No ha lugar a proceder, de Claudio Magris
“Ares para Irene o Arcana Belli. Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”. Así se denomina la colosal empresa a la que, en un principio, dedicó su vida el protagonista de No ha lugar a proceder (2016) de Claudio Magris…
(Me detengo apenas leídas unas cuantas páginas de la novela del italiano porque, a poco de saber lo que se propuso su personaje, se interpone la pregunta sobre el origen de la guerra. El informe 2022 del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo indica que en 2021 hubo conflictos armados activos en al menos 46 Estados [uno menos que en 2020]: 8 en América, 9 en Asia y Oceanía, 3 en Europa, 8 en Oriente Medio y Norte de África y 18 en el África subsahariana. En otras palabras, el pasado año solo las regiones polares estuvieron libres de matanzas mutuas entre Homo sapiens. La génesis del entusiasmo que demuestra esta extraordinaria especie por la violencia organizada contra sus iguales es debate abierto en la comunidad de antropólogos, historiadores y estudiosos del comportamiento de los humanos modernos. ¿Se extinguieron los neandertales, que ya poblaban Europa cuando hace unos 40.000 años los sapiens llegaron procedentes de África, por el cambio climático o porque los nuevos vecinos hicieron la guerra a esa otra especie del género Homo? ¿Las bandas de cazadores-recolectores, que vagaban por amplios espacios, tuvieron enfrentamientos sistemáticos entre ellas o estos solo surgieron cuando los humanos formaron las primeras sociedades sedentarias?
En 2012, en las cercanías del lago Turkana, en Kenia, se hallaron restos de personas de hace unos 10.000 años que parecieran indicar el resultado de una guerra. “Varios murieron casi en el acto por heridas letales en el cráneo con flechas y otras armas. A algunos les partieron las rodillas o las manos. Hay cadáveres que conservan aún las puntas de piedra incrustadas en la cabeza, el tórax, las caderas. No se hicieron distinciones, entre los muertos hay hombres, mujeres y niños”, según una reseña periodística de enero de 2016, cuando los resultados del hallazgo fueron publicados en la revista Nature. “Hasta ahora habíamos visto solo señales de violencia sobre individuos, pero lo que estamos viendo ahora es que, al contrario de lo que se asumía, en estas sociedades también había violencia, de hecho, pensamos que lo que estamos viendo aquí es un auténtico campo de batalla tal y como quedó tras el enfrentamiento”, explicaba José Manuel Maíllo prehistoriador de la Universidad Nacional de Educación a Distancia [España] y coautor del estudio, en la nota de El País. “Los neolíticos [los sapiens dedicados a la domesticación de animales y plantas, con lo que dieron inicio a la agricultura y al establecimiento de sociedades sedentarias hace entre 12.000 y 10.000 años] no inventaron la guerra. Los cazadores-recolectores del Paleolítico o del Mesolítico ya combatían”, afirma por su parte Jean Guilaine, del College de France, en su ensayo Caïn, Abel, Ötzi: L'héritage néolithique, citado en una información relacionada del mes siguiente en el diario español.
De otro parecer fue Juan José Ibáñez, arqueólogo del español Consejo Superior de Investigaciones Científicas [CSIC], también consultado por El País. Para Ibáñez, quien ha investigado en Siria casos rituales de violencia que datan de más de 10.000 años, el hallazgo del lago Turkana demuestra la importancia de la acción violenta en la interrelación de los grupos humanos primitivos, pero no justifica que se emplee el concepto de guerra. También del CSIC e igualmente cauto se mostró el investigador del arte parietal Manuel M. Vicent: “Si entendemos guerra en el sentido de violencia intercomunitaria o interpersonal como forma de solución de conflictos, entonces no hay ninguna sociedad humana en la que no se haya dado. Si entendemos guerra en el sentido de una práctica social sistemática, como continuación de la política por otros medios, entonces no. La guerra así entendida es un epifenómeno del Estado, y las sociedades primitivas son justo eso: sociedades sin Estado”.
Si el afán autodestructivo de la especie está inscrito en sus genes o es un producto cultural, es una alternativa que lleva a Thomas Hobbes o a Jean-Jacques Rousseau. Según el filósofo inglés [1588-1679], en la naturaleza del hombre están presentes tres causas principales de discordia. “La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido […] Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos” [Leviatán. Capítulo XIII: “De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su felicidad y a su miseria”]. El hombre natural no es, sin embargo, irracional y razona que vivir siempre con miedo del otro no es vivir, por lo que se siente impulsado a buscar la paz y, a fin de alcanzarla, a establecer con sus semejantes un contrato social que le brinde seguridad: cada uno cede derechos propios ante un tercero [una asamblea de hombres, un soberano, la República, el Estado…, cuyo poder coercitivo garantiza el cumplimiento del pacto] en compensación de la cesión que asimismo hace el otro de los suyos.
En cambio, para Rousseau [1712-1778] los hombres conviven sin enfrentamientos en el orden natural y en ese estado el ejercicio de los derechos de igualdad y libertad de cada uno no pasa por la violencia. “El defecto de la psicología de Hobbes es solamente haber puesto en el lugar del egoísmo pasivo que reina en el estado de la naturaleza un egoísmo activo. El instinto de rapiña y de dominación violenta es extraño al hombre de la naturaleza como tal; este instinto no puede nacer y echar raíces antes de que éste haya entrado en sociedad y haya aprendido a conocer los deseos ‘artificiales’ que alimentan la sociedad. El elemento sobresaliente de la constitución psíquica del hombre de la naturaleza no es la tendencia a oprimir a otro por medio de la violencia, sino la tendencia a ignorarle, a separarse de él”, opinaba el filósofo suizo, según lo cita Fernando Savater en un ensayo de 1988, “El amor propio y la fundamentación de los valores”.
En su libro La guerra, cómo nos han marcado los conflictos [2020], la historiadora canadiense Margaret McMillan resume así la postura de Rousseau: “… los cazadores-recolectores vivían en armonía entre sí y con la naturaleza. Tenían lo suficiente para cubrir sus necesidades y no hacía falta pelear para quitarles la comida a los demás o defender la propia. Esto condujo, según Rousseau, al desarrollo de la propiedad privada y los oficios especializados, ya que algunos siguieron siendo agricultores y otros se convirtieron en artesanos, guerreros o gobernantes. Los más afortunados acumularon más propiedades de manera que la sociedad que una vez había sido igualitaria se convirtió en desigual y jerárquica. Los más fuertes explotaban a los más débiles y la sociedad acabó marcada por la avaricia, el egoísmo y la violencia […] A medida que la sociedad y los Estados iban evolucionando y haciéndose más complejos, con más poder sobre sus miembros, los humanos fueron perdiendo más y más libertad. La tendencia de los diferentes Estados a pensar tan solo en su propio interés no hacía más que aumentar las posibilidades de que acabaran en guerra entre sí. La solución de Rousseau, que elabora en El contrato social, no era una vuelta a este paraíso hipotético, algo que el filósofo aceptaba como imposible, pero sí la creación de una nueva relación entre individuos y sus instituciones sociales y políticas”.
Cuando se pregunta cuál versión de la historia preferimos, si la del hombre como lobo del hombre o la del buen salvaje, McMillan señala que “las pruebas arqueológicas e históricas apuntan resueltamente hacia Hobbes y hacia la guerra como parte integral y duradera de la experiencia humana. Esto no quiere decir que no debamos aspirar a un futuro más parecido a la visión de Rousseau. Entretanto, quizá pueda servirnos de consuelo el hecho sorprendente de que en ocasiones la guerra ha traído paz y progreso a las sociedades”).
… El innombrado protagonista de la novela de Magris fue (cuando sabemos de su grandioso empeño ya está muerto) un acumulador: a los ocho años ya recogía y conservaba toda clase de objetos, cualquier cosa, por insignificante que fuera. Guardar todo, no poder desprenderse de nada material, es una patología que los siquiatras denominan “síndrome de Diógenes”, vaya uno a saber por qué, pues si algo postulaba el filósofo griego (Sinope, en la actual Turquía, 412 a.C. - Corinto, Grecia, 323 a.C.) era poseer solo lo necesario para vivir. Tanto así, que vivía desnudo en un tonel, según todas las referencias biográficas que conocemos, aunque por entonces aún faltaban cientos de años para que los celtas, en el centro de Europa, inventaran la barrica… En fin que, llámese “síndrome de Diógenes”, “urraquismo” o “síndrome de la miseria senil”, que son otras dos denominaciones de esta patología del comportamiento, no es eso lo que padecía el personaje del escritor triestino. No vivía aislado ni había descuidado su higiene personal, alimentación o salud. No rehuía de sus semejantes, al contrario, multiplicaba los contactos para sumar apoyos a su idea; su existencia no transcurría rodeada de basura insignificante ni en una ruina material evidente, aunque era verdad que estaba muy endeudado con dueños de hangares y depósitos, incluido el almacén donde él y muchos de sus objetos bélicos terminarían reducidos a cenizas. Antes que elegible para el pabellón siquiátrico, este personaje fue, sobre todo, un insensato, en el sentido que anotó el dramaturgo irlandés Bernard Shaw: el hombre insensato no se adapta al mundo y pretende que este, más bien, se adapte a él, por eso los cambios dependen de ellos, no de los sensatos, siempre tan cómodos con el estado general de las cosas.
En el Museo cada pieza iría acompañada de una ficha exhaustiva: quién la inventó, dónde se construyó, quiénes trabajaron en ella, a qué unidad militar perteneció, en qué batalla fue usada, quién o quiénes fueron victimarios y quién o quiénes víctimas. No solo todas las historias, sino también todas las armas: “Si todos me dieran sus armas, si todas las armas del mundo estuvieran en el Museo, el mundo estaría desarmado, por fin habría paz. Pero haría falta un Museo enorme, grande como el mundo…”, dejó escrito en una de sus también innumerables notas y libretas. Aunque la Provincia y el Ayuntamiento terminaron creando una Fundación para este proyecto, lo hicieron más con la intención de mantener a raya a su tenaz idealista que con el objetivo de hacer realidad su sueño.
Ahora, pasados varios años desde la muerte de ese hombre obsesivo en circunstancias no aclaradas del todo, se han retomado los planes oficiales para que las caballerizas, estacionamientos y otras áreas del antiguo hipódromo sean espacios de exposición permanente de objetos mortíferos de muchas clases, desde una maza de madera que se remonta, aparentemente, a la época de los zapotecas, en el siglo III a.C., y fue usada después por los aztecas y otros pueblos de Mesoamérica, hasta V2 de la Segunda Guerra Mundial. La curaduría y el guion museográfico están a cargo de Luisa Brooks, la antigua asistente de quien, en sus últimos días, dormía en un ataúd, rodeado de chatarra bélica de todos los tiempos. Era su reino, piensa Luisa, “suyo porque estaba deshabitado, evacuado de todos los vivos que impiden la paz porque para vivir necesitan la guerra, hasta en la casa, la familia, en la cama…”.
El Museo debería cumplir la función de mantener presente el doloroso recuerdo del ejercicio destructor para evitar su repetición, pero Luisa no descarta que, en última instancia, según su idealista, el verdadero propósito fuera mostrar las imágenes de un sueño angustioso proyectado al revés, que comienza con la destrucción y termina con todos sonrientes, pues han comprendido que la muerte, toda muerte, llega antes que la vida, no después. La muerte no existe, le explicó él, se trata de un invertidor: una máquina que da vuelta a la vida y basta con dejarla funcionar un tiempo en sentido inverso para recuperarlo todo. “Se podía, por ejemplo, decía en una de sus libretas, proyectar primero la imagen del salón con todos sus objetos y después mostrar la imagen de un gran incendio que destruye todo y deja la sala vacía hasta que, encendidas las luces otra vez, reaparece la sala con todas sus cosas, intacta, resucitada, nunca muerta. Podía ser una idea”.
Si en el fondo era ese el objetivo, es algo que Luisa no podrá ya corroborar porque, funcione o no el invertidor, las cenizas no hablan. Además, para ella ese no es el misterio que le gustaría develar, tampoco el de su muerte entre las llamas. Lo que desea y lo que lamenta es no haberlo tratado más después de su profunda transformación: ya casi no se le veía por los despachos burocráticos insistiendo, pidiendo, argumentando, rogando apoyos y recursos para su fabulosa exposición. Su pasión había cambiado de objeto, sí, pero por qué. Luisa lo entenderá más tarde, cuando conozca la historia de su abuela materna durante los años de la guerra y descubra el origen de las migrañas que aquejan a su madre, Sara.
“Y por sorpresa, de golpe, Saulo se cae del caballo, una luz se enciende en él y para él, aquellas fijaciones (de coleccionista) desaparecen. Dejando de lado aquella basura, se vuelve de repente a Trieste y durante mucho tiempo se le puede ver constantemente en la Risiera y en los alrededores de la Risiera. Copia y recoge, sobre todo anota, como siempre. ¡Pero copia y recoge otras cosas! Escuchen lo que recoge en este papel, probablemente un escrito leído en la pared: ‘Parece que mañana nos llevan a Alemania. A mí me habían excluido —evidentemente les había convencido de que me habían apresado en la calle por casualidad, sólo porque pasaba por allí durante una redada— cuando el capitán Otter llegó con un papel en la mano, se lo enseñó al sargento, los dos cuchichearon y después el sargento gritó mi nombre como afiliado a Justicia y Libertad. Ha debido de denunciarme…’ El nombre falta, evidentemente ya había sido borrado de la pared. Él recogía papeles arrugados, raspaba los muros, buscaba nombres, nombres de moribundos, de muertos, de verdugos; ya no coleccionaba, buscaba la verdad, el dolor, la infamia… ‘Nosotros vivos. Adiós Kira’. Hay una grandeza en este hombre, al menos en el ocaso de su vida…”, relató un sicólogo en el video que Luisa está viendo. Es un documental titulado “¿Testigo, historiador, coleccionista o maníaco? El misterio de una muerte y de una vida”, grabado a los diez años de su deceso.
Tiene a la mano un par de fotografías de aquel periodo, que piensa colocar debajo del video. En ellas, “el rostro está tenso pero comedido, los ojos ya no se muestran exaltados o febriles sino melancólicos y fijos, los ojos de un perro que ya no olfatea las heces, sino que busca a alguien, algo, al amo que se han llevado los agresores, al amigo desaparecido. Un gran perro de caza que ya no busca la caza sino a los crueles cazadores furtivos que han puesto horribles cepos y le han despojado de todo”, describe el narrador de No ha lugar a proceder.
La Risiera fue el edificio del Primer Pilado Triestino de Arroz y lo construyeron en 1916. Era toda la referencia que convenía recordar en la posguerra, no que hacía poco entre sus muros se ahogaron los gritos de los torturados ni que había sido lugar de tránsito para los prisioneros que los nazis enviaban a campos de concentración en otros países. La guerra había terminado y lo que se imponía era mirar al futuro, no sacar a relucir que en la Risiera funcionaron incluso una cámara de gas y un horno, cuyo humo se dispersaba en el cielo azulísimo de la bella ciudad portuaria. No era educado mencionar eso tan desagradable al coronel Ernst Lerch, Hörerer SS-und Polizeiführer de la costa Adriática y verdugo en jefe de la Risiera, quien en la paz recién conquistada vivía en una hermosa villa y era un distinguido partícipe de la vida social triestina, se le podía ver con frecuencia en las terrazas, departiendo con los notables de Trieste y con los mandos del Gobierno Militar Aliado. Muy lamentable lo de las víctimas, pero, según la raison d’État, los nazis ya no eran el enemigo, de quienes había que temer en adelante era de los comunistas.
Las paredes de la Risiera fueron blanqueadas con cal, desapareciendo en la blancura del nuevo tiempo que se abría con el triunfo aliado la memoria de los prisioneros, quienes en ellas habían escrito nombres, señas, indicios que conducían a cómplices y delatores, a colaboracionistas de los alemanes. “Él buscaba y anotaba las pistas del horror y de la infamia; despedidas, gritos de ayuda, desesperados mensajes de moribundos y peor aún que los moribundos, los testimonios de delaciones, de torturas y torturadores, charcos de sangre. Quién sabe dónde salpicó la de aquel niño moreno y rizoso, un judío o un balcánico o las dos cosas al mismo tiempo, al que el SS le reventó la cabeza de una patada con la bota, porque había tropezado mientras lo llevaban a una de las celdas”, dice la voz narrativa de la novela.
Varios lo habían visto acariciar los muros de las diecisiete celdas de tortura y de las antecámaras de la rudimentaria cámara de gas y del horno, incluso que se olía los dedos después de hacerlo, quizá tratando de encontrar rastros del olor de la carne humana quemada o del Zyklon B. “He examinado cuidadosamente los escritos murales (grafitis) realizados por los prisioneros judíos y no judíos en la Risiera de San Sabba, donde muchos eran asesinados o enviados a Auschwitz para su aniquilación. A falta de una máquina fotográfica y de una adecuada iluminación, he realizado copias fieles de las inscripciones y de los escritos en los muros, copiando con mucho detalle sus características en mi diario histórico n.º 65…”.
El problema es que ese diario y todas las demás libretas donde al parecer registró las pistas comprometedoras para parte de la sociedad triestina habían desaparecido, no se sabe si fueron confiscados por la policía después de su muerte, como llegaron a declarar unos familiares suyos, o quemados con su autor en el sospechoso incendio del almacén. El debate en torno a esas anotaciones se ha reanimado porque, ahora que la Fundación ha reactivado el proyecto del Museo, el Corriere Adriatico ha publicado que también la totalidad de sus apuntes formaría parte de la exposición condenatoria de la guerra. “Con todo el respeto por su trágico final, a nosotros no nos interesan las rarezas de un excéntrico ni las manías de un coleccionista obsesionado. Y tampoco sus colecciones. ¿Qué hacemos nosotros con cañones oxidados, fuselajes rotos o viejas bayonetas? Hay sólo una cosa que nos puede interesar, que nos podría interesar, porque ha desaparecido, ya no está. Me refiero a la documentación sobre los textos que dicen que había copiado, al menos en parte, de las paredes de la Risiera de San Sabba. Una vez más, la Trieste burguesa, fascistoide, colaboracionista por vocación incluso cuando no puede colaborar, se ha retocado el maquillaje y se ha lavado la cara”, había advertido el Dr. Giovanni Cante, investigador en el Instituto para la Historia del Movimiento de Liberación, en el mismo video visto por Luisa.
“Estoy tranquilo, misión casi completada. Sesenta y ocho páginas, nombres con apellidos y fechas. Espías, delatores, no muchos, más bien pocos. De cualquier manera… Huéspedes temporales, visitas de cortesía, casi de amigos de familia. Todo escrito, copiado, clasificado. Ahora ya no se ve nada sobre esas paredes, me corrijo, se pueden ver y leer muchas cosas, pero sólo esas que no le hacen mal a nadie. Dolor por las víctimas, disgusto por la infamia de los verdugos. Todos de acuerdo, no se arriesga nada al decir que Globočnik era un asesino. En ese caso, no hace falta dar ninguna mano de cal. De los muertos se puede hablar. Pero de los vivos no, no de algunos vivos. Ahí sí que es necesario cubrir todo con cal, como se ha hecho. El blanqueamiento ha creado su propia escuela. Pero yo he sido más rápido que los blanqueadores. Aquí están los nombres de los que venían de visita, quizá de los que hacían de espías. No muchos, es cierto. Pero es ya mucho que los prisioneros hayan logrado dejar esos grafitis, esos dibujos, esos nombres. El libro del Juicio lo han escrito ellos, con las uñas y con los dientes. Yo sólo soy el escribano, el guardián del Día del Juicio. Lo que falta aún son algunos pasajes relativos a los bienes confiscados; quién los cogía de las cajas robadas o de los dedos y las bocas de los cadáveres, quién los entregaba, quién los clasificaba”, tenía anotado en una de las libretas a las que solo los lectores de la novela podemos acceder.
Cuando se supieron derrotados, los nazis procedieron a destruir y quemar toda la evidencia de su labor en la Risiera, un humo superpuesto a otro ya inexistente, que hizo desaparecer la desaparición de unos cinco mil prisioneros, torturados, gaseados, deportados. “Es ese humo el objetivo de mi búsqueda, esos nombres convertidos en cenizas. No lucho contra el olvido, sino contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia de haber olvidado, de haber querido olvidar, de no querer o no poder saber que hay un horror que se ha querido —¿debido?— olvidar. En Trieste veo en cada calle el humo que no se ha querido ver”, escribió en otra parte.
Desde que comenzó a tomar nota de todas aquellas inscripciones, se sintió perseguido, pero acaso nunca llegara a sospechar que él mismo, también hecho humo, sería parte del vacío que ocupa el lugar de la conciencia de todo lo que desaparece.
Post scriptum:
El consuelo del juicio de la historia
Leída la suerte del excéntrico y alucinado personaje de Magris y la que correría probablemente el Museo (a estas alturas, por su propia saga familiar, Luisa ya ha comprendido la metáfora del humo, que en la tranquila Trieste del presente sería el de los cigarrillos de respetables damas, sentadas en una terraza frente al mar sin memoria: “Incluso a mí me han recomendado proyectar el Museo como un teatro, aunque sea de guerra, que forma parte de la vida de la sociedad civil. Un teatro que sea agradable visitar, que ayude a hacer olvidar lo indecible que se esconde detrás de la guerra. Un bonito Teatro de la Ópera, en el que se escucha buena música sin pensar en nada más”), no pareciera haber otra esperanza para la vindicación de las víctimas y el castigo a los culpables que el juicio de la historia. “Es una versión secular de la creencia bíblica en un Día del Juicio al final de los tiempos y tiene la misma función fantasmática de proporcionarnos una garantía trascendental para nuestros posicionamientos morales (…) Tendemos a obtener un cierto consuelo con la idea de que, a la larga, la historia (¿o quizá la Historia?) es una fuerza moral autónoma que puede conducir a la acción y ajustar las cuentas en el libro de los hechos y afrentas de la humanidad”, según como lo define la historiadora estadounidense Joan Wallach Scott, autora de Sobre el juicio de la historia.
La lectura de su libro borra la tranquilizadora idea de que la historia sea “la prueba definitiva de la rectitud moral inherente de la razón –una razón independiente del poder”. Wallach Scott analiza los juicios de Núremberg, el trabajo de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación (Suráfrica, 1996) y el movimiento a favor de las reparaciones por la esclavitud en Estados Unidos para desmontar esta creencia que, advierte, tiene relación con el legado de la Ilustración que nos dice que solo hay una Historia, en progreso constante, moviéndose solo hacia adelante y hacia arriba, “en una tendencia positiva por acumulación”. Según esta noción del siglo XVIII, la temporalidad es una línea única sobre la cual discurre el cambio; el tiempo está dividido en pasado, presente y futuro: hay tradición-primitivismo y modernidad, superstición-religión y secularismo, y el Estado-nación, considerado la forma suprema de organización política de la humanidad, es el privilegiado agente histórico a cuyas instituciones y leyes es atribuible el progreso.
“Esta noción de historia (…) constituye una política que debemos cuestionar. En ella, la resolución aparente de problemas de carácter moral (relegando un determinado mal al pasado, ofreciéndonos la certeza de que la verdad prevalecerá en el futuro) ensombrece o niega el papel desempeñado por arraigadas estructuras de poder —estructuras de poder que han quedado naturalizadas al presentarse como el producto inevitable del necesario telos de la historia—. La importancia otorgada al Estado-nación en tanto que telos de la historia (y como tal, fuente última de justicia) no hace sino ocultar el papel de los conflictos que desafían y modifican estas estructuras de poder”.
En Núremberg, argumenta Wallach Scott, toda la atención prestada al castigo de individualidades por los aberrantes crímenes del nazismo dejó en la sombra lo que advirtiera Hannah Arendt sobre la relación entre racismo, nacionalismo e imperialismo. “El juicio de la historia que relegaba el nazismo a un pasado bárbaro e incivilizado presentaba a los Estados-nación victoriosos como encarnación del progreso histórico, al tiempo que el trato que estos daban a sus minorías nacionales y a sus súbditos coloniales permanecía sin cuestionar”.
En el caso de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, en un contexto donde no había vencedores ni vencidos y, por tanto, se imponía una salida negociada, se apeló a que las víctimas del apartheid perdonaran a sus opresores, en nombre de una moral superior que debía servir para superar un pasado de sufrimiento e injusticias y conducir a un futuro de reconocimiento de los derechos humanos, democracia, coexistencia pacífica e igualdad de oportunidades para toda la nación surafricana. “Este enfoque impidió que se llevara a cabo (como exigían algunos críticos de la CVR) un análisis de las estructuras del capitalismo racial en las que se había sustentado el sistema de dominación, así como de las alternativas a estas estructuras propuestas por los disidentes (…) El énfasis puesto en la necesidad de obtener un cierre moral hizo restar atención a los fundamentos estructurales del supremacismo blanco. Pese al logro de la obtención de derechos electorales para la mayoría negra del país, el futuro igualitario que los guerrilleros sudafricanos habían imaginado todavía estaba por materializarse”.
Mientras, el movimiento a favor de las reparaciones por la esclavitud en Estados Unidos plantea un enfoque diferente: “No es tanto un juicio lo que se reclama —en el sentido de un decreto que confine el mal al pasado—, sino, más bien, una petición de responsabilidades, una exigencia de reconocimiento ante el hecho de que el pasado no ha quedado atrás, que las narrativas lineales progresistas resultan insostenibles, puesto que ofrecen una representación inadecuada de la historia estadounidense”. No se trata, o no únicamente, de saldar una deuda en términos económicos ni de condenar a unos culpables, sino de la relectura subversiva de la propia historia estadounidense y de la revisión de los fundamentos de su sistema político-económico. La esclavitud fue una institución fundamental para el desarrollo económico estadounidense, su legado es el racismo aún imperante y para su capitalismo la diferencia racial ha sido un medio de primer orden mediante el cual ejercer el poder. “Lo que hace falta es una explicación del pasado, elaborada por seres humanos, que reconozca sin acobardarse ‘la realidad de los hechos de nuestra historia’, revelando los pilares estructurales e ideológicos que los subyacen y sus temporalidades diversas y conflictivas (…) Lo que defienden sus reclamaciones es que las minorías tienen derecho a la ciudadanía y a apelar a los principios fundacionales de la nación, así como un derecho sobre la narrativa del preciado relato de la República”.
La historiadora estadounidense concluye: “No podemos depender de una fuerza redentora autónoma (la Historia) ni de la prevalencia del buen sentido de una supuesta razón humana universal para implementar sistemas de igualdad y justicia (…) El Día del Juicio, en el sentido de un balance final de todas las cuentas, está ‘condenado a permanecer eterna e históricamente diferido’. Sin embargo, es precisamente la imposibilidad de su realización la que nos empuja a la acción. Esta acción está inspirada por principios éticos (forjados en el tiempo), así como por las pruebas que nos da la historia de las negativas a aceptar el gobierno de los poderosos (de rebeldía) y de la capacidad de la agenda humana para proponer caminos alternativos por los que transitar. De la mano de estas podemos pensar la historia de forma distinta, como una pluralidad de modos de existir con cuyas relaciones convivimos, al menos en parte, a consecuencia de nuestras acciones”.