Sigfrido, de Harry Mulisch
Converso con S.
—Acabo de leer Sigfrido, una novela del neerlandés Harry Mulisch.
—Primera noticia —me dice—. De esas tierras tan amenazadas por el mar apenas conozco a Cees Nooteboom.
—Fueron contemporáneos. Nooteboom nació en 1933 y aún vive, mientras que Mulisch es del 27 y murió en 2010. De Nooteboom, he leído La historia siguiente, El día de todas las almas y Una canción del ser y la apariencia…
—Yo, solo La historia siguiente. Esa donde un profesor de lenguas muertas despierta en Lisboa, en la misma habitación de hotel que hace años compartió con una colega casada de la que se había enamorado, en lugar de hacerlo en su apartamento de Ámsterdam, donde vive rodeado de libros y donde se acostó la noche anterior. Se despierta, se levanta, el personal del hotel lo trata con familiaridad, recorre los mismos lugares de la ciudad que visitó con ella y, sin embargo, no puede dejar de sentir que es otro distinto del académico que reside en la capital de Holanda…
—Capital de los Países Bajos, que así se llama oficialmente el país desde 2020.
—¡Qué insoportable eres cuando te da por esas acotaciones impertinentes! Holanda, Países Bajos o como quiera que les dé la gana de llamarse es irrelevante. Qué tiene que ver una precisión toponímica con la pregunta de cuál es el tiempo del ser, que es el tema de la novela. ¿Somos en el presente o se trata de una ilusión de la que nos convencemos a cada rato por nuestros sentidos? ¿No será que nos diluimos en cada instante de ese presente para en realidad solo ser en la memoria? Hay que joderse contigo.
—No te arreches. Es por pura deformación de editor periodístico…
—No me arrecho. —Es verdad. No es para tanto y si su molestia fuera real, ahora no me estaría mirando, estaría concentrada en la oscuridad de su humeante café. No se lo tomará hasta que esté frío y tampoco dejará de removerlo a intervalos, aunque no le ha agregado azúcar, como si de ese movimiento inconsciente dependiera el mecanismo que la mantiene atenta a nuestra conversación.
—El caso es que Mulisch sugiere un vínculo entre Nietzsche y Hitler…
—No me digas que…
—Espera, no te me adelantes. Los tiros no van por ahí. Mulisch está muy alejado de la conocida justificación que encontró el nazismo en el pensamiento del filósofo y que se debió, sobre todo, a la torcida edición de sus escritos por parte de su hermana, quien, como sabes, se hizo cargo del archivo de Nietzsche tras su muerte en 1900.
—Sí, Elisabeth Förster-Nietzsche, viuda de Bernhard Förster, el ultranacionalista y antisemita alemán con quien compartió el delirio de fundar en Paraguay una colonia supremacista aria en los años ochenta del XIX, Nueva Germania. Se afilió al partido nacionalsocialista en 1930. Toda una fanática hitleriana, la señora.
En Sigfrido (2003), el laureado escritor Rudolf Herter se encuentra en Austria promocionando su exitosa novela La invención del amor. Durante una entrevista televisiva y luego de que él se niega a resumir el argumento del libro, aduciendo que en el arte no es el qué lo relevante, sino el cómo —y para muestra ahí está Hamlet, que sin el genio de Shakespeare sería la historia banal de un joven que, después de que su tío asesina a su padre y se casa con su madre, se ha propuesto vengar la muerte de su padre—, la periodista le concede razón y afirma que más bien lo importante es la fantasía creadora de la que nace el argumento. Herter no termina de estar de acuerdo con el término “fantasía”, pero lo deja pasar, aunque no sin precisar que, a diferencia de Freud, para él la fantasía —como los sueños, los mitos, etcétera— no es un objeto de la imaginación que conduce al entendimiento, sino que representa el entendimiento en sí. “Lo que quiero decir es que la fantasía artística, sea de la naturaleza que sea, más que un concepto para ser comprendido, es un medio con el que se es capaz de comprender. Es decir, un instrumento”.
Como quiera que la entrevistadora sigue perdida, Herter le pide que se imagine, por ejemplo, que él conoce a una mujer que le resulta un absoluto misterio: “Si no ando del todo equivocado en mi concepto de fantasía, para poder comprender mejor a esa mujer habría que colocarla en una situación extrema, absolutamente ficticia, y a partir de ahí observar su comportamiento. A modo de experimento mental, o mejor dicho, imaginario”. A su interlocutora le suena terrorífico experimentar con personas y el escritor admite que “tal vez deba aplicarse únicamente a una persona muerta que te resulte incomprensible, alguien a quien detestes”. ¿Conoce usted a una persona así?, le pregunta. Sí, Hitler, que continúa siendo un enigma pese a los innumerables estudios sobre su personalidad y acción, le responde. “Quizá podamos atraparlo con la red de la ficción”, agrega, pero no está pensando en la novela histórica, sino en partir “de la realidad imaginaria (de un hecho inventado, altamente improbable, absolutamente ficticio pero no por ello imposible) para llegar a la realidad social. Creo que este es el camino verdadero del arte: no de abajo arriba, sino de arriba abajo”.
Herter tiene más de setenta años, la mayor parte de los cuales los ha vivido como reconocido escritor, así que a estas alturas ya cuenta con un repertorio de respuestas más o menos invariables para las entrevistas y sus intervenciones públicas. Sin embargo, lo que ha dicho en televisión sobre la fantasía le ha resultado nuevo y lo obsesiona: en los próximos días no deja de pensar en cómo develar el fenómeno inhumano representado por Hitler valiéndose del mecanismo que acaba de vislumbrar: llegar a su comprensión a partir del absurdo. No la tiene fácil porque, después de todo, cómo imaginar una situación extrema que el propio Hitler no haya inventado y llevado a cabo. ¿Pensarlo visitando Auschwitz? Poco creíble, el Führer no presenciaba ninguna de las atrocidades derivadas de su megalomanía, nunca visitaba un campo de concentración ni las ciudades alemanas bombardeadas. Si le tocaba cruzar en tren una zona en ruinas, ordenaba correr las cortinas. La guerra la vivió desde su residencia de verano, el Berghof, o en refugios, y cuando los soviéticos estaban por completar la ocupación de Berlín, se suicidó junto con Eva Braun, Goebbels y su familia en el búnker de la Cancillería.
Hitler nunca dio la cara y lo que Herter persigue es ponerlo frente a un espejo ficticio para poder vérsela. “Esa criatura fracasó absolutamente en todo, primero como artista en Viena, luego como político en Berlín; quiso acabar con el bolchevismo, pero consiguió atraerlo hasta el corazón de Alemania; quiso exterminar a los judíos, pero sentó las bases del Estado de Israel. Lo que sí logró fue arrastrar a la muerte a veinticinco millones de personas; tal vez fuera eso su verdadera ambición. De haber dispuesto de un medio para hacer volar la tierra por los aires, sin duda lo habría empleado. La muerte fue la tónica de su ser. ¿Se ocultaba en ese mortal algún ápice de amor por la vida? ¿Acaso llegó a sentir algo por su perro favorito? ¿O por Eva Braun, con quien, al fin y al cabo, contrajo matrimonio justo antes de morir? ¿Qué clase de equipo de laboratorio podía montar Herter para someter a su personaje a alta presión y obligarle así a mostrar la cara…?”, dice el narrador de Sigfrido.
La llave para una respuesta se la dan Ullrich y Julia Falk, un matrimonio de ancianos austríacos, quienes formaron parte del servicio doméstico del Berghof y que, tras ver por casualidad la entrevista de televisión donde menciona a Hitler, han decidido que ya es hora de liberarse del secreto con el que han cargado por más de medio siglo: la historia de Sigfrido. Pueden ayudarle, no con su fantasía, para la cual no requiere ayuda alguna, sino con la realidad. “Para que pueda entender mejor quién fue el personaje que le ocupa”, le precisa Falk cuando lo aborda tras finalizar la conferencia que ha dado Herter como parte de su visita promocional a Viena. Quedan citados para el día siguiente en el ancianato donde reside ese par de enigmáticos seres.
“Nadie lo comprenderá jamás (…) Era algo muy angustioso. Cada uno de sus movimientos era de un dominio y precisión perfectos, como los de un acróbata, un trapecista. Hitler era un ser humano como cualquiera, sí; y sin embargo no lo era. Había algo inhumano en él, que le convertía más bien en una obra de arte o un…”, le dice Ullrich en algún momento de su larga conversación. No atina a una descripción: “No sabría cómo explicarlo. Algo terrorífico”.
Un mysterium trememdum ac fascinans, le señala el escritor: “No es una explicación, por supuesto, no resuelve el misterio, pero puede que revele algo acerca de la naturaleza del mismo. Y lo que revela es que, en realidad, Hitler no era nadie. Una imagen hueca, como dice usted. La fascinación que ejerció —y que sigue ejerciendo hoy en día— y el poder, que el pueblo alemán le concedió, no los consiguió a pesar de su condición de criatura sin vida, sino gracias a ella (…) Aunque, ¡ojo!, hay que evitar divinizarlo, aunque sea en sentido negativo”.
No agrega nada más a su idea en voz alta, pero sigue pensando: “Y sin embargo (…) de no existir Dios, como parece indicar la historia universal, la divinización de Hitler podría ser el quid de la cuestión. En tal caso él se presentaría como la divinización de lo inexistente”. Lo que ha dicho a Ullrich ha tenido el propósito de sacar al anciano de su desconcierto, pero con ese decir se le ha revelado la clave: Hitler es la personificación de la nada, su ser consiste en la ausencia del ser: “Así pues, paradójicamente, la falta de una ‘verdadera cara’ configuraba su verdadera naturaleza”, concluye Herter.
Es un Herter febril el que regresa al hotel donde lo espera Maria, su pareja, para hacer las maletas, ya que en pocas horas viajan de regreso a Holanda. Pero en lugar de prepararse para ello, el escritor se abisma por la rendija abierta hace unas horas. Acaba de enterarse de una historia que, de conocerse, causaría una conmoción mundial, le dice a Maria, y ha prometido no revelarla hasta que los Falk hayan muerto, pero su compromiso no le impide acercarse al misterio de Hitler. “Los numerosos estudios consagrados a su persona se quedan cortos porque versan sobre ‘algo’ cuando en realidad se trata de la ‘nada’”, le dice. Ergo, la resolución del enigma de Hitler no es psicológica ni sociológica, es filosófica. Kierkegaard y la idea de que la nada engendra angustia. Heidegger y su postulado de que la angustia descubre la nada. Carnap, decantado por una explicación matemática: el cero anula. Rudolf Otto, autor de la expresión mysterium trememdum ac fascinans, recordando el núcleo de toda religión: “... la espeluznante ‘otredad total’, lo absolutamente extraño, la negación de todo lo que existe y pueda ser imaginado, la nada mística, el estupor, el ‘quedarse anonadado’ que atrae a la vez que repele”.
Sus pensamientos vuelan, tropiezan, ya tendrá ocasión de ordenarlos cuando llegue a casa, lo importante ahora es registrarlos, cosa que hace en un dictáfono, para no perder el hilo. Maria lo escucha sin apenas poder seguir su razonamiento, donde ya ha aparecido Platón y su mundo de ideas detrás de lo visible, que conduciría a la incognoscible cosa en sí kantiana y de Kant al optimismo racionalista dialéctico de Hegel y a la corriente irracional pesimista de Schopenhauer. De este a la música de Richard Wagner, con quien nace el antisemitismo metafísico exterminador, para al fin llegar a Nietzsche. Maria entiende todavía menos cuando ve lágrimas en sus ojos: ¿por qué llora, si es bien sabido que las ideas de este filósofo influenciaron a Hitler? “Pues te equivocas, y no eres la única. Nietzsche fue la primera víctima de Hitler”, le explica.
El escritor está cada vez más excitado y Maria, recordando que se trata de alguien que ha sobrevivido a dos operaciones de cáncer y un derrame cerebral, le pide que se serene, pero él no puede dejar de extenderse sobre lo que considera su hallazgo: la explicación ontológica de la nada que ha encarnado el Führer. Relaciona el carácter profético de las últimas notas de Nietzsche y su tiempo inmediatamente anterior a la locura por la que lo internan en Turín con la gestación del futuro dictador. Maria es ahora la desesperada tras escuchar sus argumentos: “Pero ¿cómo? ¿Cómo quieres que me crea todo esto? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué tiene que ver un feto en el vientre de una mujer austríaca con el estado mental de un hombre en Italia? ¿No ves que eso es una locura total?”. Herter no se amilana: “Lo es, sí, lo es (…) Y sin embargo es así. ¿No lo estás viendo ante ti? Es un milagro grotesco. Hitler no fue nunca una criatura inocente, ya era un asesino siendo un feto y, en cierto sentido, siempre siguió siendo ese asesino nonato”. Maria, casi gritando: “¿Te has vuelto loco o qué? ¿Qué ha pasado esta tarde en casa de los ancianos? ¡Vuelve a la realidad, por favor!”. Pero Herter insiste, no va a cruzarse de brazos ahora y desechar todo reduciéndolo a la casualidad: “¿Sabes de qué estamos hablando? Estamos hablando de lo peor de lo peor. Y lo único que se me ocurre es que Hitler es algo así como un metafenómeno natural, comparable con el impacto en el cretáceo del meteorito que acabó con la vida de los dinosaurios. Pero, con una diferencia, y es que Hitler no fue una criatura extraterrestre, sino una criatura extraexistencial: la nada”.
Maria se alegra de que al menos solo ella ha oído todo esto, pues no cree que nadie más en el mundo sea capaz de comprender lo que dice su pareja. Herter, a su vez, se alegra de que resulte ininteligible: es la prueba de que no está desencaminado y por eso desestima sus objeciones: “Y, aun arriesgándome a que me tomes definitivamente por loco, te diré algo más. Nietzsche no sólo representó con la destrucción de su mente la gestación física de Hitler, no sólo anunció en sus escritos la posterior ideología del dictador, sino que además anticipó su final con todo lujo de detalles. En una de sus últimas notas, que lleva por título última consideración, el filósofo dice literalmente: ‘Que me entreguen a mí a ese joven criminal; no dudaré en acabar con él. Yo mismo le prenderé fuego a su maldito espíritu con una antorcha’. Nietzsche se refería al emperador alemán. Este falleció en paz en 1941, en Doorn, pero cuatro años después, en Berlín, la amenaza de Nietzsche se cumplió físicamente en la figura del sucesor del emperador. Este se disparó un tiro en la sien derecha en el búnker debajo de la Cancillería, Eva Braun tomó veneno y luego los cuerpos de ambos fueron transportados arriba (…) Los rusos estaban ya a la vuelta de la esquina, y la ciudad ardía en llamas como el Walhalla en El ocaso de los dioses. Los cuerpos fueron depositados en un embudo de granada junto a la salida y rápidamente fueron rociados con gasolina. Como nadie se atrevía a penetrar en el anillo de fuego, un ayudante arrojó sobre los cuerpos un trapo en llamas. Un agente de policía que vio la escena de lejos declaró más adelante que las llamas parecían salir de los mismos cuerpos. ¡Ni qué decir tiene! Ahí estaba la antorcha de Nietzsche”.
—Pues estoy de acuerdo con Maria: no me creo toda esa relación rocambolesca entre la obra, locura y muerte de Nietzsche y la gestación en Brennau del futuro dictador. —Sé que no habla en serio, solo me está devolviendo el dardo por la inocente corrección de hace un momento.
—Ahora resulta que no suspendes tu incredulidad mientras lees ficción.
—Que se revuelque Coleridge en su tumba si quiere.
—Me acabas de recordar algo que vi en YouTube, no sé a propósito de qué porque ya sabes que no me conté entre los fanáticos de Juego de tronos… Bueno, el caso es que en un talk show con el elenco, el moderador les pregunta por la opinión más extraña que han escuchado de los seguidores de la serie. A su turno, John Bradley West recuerda que estando una vez en Londres se le acerca un muchacho y le pregunta por qué seguía tan gordo. Su interlocutor es un fan de Juego de tronos, pero no le cuadra que el personaje no rebaje con todo el ejercicio que realizan los de la Guardia de la Noche. Sorprendido, el actor le replica que se trata de una serie donde hay dragones gigantes, zombis de hielo y hasta una mujer que pare una nube, así que cómo no cree que su personaje siga siendo gordo. Bradley (tuve que investigar un poco) personifica a Samwell Tarly, el hijo de Lord Randyll Tarly, que lo descarta para sucederle en la Casa Tarly por su torpeza con las armas, su debilidad de carácter y su constitución física (es un gordito pacífico, gentil, tímido, amante de la lectura…) y lo destierra en la Guardia de la Noche, que son los encargados de la custodia del colosal Muro que protege la frontera norte de los reinos del Poniente, para despejar el camino a su otro hijo como heredero.
—…
—No tiene sentido aceptar el presupuesto ficcional de Juego de tronos para luego aplicarle un juicio racional. Más cuando el de Canción de hielo y fuego, el conjunto de novelas de George Martin en que se basó la serie, es, antes que fantástico, maravilloso, según la distinción que hizo Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica. Para el búlgaro, lo fantástico narrativo exige varias condiciones, entre ellas que el texto lleve al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo de personas reales y a vacilar entre una explicación natural y una sobrenatural de los acontecimientos evocados. En cambio, lo maravilloso presupone la aceptación de lo inverosímil y lo inexplicable. Lo maravilloso no es una actitud hacia lo relatado, sino la naturaleza misma de cuanto se relata. Juego de tronos tiene lugar en un universo sobrenatural, con sus propias leyes, que son asimismo sobrenaturales, y allí sí que es posible que alguien se ejercite mucho sin perder unos kilos…
—Disculpa, no te estoy haciendo phubbing. Estaba buscando algo que consulté hace poco… Aquí está. Es una tesis doctoral presentada en Birkbeck, un centro de investigación de la Universidad de Londres. Losing and finding oneself in a book: the mysterious immersive experience of reading literary fiction. La autora es Valerie Elizabeth Sanders. Escribe ella: “El lector se acerca a la obra de ficción literaria con un deseo predeterminado de entrar en el mundo de la ficción y con pleno conocimiento de que lo que va a leer es una historia inventada. Quiere ser cautivado, fascinado, y solo puede hacerlo porque sabe que lo que lee no es real”. Y más adelante: “El lector entra en el mundo de su obra literaria como si fuera la realidad y como si participara en ella. Así, se comporta como si estuviera viviendo en primera persona la historia de los personajes”.
—La predisposición que señaló Coleridge en…
—En su Biographia literaria, publicada en 1817, señor editor.
—… En la obra de ficción se da por descontado que quien se aventure en ella dejará de comprobar la realidad mientras dure el recorrido. La permanencia del paréntesis crítico, por supuesto, no depende solo del lector, sino de la feliz simbiosis entre su predisposición a creer y la coherencia interna del universo alternativo propuesto por el escritor, quien no le está diciendo “sucedió así como te lo cuento”, sino “imagina que hubiera ocurrido así”. Es lo que dijo C.S. Lewis: “Supongamos que esto ha sucedido. ¡Qué consecuencias más interesantes y emocionantes se derivarían! ¡Escucha! La historia sería esta”.
—Déjame seguir con Sanders: durante la interrupción temporal de la incredulidad el cerebro ya no distingue entre ficción y realidad. Cita a Norman Holland, un crítico literario estadounidense: “En resumen, podemos sentir emociones reales hacia ficciones irreales porque actúan dos sistemas cerebrales diferentes. Uno, el sistema inhibidor del córtex prefrontal, porque sabemos que no debemos actuar en respuesta a la ficción que leemos... Por lo tanto, dejamos de poner a prueba la realidad y no dejamos de creer en la ficción. Pero nuestro sistema corticolímbico sigue funcionando, y a través de él sentimos las emociones que sentiríamos normalmente ante las situaciones humanas que estamos viendo... Experimentamos este asombroso fenómeno de emociones reales hacia personas y situaciones ficticias”. De esta forma tiene lugar una paradoja, anota Sanders, pues el lector está fusionado con el texto, pero al mismo tiempo es consciente de que se trata de una ficción. Dice ella que el lector “ocupa simultáneamente una posición psíquicamente regresiva y también participa en una actividad cognitiva de alto nivel”. Es un estado mental que denomina “posición esquizoide paranoide sofisticada” y al que dedica las más de 300 páginas de su tesis para explicar en qué consiste.
—¿No está hablando de locura?
—Sí, lo sería en otro contexto, pero no aquí. Aquí, según ella, es condición sine qua non para una lectura literaria inmersiva y satisfactoria. Sigo leyendo: “Aunque la comprobación de la realidad se detenga durante la inmersión de la lectura, la capacidad crítica no se anula, y el lector sigue recurriendo a su capacidad mental en el proceso. En otras palabras, aunque el lector adopte un estado psíquico primitivo y fusionado (se refiere a que se encuentra liberado de las restricciones psíquicas de su vida normal, despojado de los mecanismos habituales de defensa del ego, y ha retrocedido a un estado mental infantil que hace posible la fusión con el Otro, en este caso el texto literario de ficción), al mismo tiempo está recurriendo a sofisticadas habilidades literarias y a su capacidad cognitiva y simbólica” para descifrar, interpretar y reflexionar sobre lo que está leyendo. Ahí tienes, un eco contemporáneo de la suspensión de la incredulidad de Coleridge.
—Prerrequisito para disfrutar de la literatura de ficción que sé que cumples.
—Siempre.
—De modo que te creerías la sugerencia de Mulisch…
—Claro, en cuanto me prestes Sigfrido y me encuentre en posición esquizoide paranoide sofisticada…
—¿Ya se enfrió el café?
—Helado. Está perfecto.