La mano de la buena fortuna, de Goran Petrovic
La historia relatada es esta: un joven literato llamado Anastas Branica había escrito una extraña novela: sin trama ni personajes, solo detalladísimas descripciones de una villa, su jardín francés y sus inmediatos alrededores. Sufragada con sus propios recursos, fue una edición limitada de la que se encuentran en la actualidad contados ejemplares y si su autor acaso permanecía en la memoria de algún ciudadano de Belgrado, estaba allí pálidamente porque su cadáver apareció flotando en el Danubio y mereció una mínima reseña periodística en un día de ayuno noticioso. Tanto olvido no le hacía justicia a la maravillosa posibilidad que tradujo en su obra: la experiencia de la lectura total.
Cuando solo era un niño, Anastas estaba leyendo un libro de aventuras sentado al escritorio de su estricto padrastro, un abogado de éxito. Era tanto su entusiasmo con aquel texto, sobre todo con los párrafos que describían una vista al mar, que terminó corriendo por el sendero que conducía a la playa... Cuando el abogado lo descubrió en su santuario, el cojín de la silla estaba mojado, había un pocito de agua entre las patas y desde entonces el ama de llaves, Zlatana, tuvo que barrer todos los días la arena de mar que aparecía esparcida por la casa. Anastas conoció aquel día lluvioso de 1906 lo que determinaría su destino: podía moverse por un texto como por cualquier otro espacio real; se podía encontrar con personas que estuvieran leyendo las mismas líneas que él y algunos de esos otros lectores también eran conscientes de ese encuentro, aunque no necesariamente eso quería decir que se reconocieran fuera del libro.
Fue en el espacio imaginario de los libros donde se enamoraron Anastas y Nathalie Houville, joven francesa residente en Belgrado porque su padre trabajaba en una compañía serbia de minas. Y fue por ella que gestó la idea de escribir una novela epistolar en la que solo habitaran ellos y tuviera final feliz. Con todo, como sucede con frecuencia, la realidad no se amoldó al deseo del amante y Anastas terminó en las aguas del Danubio, no sin antes editar las extensísimas misivas a su amada para convertirlas en la novela denostada por la crítica porque en ella no pasaba nada: Mi Legado.
La lectura total demanda, por supuesto, un lector total. Habitar un libro no es posible para quienes leer no tiene importancia. Estos reservan la lectura “para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en leer para conciliar el sueño. A veces la combinan con una conversación sobre cualquier otro tema, o con la audición de la radio”, según la vieja descripción que de ellos hizo C.S. Lewis en La experiencia de leer. Morar en las páginas es solo accesible para quienes leen, no como práctica, sino como forma de vida, dispuestos siempre a una entrega incondicional, como quien entra al mar y con docilidad permite que lo desnuden las olas.
Anastas no es un lector como Don Quijote, que percibe la realidad a través del filtro de los libros de caballería; tampoco como Madame Bovary, quien encuentra en las novelas una vida posible que luego pretende alcanzar; ni como Kafka, quien escribe y lee en busca de lo que no ha visto al vivir. Anastas encarna, más bien, al lector imaginado por Borges: goza de total libertad frente al texto, y hace suya la certeza del escritor argentino que menciona Ricardo Piglia en El último lector: “... la ficción no depende solo de quien la construye sino también de quien la lee. La ficción es también una posición del intérprete”. Y más adelante: “... en Borges, el acto de leer articula lo imaginario y lo real. Mejor sería decir, la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad. No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”.
En este sentido, con sus lectores borgianos Petrovic recuerda que la lectura está al mismo nivel prestigioso que la escritura, posición que no siempre se le reconoció, pese a que resulta obvio que una y otra fueron creadas en el mismo momento y es patente que lo escrito solo tiene sentido si puede ser recuperado; es decir, leído. Acaso ese reconocimiento a dos velocidades haya respondido a que la escritura gozó en primer lugar de condiciones y libertades que a la lectura le llevó más tiempo conquistar.
Desde el acto fundacional sumerio hasta el novelista actual frente a su computadora, escribir ha sido una actividad individual, privada, íntima y libre, aunque no exenta de censura y otras inquisiciones. Leer, en cambio, fue por muchos años un acto mediado por terceros, ya sea porque prevalecieron las lecturas públicas (los libros eran bienes de lujo y reinaba el analfabetismo) o privaron los temores de la Iglesia católica y la rigidez escolástica. Para llegar a la valoración justa de quien lee en soledad y silencio, abstraído temporal y totalmente de la realidad-real, sumando a su subjetividad sentidos que encuentra en una página, tuvieron que suceder varias cosas: invención de la imprenta, fin del modo de producción feudal, que la Razón prevaleciera sobre las explicaciones divinas del mundo, extensión del alfabetismo y, por supuesto, en el caso que nos ocupa —la lectura de novelas— que a principios del siglo XVII cierto español escribiera un libro muy singular tras su frustrado intento de obtener un empleo en el Nuevo Mundo. Incluso todavía más, que se superara el prejuicio de que leer sobre realidades imaginadas era una actividad menor frente a la lectura instructiva. La inflexible madame Didier, preceptora de la señorita Houville, le prohíbe leer novelas: “... evite esas futilidades, no quiero que se decepcione cuando conozca la diferencia entre la vida y la literatura...”.
Escritura y lectura son sin duda actos creativos y con La mano de la buena fortuna Petrovic nos dice que, con una y otra, podemos asimismo ampliar nuestro ser.