top of page
Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Mi noche con Samanta Schweblin

El núcleo del disturbio y Siete casas vacías, de Samanta Schweblin


 


 

A los días despejados, propios de la temporada, les está costando llegar. A primera hora de algunas mañanas, el sol ha hecho su promesa de claridad y calidez, pero ha sido incapaz de cumplirla porque a poco se forma desde el Este un techo de nubes. A veces son de un gris oscuro, aviso de lluvia torrencial de pesadas gotas, otras, de un blanco como de vidrio esmerilado, anuncio de llovizna intermitente. Aunque los aguaceros son intimidantes, con su poder para transformar en minutos mi empinada calle en un río furioso, que obliga a los conductores a prender las luces y aminorar la velocidad, los prefiero al mojar disimulado de la llovizna. Son arrasadores y hermosos como una pasión amorosa, se deben a nubes que dan todo de sí y de una vez, sin sopesar lo que implica arrojarse, algo que suelen hacer con estruendo. En cambio, las silenciosas nubes de lloviznas parecen dudar en dejar sus alturas, como si a cada momento estuvieran calculando a qué velocidad caerán sus gotas y si dolerá. Hay días de lluvias ligeras, como este sábado, en los que el cielo logra instilarme su indecisión y entonces comienzo y abandono mil cosas, incapaz de concentrarme en nada. Lleno las horas con esfuerzos dispersos hasta que, con la última reserva de la vigilia inútil, al final del día me aferro a la distracción de ver una película. No es diferente esta vez y me rindo al sistema de recomendación de Netflix, que en su gems for you incluyó Distancia de rescate. Imagino que porque recién había visto La ira de Dios, basada en La muerte lenta de Luciana B, del escritor argentino Guillermo Martínez, y el algoritmo de la plataforma determinó que me interesaría esta cinta, una adaptación de la novela homónima de la escritora argentina Samanta Schweblin.


Es casi medianoche cuando veo que arrastran a una mujer por un bosque. Está agonizante. Hay planos detalle de una de sus orejas para destacar la voz infantil en off, que le describe que “son como gusanos…” y la anima a aguantar, y de sus ojos llenos de lágrimas. La voz del niño atemoriza, pero a la vez tiene un matiz de consuelo del que, de buenas a primeras, es difícil percatarse por la fuerte sugestión de esas imágenes, así como las de las manos de ella tratando de aferrar hojas caídas. La mujer es Amanda, una joven madre que ha ido al campo para vacacionar con su hija, Nina. Su esposo se les unirá después, según lo que han planeado. El mismo día de su llegada conoce a Carola, quien las ha visto ocupar la casa y no ha dudado en acercarles dos tobos de agua, advirtiéndoles que no beban la del pozo. Ella también es madre, tiene un hijo llamado David y su esposo, Omar, se dedica a la cría de caballos. El presente de la película es el tiempo del diálogo que la Amanda moribunda sostiene con David, quien le insiste en que describa su llegada, cómo conoció a Carola y lo que vivieron desde entonces, sobre todo la escena del jardín, cuando su madre le habló por primera vez de él y le contó su historia. David le recalca que no se distraiga, que para precisar el momento exacto en que todo comenzó debe prestar atención a los detalles. Por eso la cámara se detiene unos segundos en los perros del hombre que cuida la casa, al que Amanda ha buscado al llegar para que le entregue las llaves, y también en la fumigadora cuando ruedan hacia donde se hospedarán ese verano, a pocos kilómetros del pueblo.


Me acorrala el sueño, pero Distancia de rescate ha logrado reunir todo lo que me resta de atención, algo que ya me parecía imposible este sábado. Estoy especulando con lo visto cuando se congela la imagen y aparece el circulito rojo con la indicación del porcentaje de carga de la película. Tengo contratado un servicio básico de internet con la empresa pública de telecomunicaciones y funciona bien la mayor parte del tiempo, pero en ocasiones la conexión se pone muy lenta. En mi estado de ánimo, temo que no sea una pausa momentánea, sino una de las más extendidas, cuando después de interminables minutos con la hipnótica visión de un número que no cambia se muestra el mensaje “Pardon the interruption”. No podría haber ocurrido de otra manera en este día perdido, así que pruebo a volver a entrar y ahí está de nuevo el circulito, con la cifra llegando rápidamente a 62%, pero no tiene intención de ir más rápido o no ir del todo. Yo me niego a otra derrota en este día y mientras se reanuda la película me voy a la biblioteca, prendo la computadora y uso la conexión del celular para buscar la novela en la red.


Descubro que Schweblin es ante todo cuentista y más bien me dedico a su libro de relatos El núcleo del disturbio (2002) siguiendo mi propio sistema de recomendación: esta semana acabo de leer cuentos de la irlandesa Claire Keegan (Antártida, 1999) y también del mozambiqueño Mia Cuto (Cada hombre es una raza, 1990). Leo “Hacia la alegre civilización de la Capital”: un hombre está varado en una estación porque no tiene cambio para comprar el boleto. Hay muchas formas de solucionar eso, pero el responsable de la taquilla se niega a aceptar cualquier fórmula que no sea la adquisición del tique abonando su importe exacto. En cambio, invita al desamparado viajero a su casa, le ofrece comida y un lugar donde quedarse. Su hospitalidad es solo aparente y el hombre descubre que hay otros en su situación. Entonces todos conspiran para abordar el tren, que nunca se detiene porque el taquillero siempre le hace la señal de que no hay pasajeros en la estación. Cuando al fin lo logran y escucho a los pasajeros que descienden del tren, oscilo entre la sorpresa y la duda.


Igual me sucede con el ejército afantasmado de mujeres recién casadas. Felicidad ha bajado apenas un momento para ir al baño en una parada en medio del campo: “Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia”. Se está quitando los granitos de arroz del bordado del vestido cuando la sorprende la voz de la mujer, que le pregunta si era su primer marido y le advierte que nunca vuelven. Se llama Nené y no le habla para consolarla, sino para que se haga rápido a la idea de que es una abandonada, como las muchas que lloran toda la noche y no dejan dormir. Nené se adentra en el campo y Felicidad la sigue. La mujer, que tiene marcas de una vejez prematura, le dice que se calme y escuche, es el llanto de las desgraciadas que llena cada centímetro de la oscuridad. Psicótica, insensible, histérica, son algunas de las imprecaciones que esas voces dirigen a Nené. “¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?”, les responde. En esas están cuando ven una luz blanca que se detiene a su altura, al lado del baño: otra. Desde la carretera, una figura menuda avanza hacia ellas a paso lento: es una vieja, vestida en tonos dorados, que nada comprende. Mientras, las voces se han hecho más amenazantes y cada vez más cercanas: “Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas”. Las tres comienzan a retroceder hacia donde está baño. Han visto que otro carro viene por la ruta y entonces Nené grita: “Si para nos subimos”.


En otro relato, un hombre debe entregar un sobre en un pueblo perdido en la selva, apenas una calle ancha de tierra, de unos 500 metros, que se detiene en la espesura verde. “Había pasado tanto tiempo que pensar en Flishvein muriendo en su habitación, ordenándome que entregara el sobre, no parecía razón suficiente para encontrarme en un sitio como aquel. Tanto que, al releer el destinatario, tuve la sensación de no haberlo hecho nunca, de ver por primera vez el nombre de ‘Xhul Acher’”, recuerda el personaje. Parece no haber nadie, la calle está vacía, las pocas casas cerradas. En un bar, el único del lugar, pregunta por el destinatario y la respuesta de la mujer no lo deja menos desconcertado que su visión de aquella inquietante soledad acorralada entre el río y la selva: “Si no lo conozco, no es del pueblo: debe ser del desfile”. ¿Quién desfila en medio de la nada, los mismos pobladores, que festejan a algún santo? Él ha salido a la calle haciéndose esta pregunta cuando escucha los primeros ruidos y ve que el pueblo redobla su hermetismo. Son tambores y su sonido, que parece provenir de todas direcciones, es el de una multitud. “Hombres morenos, blancos, altos, bajos, niños, mujeres. Un paso monótono guiaba las primeras filas. Detrás, todo se desordenaba en bailes, fuego, gritos, el fuerte aliento del alcohol. Alguien me empujó, o algo, y otra vez, y otra. Me vi obligado a avanzar entre la multitud, hacia el río”, es su descripción de aquel espectáculo insólito. Entre esa masa palpitante, interroga en vano sobre Xhul Acher, hay manos que lo agarran y lo sueltan, ve a una niña que parece tan perdida como él… Cuando despierta, está en el medio de la calle, se siente débil y decide permanecer en el piso. Se abre una puerta y una mujer cruza desesperada hasta la casa de enfrente, pregunta por la niña, luego sale el marido, quien llora sobre la tierra: por qué ella, si nunca salió. Poco después, el padre advierte que “todavía están aquí” y huyen hacia su casa. Sigue tendido en la calle cuando las primeras claridades del día le permiten ver que el barco en el que ha llegado ya no está y reconocer la figura del hombre que avanza hacia él desde el río.


No sé cuánto tiempo me he dormido, me siento como si solo hubiera cerrado los ojos por unos instantes. Trato de recordar qué más leí de Schweblin. Sé que hay un relato donde todo se va de madre por una ofensa minúscula de una anciana que rechaza la cortesía de una niña, no es un desprecio, es solo que ya tenía donde sentarse, y otro donde un hombre es sometido a la prueba de matar un perro. Se me dibuja un hombre que asesina a su mujer, la embute en una maleta y trata en vano de revelar su crimen porque los otros solo ven en ese acto una obra de arte vanguardista. Si no fuera consciente de que estuve leyendo, juraría que en el tiempo breve en que creo haber dormido soñé con unos hombres en un bar que se oponen a que cierre el local, a que los echen a la calle, donde no hay sueños ni ilusiones. Al final los vencen y todo en sus vidas sigue organizado como siempre hasta la próxima noche. También con una mujer que está en su casa y, de repente, aparece en pijama en casa del hermano o en cualquier otro lado. Acude a su consulta médica porque le resulta muy molesto ese encontrarse involuntario en otra parte, sobre todo vestida de forma tan inapropiada. De hecho, creo que también está en ropa de dormir en el propio consultorio. Su doctor le consulta el caso a un colega, a quien resulta que le sucede lo mismo que a la paciente… Este cuento me ha hecho pensar en el principio de incertidumbre postulado por la física cuántica: si sabes dónde está la partícula, no podrás saber a qué velocidad se mueve. Y si conoces su velocidad, no podrás saber dónde está. La causa es que observar la partícula afecta su situación, como si esta solo hiciera lo que se observa de ella mientras es observada: el resto del tiempo no hay forma alguna de saber con certeza qué está haciendo. Pero la historia de la escritora argentina me lo recuerda porque la incertidumbre no solo consiste en no saber qué está haciendo la partícula cuando no la observas, sino también en que, cuando no es observada, la partícula está difuminada en una nube de probabilidad: no está haciendo nada en concreto y a la vez lo está haciendo todo. En esta nube de probabilidad, aunque unas cosas son más probables que otras, cualquier cosa es posible, incluso que una partícula esté en dos sitios a la vez. Quizá la mujer está en casa del hermano y en la suya al mismo tiempo, aunque únicamente puede ser consciente de una sola de sus ubicaciones…


Se me cierran los ojos, pero no quiero apagar todo antes de haber leído Distancia de rescate. Trabajo como editor de textos por cuenta propia y tengo pendiente un ensayo para la publicación dirigida por mi amiga Clara, una revista trimestral de un organismo económico internacional que se edita en español, inglés, francés y portugués, así que más bien debería estar aprovechando las horas para adelantar el trabajo con ese texto si quiero entregarlo en el plazo convenido, pero en un día como este es muy difícil que esté inspirado para editar artículos de economía. A mí la edición me lleva mucho tiempo porque, como alaba Clara, es más una traducción que otra cosa: traduzco el lenguaje abstruso de los economistas para que el común también comprenda una ciencia que lo acompaña cuando va al supermercado. “Eres mi Florentino Ariza”, me dice siempre porque le recuerdo al protagonista de El amor en los tiempos del cólera, que escribía cartas comerciales que parecían epístolas amorosas. No llego a tanto, por incapacidad poética y por una conciencia de los límites formales, pero aun así Clara una que otra vez me ha pedido que le envíe una nueva versión, “menos editada”. No por ella, sino porque en el consejo directivo hay gente sin sentido del humor. No estoy de ánimo para leer sobre la relación entre neurociencia y economía, así que prefiero seguir pasando mi noche con Schweblin y entro a Siete casas vacías (2015).


“Nada de todo esto”, así se titula el primero de los relatos del libro. Está narrado por la hija, que acompaña a su mamá a mirar casas. Sin embargo, este es un verbo insuficiente: “Desde que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre más libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi”. En esta ocasión, su madre llega demasiado lejos. Terminan con el carro atascado en un jardín ajeno y mientras la muchacha busca cómo sacarlo de ahí, su mamá se ha ido hasta la habitación conyugal de la dueña. “Se las ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al baño, de tirar en la bañera dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el tacho algunos productos del tocador”. La mujer, al principio superada por esa insólita intromisión, ha llamado a su marido, que trabaja cerca, y cuando el hombre llega, la hija entiende que deben moverse rápido, agarra con violencia a su madre y la obliga a montarse en el auto para huir de allí. “Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale de la casa y dobla en nuestra dirección. Llego al primer cruce de barro a toda velocidad y mi madre dice: ‘¿Qué locura fue todo eso?’ Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya”.


Sigo leyendo y ahora hay un confuso episodio familiar en el que están involucrados un hombre, sus padres y sus dos hijos pequeños, su exmujer y la nueva pareja de esta. Los abuelos bailan desnudos en el jardín y la exesposa está riñendo con él porque no quiere que sus hijos los vean así, pero los dos viejos están sin ropas de una loca manera inocente y es verdad que contra un genuino ejercicio de libertad individual hay poco que hacer, de forma que cuando los niños llegan con su actual compañero allí están ellos en pelotas. Son una chiquilla de cuatro y un varón de seis, que se abrazan a las piernas de su papá para saludarlo y de seguidas salen corriendo para unirse a sus abuelos. Un momento después, ninguno de los cuatro está en el jardín, los buscan por los alrededores y en toda la casa, pero solo encuentran la malla de la niña. “Mis hijos están perdidos con dos locos”, le dice ella a los policías que han acudido por la llamada de emergencia y a quienes les cuesta entender qué está pasando en realidad. Cuando aclaran quién es quién y quiénes son los perdidos, se activa el sentido práctico de los agentes: padre y madre a la patrulla para evitar que los desaparecidos acaben en la carretera, el otro hombre se queda por si los cuatro regresan a la casa. “El radio hace ruido. Gritan a la central dos veces las palabras ‘adultos y menores’, una vez ‘secuestro’, tres veces ‘desnudos’, mientras mi exmujer golpea con los puños el asiento trasero del conductor”.


Abro los ojos. Todo está en silencio, ni un mínimo ruido en mi calle. Cuánto tiempo me habré dormido. Creo que terminé Siete casas vacías mientras me encontraba en ese tiempo de aristas difusas que antecede al sueño. Ahora repaso el libro y recuerdo a dónde me ha llevado su lectura. A lo tiránico que pueden ser los padres con los hijos y al conflicto afectivo de tratar con la locura. Al sinsentido vital que acarrea la pérdida de un hijo (“Para siempre en esta casa”) y al deseo de vengarse de la vida, aunque para ello se elija a alguien que no tiene que ver con el propio dolor (“La respiración cavernaria”). A la desaparición de las coordenadas de la existencia (“Cuarenta centímetros cuadrados”) y a la posibilidad de ser en diferentes tiempos simultáneos (“Salir”), así como a los terrenos oscuros de la seducción (“Un hombre sin suerte”). Me quedo con la impresión de que estos personajes de Schweblin han sufrido una fractura íntima del vínculo con los otros y ahora los encuentro conscientes del abismo, con algunos tratando de reconstruir esa conexión de cualquier manera, pero sin lograr conjurar la susceptibilidad de desaparición. Sin ese eje existencial, sus vidas descarrilan por la tristeza, la depresión o la locura, quedando como las casas del título.


Antes, con El núcleo del disturbio, me he encontrado, por ejemplo, con lo vano que al final puede resultar el mayor de nuestros esfuerzos (“Hacia la alegre civilización de la Capital”) y con la constatación de que solo en el plano hipotético sostenemos muchas actitudes (“Matar a un perro”). Con una crítica a la sociedad machista y la desacralización del matrimonio (“Mujeres desesperadas”). Con la violencia como código privilegiado de la interrelación de los humanos (“Más ratas que gatos”) y con la muerte (“El destinatario”). También con el hecho de que “arte” es, a fin de cuentas, todo lo que al discurso dominante se le ocurra que sea (“La pesada valija de Benavides”).


Las atmósferas inquietantes son el envoltorio común a todos los cuentos de Schweblin, tanto como la exploración de profundidades psíquicas y emocionales a partir de las situaciones cotidianas en la que se mueven sus personajes y que ella suele llevar hasta lo fantástico, sobre todo en El núcleo del disturbio, en el sentido cortazariano: “Cortázar aducía que la esencia de lo fantástico pertenece a un orden abierto, a un mundo de apariencias embaucadoras donde los límites se confunden o se superponen, donde las referencias de conocimiento se distorsionan o se anulan y donde no está claro cuál es la cara y la cruz, ni siquiera si esa cara y cruz son de la misma moneda. Desde esta visión, cabría decir que el fantástico sería un género que desconfía siempre de las apariencias, o por lo menos que trasciende la realidad visible”, escribe Lola López Martín en su tesis doctoral Formación y desarrollo del cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX (Universidad Autónoma de Madrid, 2009), más de novecientas páginas que me animo a revisitar catapultado por la autora argentina.


Schweblin está inscrita en una tradición literaria de 250 años. El cuento fantástico nació entre los siglos XVIII y XIX. Para algunos en Inglaterra, donde el gusto literario por lo sobrenatural, la oposición improbable-razonable y la ambientación de las historias en lúgubres escenarios se remonta a 1765, cuando el político, arquitecto y escritor Horace Walpole publicó El castillo de Otranto, la obra que se tiene como acta de nacimiento de la literatura gótica. Para otros, es un producto del romanticismo alemán con herencia inglesa: “El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero ya en la segunda mitad del XVIII la novela ‘gótica’ inglesa había explorado un repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente (…) Si el ‘cuento filosófico’ del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón iluminista, el ‘cuento fantástico’ nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos”, anota Italo Calvino en la introducción a su antología Cuentos fantásticos del XIX (1995), que también consulto por el impulso de la lectura de Schweblin.


El relato fantástico evolucionó desde sus apariciones fantasmales con chirridos de cadenas en corredores oscuros o en bosques bajo cielos tormentosos, que causaban una gran sugestión visual en el lector y le provocaban sobre todo miedo, hacia formas más sutiles y acaso más perturbadoras porque lo sobrenatural, como apunta Calvino, ahora no se veía, sino que se sentía, entraba “a formar parte de una dimensión interior, como estado de ánimo o como conjetura”. “Fantástico visionario” o “fantástico interior”; que los hechos evocados ocurran en un ambiente sombrío o en una casa familiar bien iluminada; que la intención sea causar miedo o solo inquietud; que se agreguen etiquetas como “neofantástico” para diferenciar lo que escribieron Cortázar o Borges de la obra de autores del género en el siglo XIX…, la literatura fantástica en general “da vía a una narración cuya estructura conceptual y lingüística se sustenta entre dos códigos antagónicos como son, por un lado, la representación cotidiana de la realidad y, al mismo tiempo, la materialización de lo que es imposible o al menos de aquello que no se puede explicar por la razón” (Lola López Martín).


A partir de esa confrontación, que ha recibido múltiples denominaciones en la teoría literaria (natural/sobrenatural, normal/a-normal, real/imaginario, orden/desorden, leyes naturales/asaltos del caos…) y que se construye exprimiendo las capacidades polisémicas y simbólicas del lenguaje, cultivadores del género como Schweblin objetivan realidades que no son ni palpables ni racionales para que leamos sus relatos en clave de la naturaleza humana, pero también como reversos de discursos dominantes (teológicos, políticos, sociológicos, culturales…) y como encuentros con los miedos, las angustias y las aspiraciones de la época histórica y cultural que ha tocado en suerte.


Tengo sed y, antes de empezar con Distancia de rescate, decido ir a la cocina por un vaso de agua cuando escucho en el televisor la voz de Amanda: “David, ¿qué haces afuera tan tarde?” Apenas es pasada medianoche, podría intentar verla.

bottom of page