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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Martin Amis, sus visitas al konzentrationslager

La flecha del tiempo y La zona de interés

 
 

Tod Friendly es un viejo que ha sufrido un ataque cardíaco en el jardín de su casa y lo han trasladado a un hospital. Desde 1948 se encuentra en Estados Unidos, país al que llega con 31 años de edad. Lo hace huyendo y si bien ha esquivado la justicia de los vencedores durante varias décadas, nunca ha podido librarse de los sueños pavorosos que lo despiertan y le hacen levantarse de un salto, asfixiado, desesperado por huir de lo que no se puede escapar porque está dentro de ti. Es médico y en este lado del Atlántico se ha ocultado bajo el aceptable ejercicio de su profesión, pero nunca ha estado a salvo realmente. Solo dejando de existir podría encontrarse en un lugar donde el llanto del niño de sus pesadillas no lo devuelva con un golpe a la vigilia, donde no lo persiga la figura de bata blanca y botas negras. Solo podría librarse con su propia muerte, como le ha ocurrido por unos instantes, o solo si nunca hubiera nacido.


“Mientras dormía, soñé con un… No, no fue así (…) presidía las tinieblas de las que yo había despertado una figura, una silueta masculina, envuelta en un aura inconmensurable, imposible de definir, que encerraba cosas tales como la belleza, el terror, el amor, la inmundicia y, sobre todo, el poder”, narra una voz que no es la de Tod, una conciencia de la que él no sabe nada y que lo habita, como parásito o pasajero, desde que ha reabierto los ojos y empieza a desandar el camino de su vida. Tampoco es consciente de esto último, porque todo a su alrededor se mueve en la misma dirección y nada le parece contrario a sus intuiciones. En cambio, para la voz interior ese mundo “resulta vagamente familiar, pero no inspira confianza. Ni la más mínima. Es un mundo de errores, de errores diametrales”.


Tod regurgita la comida y se alimenta en realidad de excrementos; le dan dinero por cosas que lleva al supermercado; rompe con las mujeres y luego se enamora de ellas; rejuvenece; los pacientes enferman a los pocos días de que los ha tratado; se despierta en medio de la noche para arreglar una silla o corregir un hundimiento en el panel de la nevera; la basura es la fuente de casi todo y de las cartas que escribe a Irene, su amante más perdurable; en algún momento, comienza a mudarse a sitios cada vez más precarios y a cambiar de empleos hasta que no ejerce de médico, sino de portero… Y así hasta la entrevista con el reverendo Nicholas Kreditor en Nueva York (ahora se llamaba John Young) y el viaje a Europa: “La ruta del barco se halla claramente delineada en la superficie del agua, y luego es violentamente consumida por nuestro avance. En el océano no dejamos huellas, como si lográsemos ocultar nuestro rastro”.


Tocan tierra en Lisboa (ahora su nombre es Hamilton de Souza) y el recorrido continúa por Salerno y Roma, con una entrevista en el Vaticano con el padre Duryea, a quien confiesa que han perdido “cualquier sentimiento por el cuerpo humano” (¿su nombre en ese momento? Odilo Unverdorben). Sigue un azaroso viajar por Europa central hasta que Odilo ejerce como médico en Auschwitz. Para entonces, la voz interior ha dejado de sentirse separada de Tod/John/Hamilton/Odilo y narra en primera persona del plural, identificada con el deseo y la voluntad que dominan el cuerpo que habita. Nota, además, que las pesadillas no perturban el sueño de Odilo. Asimismo, si siempre, desde que Tod saliera de las espesas tinieblas en el hospital, se ha dicho que el mundo no tiene ni pies ni cabeza, ahora comprende todo el sentido cuando está en Auschwitz, cuando Odilo se ha puesto la bata blanca y calzado las botas negras: “¿Qué me indica que todo es un acierto? ¿Qué me indica que todo lo demás es un error? (…) La creación es bien fácil. Y fea (…) Aquí no hay por qué. Aquí no hay cuándo, ni cómo, ni dónde. ¿Nuestro propósito preternatural? Soñar una raza. Hacer un pueblo a partir de la climatología. Del trueno y del relámpago. Con el gas, con la electricidad, con la mierda y con el fuego”.


En Auschwitz, los pacientes, muertos aún, llegan en un aparato parecido a una camilla con ruedas y el aire se espesa por el “calor magnético de la creación”. El oro vuelve a las dentaduras y para evitar cualquier sufrimiento innecesario estos trabajos se completan, con un cuchillo o con cualquier herramienta al alcance, cuando los pacientes no están vivos todavía… El cabello para los judíos llega en trenes desde Filzfabrik A.G. de Roth, cerca de Nuremberg… En la antesala de las duchas, los guardianes toquetean a las mujeres, a veces para regalarles una joya, un anillo… Mujeres, niños y ancianos son procesados en su mayoría a gas y fuego, mientras que los hombres marchan hacia su recuperación mediante el trabajo duro y una dieta estricta. El momento culminante es lo que sucede en las rampas, antes de que aborden el tren. Según la voz interior, “Auschwitz fue en lo esencial algo puramente organizativo: habíamos encontrado el fuego sagrado que arde en el corazón del hombre, y construimos una autobahn para ir directos hasta allí”.


Falta todavía que Odilo trabaje en el castillo de Hartheim, en la provincia austríaca de Linz, donde su ejercicio profesional guarda estrechas analogías con la experiencia polaca. En Hartheim lo visita Herta, su esposa, quien se resigna ante su impotencia viril y extraña a la hija de ambos, pero no será así cuando vivan en Múnich y tengan a la niña; tampoco habrá problemas de cama cuando comiencen a salir después de conocerse en la facultad de medicina… Odilo Unverdorben, siendo uno solo e inocente, muere en Solingen, la misma localidad nativa de Adolf Eichmann (uno de los artífices nazis de la “solución final al problema judío”), mientras se desarrolla la Gran Guerra. Con la muerte de Odilo se cancela toda posibilidad para el sentimiento de culpa que confiesa al sacerdote en el Vaticano y que perturba sus noches en Estados Unidos.


Entretanto, en el lector queda fijada la nítida imagen exitosa de lo que los nazis idearon y pusieron en marcha, sin mucha resistencia interna, para acabar no solo con los judíos (Auschwitz), sino también, en un primer momento, con los alemanes arios con sordera, ceguera, malformaciones, trastornos mentales, alcoholismo… (castillo de Hartheim). Fue la inhumanidad institucionalizada, cuyo círculo de responsabilidad no exculpa al individuo, pero lo trasciende: el escritor apellida a su personaje “Unverdorben” que significa “virgen” en alemán y lo hace morir en el mismo lugar donde nació Eichmann, a propósito de cuyo juicio en 1962 y gracias a Hanna Arendt, se sabe que la trivialización del mal es obra del poder político, no de individualidades. Salvadas la magnitud y la eficiencia con que se aplicaron los nacionalsocialistas al exterminio, antes y después de ellos no han faltado las sociedades donde ha sido normal la generalización de la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno y el ejercicio sistemático de la crueldad en diferentes formas y escalas. La flecha del tiempo, de Martin Amis, apunta a la diana de esa oscura perspectiva en la que se trastocan el bien y el mal. Es evidente en regímenes totalitarios, pero también realidad no siempre advertida en sistemas democráticos: “Tod” es muerte en alemán y “Friendly” es amigable en inglés.

“…probablemente fueron un día hombres comunes y corrientes; el noventa por ciento de ellos. Comunes y corrientes, mundanos, banales, vulgares… Normales (…) Pero ya no son comunes y corrientes”

Un cuarto de siglo después de La flecha del tiempo (la edición original en inglés es de 1991), Amis regresa a los días del holocausto y lo hace desde el punto de vista de los victimarios. En La zona de interés, Angelus Thomsen, sobrino del secretario personal de Hitler, se prenda de la joven Hannah, la esposa del comandante del campo de concentración donde está destacado, Paul Doll, un militar veterano de la Primera Guerra Mundial a quien apodan El Viejo Bebedor. Es muy arriesgado intentar esa relación, pero Thomsen se ha enamorado de Hannah, quien entretanto cae en cuenta del error de haberse casado con Doll; aunque no deja de reconocer su propia responsabilidad, lo desprecia profundamente, por lo que hace en el campo y por lo que le ha hecho a ella: engañarla todo este tiempo con que podía interceder por Dieter Kruger, cuando en verdad este profesor comunista, con quien Hannah ha estado relacionada, ha sido apresado y ejecutado tras el incendio del Reichstag en 1933, como se entera ella gracias a las diligencias de Thomsen. Ambos sobreviven al final de la guerra, ella como viuda de un criminal, él como alguien a quien no se le puede juzgar por crímenes, pero con un grado de implicación que impide exonerarlo. Cuando se reencuentran en 1948, constatan que lo que ha sido imposible durante el conflicto lo sigue siendo entonces: no hay nada recuperable de aquellos días ominosos. “Imagina lo repugnante que sería que algo bueno viniera de allí”, le dice ella.


La de ambos es una historia de amor imposible que se desarrolla en medio de las rutinas del konzentrationslager. Doll, borracho y negligente, a la par de los celos y la planeación de la represalia contra su indómita mujer, debe resolver una contradicción: terminar rápido con muchos judíos y, simultáneamente, proveer más mano de obra esclava para la construcción de la fábrica de Buna-Werke, financiada por IG Farben y una prioridad altísima, pues está destinada a la elaboración de caucho y combustible sintéticos. Al mismo tiempo, tiene que resolver el tema de los cadáveres: los hornos son insuficientes, enterrarlos ha contaminado el nivel freático de la zona y quemarlos al aire libre consume mucha gasolina, sin contar con que la fuerza aérea condena este procedimiento porque son una clarísima señal nocturna para los Aliados; alguien, en otro lugar, ha intentado deshacerse de ellos explotando los cuerpos, pero solo ha logrado un reguero de miembros colgados de los árboles… En cualquier caso, además, está el olor: imposible de ocultar. Por si fuera poco, cada vez se complica más el recibimiento de los trenes, porque se desarreglan los horarios y porque va resultando más difícil engañar a sus pasajeros, contándoles que trabajarán en granjas y que todo irá bien después de que tomen una ducha desinfectante, para que se encaminen tranquilamente hacia las cámaras de gas…


Doll no hace un juicio moral de su labor: el bien y el mal, lo malo y lo bueno, son conceptos que han pasado a la historia, se dice, ahora solo hay acciones con resultados negativos o positivos. Boris Eltz, el mejor amigo de Thomsen, tampoco cuestiona el fin último de acabar con los judíos, pero le parece que el método empleado es un desperdicio de recursos que podrían utilizarse mejor en el frente. Wolfram Prüfer, el segundo de Doll, ni siquiera ve la necesidad de ocultar nada: “¿Para qué? Solo importaría si nos vencen (…) Cuando nosotros venzamos, que venceremos, no importará en absoluto (…) Quiero decir que, cuando ganemos, se supone que vamos a seguir haciendo muchas más cosas de estas que estamos haciendo ahora, ¿no? Los gitanos, los eslavos, etc.”. Mientras, en algún momento, Thomsen le comenta a Boris que “solía ser insensible, ahora estoy en carne viva…”. La conciencia sobre el genocidio que se está cometiendo la encarna el sonder (prisionero de confianza) Szmul: justifica su participación en las piras y en la selección de los judíos al descender del tren, a cambio de mejor comida y de unos días más de vida, argumentándose que lo hace para poder escribir y dejar testimonio, pero sabe que él y los otros colaboracionistas ya han perdido algo intrínseco a la condición humana, al igual que sus opresores han dejado de ser normales. Piensa: “… probablemente fueron un día hombres comunes y corrientes; el noventa por ciento de ellos. Comunes y corrientes, mundanos, banales, vulgares… Normales (…) Pero ya no son comunes y corrientes”.


Es con el brutal contraste entre, por un lado, las preocupaciones de un enamorado y de quienes están abocados a una labor que asumen normalmente, como si asistieran de ocho a cinco a cualquier fábrica, y, por el otro, la muerte de cientos de miles que solo plantea problemas logísticos, que Amis insiste en llamar la atención sobre la crueldad convertida en virtud, sobre lo inhumano (o “contrahumano”, como denominó Primo Levi al genocidio nazi) aceptado como algo normal. Los nazis llevaron esa inversión de valores a límites colosales y no ha habido nada igual desde entonces, pero la inhumanidad como regla no ha dejado de ser ni realidad ni riesgo en tanto que han existido mayorías, en cualquier lugar del mundo, dispuestas a apoyar abiertamente o en silencioso consentimiento la idea de separación entre “ellos” y “nosotros”.


Post scriptum:


Apunte sobre la naturaleza del tiempo


Con La flecha del tiempo Amis se incorporó a la prolífica tradición narrativa basada en juegos con la idea del tiempo. Desde Charles Dickens (Canción de Navidad, 1843), H.G. Wells (La máquina del tiempo, 1895) y Mark Twain (Un yanqui en la corte del Rey Arturo, 1889) hasta Daphne Du Maurier (Perdido en el tiempo, 1969), Kurt Vonnegut (Matadero cinco, 1969) y una larga lista entre los autores de ciencia-ficción, la literatura está a rebosar de personajes que viajan al pasado o al futuro gracias a entidades sobrenaturales, sustancias psicoactivas, pócimas de diverso tipo, puertas temporales y artilugios tecnológicos. Acaso sean menos los ejemplos en los que no se trata de ir a un momento del ayer o del mañana, sino de que el reloj corra en sentido inverso. Philip K. Dick lo hizo en El mundo contra reloj (1967) y antes Francis Scott Fitzgerald con El curioso caso de Benjamin Button (1922); entre uno y otro, Viaje a la semilla (1944), de Alejo Carpentier.


Como Dick, Scott Fitzgerald y Carpentier, el escritor británico dio un vuelco a la noción cotidiana de la flecha del tiempo. La expresión data de 1927 y se debe a un compatriota de Amis, el físico Arthur Eddington, quien explicó lo siguiente: “Tracemos una flecha en una u otra dirección (de la dimensión del tiempo). Si al seguirla vemos cada vez más del elemento aleatorio en el estado del mundo, la flecha apunta hacia el futuro; si el elemento aleatorio disminuye, la flecha apunta hacia el pasado. Esa es la única distinción que admite la física”. Con ver más o menos del “elemento aleatorio” Eddington se estaba refiriendo a la Segunda Ley de la Termodinámica, según la cual la magnitud conocida como entropía de un sistema aislado una medida del desorden, o aleatoriedad, del sistema es mayor en instantes posteriores que lo que era en instantes anteriores; no es que haya completa certeza de que será así, sino que es abrumadoramente probable que así sea. De forma que la flecha del tiempo solo señala una asimetría respecto al antes y al después, no significa que el tiempo fluya, como una brújula no implica ningún movimiento por señalar hacia cualquier punto cardinal.


Sin embargo, como la entropía solo puede aumentar un espejo hecho añicos en el suelo jamás volverá a su instante anterior, al menor desorden de su estado cuando estaba colgado en la pared, el común de las personas concibe que el tiempo pasa y que solo marcha hacia delante, de lo que deduce intuitivamente que hay pasado, presente y futuro absolutos. Esta interpretación solo es válida si se está en cualquier momento anterior a 1905; es decir, antes de que Albert Einstein formulara la teoría especial de la relatividad y borrara la concepción newtoniana del tiempo: es absoluto y único, igual en todas partes y para todos, además de independiente del espacio. Isaac Newton vivió entre 1643 y 1727, pero su formulación compartió el mismo enfoque que expresara Aristóteles: el universo es tiempo, espacio y materia, independientes entre sí, y en esa suerte de escenario ocurren los fenómenos. El inglés “matematizó” esos conceptos y generó las magnitudes físicas asociadas a ellos: duración (tiempo); longitud (espacio); masa gravitacional y masa inercial (materia); movimiento, gravitación, luz… (fenómenos).


Lo que dice la teoría especial de la relatividad es que el tiempo no es absoluto ni independiente del espacio, ambos se combinan para formar una entidad llamada espacio-tiempo, donde este último es una dimensión extendida, igual a las que conforman el espacio, y no tiene una orientación en particular; ergo, el universo no es tridimensional, sino cuatridimensional, y el tiempo no es un transcurso, solo es. Es lo que le hacen comprender a Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero cinco que viaja al azar hacia cualquier momento de su vida, los tralfamadorianos, que se lo han llevado a su planeta para exhibirlo en un zoológico. Ya de regreso y deseoso de comunicar su experiencia, escribe: “Lo más importante que he aprendido en Tralfamadore es que cuando una persona muere, solo muere aparentemente (…) Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán. Aquí en la Tierra creemos que un momento sigue a otro, como los guisantes dentro de la vaina, y que cuando un momento pasa ya ha pasado para siempre, pero no es más que una ilusión”. Una ilusión persistente, como advirtió Einstein en 1955.


Ahora, de acuerdo con la Segunda Ley de la Termodinámica, la expansión del universo llegará a un estado máximo de entropía, de desorden total, con toda su energía disipada: solo habrá frío inerte. O no. Julian Barbour, físico británico de 83 años, cree que esta ley funciona en sistemas cerrados (fue formulada durante la primera Revolución Industrial a partir de lo observado en las máquinas de vapor: cuando la energía se transfiere y se transforma, parte de ella se disipa), pero no en uno abierto y sin límites como el universo. De allí su idea de que el universo no avanza hacia su entropía total, sino hacia el incremento de su complejidad: la energía no se disipará, se esparcirá en nuevas estructuras. Si Barbour tiene razón, el tiempo no solo “marcha” hacia delante, sino también hacia atrás.


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