIX.
Antes del modernismo, la crónica en América Latina seguía entendiéndose como la consideraban en Francia desde mediados de la centuria: el espacio en los diarios que servía para relatar hechos curiosos y trivialidades de la vida cotidiana, orientado más a entretener que a informar. Con Martí, por ejemplo, quien de 1880 a 1892 publicó más de 400 crónicas en La Nación (Buenos Aires) y La Opinión Nacional (Caracas), entre otros medios de la región, comenzó a operarse el notable cambio que haría de la crónica el género donde se encontrarían los discursos literario y periodístico.
El poeta cubano y su par mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (en El Nacional de México, 1880) son considerados los precursores de la crónica en este lado del mundo. Pero a diferencia de Gutiérrez Nájera, que tendía a mantener el estilo galo y un tono mundano, Martí se orientó más a informar y escribir con la misma dedicación que ponía en sus textos literarios. Susana Rotker, en la introducción de José Martí. Crónicas (2006), una selección de su vasto trabajo periodístico, que ocupa 13 de los 25 tomos de sus obras completas, escribió: “… aun en esa columna que mantuvo en La Opinión Nacional de Caracas, entre noviembre de 1881 y junio de 1882, la auténtica vitrina de variedades llamada ‘Sección constante’, no llegó nunca resultar frívolo (…) Martí no dejaba de ser ameno ni variado: saltaba de los consejos de dormir con gorra o las nuevas vajillas para tomar el té, a las guerras y la política internacional, la educación, la arquitectura, la moda y muy especialmente los adelantos de la ciencia y los grandes valores literarios; pero no cesó de reflexionar sobre la ética y la condición humana a través de imágenes muy cuidadas, de información exhaustiva, de gracia narrativa y de un aliento donde hasta las minucias tendían a armar un todo armónico y más trascendente”.
De no ser por la crónica —apuntó también Rotker, pero esta vez en La invención de la crónica (1991)—, los modernistas se habrían limitado a escribir para la élite: “Las crónicas abrieron una brecha clave en el esquema de producción y recepción (del texto literario), una ruptura con lo que parecía destinado al placer y el lujo exclusivamente”. Según la periodista venezolana, “su trabajo innovador en los diarios los reveló como escritores que formularon reflexiones críticas sobre el lenguaje, la organización social y sus valores”.
La crónica no puede saltarse los requisitos de referencialidad y actualidad, pero al mismo tiempo privilegia “el arte verbal” en la transmisión del mensaje y no huye de la subjetividad, con la cual no traiciona al referente real, sino que permite apreciarlo de otro modo. Rotker lo sintetizó de esta forma: en la crónica no existe una relación inversa entre lo literario y la referencialidad.
De manera que Martí, García Márquez y Walsh se adelantaron 84, 10 y 8 años a Truman Capote, quien en 1965 publicó, por entregas en The New Yorker y tras un lustro de investigación, la historia del asesinato de una familia de granjeros de Kansas a manos de dos vagabundos. Al año siguiente se editó como libro bajo el título A sangre fría, un éxito de ventas que consagró a Capote como lo que él mismo se creía (fundador de un nuevo género: la novela de no ficción) y popularizó la etiqueta “Nuevo Periodismo” para referirse al periodismo literario, periodismo narrativo, literatura sin ficción… o crónica.
De las diversas definiciones de este género-mezcla, una corta que ha dado el escritor mexicano Juan Villoro (“La crónica, ornitorrinco de la prosa”, prólogo de su libro Safari accidental, 2005): “Una crónica lograda es literatura bajo presión”.
Más larga, sin embargo, su descripción: “Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la ‘voz de proscenio’, como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser”.
Con este género fronterizo se propone al lector que crea todo lo contado porque es real, por más inverosímil que parezca, y pese a la impronta poética del texto, que le otorga a este un valor independiente de la referencialidad. “Que un periódico sea literario no depende de que se vierta en él mucha literatura, sino que se escriba literariamente todo”, opinaba Martí.