La conjura de los necios, de John Kennedy Toole
A propósito de que se han cumplido sesenta años de El hombre unidimensional, la relectura que este aniversario despertó con más fuerza en mí no ha sido la de esa obra cumbre de la teoría crítica social, que a mediados de los ochenta, junto con Eros y civilización, trajiné por los pasillos de la Escuela de Comunicación Social de la UCV como verdades reveladas de quien soñaba con radicales transformaciones económicas, sociales y culturales. El libro de Herbert Marcuse tenía ya dos décadas de publicado, pero me parecía evidente que su diagnóstico continuaba siendo válido: “El análisis está centrado en la sociedad industrial avanzada, en la que el aparato técnico de producción y distribución (con un sector cada vez mayor de automatización) funciona, no como la suma total de meros instrumentos que pueden ser aislados de sus efectos sociales y políticos, sino más bien como un sistema que determina a priori el producto del aparato, tanto como las operaciones realizadas para servirlo y extenderlo. En esta sociedad, el aparato productivo tiende a hacerse totalitario en el grado en que determina, no sólo las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias, sino también las necesidades y aspiraciones individuales (…) La tecnología sirve para instituir formas de control social y de cohesión social más efectivas y más agradables. La tendencia totalitaria de estos controles parece afirmarse en otro sentido además: extendiéndose a las zonas del mundo menos desarrolladas e incluso preindustriales, y creando similitudes en el desarrollo del capitalismo y el comunismo”. Los pueblos latinoamericanos no tenían que resignarse a ese destino de consumo y conformidad, y desde la práctica de un periodismo combativo, crítico, sin concesiones al poder, yo aportaría a la concienciación de las masas para alumbrar la soberanía económica, el desarrollo con justicia social y la verdadera realización del hombre libre…
“El hombre unidimensional oscilará continuamente entre dos hipótesis contradictorias: 1) que la sociedad industrial avanzada es capaz de contener la posibilidad de un cambio cualitativo para el futuro previsible; 2) que existen fuerzas y tendencias que pueden romper esta contención y hacer estallar la sociedad. Yo no creo que pueda darse una respuesta clara. Las dos tendencias están ahí, una al lado de otra, e incluso una en la otra. La primera tendencia domina, y todas las precondiciones que puedan existir para una reversión están siendo empleadas para evitarlo. Quizá un accidente pueda alterar la situación, pero a no ser que el reconocimiento de lo que se está haciendo y lo que se está evitando subvierta la conciencia y la conducta del hombre, ni siquiera una catástrofe provocará el cambio”, me advertía Marcuse.
No había un nuevo orden económico mundial —al que instaba la ONU desde 1974—, como tampoco había variado el esquema global de dominio en comunicación e información —según el “informe McBride”, publicado por la Unesco en 1980—, en un panorama de asimetrías que se replicaba al interior de nuestros países y que no podía más que acentuarse con el neoliberalismo. Pero, Marcuse también me decía que en el campo de esa dominación, cuyos anticuerpos lograban adormecer el cuestionamiento radical de los desfavorecidos mediante una dosis sistemática de bienes materiales, podía germinar la liberación. Desde Eros y civilización, sabía que él compartía la apreciación freudiana de que la civilización estaba basada en la represión permanente de los instintos humanos, pero no el pesimismo del neurólogo austríaco en cuanto a que se tratara de una situación irreversible, en correspondencia con la concepción del hombre como un ser dominado por los instintos y que, por tanto, si no quería retornar a la barbarie, debía resignarse a la renuncia y aplazamiento de la satisfacción de sus necesidades instintivas (el principio de placer sepultado por el principio de realidad). Si a la sociedad se la veía en términos de formación históricamente condicionada, me señalaba el filósofo alemán, se apreciaba un chance para el cambio. Por eso, para Marcuse, la utopía no significaba imaginar una sociedad diferente a partir de la nada, sino proyectar un orden social alternativo desde la potencialidad del ahora.
Marcuse dejó Alemania antes de que Hitler fuera designado canciller y, tras un breve período en Ginebra, en 1934 emigró a Estados Unidos junto con Theodor Adorno, Max Horkheimer y los otros miembros del Instituto de Investigación Social de Fráncfort, que abrió su sede en Nueva York. Fue el que mejor se integró a la vida en Estados Unidos —se hizo ciudadano estadounidense en 1940, trabajó como analista de información en la Oficina de Servicios Estratégicos, precedente de la CIA, y fue profesor en diversas universidades—, convirtiéndose en un observador privilegiado de las dinámicas sociales de una sociedad industrial avanzada y su cultura de masas, objeto de estudio central de la Escuela de Fráncfort.
“Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas”
No seguí repasando los subrayados de mis manoseadas ediciones de El hombre unidimensional y Eros y civilización, sino que recordé y releí La conjura de los necios. En los años sesenta, mientras Marcuse se convertía en un referente mundial con su mensaje de que una civilización no represiva y sin pérdidas de humanidad como contrapartida no solo era deseable y necesaria, sino sobre todo posible, en el sur estadounidense un desconocido escritor daba forma a un personaje inolvidable que elaboraba una diatriba contra la sociedad contemporánea de su autor. El hombre unidimensional se publicó en 1964, la novela de John Kennedy Toole en 1980, once años después de su suicidio y de que la obra fuera rechazada por muchas editoriales.
Ignatius J. Reilly tiene treinta años y vive con su madre, Irene Reilly, en la calle Constantinopla de Nueva Orleans, a la que considera capital del vicio del mundo civilizado, como le está diciendo ahora al policía que le ha pedido su identificación mientras él espera el regreso de Irene, quien se encuentra en la consulta del médico tratante de su artritis. “Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas… gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mí”. No es, sin embargo, su parecer profundo sobre la famosa ciudad portuaria, sino el arrebato de quien se siente violentado por una injustificada inquisición policial. En realidad, “el solo hecho de salir de Nueva Orleans, me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva”. Lo tenía comprobado desde su viaje a Baton Rouge, a una entrevista para una plaza docente en la universidad: vomitó varias veces en el camino, causando molestias al resto de los pasajeros porque el autobús debió detenerse en cada ocasión para que él bajara a despejarse un poco. Regresó en taxi. “Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos”.
Ese viaje constituye una experiencia capital en su vida e Ignatius no alberga ningún deseo marlowiano de adentrarse en la oscuridad para buscar a algún Kurtz estadounidense. Prefiere permanecer en su casa, donde todas las tardes ve un programa infantil en la televisión a todo volumen y, con más placer, toca el laúd o escribe su denuncia contra la descorazonadora centuria en la que vive, en medio del desorden creativo y el aire cargado de su habitación. “¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?”, le pregunta Irene, mirando los innumerables cuadernos de su hijo regados por doquier. “Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas”. Como su madre no aguanta la fetidez y ha corrido a abrir las ventanas, él le recuerda: “Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas”. Sus salidas habituales son al cine, desde cuya butaca gruñe y grita contra los esperpentos cinematográficos que hieren su sensibilidad: “¡Oh, Dios mío! ¿Qué degenerado fabricó este aborto?”.
Ignatius se decanta por el olor natural de sus semejantes, pero en cualquier caso no le gusta tocar a los otros. Desacredita la comida enlatada —“Sospecho que en el fondo es muy dañina para el alma”—; condena el catolicismo moderno y cree sobrevalorado a Samuel Langhorne Clemens —“La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual”—; odia los autobuses Scenecruisers de la Greyhound y las cosas nuevas y caras, entre ellas, la ropa. Él viste con una gorra verde de cazador, que le protege la cabeza del enfriamiento, amplios pantalones de tweed, que contienen “pequeñas bolsas de aire rancio y cálido”, y una camisa de franela. Esa vestimenta, sobre el cuerpo de alguien bastante más grande y gordo que el ciudadano promedio, con una boca de labios bembones coronados por un tupido bigote y ojos azules y amarillos, no deja de llamar la atención, pero para él refleja una rica vida interior que resulta anacrónica en el presente. Su propio organismo se subleva cada vez contra la tensión que le produce existir en una época equivocada: se le cierra la válvula pilórica, con la subsecuente hinchazón de su vientre que da lugar a unos eructos memorables.
En su opinión, todo se ha ido al garete desde finales del siglo XV. “Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto (…) Tras el periodo en el que el mundo occidental había gozado de orden, tranquilidad, unidad y unicidad con su Dios Verdadero y su Trinidad, aparecieron vientos de cambio que presagiaban malos tiempos. Un mal viento no trae nada bueno. Los años luminosos de Abelardo, Thomas Beckett y Everyman se convirtieron en escoria; la rueda de la Fortuna había atropellado a la Humanidad, aplastándole la clavícula, destrozándole el cráneo, retorciéndole el torso, taladrándole la pelvis, afligiendo su alma. Y la Humanidad, que tan alto había llegado, cayó (…) Mercaderes y charlatanes se hicieron con el control de Europa, llamando a su insidioso evangelio ‘La Ilustración’. El día de la plaga estaba próximo; pero de las cenizas de la humanidad no surgió ningún fénix”, escribe Ignatius en uno de sus cuadernos. Es una crítica monumental la que está elaborando. Ahora está todo muy desordenado, pero —se dice— “un día iniciaría la tarea de ordenar aquellos fragmentos de su ideología en el rompecabezas de un esquema grandioso; el rompecabezas terminado mostraría a la gente ilustrada el desastroso curso que había seguido la historia en los últimos cuatro siglos”. Ha producido una media de seis párrafos al mes, en los cinco años que ha dedicado a este trabajo. Ignatius piensa que si se quiere comprender la crisis de la época actual, hay que leer a Boecio, saltarse el Renacimiento y la Ilustración —“Todo eso es más que nada propaganda peligrosa”—, así como a los románticos y a los victorianos, y estudiar algunos cómics seleccionados para el período contemporáneo.
“¿Por qué te lamentas? No te he hecho ningún agravio. Riquezas, honores, todo lo que es apetecible pertenece a mis dominios: cosas son que me sirven dondequiera; y cuando yo me retiro, se vienen conmigo. Sin temor puedo afirmarlo: si estos bienes cuya pérdida deploras te hubieran pertenecido en propiedad, jamás los hubieras perdido”
A Anitius Manlius Torquatus Severinus Boethius (480 – 524 o 525 d.C.), es decir, a Boecio, el pensador que pretendió conciliar las filosofías de Platón y Aristóteles, y dotó a la conciencia cristiana de una teodicea racional que no contradecía el dogma con su libro De consolatione philosophiæ, Ignatius va a prestarle especial atención, pues su madre ha entrado a la habitación, no para recriminarle su insalubre estado, sino para decirle que tiene que trabajar: después del incidente con el policía, Ignatius e Irene fueron a un bar. Él no tomó nada alcohólico pero ella sí, unas cervezas. Cuando salieron, Irene chocó al carro estacionado detrás y luego estampó el viejo Plymouth contra la columna de un balcón de hierro forjado. El dueño del inmueble no la denunció, pero tenía que hacerse cargo de la reparación, un gasto de más de mil dólares. Para que ella no acabe en la cárcel, su hijo debe aventurarse en el mundo laboral —en su vida solo ha trabajado dos semanas después de egresar de la universidad—, con la pensión del difunto señor Reilly apenas si les alcanza para vivir y satisfacer los antojos de Ignatius, como la trompeta que le ha comprado hace pocos días.
Boecio escribió De consolatione philosophiæ mientras esperaba su ejecución, decretada por el rey ostrogodo Teodorico, quien primero lo había convocado por su sabiduría para que le sirviera al más alto nivel —llegó a ser magister officiorum, con responsabilidad general en los servicios de la corte— y después, por esas intrigas palaciegas que tanto alimentan las paranoias de los soberanos, lo había condenado a muerte por la supuesta participación del filósofo en una conspiración para derrocarlo. Las consolaciones eran poesías, cartas o tratados filosóficos para confortar a alguien de luto o infundirle ánimos frente a un hecho desafortunado. Boecio la concibió para sí mismo en sus últimos días y lo hizo en la forma de un diálogo entre él y la Filosofía, que en el libro segundo de la obra le habló como si fuera ella la Fortuna, cuyo cambio de signo lamentaba tanto el ilustre reo: “¿Por qué te lamentas? No te he hecho ningún agravio. Riquezas, honores, todo lo que es apetecible pertenece a mis dominios: cosas son que me sirven dondequiera; y cuando yo me retiro, se vienen conmigo. Sin temor puedo afirmarlo: si estos bienes cuya pérdida deploras te hubieran pertenecido en propiedad, jamás los hubieras perdido (…) Pues he aquí lo que sé hacer, el incesante juego a que me entrego: hago girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y se baja lo que estaba en alto”.
Ignatius sabe que la rueda ha girado de manera inexorable y es dable pensar que entonces ha releído fragmentos como el transcrito del texto de Boecio, a quien la Filosofía también le dijo: “Es preciso no contentarse con mirar la situación del momento; el hombre prudente ha de saber prever el desenlace de los acontecimientos; y, precisamente por la ambigua inestabilidad de la fortuna, ni se han de temer sus amenazas ni se han de apetecer sus favores. En otras palabras: es preciso soportar con ánimo firme e igual, todos los eventos a que la fortuna condujere, una vez aceptado su yugo”. Quizás por esta advertencia, Ignatius ve con otros ojos el infierno de buscar trabajo, considerando que antes que un destino aciago, podría ser una contribución valiosa para sus escritos la experiencia personal del mecanismo triturador de la sociedad.
“Trabajo de oficina. Veinticinco-treinta y cinco años. Presentarse en Levy Pants, Industrial, Canal & River, entre las ocho y las nueve”, reza el aviso del periódico al que responde Ignatius. Se ha resignado a este después de explotar con la lectura de otro anuncio en el que se solicita “hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado”: “¡Santo Dios! ¿Pero qué clase de monstruo quieren? Creo que jamás podría trabajar en una institución con semejante visión del mundo”.
“Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué”
El jefe del área administrativa de Levy Pants es el señor González, un pusilánime dispuesto a aprobar cualquier cosa con tal de no crearse problemas, mientras que el encargado de la fábrica es un borracho; también está la señorita Trixie, una anciana con más de medio siglo de servicio y ya de poca utilidad, pero a la que la señora Levy, en permanente disputa con su esposo, insiste en mantener activa, más para satisfacer sus caprichos y conciencia de buena samaritana, que por el interés de la vieja empleada. Por su parte, el señor Levy, único heredero de la fábrica, fundada y exitosa bajo su padre, es un frívolo que de muy buena gana se desharía de ese dolor de cabeza para dedicarse a lo que en realidad disfruta: las carreras de caballo, los juegos de béisbol y las apuestas. A Ignatius le asignan la responsabilidad de ordenar y guardar las órdenes de compra, contratos, facturas, etc., tarea que cumple de forma eficiente mandando a escondidas todo a la basura, en lugar de utilizar los archiveros. Pero está dispuesto a tener una incidencia social, a dejar de ser un cómodo espectador de su tiempo. De no estar comprometido con los problemas del mundo lo ha acusado Myrna Minkoff, una antigua compañera de la universidad, con quien llegó a ser bastante cercano y aún mantiene correspondencia. Ella vive en Nueva York, entregada a diversas iniciativas revolucionarias que tienen en el placer sexual su principal eje argumentativo. Dicta conferencias con títulos alusivos a un proceso civilizatorio sin represión, como “El sexo en la política: la libertad erótica como arma contra los reaccionarios”.
De forma que Ignatius pasa cada vez más tiempo en la fábrica que en la oficina y ha constatado que allí las condiciones no son las más justas, sin bien es verdad que los empleados parecen gozar de bastante libertad para dedicarse a sus asuntos personales, en lugar de al propósito de la empresa: hacer pantalones. En cualquier caso, la estampa fabril lo horroriza. “En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial (…) Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo (…) Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción”, anota. De pensar a hacer: Ignatius organiza a los trabajadores para reclamar mejoras salariales, pero cuando los incita a golpear a González, símbolo de la inequidad capitalista, la masa insurgente se repliega hacia la reivindicación limitada e inocua: ellos solo desean que les aumenten el pago mensual, no maltratar al administrador y mucho menos tomar la fábrica.
Están funcionando los engranajes tranquilizadores de la sociedad industrial avanzada, asume uno para explicar la reacción de los trabajadores de Levy Pants. Ignatius razona: “Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación”. Mayor conciencia de la condición del negro en la sociedad estadounidense tiene Jones, el muchacho al que un policía amenazó con encerrar si no conseguía trabajo. Logra emplearse en el bar Noche de Alegría —el mismo donde la señora Reilly se tomó las cervezas del accidente—, cuya dueña lo chantajea con mandarlo a la cárcel si pone muchos reparos al mísero salario que le paga por hacer un sinfín de tareas, algunas humillantes. Al policía que le dijo que con un trabajo remunerado era posible que formara parte de la comunidad, Jones le responde: “Sí, me he encontrao un trabajo de negro y un salario de negro. Ahora ya soy un auténtico miembro de la comunidá. Ahora soy un negro real, no un vagabundo. Sólo un negro. ¡Juá! ¿Qué diferencia hay?”. Su camino y el de Ignatius se cruzarán, sin que este sospeche que su colaboración será clave en el derrumbe de esa parcela racista de explotación que es el Noche de Alegría —aunque, como se verá, Jones tampoco aspira a mucho más: solo un empleo bien pagado—.
Por lo pronto, Ignatius ha debido buscar otro trabajo y ahora es vendedor ambulante de perros calientes. En las calles del Barrio Francés, que recorre disfrazado de pirata, tiene lugar el encuentro con el que intenta lograr la participación política de la comunidad sexualmente diversa. Es una acción de vanguardia: faltan varios años para la elección de Harvey Milk a la Junta de Supervisores de San Francisco en noviembre de 1977: el primer hombre abiertamente gay en ser elegido para un cargo público en Estados Unidos. “Pero esta vez voy a trabajar con individuos que rechazan la insípida filosofía de la clase media, gentes dispuestas a asumir posiciones polémicas, a mantenerse fieles a su causa, por muy impopular que pueda ser, aunque pueda amenazar la buena conciencia beata de la clase media”, se anima Ignatius.
Sin embargo, como antes ocurrió en Levy Pants, los miembros de esa comunidad que conoce Ignatius no están para el trabajo político y el acto de lanzamiento del partido termina siendo una fiesta más y otra muestra del pensamiento convencional conformista. Es una noche terrible: Ignatius tiene que huir de allí y los hechos se encadenan con un ritmo vertiginoso que se salda con él tumbado en la calle del Noche de Alegría. En la fotografía publicada en el periódico parece una ballena muerta en medio del Barrio Francés, o al menos esa es la impresión que tiene Santa Battaglia —tía del policía que pidió la identificación a Ignatius, amiga de Irene y celestina que busca emparejarla con el señor Claude Robichaux, un viejo que en todo ve la mano de los comunistas—, quien se convence, más que nunca, de que Irene debe internar a Ignatius en un psiquiátrico: “¿Qué hombre va a casarse con Irene con ese gorila por la casa? Nadie, por supuesto”.
Cuando su madre le sugiere una temporada de descanso en el Hospital Central, Ignatius estalla:
—Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y de los coches nuevos y de los alimentos congelados. ¿No comprendes? La psiquiatría es peor que el comunismo. Me niego a que me laven el cerebro. ¡No seré un robot!
—Pero, Ignatius, ellos ayudan a mucha gente a resolver sus problemas.
—¿Y tú crees que yo tengo algún problema? —aulló Ignatius—. El único problema que tiene esa gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el plástico, la televisión y las circunscripciones.
Es un diálogo reminiscente de Marcuse y asimismo de David Cooper, el médico sudafricano que, en 1967, con su libro Psiquiatría y antipsiquiatría, acuñó este último término —o “no-psiquiatría”, como prefirió llamarla en El lenguaje de la locura, de 1978—, bajo el cual se han agrupado posturas críticas a las prácticas ortodoxas de esta rama de la medicina y denunciado su funcionalidad en la perpetuación del modo de producción capitalista y su organización social alienante.
“Nuestra locura nos acompaña continuamente, aunque la locura de los totalmente normales se ha suicidado para dejar una cifra estadística. A veces nuestra locura se nos hace visible durante corto tiempo, quizás discretamente y en solitario, y nos transformamos. A veces se vuelve socialmente visible y entonces corre el riesgo de ser asesinada”, escribió Cooper en El lenguaje de la locura, y estas palabras, tanto como las de Swift, habrían sido un epígrafe perfecto para La conjura de los necios.