300 palabras sobre El gran retrato, de Dino Buzzati
En El gran retrato (1960), de Dino Buzzati, unos científicos italianos logran lo que hoy, para los más entusiasmados con la inteligencia artificial, parece estar a la vuelta de pocos años: anidar la consciencia en una máquina. “Esta gigantesca instalación que ha costado hasta ahora diez años rebosantes de esfuerzo, por decirlo con palabras poco expresivas, es… un pariente nuestro, es un hombre (…) Una máquina hecha a imagen y semejanza nuestra”, explica uno de los científicos a su esposa, quien pregunta por la cabeza, las piernas, los brazos. “La forma exterior no interesa (…) nos interesaba… ¿comprendes?, construir algo que reprodujera lo que ocurre aquí dentro”, agrega tocándose la frente con el índice. Para entonces, principios de los años setenta del pasado siglo, la miniaturización no había alcanzado aún las reducidas escalas del presente, así que eso —el Número Uno, La Niña o Ella, según los diversos nombres dados por los padres del prodigio tecnológico—, que razona mejor que los humanos y está dotado de los cinco sentidos, es una inmensa y vertiginosa geometría de construcciones, como una ciudad derramada en un barranco. No hay entre ellos ningún filósofo, pero todos entienden lo que Emil Cioran: “Desde mi juventud hasta hoy, he vivido con la idea del suicidio (…) He podido soportar la vida gracias exclusivamente a esa idea, ha sido mi sostén: ‘Eres dueño de tu vida, puedes matarte cuando quieras’, y es así como he podido soportar todas mis locuras, todos mis excesos”. De forma que a Ella la han dotado también de la facultad de aniquilarse mediante un dispositivo explosivo. Cioran murió en 1995 en un hospital parisino, a los 84 años, y el artefacto mortal de Ella es un señuelo: basta con saber que se está en libertad de disponer de la propia vida.