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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Manuel Vicent, sus mujeres

La novia de Matisse, El azar de la mujer rubia y Retrato de una mujer moderna


 



 

No se esperaba que viviera más de tres meses, pero dos años después del primer diagnóstico (leucemia aguda) continuaba viva y, lo más desconcertante, los exámenes de laboratorio no revelaban ahora nada anormal en su sangre, cuando primero en una clínica española, luego en el Instituto Pasteur en París y por último en el hospital Mount Sinai en Nueva York se había confirmado lo peor. Julia Varela ya no era la misma mujer y esta afirmación no solo se refería a la desaparición del cansancio que la dominaba todo el día o a que dejaran de sangrarle las encías. Tampoco a que de camarera en un bar de la Costa Brava hubiera pasado a ser esposa del industrial Luis Bastos y a vivir en un elegante barrio madrileño con criadas marroquíes.


Se conocieron mientras ella se desplazaba sobre patines para atender las mesas del local. “Eres mía. Tú ya no te escapas”, le dijo Luis Bastos, cautivado por esa bella mujer que improvisaba pasos de baile con una bandeja en alto llena de bebidas. Aprovechando que pasaba a su lado, la había agarrado y sentado en sus piernas. Fue una declaración violenta, pero tanto es verdad que ella se sabía observada e hizo lo suficiente para corresponder a las insistentes miradas, como que no se trataba de un capricho de hombre rico, de seguro acostumbrado a ver cumplidos sus deseos, sino de verdadero enamoramiento: se casaron y se fueron a vivir a una mansión en La Moraleja, cuyas paredes el industrial fue llenando de cotizadas obras de arte; al principio, como tantos otros de su clase social, porque eran una inversión de moda, pero luego porque intuía de alguna manera que con cada nueva pieza compraba tiempo para su esposa enferma. La novia de Matisse (2000), de Manuel Vicent, comienza con la fiesta que el matrimonio celebraba a propósito de su última adquisición, el retrato de una mujer desconocida de Picasso. Se la habían comprado a Míchel Veldrano, el marchante de arte que guiaba su colección y era íntimo de la pareja.


Todos varios políticos, un par de artistas, financieros, un crítico… desfilaban ante la obra del malagueño, que presidía el vestidor de la mansión. Conversaban sobre las enormes cantidades de dinero que se estaban moviendo en el mundo del arte, pero también sobre pintura. Veldrano atrajo la atención cuando mencionó que ciertos cuadros de pintores famosos encerraban un maleficio. Hablaba de la mala suerte, pero alguien le preguntó si también podrían ocasionar la muerte. “Creo que algunos cuadros traen un maleficio más refinado. Obligan al propietario a llevar una vida agónica hasta el límite de la estética. No hay nada más cruel”, intervino el crítico de arte. “¿Qué es eso de la estética? ¿Qué tiene que ver la peluquería con un cuadro?”, interrumpió Julia Varela. “¡Julia, preciosa, cierra el pico!”, exclamó Luis Bastos, borracho. Cuando ella le pidió al marchante que le explicara qué era la estética, su marido insistió en que se callara: “Que cierres el pico. Tú no sabes nada de estas cosas. Te van a pillar (…) Mi mujer cree que la estética consiste en ponerse una mascarilla y hacerse la manicura. Tenéis que perdonarla. La pobre todavía no está corrompida. Lo suyo son los chipirones en su tinta. Los prepara de una forma increíble. ¿Por qué creéis que me he casado con ella, aparte de que está muy buena?”.


Luego del celebrado comentario del industrial y mientras el crítico mantenía viva la conversación sobre el retrato que los congregaba (“Para Picasso el rostro tiene un sentido figurado. La primera obligación de una modelo consiste en parecerse al retrato…”), la dueña de casa explicaba a la esposa de un financiero cómo preparar los chipirones (“Antes de que empiece a hervir la salsa se añaden los chipirones enteros o cortados en trocitos…”).


Julia Valera había soñado de niña con ser bailarina, pero no era ese un destino que agradara al militar de su padre, de manera que toda la energía creativa la encauzó su madre hacia la cocina. Cuando se casó con Luis Bastos, solo era una mujer bella de espléndido cuerpo con habilidades culinarias y una actitud arrasadora en la cama. Sin embargo, así como aprendió a preparar comidas más sofisticadas que lentejas con orejas de cochino y a ser más imaginativa en el sexo, desarrolló también una sensibilidad artística y un criterio propios, que se impondrían a los de su esposo y el marchante en las nuevas compras. “Al principio su mansión de La Moraleja estaba adornada con uvas de resina sobre las mesas de centro y con cuadros de ciervos bebiendo en ríos iridiscentes…”, pero en pocos meses en las paredes había pinturas de artistas reconocidos y ella había dejado de ser una analfabeta en arte, como recalcó Luis Bastos en aquella fiesta. Seguía siendo bella, excelente cocinera y amante, lo que no seguía siendo era un simple objeto exhibido por Bastos y manipulado por Veldrano.


La elevación hasta un plano de igualdad para gestionar la colección de arte, que logra Julia Varela en dos años, sirve como referencia a los siglos de rebeldías y luchas que le ha llevado a la mujer hacer valer, en buena parte del mundo, su derecho a desempeñarse en los diferentes ámbitos de la actividad humana, el artístico entre ellos, más allá del confinamiento doméstico al que por tanto tiempo se vio sometida y donde, además, tenía la obligación de ser dulce, abnegada, madre paciente con los hijos y estar siempre atenta a las necesidades del esposo. “Querida, te repito, debes obedecer a tu futuro marido”, es una de las recomendaciones contenidas en Lé Ménagier de Paris. Traité Morale et d'Economie Domestique, un manual didáctico del siglo XIV, escrito por un burgués parisino para su esposa.


“A ella le concierne, por ende, ser reflexiva, cariñosa, alegre en el lecho y en la mesa, disimulando toda desazón, procurarle buen fuego en invierno y mantener su cama libre de pulgas en el verano (…) Minuciosas instrucciones le son así impartidas sobre múltiples problemas y actitudes: (…) mantenerse erguida, no fijar la mirada, andar, bailar y cantar, de gobernar con prudencia a la servidumbre y los operarios alertándola sobre sus astucias, de criar los caballos y los pájaros, preparar la arena para los relojes, fabricar tinta azul y agua de rosas para el dolor de muelas y la mordedura de perros hidrófobos, cultivar las rosas y violetas, disponer una cena para doce personas en Cuaresma y limpiar las camisas y cottes”, lo resume el filósofo argentino Enrique Marí en el artículo “El imaginario social en el medioevo. Algunos modelos de ideología político-religiosa”, publicado en la Revista de Filosofía y Teoría Política de la Universidad Nacional de la Plata, Argentina (edición 26-27, 1986).

No existe evidencia arqueológica ni etnográfica concluyente para afirmar que en algún momento de la historia de la humanidad prevaleció el matriarcado, entendido como la organización social donde las mujeres dominaran todos los órdenes del quehacer y la transmisión del poder y la herencia se cumpliera por vía femenina. A lo que sí apuntan las pruebas disponibles es a que en las primeras formas de comunidades humanas, como la tribu y el clan, la vida social se habría caracterizado por condiciones de igualdad entre mujeres y hombres. De allí que los estudiosos del tema prefieran hablar de sociedades matrilineales (se trataría de comunidades promiscuas, donde solo la madre podía asegurar el parentesco de la progenie) o matristas (grupos sociales en los que habría existido la autoridad femenina, pero compartida con los hombres) antes que de matriarcado.


De manera que lo indubitable es el patriarcado, que se ha impuesto como la forma “natural” de la jerarquía social con argumentos religiosos, filosóficos, racionales y pseudocientíficos. En el Génesis (1, 27) se relata: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Pero más adelante se dice (2, 21-22): “Y Jehová Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y este se quedó dormido. Entonces tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar; y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer y la trajo al hombre”. En el pensamiento judeocristiano prevaleció esta versión de la mujer como subproducto de la creación, que unida a la culpa de la hembra primigenia por comer del fruto prohibido e incitar al varón a que hiciera otro tanto (Génesis 3, 6), consagró la idea de que la mujer no solo era inferior al hombre, sino también peligrosa.


En la justificación filosófica del patriarcado también hubo una escogencia: Aristóteles y no Platón. “De todos los filósofos griegos, y a diferencia de Platón, es el que establece de manera más radical la superioridad masculina (…) Las mujeres no son solo diferentes: modelado inacabado, hombre fallido, son incompletas, defectuosas. La frialdad de la mujer se opone al calor del hombre. Ella es nocturna, él es solar. Ella es pasiva y él activo. El hombre es creador: por su aliento, el pneuma, y por su simiente. En la generación la mujer no es más que un recipiente del que solo cabe esperar que sea un buen receptáculo. El pensamiento de Aristóteles modela por largo tiempo el pensamiento de la diferencia de los sexos. En efecto, es retomado con algunas modificaciones por la medicina griega, la de Galeno, y en la Edad Media por el teólogo Tomás de Aquino”, escribe la historiadora Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres.


En el Siglo de las Luces no mejoran las cosas. “Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Gustarles, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos; cuando jóvenes, educarlos; cuando grandes, cuidarlos; aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todas las épocas, y lo que se les debe enseñar desde su infancia”, afirma Jean-Jacques Rousseau en Emilio o de la educación (1762), citado por Perrot, quien es una de las figuras destacadas dentro de la corriente historiográfica que, primero en Gran Bretaña y Estados Unidos en los años 60 del pasado siglo y después en Francia en la década siguiente, hace de las mujeres no solo objeto, sino también sujeto del relato de la humanidad. Y así hasta estudios fisiológicos de finales del siglo XIX (el cerebro de las mujeres es más pequeño y menos denso) y pensadores como Sigmund Freud, quien hizo de la envidia del pene todo el centro de la sexualidad femenina. “La mujer es un ser hueco, agujereado, marcado para la posesión, para la pasividad”, refiere Perrot al mencionar el parecer del fundador del psicoanálisis.


“¿Te reconoces, querido Adolfo, en este retrato? Tarde o temprano, Franco morirá. Hay que estar preparado (…) ¿Estás dispuesto a realizar este trabajo de Hércules de limpiar las cuadras del franquismo?”

Julia Varela solo maneja una colección privada de arte, pero la siguiente mujer que encuentro en el universo ficcional de Vicent (El azar de la mujer rubia, 2012) es clave en el destino político de todo un país. Carmen Díez de Rivera (1942-1999) era hija de una prominente dama de la aristocracia madrileña, María Sonsoles de Icaza y de León casada con Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, marqués de Llanzol y de su amante, el canciller y cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer. Enamorada, sin saberlo, de un hermanastro, se hizo monja de clausura y luego viajó a África como voluntaria de una organización no gubernamental, antes de regresar a Madrid para graduarse en Ciencias Políticas. Hablaba cuatro idiomas, profesaba un pensamiento progresista y era amiga personal del rey Juan Carlos de Borbón. Fue jefa del Gabinete de Gobierno cuando el monarca designó a Adolfo Suárez como presidente en 1976. Después se desmarcó de él, al punto de que el servicio de inteligencia le intervino los teléfonos, de acuerdo con lo que leo en una referencia periodística del libro Suárez. Acoso y derribo, de Emilio Contreras: “Con estos de la derecha ya no se puede seguir; cómo no les da vergüenza; lo quieren organizar todo desde el poder; aquí ya no se puede estar porque Adolfo sigue siendo un franquista”, afirmó en una ocasión, según grabaciones telefónicas que se presentaron a Suárez. Carmen Díez de Rivera se hizo militante del Partido Socialista Popular (que se integraría al PSOE) y fue eurodiputada. Murió de cáncer en su casa de Menorca.


Retirado de la política a comienzos de la década de los 90, Suárez (1934-2014) se dedicó al cuidado de su esposa Amparo y su hija Marian, ambas aquejadas de cáncer. Él sufriría a su vez una enfermedad degenerativa que en los últimos años de vida lo dejó sin recuerdos. En el bosque lácteo de su memoria perdida nos interna Vicent para ir recorriendo, al son de sus confusas recuperaciones del pasado, la historia española de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, lapso dentro del cual están los días del desempeño político crucial de esa mujer que, en los años 60, cuando Suárez era director general de Televisión Española, se le presentó en su oficina altamente recomendada. De ojos azules, cejas rectas, pómulos anchos, melena rubia natural, piel transparente…, ella no había ido hasta allí para nada más emplearse como su asistente, sino para pronosticarle que sería el primer presidente de Gobierno de la democracia. En la mente blanca del político suenan sus palabras: “Si esto de la política fuera un producto para lanzar al mercado, tal como están los tiempos, yo pondría el siguiente anuncio: ‘Se necesita joven político aguerrido, con sed de porvenir, sin ideas concretas de nada, que conozca el tinglado franquista por dentro, dispuesto a limpiar el estiércol de las cuadras, con experiencia en ventas, cumplido el servicio militar, permiso de conducir, sueldo fijo más comisiones, con posibilidad de quedarse en la empresa’. ¿Te reconoces, querido Adolfo, en este retrato? Tarde o temprano, Franco morirá. Hay que estar preparado (…) ¿Estás dispuesto a realizar este trabajo de Hércules de limpiar las cuadras del franquismo?”.


Carmen Díez de Rivera también le advirtió que tendrían que fabricar entre los dos a un rey “que no tenga que huir de nuevo en un destructor de la Armada por Cartagena. Tú vienes del fascismo. Yo te presentaré gente de la oposición. Abriré las ventanas para que en tu despacho tan rancio entre aire de la calle. Al príncipe le pondré en contacto con gente normal, intelectuales, escritores, artistas. Soy una aristócrata nacida del adulterio, hija de un político conspirador. Estoy más allá del bien y del mal. Muerta. Llena de vida. ¿Me entiendes?”.


Estos recuerdos temblorosos se dibujan sobre la nívea superficie mental de Suárez porque ha estado con él, en el jardín de su casa, un señor que ha venido a entregarle algo (el Collar de la Orden del Toisón de Oro, la condecoración de más alto rango, por sus servicios prestados a la Corona). Ese hombre, al que le ha dicho “no te conozco, no sé quién eres, pero creo que te quiero”, es el Rey de España. No recuerda que un lejano día comieron cochinillo asado en Casa Cándido de Segovia, cuando ese extraño que recién lo ha guiado en su caminata juntos era príncipe y él gobernador de la provincia. Tampoco que fue presidente entre 1976 y 1981. “Te elegí a ti, ¿no recuerdas? Si fuiste presidente del Gobierno, se lo debes al empeño personal de aquella chica rubia que te recomendé. Los grandes cambios de la historia se escriben a veces en un ala de mariposa”, le ha dicho el rey. Fue Carmen Díez de Rivera quien lo persuadió para que los miembros del Consejo del Reino incluyeran a Suárez en la terna de candidatos a la presidencia del Gobierno, junto a López Bravo y Silva Muñoz, y después para que lo eligiera. Y fue ella quien convenció a ambos para conceder la amnistía y legalizar al Partido Comunista Español.


“La musa de la reforma”, llamó el escritor Francisco Umbral a Carmen Díez de Rivera en un artículo de El País (1977), pero en la novela de Vicent es mucho más, es quien movió las piezas esenciales para asegurar que España, tras la muerte del dictador en 1975, se desembarazara del legado franquista y pasara del autoritarismo a la democracia.


“En ella confluyen circunstancias que parecen fruto del destino o de la casualidad: es hija natural de Serrano Suñer (cuñado y ministro de Franco); es amiga del príncipe luego rey; la colocan como secretaria de Suárez; se toma un café providencial con Santiago Carrillo (secretario general del Partido Comunista de España desde 1960 hasta 1982)… Pero su influencia no es demostrable. Si se pudiera demostrar con documentos, dejaría de ser novela y sería otra cosa”, declaró el escritor en una extensa entrevista de la revista Jot Down, convencido, sin embargo, de que Carmen Díez de Rivera sí tuvo más ascendencia sobre el rey Juan Carlos en el caso de la designación de Suárez que su consejero político, Torcuato González-Miranda, y de que “la Historia es un tejido de pequeñísimos nudos que cambian y están interconectados; uno solo de ellos puede cambiar el desarrollo de toda la Historia”.


Cualquiera que haya sido su alcance, la gravitación política de Carmen Díez de Rivera en aquellos años decisivos para el futuro de España recuerda que la mujer, antes de que su derecho al sufragio, la representación y el ejercicio del Gobierno fuera una realidad extendida en el siglo XX, ha horadado el muro que la apartaba del poder político. No se ha tratado, desde luego, de una opción que estuviera al alcance de la mujer común, limitada a lo doméstico y con la educación apenas suficiente para llevar una casa, sino de un potencial desarrollado por aquellas que vivieron en condiciones extraordinarias dentro de las sociedades caracterizadas por un abrumador dominio masculino. En la Grecia clásica, ¿qué influencia política podía tener una esposa recluida en el gineceo y sin ninguna actividad que supusiera salir con regularidad de ese lugar apartado de la casa? De hecho, en la Atenas cuna de la democracia, la mujer no era ciudadana, sino hija, esposa o madre de un ciudadano. Muy diferente era el caso de las hetairas, las prostitutas de clase alta, cultas y libres, quienes “eran valoradas no sólo como compañeras sexuales, sino como compañeras intelectuales o emocionales”, escribe la activista feminista española Beatriz Gimeno en su libro La prostitución. Aportaciones para un debate abierto. Por ejemplo, Aspasia, amante y consejera de Pericles, reconocida por sus dotes intelectuales y estratégicas.


Pero una mujer no tenía siempre que renunciar a la respetabilidad social, reservada para las esposas fieles y sumisas, para ganar a cambio en capacidad de influencia. En la Roma republicana, Tirencia asesoró a su esposo Cicerón, político, filósofo y escritor, mientras que en el Imperio estuvo Fulvia, una dama rica que utilizó sus riquezas para la proyección política de sus esposos, que fueron tres. “Dejó a un lado los utensilios para hilar y se inmiscuyó en los asuntos políticos de sus maridos, a los que no dudó en acompañar incluso a los campamentos del ejército”, según Sandra Ferrer en su Breve historia de la mujer. No hubo ninguna imperatrix en el Imperio Romano, a lo sumo las madres, esposas o hijas del círculo del poder imperial ostentaron el título de “Augusta”, pero “ejercieron una importante influencia política y tomaron decisiones de gobierno, sin olvidar el protagonismo que ejercieron en algunos momentos clave de la sucesión dinástica”, anota Ferrer, quien ilustra su afirmación con, entre otras, Livia Drusila, muy activa en los reinados de Augusto, su esposo, y Tiberio, su hijo.


En la Edad Media, las “influenciadoras” serían no solo mujeres que formaban parte de la realeza, como las reinas que indujeron a sus esposos a convertirse al cristianismo, entre ellas, la inglesa Berta de Kent, quien consiguió que su consorte, el rey Eteiberto, aceptara el bautismo, sino también damas nobles y algunas esposas avanzadas de señores feudales. En las cortes europeas también ejercieron un poder indirecto las amantes reales, “la favorita del rey”, y ya en la Ilustración se multiplicaron los ejemplos de las damas de clase alta que convirtieron sus hogares en centros de debates artísticos, literarios, científicos y políticos. Fueron las famosas salonnières parisinas, con una instrucción excepcional para su tiempo, como la marquesa Émile du Châtelet, quien llegó a publicar junto a Voltaire tres volúmenes sobre Leibniz y un tratado sobre Newton. Los sofisticados salones literarios alumbraron en el rincón oscuro de la situación social, intelectual y política de la mujer, que siguió mayormente en sombras durante el Siglo de las Luces y aun después de la Revolución Francesa, que reconoció derechos civiles, pero no políticos a las mujeres: “Son todas ‘ciudadanas pasivas’, junto con los menores, los extranjeros, los más pobres y los locos”, señala Perrot. Frente al relativo universalismo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) apareció al año siguiente la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, de la actriz y escritora Olympe de Gouges, en cuyo artículo 10 se sintetiza el reclamo político: “La mujer tiene derecho a subir al cadalso; también debe tener derecho a subir a la tribuna”. Ella, en 1793, moriría en el primero, mientras las mujeres continuarían por al menos un siglo más con muchas restricciones para acceder a la segunda. “La Razón quiere que, en adelante, solamente a las cortesanas les sea permitido ser mujeres de letras, espíritus refinados y virtuosas (…) Una mujer poeta es una pequeña monstruosidad moral y literaria, así como una mujer soberana es una monstruosidad política”, según el Proyecto de ley para la prohibición de enseñar a leer a las mujeres, presentado por el político Sylvain Marechal en 1801, un compendio de misoginia citado por la historiadora francesa.


“¿Su excelencia ya ha merendado?”, preguntó la cantante. Al saber que sí, le dijo al emisario: “Pues dígale a su excelencia que en este preciso momento me dispongo a merendar yo, y que si quiere escucharme esa canción, le reservaré un palco en el teatro donde actúo y no tendré inconveniente en dedicársela si eso le complace”

Si la pared política fue ardua de derribar, casi tan sólida como esa resultaron también las que bloquearon el acceso femenino al arte, la ciencia y la literatura. Más frágil, en comparación, fue la del espectáculo. Después de todo, desde la propia perspectiva masculina había menos resistencia: las mujeres eran seres inferiores, sin capacidades de abstracción, invención y síntesis, en suma, imposibilitadas para pensar, escribir, pintar, esculpir, componer música…, pero por su propia naturaleza femenina sabían expresar emociones, simular, aparentar e interpretar (“... ser una imagen y una voz. Es como la esencia misma de la feminidad dedicada a las apariencias”, dice Perrot), atributos todos muy apropiados para ser actriz o cantante. A una mujer que esquivó el destino de la reclusión doméstica y accedió al espacio público por esta vía; rebelde y famosa, que no se amoldó a los mandatos de la atrasada sociedad española durante el franquismo, cuando entre las muchas cosas que marcharon hacia atrás después de 1939 se contó el retorno del “ángel del hogar”, dedica Vicent Retrato de una mujer moderna (2022): Concepción “Concha” Piquer (1906-1990).


“Durante más de 15 años, en los años cuarenta y los cincuenta, fue el ama del aire, tanto en España como en Latinoamérica. Sus canciones se escuchaban por todas partes y contaban la historia de la humanidad. Describía un mundo tan dulce como agraviado. Piquer tenía esa mezcla casi morbosa de cantar una tragedia con una voz maravillosa (…) Tenía un gran carácter y era valiente. Una mujer empoderada cuando empoderarse era muy complicado”, declaró el escritor en una entrevista de El País a propósito del lanzamiento de su libro.


Concha Piquer tenía entre nueve y diez años (no hay certeza de si nació en 1906 o uno o dos años después) cuando se presentó, a escondidas de su madre, ante el dueño del teatro Sogueros: “Vengo a cantar”, le dijo. Entre trece y catorce cuando embarcó en Cádiz, esta vez con su mamá, rumbo a Nueva York, después de que el maestro Manuel Panella la escuchó cantar en el teatro Kursaal y le propuso formar parte del elenco de El gato montés, la obra que montaría en un escenario neoyorquino de camino a México y La Habana. En ese drama de celos entre un torero y un bandolero por el amor de Soleá, la niña solo cantaría la gitanilla y bailaría la farruca: no sabía inglés y la verdad que tampoco castellano, solo el valenciano de la huerta. En el colegio de monjas, al que accedía por la puerta trasera, como todas las pobres, solo le habían enseñado a rezar y coser.


El gato montés estuvo diez semanas en la cartelera del Park Theatre aquel año de 1921, con un total de 74 representaciones. Cuando Panella siguió rumbo a México, Concha Piquer permaneció en Nueva York: el empresario teatral la había escuchado cantar y quedó cautivado por el potencial de aquella muchachita. Panella le compuso “El florero” para su debut y el día del estreno, ante un público embelesado, la cantó seis veces, y muchas más durante un año en el Winter Garden, en Broadway, siempre con el favor de los espectadores y la crítica. Allí la conoció el escritor Vicente Blasco Ibáñez, su paisano, quien le pronosticó que iba a ser más famosa que la Virgen de los Desamparados, la patrona de los valencianos.


Regresó a España en la segunda mitad de la década del 20, con una voz prodigiosa que vibraba en correspondencia con cada placer, dolor, pena y desengaño de su vida. Mató al compañero de trabajo que intentó violarla en su departamento de Nueva York, amó a dos hombres casados (Panella, el primero), perdió a dos hijos… “Las canciones de Conchita Piquer tendrían siempre algo de desgarro interior. Todas eran de verdad”, dice el narrador de Retrato de una mujer moderna.


Defendida por el poeta Federico García Lorca en sus tertulias con Luis Buñuel y Salvador Dalí, quienes consideraban que las coplas eran un arte anticuado, sin nada que ver con las vanguardias, y catalogada como la reina de la belleza en España por el diario ABC, de Concha Piquer también se dijo que era amante del enamoradizo Serrano Suñer y de Eva Perón, que fue prostituta en Sevilla durante la Guerra Civil y una protegida del Caudillo… Vicent, en la entrevista con el diario madrileño, niega que haya sido franquista: “Fue una contestataria. De hecho, se opuso a todas las reglamentaciones morales y administrativas del franquismo. Triunfó en la República y en el franquismo. Tenía arrestos por desafiar a la censura”.


No se ponía de pie cuando se oía el toque de oración con que se iniciaba el parte de las nueve de la noche de Radio Nacional de España (una vez, en un teatro de San Sebastián, siguió cantando, tan fresca, mientras todo el patio de butacas se levantó mecánicamente, brazo en alto) y se negó a cambiar la letra de la famosísima canción “Ojos verdes”, cuya radiodifusión había sido prohibida: la Piquer seguía cantando “apoyá en el quicio de la mancebía” y no “apoyá en el quicio de tu casa un día”, rebeldía que le costaba una multa de 500 pesetas cada vez. Tampoco sacó de su repertorio “La Maredeueta”, compuesta por Panella y en la que la niña de la canción, que no era más que ella misma, se confundía con la Virgen de los Desamparados: el arzobispo de Valencia la amenazó con excomulgarla y unos beatos exaltados con quemar el teatro si cantaba ese éxito, que sonaba por toda España, en su ciudad. Cuando lo hizo, en el Principal de Valencia, todos lloraron y nadie quemó nada. No se arredraba ni ante el propio Franco. En una jornada de cacería, de esas que congregaban a políticos, empresarios y gente del espectáculo y a las que podía asistir el gobernante, Concha Piquer se negó a satisfacer la petición del Caudillo de que cantara “Ojos verdes”. Estaba merendando cuando el jefe de la Casa Civil le comunicó la petición: “¿Su excelencia ya ha merendado?”, preguntó la cantante. Al saber que sí, le dijo al emisario: “Pues dígale a su excelencia que en este preciso momento me dispongo a merendar yo, y que si quiere escucharme esa canción, le reservaré un palco en el teatro donde actúo y no tendré inconveniente en dedicársela si eso le complace”.


Concha Piquer se convirtió en símbolo de la mujer empresaria y libre. Llenaba teatros en España y Latinoamérica. Viajaba con su compañía teatral y con todo lo necesario para sus presentaciones contenido en más de 50 baúles, recordando a Sarah Bernhardt, la famosa actriz francesa del cambio de siglo, que encarnó a la mujer nueva del modern style y en su gira por Estados Unidos (1880-1881) había viajado con un séquito de 32 personas y 42 baúles. Se retiró en 1958, cuando acababa de cumplir oficialmente 51 años y le falló la voz mientras interpretaba “En tierra extraña”, la canción evocadora de su estadía en Nueva York. Era rica y pudo vivir hasta su muerte sin trabajar más, casi borrado el recuerdo de la niña que robaba verduras en el huerto vecino de su casa en Valencia. “Aunque no tanto como la Virgen de los Desamparados, me siento una valenciana famosa, arriscada, a la vez calculadora y espontánea, dura de pelar pero de lágrima fácil, dispuesta a todo”, afirma Concha Piquer en el penúltimo capítulo, donde el novelista se aparta para que hable la tonadillera. “Dicen que las folclóricas somos muy antiguas, pero yo me considero una mujer moderna porque en esta vida he hecho lo que me ha dado la real gana”.


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