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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Los espejos que ladran

Niki o la historia de un perro, de Tibor Déry

 
 

No hubo perros en el paraíso. Modeladas de la tierra, les fueron presentadas a Adán para que les pusiera nombre todas las bestias del campo y todas las aves del cielo, pero no hay referencia de que entre aquellos seres vivientes en tan tempranos días se haya contado un perro. La primera vez que se menciona un can en el Antiguo Testamento es en el libro del Éxodo, en vísperas de la partida de los israelitas, cuando Moisés dice: “Mientras que a los hijos de Israel ni un perro les ladrará, ni a los hombres ni a las bestias; para que sepan que el Señor distingue entre Egipto e Israel”. Visto lo que el semoviente canino ha llegado a significar para el hombre, podría pensarse que hubo una falla de origen en la creación del universo. No obstante, como la Perfección todo lo abarca, incluso la ausencia, mejor razonar que la omisión de los ladridos en el Edén respondió a que el perro se contaba entre las varias cosas futuras que, en el Plan Maestro, se reservaron para que el hombre a fin de cuentas, hecho a imagen y semejanza también creara algo.


Así, mucho tiempo después de Adán y miles de años antes de que el pueblo de Israel se dispusiera a su travesía por el desierto, ya había ocurrido que primero un lobo, después otro y luego muchos más se cebaran en torno a los humanos, cuyas agrupaciones siempre han sido ricas productoras de desechos de comida. Y vio el Hombre que era bueno que tal acaeciera… “Hasta la fecha todavía no está claro exactamente cuándo ocurrió la transición de los lobos a los perros domésticos y pastores. Las estimaciones científicas oscilan entre 15.000 y 30.000 años atrás”, explicaba en marzo último Chris Baumann, del Centro Senckenberg para la Evolución Humana y el Paleoambiente (Universidad de Tubinga, Alemania), a propósito de la divulgación del propio estudio de su equipo sobre el origen del canis lupus familiaris. “Además, el lugar donde ocurrió esta transición de animales salvajes a domésticos también sigue siendo incierto”. Sin embargo, meses antes, en octubre de 2020, Aritza Villaluenga, del Grupo Consolidado de Investigación en Prehistoria de la Universidad del País Vasco, España, y coautor de otro estudio, afirmaba que “a partir del perro de Carelia (relacionado con grupos humanos cazadores-recolectores de finales del Paleolítico y principios del Mesolítico) los animales ya difieren genéticamente de los lobos. Tenemos así la respuesta de cuándo se acabó la domesticación, al menos hace 11.000 años”.


Indiferentes al disenso científico sobre su origen, hoy los perros son las mascotas preferidas (471 millones contra 373 millones de gatos, según datos para 2018 publicados en Statista, un sitio web de estadísticas globales); hay 354 razas reconocidas por la Fédération Cynologique Internationale (fundada en 1911 para proteger y fomentar a los canes con pedigrí) y una industria de comida, atención veterinaria y opciones recreativas para mascotas que factura más de 100.000 millones de dólares estadounidenses al año. Son cifras aproximadas porque nadie lleva registro de cuántos son, qué comen, cómo se curan y con qué se divierten los perros callejeros; con respecto a ellos, solo se tiene la certeza de que todos, en cualquier lugar del mundo, pertenecen a la variadísima, bella y más fuerte raza mestiza.


Pero si Adán no tuvo un animal incondicional, cariñoso y juguetón que lo acompañara en sus muchos ratos de ocio, como debió de ser antes del episodio de la manzana, o que lo ayudara con el trabajo, excesivo después de hacerle caso a Eva, no es lo que le pasa por la cabeza al ingeniero de minas Janos Ancsa cuando, una tarde, aparece en su jardín un vivaz cuerpecito de pelo corto blanco, con orejas color avellana. Después de un primer momento de indecisión, le ha olido los pies y el resultado de su examen es satisfactorio, pues luego se ha alzado sobre sus patas posteriores y ha apoyado las delanteras sobre el muslo del hombre, quien le acaricia la cabeza y se da cuenta de que se trata de una perra; no es de raza pura, pero tiene mucho de fox terrier. Ancsa se pone en guardia ante ese cortejo: tiene 50 años y su esposa 45, han perdido a su único hijo en la última guerra y no tienen disposición de asumir nuevas responsabilidades sentimentales, pese a que aman a los animales y sobre todo a los perros. Saben “por experiencia que el cariño no es solo un placer para el corazón sino también una carga que en proporción a su importancia oprime el alma tanto como la regocija”, advierte el narrador.


Sin embargo, la perra ya los ha escogido. Cada tarde le colocan un tazón de leche con migas de pan, aunque se abstienen de bautizarla y tampoco la dejan entrar a la casa. Cada vez, come, corretea veloz alrededor de ellos y luego se marcha hasta el día siguiente, en una rutina de encuentros y despedidas que termina por forjar la unión: los Ancsa averiguan que su dueño es un coronel retirado de la misma calle, que no le presta mucha atención; también se enteran de su nombre: Niki. Derrotados, se convierten en sus dueños legales y ahí están ahora pensando si el apartamento que les han asignado en Budapest, a donde se trasladarán después de vivir en las afueras de la ciudad porque a Ancsa lo han encargado de una fábrica, será conveniente: ellos pueden arreglárselas en un espacio pequeño, pero ¿y ella, acostumbrada a andar a su aire y perseguir liebres en el bosque?


Niki se adapta lo mejor que puede a la ciudad, acepta la correa para los paseos y se acostumbra a los ruidos amenazantes de los autos, corre por el muelle y juguetea con otros perros. Sin embargo, no le es beneficiosa la vida ciudadana, hay una constante lucha entre su organismo y sus necesidades: le falta lugar, como si dispusiera de todo en abundancia, pero el aire para respirar lo recibiera medido.


En Niki o la historia de un perro (1956), Tibor Déry (1894-1977) traza un paralelismo entre el cambio decisivo que experimenta la perra (vivir en la ciudad en lugar del campo) y la transformación y contradicciones de la Hungría de finales de los años 40 y principios de los 50 del pasado siglo. El país es liberado de los alemanes por el Ejército Rojo y en 1947 está integrado a la órbita soviética. Existe la convicción en muchos, como los Ancsa, que son militantes comunistas, de que construyen una nueva era patria, pero algo no anda del todo bien. En 1949 comienzan las purgas políticas con la detención del canciller, quien como otros altos dirigentes y militares es ejecutado bajo el cargo de alta traición. Al observar todo aquello, Ancsa se vuelve retraído y la suya es reflejo de la imagen del país, donde la gente desconfía del vecino y los comunistas consideran enemigos a todos cuanto les rodean: es la alta escuela de la hipocresía.


Al ingeniero y su esposa pronto los alcanza la realidad: a él lo relevan de su cargo directivo porque ha expulsado de la fábrica a un trabajador que ha robado. Sucesivamente lo emplean en áreas que no son de su especialidad profesional y luego de que hace notar al Partido de los Trabajadores Húngaros que de esa forma se está desperdiciando un recurso, lo asignan como recepcionista en la construcción de un canal para, poco después, arrestarlo. Mientras, a la señora Ancsa le retiran sus responsabilidades como propagandista del Partido y queda descartada para cualquier puesto de trabajo, además de sometida a la sospecha y el rechazo de sus vecinos.


Como Niki, que en la ciudad le prescriben no solo sus deberes, sino también sus alegrías y hasta la libertad le es otorgada a horas fijas, la sociedad húngara de entonces también se está moviendo dentro de un molde nuevo, pero que no hace olvidar del todo al clasista imperio austrohúngaro ni al terror de entreguerras bajo el régimen derechista del almirante Horthy. A propósito de reflexiones de la señora Ancsa por la detención inexplicada de su esposo, dice el narrador que “es propio del hombre esperar más de otro que de sí mismo, y el egoísmo amoroso puede hacer perder la mesura aun a las almas femeninas tiernas y delicadas (se refiere a que, en el fondo de su corazón, la esposa del ingeniero habría quedado más satisfecha si la perra hubiese muerto tras el arresto de su esposo). Más aún, ocurre a veces que los hombres de Estado experimentados e inteligentes imponen al pueblo cosas que no aceptarían de buen grado para ellos, como por ejemplo los apartamentos compartidos entre varias familias, la sopa de fideos al mediodía y a la noche, los viajes de ida y vuelta al taller en tranvía, la integridad moral y el martirio”.


En la tradición literaria, la representación de los perros suele estar en función de la exploración crítica de la condición humana, desde los sentimientos y la moral hasta las formas de organización social. En El coloquio de los perros (1613) una de las novelas ejemplares de Miguel de Cervantes, Ciprión y Berganza, dos canes guardianes de un hospital en Valladolid, se maravillan de que puedan hablar y como no saben cuánto les durará esa gracia, acuerdan que pasarán la noche contándose sus andanzas. Comienza Berganza y al compás de los episodios que ilustran su necesidad de sobrevivir se suceden las advertencias sobre la crueldad, la corrupción, la soberbia, la hipocresía y la ambición que dominan el mundo de los hombres. En Corazón de perro (1925), de Mijaíl Bulgákov, un médico dedicado al estudio del rejuvenecimiento le injerta una hipófisis humana a un perro callejero y asimismo le trasplanta los testículos, con el insólito resultado de que el can se transforma en hombre. Pero en ese tránsito de naturaleza pierde la inocencia canina y en cambio hereda toda la maldad del asesino muerto que ha sido fuente de los órganos. La acción está situada en 1924 y nadie deja de advertir que se trata de una sátira sobre el nuevo hombre soviético, en primer lugar las autoridades, que prohíben la publicación del relato.


Al mismo tiempo, existen variaciones del perro como personaje de ficción. Puede figurar claramente antropomorfizado, como los perros dialogantes de la novela cervantina. Otras veces se le adjudican cualidades humanas sin evidencias externas de ellas, como en el Flush de Virginia Woolf, donde se describe al cocker spaniel de la poetisa Elizabeth Barrett como un can reflexivo. En la novela de Woolf se lee: “Entonces lo cogía en brazos y, colocándose con él ante el espejo, le preguntaba: ¿No era aquel perrito castaño de enfrente él mismo? Pero ¿qué es uno mismo? ¿Lo que ve la gente? ¿Lo que uno es? Flush reflexionó también sobre esto, e, incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrechó más contra miss Barrett...”. Una tercera posibilidad es el perro que deja de serlo pero conserva algún instinto perruno, como le sucede al del experimento en el relato de Bulgákov, que pese a su forma humana no puede evitar perseguir a los gatos.


Déry se aparta de estas variantes y procede más como muchos etólogos en el presente, que tratan de evitar el sesgo antropomórfico en el estudio del comportamiento animal: en lugar de atribuir pensamientos, deseos o sentimientos, se concentran en interpretar la conducta. Con este enfoque, es la suya una novela llena de analogías. Escribe: “Niki se detuvo, con la cabeza inclinada y la oreja tiesa escuchó un instante y después ladró como si les guardara rencor”. “Salvadas las debidas distancias, (a la señora Ancsa) le parecía descubrir en el gracioso animalito los jugueteos y astucias que acompañan a los instintos amorosos humanos”. “No se nos ocurriría por nada del mundo atribuir la progresiva decrepitud y el precoz envejecimiento de Niki a la ausencia de su amo; según nuestra opinión, siempre prudente, estos trastornos se debían únicamente a una alimentación deficiente y a la falta de ejercicio físico”. “La señora Ancsa fue sin duda la única que interpretó esa fatiga temprana como una derrota; la perra se contentaba con experimentarla sencillamente como cansancio…”.


La existencia de Niki es corta. Cuando la adoptan, en 1948, el matrimonio calcula que tendría unos 18 meses: solo vive hasta 1954. Para entonces, la rueda de la fortuna política ya ha girado de nuevo con brillo esperanzador, Stalin ha fallecido un año antes y han designado al popular y más liberal Imre Nagy al frente del Gobierno, cuyas reformas, sin embargo, son aplastadas por las orugas de los tanques soviéticos en 1956; a él lo ejecutan en 1958. Los Ancsa atraviesan juntos todo ese proceso, pues el ingeniero es liberado y llega a casa justo el día en que Niki muere debajo del aparador de la sala. No sabe por qué lo arrestaron ni por qué lo liberaron. Niki… se publica en plena revolución del 56 y aunque no la prohíben, circula de forma discreta, mientras Déry es arrestado en 1957 y condenado a nueve años de prisión. Con el aire político menos opresivo que comienza a soplar otra vez en 1960 bajo el régimen de János Kádar, el escritor es puesto en libertad y sus libros tienen más difusión, entre ellos, Niki…, recordatorio de una realidad a la que, de momento, no se vuelve.


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