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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Olvido de Valery

300 palabras sobre Los inquilinos, de Bernard Malamud


 


 

Harry Lesser es el único ocupante de un ruinoso edificio neoyorquino, rodeado de aire porque todo a su alrededor ha sido demolido para dar paso a modernas construcciones. El casero, atribulado por su esposa con cáncer, su hija violada y él mismo enfermo, no logra que el terco inquilino abandone el inmueble para poder echarlo abajo. Ha ido aumentando la suma de compensación hasta llegar a los diez mil dólares, pero Lesser hace una década que comenzó a escribir allí su tercera novela y no piensa marcharse hasta terminarla. Es solo cuestión de poco tiempo, de resolver el final, del que tiene varias versiones. A su exigencia paralizante se suma ahora una distracción externa: la llegada de Willie Spearmint. No paga ninguna renta, solo ha encontrado un lugar donde aporrear su máquina de escribir. También es escritor y asimismo siente que el libro que intenta alumbrar lo defrauda, sin que sepa muy bien por qué falla pese a su agotadora reescritura. Podrían apoyarse para superar sus bloqueos, o al menos Harry podría ayudarlo, ya que es el de mayor experiencia: autor de una novela buena y otra mala, aunque los derechos cinematográficos de esta última lo han mantenido por varios años. Pero lo que siembran entre ellos es un árbol de espinosas resistencias, cuyas débiles ramas literarias se quiebran por el peso de la condescendencia de Harry —judío— y el antisemitismo de Willie —negro—. El recelo entre minorías marginadas y explotadas es usual pero no insuperable. Tampoco tendría que haber habido una ruptura porque Harry conquistara a Irene, la novia blanca de Willie. En Los inquilinos (1971), del estadounidense Bernard Malamud, lo que hace girar la espiral destructiva es sus egos de escritores y el olvido de una advertencia de Paul Válery: un poema nunca se acaba, se abandona.

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