Ayer no te vi en Babilonia, de António Lobo Antunes
El universo observable mide unos noventa y tres mil millones de años luz y alberga miles de millones de galaxias, que son acumulaciones de gas, polvo y estrellas en una cantidad que causa vértigo imaginar: un dos seguido de veintitrés ceros, según algunos cálculos astronómicos. El sol es una de estas y en su parcela sideral se encuentra junto a más de cien mil millones de esos cuerpos celestes, compuestos principalmente de hidrógeno y helio, cuyas continuas fusiones nucleares son fuente de calor y luz. En la Vía Láctea, por lo demás, hay tres mil doscientas estrellas que, como el sol, tienen planetas orbitando a su alrededor. Salvo en nuestra minúscula roca, no hay vida tal y como la conocemos en esa inmensidad.
Pero, por lo general, no es en su absoluta irrelevancia cósmica en lo que suele pensar alguien que se siente solo, sino en la dolorosa separación que experimenta entre su yo y su entorno. “¿Comprenden mi conflicto? Lo expondré de nuevo de forma sencilla: el mundo exterior, el mundo interior y entre ambos el abismo insalvable, infranqueable”, se lamenta Oliver Otway Orme, el pintor cincuentón de John Banville (La guitarra azul). Ha fracasado en sus dos mayores intentos para salvar esa “brecha mortal”, primero mediante el arte de la pintura y luego a través del arte del robo, con el resultado de una soledad tan profunda que lo hace sentir ausente: “Es como si hubiese vivido siempre ante un espejo de cuerpo entero mirando pasar a la gente, por detrás y por delante de mí, hasta que alguien me cogió bruscamente de los hombros y me dio media vuelta y ¡mira! Ahí estaba el mundo no reflejado, la gente y las cosas, y a mí no se me veía en ningún lugar”.
Tampoco es lo más usual que alguien recurra a la referencia del infinito universo o que hable en términos de las extravagantes unidades de medida que emplean los astrónomos, como el pársec, equivalente a treinta billones ochocientos cincuenta y seis mil setecientos setenta y cuatro millones ochocientos setenta y ocho mil quinientos cinco kilómetros o 3,26 años luz, para representar la inconmensurable soledad. De hecho, en la metáfora más fehaciente y común para retratarla la idea de distancia es insignificante: sentirse solo aunque se esté rodeado de gente. Es una imagen acertada porque comprende la diferencia entre sentirse solo (la soledad impuesta, no deseada) y estar solo (la soledad libremente escogida), estados de ánimo que en español requieren el empleo del verbo más el adjetivo para expresarlos con precisión, mientras en inglés basta con los sustantivos: “El lenguaje (…) ha creado la palabra loneliness para expresar el dolor de estar solo. Y ha creado la palabra solitude para expresar la gloria de estar solo”, escribió el teólogo germano-estadounidense Paul Johannes Tillich.
La filósofa holandesa Marjan Bouwmeester, autora del libro El cielo vacío. Una filosofía de la soledad (2022), lo resume así en una entrevista periodística: “Para mí, la soledad es un deseo de conexión y no solo eso, sino sufrir por una falta de conexión. No se trata por tanto de estar [físicamente] con otra gente, también puedo sentirme muy conectada cuando escucho música o veo algo que me hace pensar, oh, alguien ha sentido lo mismo que yo y siento una conexión por ello. La soledad de la que hablo tiene que ver con el espacio interior, hemos cultivado un espacio interior y la soledad es un sentimiento que tienes en ese espacio interior. Incluso si vives una vida intensa y bonita, creo que es casi ineludible que en algunos momentos te sientas solo. Todos tenemos momentos o periodos de soledad, creo que señalan que deseas una conexión y que no la logras o que no estás incluso seguro de cuál es esa conexión que deseas”.
Sufrientes por esa desconexión están los personajes de Ayer no te vi en Babilonia (2006), del escritor portugués António Lobo Antunes, y aunque está visto que el lugar físico es superfluo al respecto, la soportan en un espacio-tiempo que parece predispuesto para ello: las noches de insomnio. Desde la medianoche y hasta las cinco de la madrugada, los escuchamos volver a su infancia, enumerar sus desánimos, rabias y deseos, resumir sus vidas, que no han sido más que trayectorias sin vínculos con los otros o con esos vínculos rotos si alguna vez existieron. De pequeña, Ana Emília recuerda que su abuela enterraba vivas a las crías de la gata en el patio y que iba hasta el periódico donde trabajaba su padre para pedirle dinero, mientras su madre, en una suerte de viudez sin difunto, esperaba en la esquina. Regresaba sin el efectivo y sin sentir el afecto paterno: solo el desamparo de una niña a la que ese hombre, un extraño, le recriminaba que su presencia lo ponía nervioso. Se acuerda también del abismo del esposo, que nunca le gustó, responsable de la impresión de panfletos contra la Iglesia y el Estado a quien apresaron y mataron en una cárcel de la dictadura, y el de la pérdida de su hija de 15 años, quien se ahorcó en el manzano del jardín. En las horas de su vigilia no deseada, a Ana Emília le ronda la ilusión de que un día haya una niña esperando en el portón del colegio y también otro pasado en el que su padre fuera un periodista importante que no le escatimaba el cariño, con el que incluso una vez jugó a perseguirse en una plazoleta. A cambio de eso, solo un hombre que la visita en medio de la noche, “... se sienta en esa silla y se queda a la espera de que golpeen la puerta llamándolo, regresa al mes siguiente atento al menor ruido, sin mirarme…”. Una distancia más, que solo testimonian los dos billetes que deja debajo del perfume de la cómoda y que alimenta su sensación de hallarse en un no-lugar: “No sé qué mes de qué año, cuento que hace un mes y qué es un mes en este lugar movedizo en que las sombras se confunden y yo confundida con ellas, yo finalmente una sombra…”.
En el desierto de tinieblas que atraviesa en su casa de Lisboa, Ana Emília ignora que en una habitación de Évora otra mujer, que no sabe desde hace cuánto tiempo solo escucha el silencio de los muebles y las tuberías, también repasa su vida y es visitada por sus fantasmas, la abuela, que le hablaba insistentemente de la encina del patio, y el padre ausente, un señor de buen vestir, con bigotes, que cuando contaba ocho años le arrojó unas monedas desde un auto, acompañado por dos mujeres elegantes: ¿tu hija? Sí, de él y de la cocinera de su hacienda. Es Alice, quien agradecería la visita aunque fuera esporádica de un hombre, no su marido, el jubilado que intenta dormir en el diván del despacho pero que en realidad solo está a la espera, sino otro, más distinguido y atento (“... no era para ti para quien mi cuerpo se derretía y dilataba”, se imagina diciéndole a su esposo). Desea ser como su perra en celo, ahí en el garaje, a la que persiguen los perros, darle otra oportunidad a su vientre cerrado, del que se desprendió hace tiempo un ser sin vida. Pero “me casé con un perro que no me entiende, sin deseo, sin nariz, no en jauría como los otros en las terrazas y en las plazoletas, sino husmeando presencias de su pasado por los rincones”, se arrepiente Alice. Ella asimismo sintiéndose en un plano de irrealidad: “… la sensación de que me hundo y me despierto y vuelvo a hundirme sin la certidumbre de que duermo, alcanzo la mañana no alcanzo la mañana y si alcanzó la mañana qué alcanzo…”.
Separado de las dos mujeres, el viejo policía retirado que calcula que “debe de ser medianoche porque han cesado los ruidos, los del jardín, los de la casa y los de mi mujer que ahuyentó a los perros con el latiguillo de una rama (…) amarró la perra en celo en el garaje y seguro que se acostó porque no había luz alguna en el pasillo ni en la habitación donde no entro desde hace siglos”. No duerme porque sabe que dentro de poco un tiro, que esa espera es todo a cuanto puede aspirar después de matar a varios en defensa de la Iglesia y el Estado, como ha hecho con el impresor de panfletos, a quien antes ridiculiza obligándolo a vestirse con ropas de mujer, en una humillación que ven su esposa y su hija. Mientras se asombra de la nitidez y alcance de los sonidos en la noche, recuerda con odio al indiferente de su padre, que cuando era niño pasaba delante de su hermana y de él sin dirigirles la palabra, con las perdices muertas colgadas de la cintura, y extraña no tener un hogar, una familia. Se pregunta si un hijo no le endulzaría la vejez pelando mandarinas y ofreciéndole gajos y se confiesa que muchas veces ha deseado que su hija, no suya, sino de la mujer que lo espera cada mes en Lisboa, le brinde al menos una aceptación sin intimidad ni estima entre ellos, se conformaría con sentirla en el pasillo, en el jardín, con escucharla si hablara. Es tarde para todo eso: su mujer ha sufrido un aborto y la hija de la que visita en Lisboa se ha ahorcado en el manzano: “… en el rincón opuesto del mundo, una ventana iluminada, una idea de hogar, justamente el que nunca tuve, no tengo, tengo planetas extinguidos, perros, una mujer que duerme, tengo los que me buscan caminando hacia mí”, se resigna.
Ana Emília, Alice y el innombrado policía constatan en sus horas de silencio y oscuridad que han vivido sintiéndose solos, sin lograr conexiones en el sentido que dice Bouwmeester. Es tan dolorosa la conclusión a la que arriban en su noche de sueño negado, que resulta insoportable hasta para los personajes que son: “Si me eximiesen de continuar en este relato aceptaría (…) me taparía con la colcha, me callaría y si me eliminasen del libro antes de la mañana lo agradezco, que siga la historia sin mí”, implora Ana Emília.
Post scriptum:
La voluntad de estar solo
A poco de terminada su empresa creadora, se dio cuenta Dios de que había un fallo en ella. Separar la luz de las tinieblas, el firmamento y las estrellas, la Tierra con sus árboles y los Mares, aquella y estos con sus seres vivientes, y el hombre, hecho a su imagen y semejanza… Todo eso estaba bien y vio Él que era bueno, pero cuando colocó a Adán en el jardín que había plantado en el oriente, advirtió que “no es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él (…) Y Jehová Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y este se quedó dormido. Entonces tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar; y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer y la trajo al hombre”, se relata en el libro primero de Moisés (2, 18-21-22). (Obviemos por ahora que en el propio Génesis [1, 27] antes se ha afirmado que hombre y mujer fueron creados al mismo tiempo).
Cuánto tiempo pasó entre que Dios formara a Adán tomando el polvo de la tierra y soplando en su nariz el aliento de la vida y lo colocara en el Edén, no se sabe. De hecho, es problemática toda la cronología del Génesis, según anota el matemático irlandés John C. Lennox, un estudioso de la relación entre Ciencia, Filosofía y Teología, en su libro El principio según el Génesis y la Ciencia: unos militan en la creencia de que los días se corresponden con la semana terrestre; otros opinan que se trata de “días-era”, que representan períodos de tiempo no especificados, y unos terceros entienden que Dios creó todo en el mismo instante con solo pensarlo y los días son, para decirlo con San Agustín, una suerte de recurso metodológico para representar una secuencia lógica que hiciera inteligible la creación. Habría que mencionar también a Clemente de Alejandría, quien en el siglo tercero después de Cristo postuló que el acto creador no pudo haber tenido lugar en ningún tiempo, porque “el tiempo nació con las cosas que existen”. En cualquier caso, Dios rectificó oportunamente, antes de que Adán, alma viviente para la que había dispuesto que tuviera “dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra”, al que con el soplo vital también le proveyó la consciencia de su propia existencia, se pusiera a reflexionar sobre su condición singular y le reclamara cómo la particular especie de la que él era el único ejemplar iba a fructificar, multiplicarse y henchir la tierra. En fin, antes de que le recriminara su loneliness en el Paraíso.
La historia de la soledad pudo haberse iniciado incluso antes, si como afirmara Nietzsche, “el creador quiso apartar la vista de sí mismo y entonces creó el mundo”. Juan Arnau en su Historia de la imaginación indica que este mito fundacional “lo encontramos también en la literatura védica, donde Prajapati crea el mundo por miedo a la soledad (para olvidarse de sí mismo), y en muchas otras culturas. La soledad del Creador (y a veces su aburrimiento) da pie a la aventura del mundo”.
El hombre ha ensayado diversas maneras para enfrentar la soledad. “Su historia muestra que algunos se han inmunizado más o menos contra ella por cuatro métodos, cuya característica común es haberse atenido al principio por el que actúan las vacunas al utilizar la propia soledad en dosis calculadas para evitar ser destruido por ella”, de acuerdo con el repaso que hace Theodore Zeldin en su Historia íntima de la humanidad (1994). Vale decir, métodos que han tenido en común la voluntad de estar solo. Los primeros fueron los eremitas, esos hombres y mujeres que, hastiados de la codicia y la crueldad del mundo o que se sentían incomprendidos por sus semejantes, se alejaban de la sociedad para buscar la paz interior o la comunicación directa con el Uno primordial. La segunda forma no se basó en el aislamiento ni persiguió necesariamente la búsqueda de la Divinidad, antes bien fue una “vuelta hacia adentro, con el objetivo de reforzar las propias capacidades de resistencia mediante la introspección, el entendimiento de uno mismo y la insistencia en la propia singularidad”: es la actitud del hombre del Renacimiento. El historiador mexicano Javier Rico Moreno, en el ensayo “Hacia una historia de la soledad”, ilustra ese giro con Petrarca, quien en su De vita solitaria contrasta al felix solitarius, que goza de la naturaleza y de los bienes deparados por la espiritualidad contemplativa, con el miser occupatius, que es una presa de los apetitos y las fatigas del hombre de ciudad. “El nuevo solitario ya no será un recluso, ni un eremita, ni un penitente, ni un místico, sino una personalidad que se lanza a la aventura del mundo, contagiada del optimismo vital del Renacimiento, autosuficiente y orgullosa de su conciencia. El aislamiento voluntario se convierte así en un estilo que rechaza la vida mundana, pues constituye una desviación”.
En la enumeración de Zeldin, el tercer camino para enfrentar la soledad se basó en el absurdo. “Los excéntricos británicos combinaron la soledad con el humor y salieron vigorizados con la mezcla”. Por ejemplo: “El quinto duque de Portland, un maníaco de la intimidad, se negaba admitir en su dormitorio incluso al médico y le pedía que realizara su diagnóstico desde fuera haciéndole preguntas y tomándole la temperatura por mediación de un criado. Sin embargo, soñaba con un mundo de camaradería y consideraba la intimidad como preparación para algo distinto, pues construyó en su residencia una sala de baile con capacidad para 2.000 invitados, un ascensor para veinte personas y una biblioteca con doce mesas de billar, ninguna de las cuales se utilizó jamás, y dio trabajo a 15.000 obreros de la construcción, aunque se disfrazaba para no ser reconocido, lo que constituía su idea de libertad”.
La última manera descrita por Zeldin es la que “se ha logrado pensando que el mundo no es un mero desierto vasto y espantoso, sino que en él se puede discernir cierto orden y que el individuo, por más insignificante que sea, contiene ecos de esa coherencia. La gente que cree en algún poder sobrenatural siente mitigada su soledad con la sensación de que, a pesar de todos los infortunios que la abrumen, hay en su interior una diminuta chispa divina: ésa es su manera de inmunizarse. Quienes no poseen tal fe, pueden desarrollar el sentimiento de ser útiles al prójimo y reconocer un vínculo de generosidad entre ellos y los demás, conexiones racionales y emocionales que significan que forman parte de un todo más amplio, aunque quizá sean incapaces de descifrar plenamente sus enigmas y crueldades”.
Poco o nada dice el autor de Historia íntima de la humanidad de los lugares propicios para la solitude. Pero podemos imaginarlos con facilidad: el anacoreta en la cueva, el desierto o el bosque; el artista en su estudio, el creyente en el templo… Y pensar también en el escritor austríaco Peter Handke, quien en Ensayo sobre el lugar silencioso (2012) concluye que toda su vida ha estado en la búsqueda de los baños, del lugar silencioso, como se denomina eufemísticamente en alemán al retrete, por un hastío de sociabilidad. “Y además era verdad también que el hecho de cerrar la puerta del servicio fuera una sola cosa con un gran suspiro: ‘¡Al fin solo!’”.