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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

La hazaña de la amistad

Tratado de las pasiones del alma, de António Lobo Antunes (y El último encuentro, de Sándor Márai)


 


 

Amor-odio es una oposición dada por cierta. Sin embargo, si se sigue la comparación entre amor y amistad hecha por el escritor francés Michel Tournier en El espejo de las ideas, se concluye que el contrario del amor no es el odio —“tan solo se odia lo querido”, como bien supo el poeta peruano Federico Barreto—, sino la amistad. “Una de las grandes diferencias entre ambos es que no puede haber amistad sin reciprocidad. No se puede sentir amistad por alguien que no siente amistad por uno. O es compartida o no es. Mientras que el amor, por el contrario, parece alimentarse de la desdicha de no ser compartido”, escribe Tournier. “Hay otra diferencia más grave aún entre amor y amistad. Es que no puede haber amistad sin estima (…) A la amistad la mata el desprecio. Mientras que el furor amoroso puede ser indiferente a la estupidez, a la cobardía, a la bajeza del ser amado. ¿Indiferente? Incluso a veces se alimenta de toda esa abyección…”.

 

Otra desemejanza para sumar a las descritas por el autor galo es la relativa a su duración. El amor es una fuerza avasallante y para hacerse una idea de su vigor basta pensar en que, en la geografía cerebral, su fábrica de dopamina está al lado de las que provocan la sed y el hambre. Estas se sacian durante toda la vida con una invariable materia prima —agua y alimentos—, pero no sucede igual con la usina del amor, que al cabo de cierto tiempo de recibir el mismo bien intermedio se detiene. “En la vida, esa preferencia de uno sobre todos rara vez dura varios años: lo más común es que solo dure meses, cuando no semanas, días, horas…”, dice el protagonista de La sonata a Kreutzer. Exageraba Tolstói, pero la neurobiología concede hoy que es cosa de unos pocos años: el amor es un circuito primitivo y básico del cerebro que se enciende y apaga con la violencia de un fósforo —y también como este puede causar devastadores incendios—. La amistad, en cambio, sí puede durar para siempre: “Un buen matrimonio, si existe, rechaza la compañía y las condiciones del amor. Intenta representar las de la amistad”, advertía Montaigne —recuerda Tournier—.

 

Al sentimiento de amistad —esa fidelidad inconmovible y a veces misteriosamente asumida, que desbarata cualquier complicación— me llevó la escogencia que hicieron el Juez de Instrucción y el Hombre en la novela Tratado de las pasiones del alma (1990), de António Lobo Antunes.

 

—Voy a contarte una cosa que te dejará tres días con la boca abierta —dijo él al Juez de Instrucción que limpiaba sus gafas con un trapito y lo miraba, desprovisto de los lentes, con la expresión desnuda y sufrida de los niños de provincia, sentados en la paja, los domingos, entre barros de feria y gimoteos de lechones—. A pesar de las fumadas en el césped, de las carreras por la quinta y de la indigestión de fruta verde, nunca me gustaste.

 

—Y yo, en cambio, te ofrezco un secreto aún más secreto —dijo él volviéndose a poner con cautela el metal de la montura en las orejas—. No te imaginas lo que he gastado en grasa para untar las escaleras del pozo, con la esperanza de verte caer.

 

—Para serle franco, señor, ya no sé quién pregunta ni quién responde, es una confusión total —dijo el mecanógrafo, aturdido, entregando al caballero un mazo de fotocopias pasadas a máquina—. Uno a otro se cuentan sus vidas, hablan al mismo tiempo, se irritan, se enfadan, se reconcilian, el Juez levanta el teléfono y manda traer bocadillos y café, pasan la noche comiendo y acordándose de los castaños de la Beira, en una ocasión el Hombre se enfureció de tal modo que dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar, está escrito, Siempre serás una mierda, un provinciano, un paleto, nunca saldrás de pobre, pedazo de animal.

 

Habían pasado unos treinta años desde que se vieron por última vez. El Juez de Instrucción era el hijo de los campesinos que mantenían la quinta del abuelo del Hombre, dueño de una empresa de seguros. Crecieron juntos en esa propiedad, robándole cigarrillos al viejo, masturbándose en el palomar después de espiar a las criadas en la ducha y enterándose al mismo tiempo de perturbadores secretos: la abuela era lesbiana y quien tocaba el violín en una casa separada de la principal, a donde iba la cocinera todos los días para llevarle comida, era el padre del Hombre: no murió en el accidente de tránsito en el que falleció su esposa, en España, cuando él era un bebé. Una vez, incluso, el Juez salvó la vida del Hombre, que una tarde estuvo a punto de caerse por la claraboya mientras atesoraban las visiones de “hombros desnudos por los que el agua se escurría”. Luego el hijo del guardés, un campesino entregado a la bebida, se hizo juez y el nieto del señor de la finca, que aplazaba año tras año los cursos del bachillerato, entró como mensajero en la aseguradora. Aquel con el destino común a tantos de esposa y dos hijos, casa más que modesta en las afueras de la ciudad y empleo mediocre en la estructura pública; este, torpe e imprevisor, en un tiempo solo dado a las terrazas, las mujeres y el teatro, una hoja al viento que terminó en el Movimiento Popular Diecisiete de Octubre (“... por casualidad, mira, como casi todo lo que me ha sucedido en la vida”, le dijo al Juez).

 

Por eso estaban ahí, en un cuarto de la Judicial, rodeados de expedientes, con un guardia en la puerta y una luz fluorescente que les nublaba los ojos, porque al Hombre lo apresaron de carambola (otra casualidad infausta de su vida) y al Juez el mismísimo Secretario de Estado le ordenó que debía arrancarle la identificación de los otros miembros de su célula terrorista, responsable de asesinar a altos funcionarios del Estado y dinamitar puestos de la policía. Necesitaban a alguien que lo conociera y le hiciera hablar por razones de la infancia, le había explicado luego el caballero de la Brigada Especial. Podía negarse, claro, pero ambos se lo desaconsejaron porque, entonces, qué hacer con el traslado de su mujer a Monçao, los problemas con el fisco y la secretaria del juzgado que quedó embarazada y se negaba a abortar… En fin, cómo resolver el sinfín de inconvenientes que arruinaban a una familia.

 

—Vamos a comenzar la declaración desde el principio: la tarde en que acabaron con el ingeniero cuántos eran, dígame.

 

—Desde el comienzo del interrogatorio —suspiró el Hombre sin convicción alguna— he repetido que soy el jefe de sección en una compañía de seguros. Trabajo ocho horas por día, vivo en casa de mi familia, llevo los libros de una firma porque gano poco, no me sobra tiempo para meterme en política. Y cuando descubran esto y me suelten quienes tendrán un proceso a sus espaldas serán ustedes.

 

Recitaban las líneas de sus respectivos roles y comenzaron tratándose con recelo, pero la memoria de la infancia y lo que fueron sabiendo de sus vidas durante el hiato de casi tres décadas, reavivó el vínculo entre ellos. En sucesivas jornadas de interrogatorio y en algunos encuentros fuera del recinto donde tenían lugar, se derretiría el hielo de la primera distancia, hasta llevarlos de nuevo a retarse en una carrera por la finca, a ver quién llegaba primero aquí o allá, dos hombres casi cincuentones corriendo como niños. La propiedad era una ruina. La casa grande se desmoronaba, la maleza devoraba los materos, había manchas de humedad, los armarios hedían a hongos y la calefacción no funcionaba, pero en un sentido profundo nada había cambiado, como el violín, que continuaba “animando las tardes, después de la comida, con un tenue hilo de música que parecía prolongar la lluvia”.

 

Así que el Juez de Instrucción habló de más y el Hombre insistió ante el Banquero, el Sacerdote, la Dueña de la Casa de Reposo, el Estudiante y el Artista en un despropósito: atentar contra el juez que le pisaba los talones a la célula en la propia estación de la Judicial.

 

—En mi opinión la mejor solución sería tenderle una trampa a la salida de la Judicial, quién iba a esperar en la policía semejante atrevimiento —opinó el Hombre siguiendo los manejos de un remolcador minúsculo, semejante a un culturista enano que apartara la espuma con el tórax—. A pesar de los riesgos, psicológicamente se conseguiría un efecto formidable.

 

—A la salida de la Judicial es buena idea, hay que pesar los pros y los contras —murmuró el Banquero, pensativo, rascando la tabla de la mesa con la uña del pulgar—. Puedo plantearle la cuestión al Comité Central a ver qué opinan los muchachos.

 

—Alquilamos una primera planta enfrente —propuso el Artista con un gesto grandioso—, ponemos una bazuca en la ventana y con cinco o seis granadas acribillamos todo el edificio de la policía.

 

—Realmente a la salida de la Judicial no es mala idea, no señor —aprobó el caballero estirándose, al otro lado del escritorio, hacia el teléfono del Juez de Instrucción.

 

El Hombre quería abandonar esa vida de terrorista: “Dejar de espiar por las cortinas, de caminar lentamente, con la palma en el revólver, hacia el supermercado de las compras, de temblar si suena el timbre, de saltar si la tarima cruje, de poner una granada al lado del vaso de agua para el mal dormir de la noche”. Por su parte, el Juez de Instrucción también fantaseaba con una existencia distinta, sin los extenuantes recorridos entre la casa y el trabajo, sin la lata que le daban sus hijos y su mujer. Él, que a los diez años soñó con ser bombero y casarse con la profesora de gimnasia. En el trance en que se encontraban, torcer el curso de sus vidas pasaba por la bajeza de la traición y ellos escogieron la opción fiel a los dos niños que no podían pasarse el uno sin el otro.

“Uno se pasa toda la vida preparándose para algo. Primero se enfada. A continuación quiere venganza. Después espera. Él llevaba mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba siquiera del momento en el que el enfado y el deseo de venganza había dado paso a la espera”

Si en Tratado de las pasiones del alma se cumple la segunda condición indicada por Tournier para que exista amistad, en esa otra novela destacada sobre este particular vínculo afectivo que es El último encuentro (1942), de Sándor Márai, no ocurre igual y, sin embargo, es amistad lo que hay entre el general Henrik y el capitán Konrád.

 

—¿Qué quieres de ese hombre? —preguntó de repente la nodriza.

 

—La verdad —respondió el general.

 

—Conoces muy bien la verdad.

 

—No la conozco —dijo él—. La verdad es precisamente lo que no conozco.


—Pero conoces la realidad —observó la nodriza, con un tono agudo, casi agresivo.

 

—La realidad no es lo mismo que la verdad —respondió el general.

 

Vivía en el ala antigua y ocupaba la habitación que fuera de su madre y donde él había nacido. Se había trasladado allí desde la muerte de su esposa, Krisztina, y la parte moderna, más luminosa, con salones multicolores y arañas doradas, permanecía cerrada. La abrieron ese día para recibir a Konrád y la prodigiosa memoria de Nina, a sus 91 años, garantizó que todo fuera como había sido entonces, la disposición de la mesa, la iluminación, la comida. El general no comió nada antes de la llegada del invitado, solo una taza de té frío. “Uno se pasa toda la vida preparándose para algo. Primero se enfada. A continuación quiere venganza. Después espera. Él llevaba mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba siquiera del momento en el que el enfado y el deseo de venganza había dado paso a la espera”. Para ser exactos, el general había esperado durante cuarenta y un años y cuarenta y tres días.

 

Se conocieron en la Academia Militar, ubicada cerca de Viena, cuando el general tenía 10 años y Konrád unos pocos meses más. El general era alto, delgado y frágil, un niño enfermizo al que el médico examinaba todas las semanas; Konrád también era flaco, pero fornido y de mucha mejor salud. En la Academia dormían en camas contiguas y juntos aprendieron griego, balística, conducta ante el enemigo e historia. Konrád pasaba los veranos y las Navidades en la mansión y compartían todo, los trajes y la ropa interior, la habitación y los libros que leían: “… juntos descubrían Viena y los bosques, la lectura y la caza, montar a caballo y la vida militar, la amistad y el amor”. El general era hijo de un guardia imperial y una dama francesa; Konrád, de un funcionario del Estado en Galitzia y una polaca que tenía un vínculo lejano con Chopin, pero mutuamente se perdonaban la riqueza de uno y la pobreza del otro. “No hay nada más singular entre dos muchachos que ese tipo de afecto sin egoísmos, sin intereses, un afecto que no desea nada del otro, donde no se pide nada, ninguna ayuda, ningún sacrificio”.

 

Fueron inseparables hasta el 2 de julio de 1899, luego de una jornada de caza en la que el general tuvo la certeza de que su amigo le apuntaba a él y no al ciervo que habían seguido. Konrád desapareció esa misma noche y Krisztina murió ocho años después de su partida. De una anemia perniciosa, dijeron los médicos. “Konrád sabía que tenía que regresar y el general sabía que aquel momento llegaría algún día. Esto los había mantenido con vida”.

 

Cenaron en el comedor que nadie había utilizado desde que falleció Krisztina, apenas iluminado por cuatro velas colocadas en las esquinas. Konrád supo que ella había muerto porque no estaba sentada con ellos, como siempre había sido. Después pasaron a la sala de estar, también como solían hacer en el remoto pasado, y ocuparon los mismos lugares que entonces, con el recuerdo compartido de Krisztina como tercer invitado de la larga conversación que sostuvieron en penumbras, a la luz parpadeante del candelabro que trajo un criado para ahuyentar la oscuridad de una Viena afantasmada por un apagón. Aunque conversar no fue exactamente lo que hicieron, pues el general habló todo el tiempo, mientras su interlocutor se limitó a puntuar el extenso monólogo con leves asentimientos y algunas palabras. Durante cuarenta y un años el general había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la desaparición de Konrád y para reducir toda su espera y el sentido de ese encuentro inexorable a dos preguntas que le permitieran saber dónde estaba el límite entre dos seres humanos —dónde residía el límite de la traición— y también qué culpa tenía él en todo aquello.

 

La suya era una generación de hombres solitarios, que creían en el honor, la discreción y la palabra empeñada. “Cuando sufrían un desengaño guardaban silencio. Casi todos callaban toda la vida, entregándose a sus obligaciones y al silencio, como si hubiesen hecho un voto en ese sentido”.

 

El general había comprendido, durante sus largos años de soledad, a qué se refería su padre cuando le advirtió que Konrád no era en verdad un soldado: era un artista. “La música rompía en pedazos el mundo a su alrededor, cambiaba las leyes establecidas de manera artificial durante unos instantes: en esos momentos, Konrád no era un soldado”. También, que Krisztina no lo amó, ni siquiera al principio, hacia él solo sintió gratitud por haberle mostrado el mundo a la hija de un viejo que ya solo vivía de recuerdos, junto a su instrumento y sus partituras en una pequeña casa. El general y ella eran diferentes, como diferentes eran su padre y su madre. En cambio, su madre francesa, su esposa y su amigo eran semejantes y su aglutinante era la música, que les decía algo que su padre y él no comprendían, sintiéndose unos solitarios entre ellos. Cuando Konrád huyó, el general fue hasta su casa y poco después entró Krisztina, quien le preguntó si se había ido. Sí, le respondió el general. “Era un cobarde”, dijo ella antes de marcharse.

 

—Desde luego, existe la verdad de los hechos —le explicó el general—. Ocurrió esto y lo otro. De tal y cual manera. En tal y cual momento. Esto no es difícil de descubrir. Los hechos hablan por sí solos, como suele decirse, y al final de una vida acaban delatándose y gritando más fuerte que los acusados en el potro del suplicio. Al fin y al cabo, todo ha ocurrido como ha ocurrido, y esto no tiene vuelta de hoja. Sin embargo, a veces los hechos son solamente consecuencias lamentables de otros hechos. Uno no peca por lo que hace, sino por la intención con que lo hace. Todo se resume en la intención (…) Una persona puede cometer una infidelidad, una infamia, sí, y hasta puede matar, y al mismo tiempo mantenerse puro y limpio por dentro. Una acción en sí no representa la verdad. Sólo es una consecuencia, y si un día uno se ve obligado a ejercer de juez, si pretende juzgar a alguien, tiene que llegar más allá de los hechos del informe policial, y tiene que conocer lo que los doctores en derecho llaman los motivos. Es fácil comprender el hecho de tu huida. Pero no los motivos. Puedes creerme si te digo que en los últimos cuarenta y un años he buscado y examinado cada posibilidad que pudiera explicar ese paso incomprensible. Ninguna de mis hipótesis me ha dado la respuesta. Solamente la verdad puede darme la respuesta.

 

Una verdad que solo Konrád sabía y que el general confiaba en que se la diría porque, pese a todo, seguían siendo amigos.

 

—Tú has matado algo en mí, has destruido mi vida, y yo sigo siendo amigo tuyo. Y yo ahora, esta noche, estoy matando algo en ti, y luego dejaré que te marches a Londres, al trópico o al infierno, y seguirás siendo amigo mío. Tenemos que ser conscientes de todo esto, antes de hablar de la cacería y de todo lo que siguió. Porque la amistad no es un estado de ánimo ideal. La amistad es una ley humana muy severa. En la antigüedad, era la ley más importante, y en ella se basaba todo el sistema jurídico de las grandes civilizaciones. Más allá de las pasiones, de los egoísmos, esta ley, la ley de la amistad, prevalecía en el corazón de los hombres. Era más poderosa que la pasión que une a hombres y a mujeres con fuerza desesperada; la amistad no podía conducir al desengaño, porque en la amistad no se desea nada del otro; se puede matar a un amigo, pero la amistad nacida entre dos personas en la infancia no la puede matar ni siquiera la muerte, puesto que su recuerdo permanece en la conciencia de los hombres, como permanece el recuerdo de una hazaña discreta que no se puede expresar con palabras.

 

 

 

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