Obras de Leonid Andréyev, Andrei Platónov y Sigismund Krzyzanowski
Rusia no ha estado nunca totalmente aislada de Europa, pero su forjamiento como nación sigue un trazado distanciado del resto de los países al oeste del río Elba. Heredera cultural de Bizancio; separada de la cristiandad occidental por la iglesia ortodoxa; configurada por largos años de dominación de un pueblo nómada: los mongoles; con un régimen monárquico idealizado como la inquebrantable unidad entre el pueblo y el zar, cuyo poder emanaba en forma directa de Dios, y con una estructura social anquilosada que determina por mucho tiempo su retraso económico con respecto a Occidente, los rusos tienen una historia única en el contexto continental. A su interior, esa singularidad se ha expresado en la pregunta ¿somos un pueblo europeo o asiático?, cuestión que marca la vida rusa desde los tiempos de Pedro el Grande (gobernante entre 1682 y 1725 y el primero de los zares con decidida vocación occidentalizadora) y aún hoy, pese a la realidad globalizada, planea sobre ella: dos tercios de su territorio se encuentran en Asia, pero la mayor parte su población habita en la parte europea.
Durante el siglo XVIII y sobre todo en el XIX, es muy intenso el debate en torno a la identidad nacional entre eslavófilos (religión ortodoxa, idealización de la comunidad agraria, primacía de las tradiciones, Derecho consuetudinario, la unidad entre corona y pueblo...) y occidentalistas (liberalismo político, Estado de Derecho, superación de la servidumbre...), pero para la Europa ilustrada e industrializada lo ruso se zanja con una impresión: es un imperio de economía atrasada, de gobierno tiránico y estructura social paralizante. Muy poco genera interés en esos eslavos orientales, más de allá de los tratos comerciales y las consideraciones de su poderío militar, vencido en Crimea (1853-1856) pero siempre a tener en cuenta por el precario equilibrio de las alianzas europeas.
Así, cuando a mediados del XIX comienza a conocerse en París, Londres, Berlín... una narrativa de profunda reflexión acerca de la humanidad, que medita sobre lo terrenal y lo divino, explora el pensamiento del hombre y las consecuencias de sus acciones, critica con fina ironía el burocratismo y los abusos del poder, que está llena de belleza y de un agudo realismo social, no es poca la sorpresa en aquellas civilizadas y progresistas capitales. ¿Cómo es posible que emerja tal fuerza literaria de un lugar que no tuvo Renacimiento ni Ilustración y que tampoco ha experimentado los impulsos creativos del enfrentamiento entre Estado e Iglesia ni de la Reforma? Para finales de la centuria, ya están traducidas y se admiran las obras de Alejandro Puschkin, Mijaíl Lermontov, Nikolái Gógol, Fiódor Dostoievski, Iván Turguénev, Iván Goncharov, León Tolstói y Antón Chéjov, los nombres mayores de una producción intelectual que, en menos de 100 años, se convierte en referente e influencia insoslayable dentro de la tradición literaria mundial.
El “Siglo de Oro” de la literatura rusa finaliza, según la cronología del escritor mexicano Sergio Pitol, en 1904 con la muerte de Chéjov. Pero a la vuelta está otro estremecimiento de origen asimismo improbable en aquel país: la Revolución de Octubre. Rusia no cumple con el requisito marxista de fuerzas de producción totalmente desarrolladas bajo el capitalismo para la eclosión revolucionaria. Es un país poco industrializado y de campesinos dispersos en un vastísimo territorio. Y sin embargo, es en esa Rusia atrasada donde se instaura el primer Estado comunista de la historia de la humanidad, que resultará ser el mayor condicionante político y económico del acontecer del siglo XX: surgimiento de partidos comunistas, nacionalismo y descolonización en África y Asia, fascismo, anticomunismo, Estado de Bienestar europeo, equilibrio nuclear, neoliberalismo...
En el arco temporal que delimitan esas dos conmociones viven y escriben Leonid Andréyev, Andrei Platónov y Sigismund Krzyzanowski. Sus obras ocupan un lugar destacado en la literatura rusa y, como entre sus gigantes decimonónicos, también entre ellos tienen lugar el destierro, la cárcel, las humillaciones de la censura, la vigilancia oficial de sus vidas y la mirada cruda sobre las condiciones, espirituales y materiales, de la época que les ha tocado vivir.
Los siete ahorcados es, a un tiempo, una crítica a la pena capital y un inventario de las formas del temor más primordial que acorrala a los hombres, de la misma manera que Risa roja es un alegato antibelicista y una exploración de la locura
De Andréyev (1871-1919), lo primero que leí fue Las tinieblas. A comienzos del pasado siglo, en vísperas de una misión muy importante, un revolucionario muy buscado por la policía se refugia en un burdel. Tiene veintiséis años, es virgen y se cae de sueño tras dos días de vigilia para huir de sus perseguidores… La novela transcurre en el cuarto de la hetaira y el diálogo entre el terrorista y Liuba (diminutivo de una palabra rusa que significa amor) se convierte en un viaje de autodescubrimiento y transformación para cada uno de ellos. Él, idealista y dedicado, a riesgo de su propia vida, a actuar para defender a los más desfavorecidos de la sociedad, está convencido de ser puro. Ella, por el contrario, obligada por circunstancias no descritas pero que se descuentan como desgraciadas, se ha visto impelida a prostituirse y a tratar con canallas. ¿Quién es este hombre que solo quiere dormir, ordena frutas y licor y me pide que vele su sueño?, se extraña Liuba. Por su lado, el revolucionario desconoce cuál es la conducta adecuada al lugar, actúa conforme con su naturaleza bondadosa y resiente, a su vez, que su interlocutora desconfíe.
La sospecha mutua es una consecuencia natural de los encuentros primerizos entre quienes se saben diferentes y esto es lo que experimentan los personajes. Pero se trata solo de una frontera y traspasarla no solo les permitirá reconocerse —y aceptarse—, sino también saber más de sí mismos a partir de una mirada externa. Desde el título y por las primeras páginas, puede tenderse a pensar que la novela planteará la confrontación del bien contra el mal y que el cuarto prostibulario, con su aspecto lúgubre, representa la caída del hombre bueno. Sin embargo, lo que ocurre en este relato de Andréyev desmiente esta primera impresión y se salda con la constatación de que los seres humanos, a fin de cuentas, son eso: un continente de luces y sombras. Las tinieblas me hizo recordar Amor y anarquía, una película de la italiana Lina Wertmüller, en la que Giancarlo Giannini interpreta a un anarquista que prepara un atentado contra Mussolini y, mientras, se refugia en un lenocinio, donde se enamora de la puta que lo acoge y hace un viaje hacia su propio ser.
De seguidas, Los siete ahorcados, que la crítica considera su mejor novela. El libro recorre la última noche de cinco anarquistas (tres hombres y dos mujeres), un asesino y un ladrón condenados a muerte, recluidos en una prisión-fortaleza, separada de la ciudad por “una línea de silencio, inmovilidad y sombras”: en sí misma, un ataúd. ¿Quién se es o en quién se convierte alguien que experimenta el miedo de ver, al mismo tiempo, la vida y la muerte? ¿Se es inmortal? Es lo que concluye Musia, la joven rebelde que, en principio, no se considera digna de la muerte que le aguarda y que antes que ella han tenido los verdaderos héroes y mártires. Se avergüenza nada más de pensar que la gente se conmocionará por su fin, al punto de que piensa en el suicidio. Sin embargo, mientras cavila en su celda se pregunta si acaso no será especial por el amor infinito que alberga en su alma, por su disposición infinita a las hazañas... Si es así, no habría que juzgarla por lo poco o nada que ha hecho, sino por lo que ha querido hacer. A partir de allí ya no tiene vacilaciones, ante ella se abre un mundo claro y tranquilo: “A mí me ajusticiarán pero no moriré. ¿Cómo puedo morir cuando ya soy inmortal?”, se imagina que contesta a los verdugos de todo el mundo.
¿O la muerte llega antes de ser realmente y uno se desorienta hasta desconocerse? Serguei Golovin, otro anarquista, joven, atlético, espera el final haciendo ejercicios físicos. “... parecía como si le hubieran desnudado completamente, como si le hubieran desnudado de una forma extraña, no sólo le habían quitado la ropa sino que le habían privado del sol, del aire, del ruido y de la luz, de las acciones y del habla (...) había algo nuevo, asombrosamente incomprensible y que no estaba completamente desprovisto de significado aunque tampoco lo tenía, pero tan profundo, misterioso e inhumano que era imposible descifrarlo (...) ¿Pero qué es esto? ¿Pero dónde es que estoy? Yo... ¿Quién soy yo?”, señala el narrador. En el umbral entre vida y muerte quizá se sigue siendo quien se ha sido, como Tania Kovalchuk, siempre olvidada de sí para pensar solo en los otros. La idea de que va a morir solo la tiene presente porque supone el sufrimiento de los demás. “La ejecución es algo inevitable e incluso algo ajeno, sobre lo que no valía pena pensar, pero el hecho de que alguien en la cárcel (...) no tuviera tabaco era algo insoportable”, se dice. O el miedo llega de súbito y convierte al condenado en un animal esperando el matadero, después de haber sido la férrea encarnación de la voluntad de vivir, como le ocurre a Vasili Kashirin. O se vive el miedo por primera vez y se descubre que el otro importa (Werner). O prevalece la idea de que hay algo injusto en todo ello y no se merece, pese a las graves faltas cometidas, morir (el ladrón). O, sin más, se acepta el destino y se marcha al patíbulo con la misma ligereza con que se pasearía por el campo en un día primaveral (el asesino).
Los siete ahorcados es, a un tiempo, una crítica a la pena capital y un inventario de las formas del temor más primordial que acorrala a los hombres, de la misma manera que Risa roja es un alegato antibelicista y una exploración de la locura. Inspirada por la guerra ruso-japonesa del alba del siglo XX, la novela son páginas llenas de descripciones a las que en su momento se les consideró sensacionalistas y con las cuales Andréyev logra sumergir al lector en el espanto del combate entre seres alienados: “Dicen que algunas secciones se quedaron sin municiones, y allí los combatientes pelean con piedras, con las manos, y se muerden unos a otros como perros”. Tal la insania, que el protagonista se siente aliviado de regresar a casa sin las piernas, que ha perdido en un ataque a su regimiento por soldados de su propio ejército.
Nacido en un hogar pobre, huérfano, con largas temporadas al borde la inanición en su juventud de estudiante universitario y con un intento de suicidio a cuestas, no extraña que la obra de Andréyev esté teñida de pesimismo y marcada por la temática de la muerte, el dolor, la traición y la locura. “Después de haber leído dos de sus páginas, hay que dar un paseo y respirar dos horas de aire fresco”, escribió Chéjov, quien se contó entre quienes apreciaron su talento literario, al igual que Máximo Gorki y Tolstói.
Dzhan tiene un final redentor, pero antes, como ellos, has tenido que asistir a aquella alucinante marcha de desgraciados, de espectros en los que apenas si se logra adivinar un signo de vitalidad
Andréyev se subleva contra el zarismo y luego lo hará contra los triunfantes bolcheviques, quienes lo destierran en Valmein. Huye hacia Finlandia, desde donde ataca a Lenin y donde morirá pocos años después en la completa indigencia. En cambio, Andrei Platónov (1899-1951) es un ingeniero agrícola entusiasta de los revolucionarios, que alterna su escritura con misiones por todo el país construyendo presas, pozos, sistemas de regadío y abogando por la conservación de la tierra y la debida atención a sus habitantes. Con todo, en su obra (novelas, ensayos, artículos de prensa) no escasean los señalamientos críticos al nuevo Estado, al punto de que, paradójicamente, es un autor prohibido y libre en la URSS. Un escritor ruso pero no soviético, condición que determina su trayectoria en el consabido filo de la navaja.
De él, solo he leído Dzhan y Las dudas de Makar. Dzhan es el relato que da nombre al libro que contiene tres cuentos; he olvidado los otros dos, pero igual me quedó la impresión de haber asistido en ellos a momentos del desamparo humano, a la suerte del hombre en un mundo desdivinizado, como he sabido después que pensaba Platónov. En Dzhan, Nazar Chagatayev, recién graduado de economista en Moscú, es destinado a trabajar en su pueblo natal, en el centro del desierto asiático, donde aún vive su madre; a su padre nunca lo conoce. Es un pueblo sin nombre y tan siquiera es pueblo, no más que un puñado de chozas desperdigadas con unos cuantos desheredados del mundo que se han autobautizado como dzhan, que “significa el alma o la vida feliz. El pueblo no tenía nada aparte del alma y la vida que les daban las mujeres-madres, porque les trajeron al mundo”, describe el narrador. Chagatayev marcha entonces a construir el socialismo en el infierno, donde no hay comida ni esperanza. Los corazones de la gente “estaban tan débiles que solo podían contener el amor y el cariño hacia el marido o la mujer: el sentimiento más desamparado, pobre y eterno”, apunta la voz narrativa de la novela. Sus habitantes son mujeres adúlteras, esclavos, viejos, enfermos, incrédulos, delincuentes... en fin, los huérfanos de todas partes, reunidos en aquella zona húmeda, un antiguo mar, donde únicamente pueden masticar hierbas para aquietar el hambre. Con Chagatayev como empecinado guía, emprenden una marcha por el desierto para ir hacia un mejor lugar... Dzhan tiene un final redentor, pero antes, como ellos, el lector ha tenido que acompañar aquel alucinante caminar de desgraciados, de espectros en los que apenas si se logra adivinar un signo de vitalidad. La intensidad de la narración me recordó la sensación de agonía que me transmitió hace años Ciro Alegría con Los perros hambrientos.
Mientras, La dudas de Makar es una sátira en la que un hombre llano, un mujik normal, viaja a Moscú para captar la esencia del hombre nuevo, pero termina en el manicomio, donde ya no tiene de qué dudar. Cuando se publicó, muchos advirtieron que el hombre sabio al que Makar pregunta “¿Qué puedo hacer para ser útil a mí mismo y a los demás?”, era Stalin y que el relato contenía en clave cuestionamientos a la nueva sicología soviética. Fue uno de esos momentos, no el único, en los que la crítica oficial acusó a Platónov de renegado de la literatura proletaria.
El club de los asesinos de letras es una aguda crítica a la censura: impedir la publicación de libros no hace desaparecer su escritura. Frente a las pretensión totalitaria de imponer silencios, la rebeldía vocacional del escritor
Si Andréyev es un escritor de fin de siglo al que asfixia pronto el aire de Octubre y Platónov navega con su propia brújula por el realismo socialista, moviéndose entre el reconocimiento y la condena, Sigismund Krzyzanowski (1887-1950) es un escritor “desconocido” de su época: no pasa la prueba de la censura literaria soviética encarnada en Gorki y muere sin ver publicado ninguno de sus relatos “realistas experimentales”: su primer libro recién será editado en 1989. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si en su obra no hay camaradas, críticas al capitalismo, revolución proletaria, loas a Stalin...?
De este “Poe soviético”, como lo calificó un poeta, solo El club de los asesinos de letras. Un escritor, Zes, salta de la privación a la plenitud material. De joven, vive en una pensión, apenas con lo suficiente, una cama, una silla, un tablón sobre el que escribe y dos maderos que hacen de librero. Un día recibe el aviso de que su madre está muriendo y, para hacer el viaje hasta su pueblo natal, no tiene más remedio que vender sus adorados libros… Al regreso, lo primero es un sentimiento de depresión, sigue tan pobre como al comienzo y sin su tesoro, solo aquellas baldas curvadas y el vacío entre ellas. Sin embargo, es precisamente ese hueco el que acabará por impulsar su carrera literaria: no tiene los libros en físico, pero cada noche es como si los tuviera, acaso como la sensación persistente de un miembro amputado, y lo que es más, las repisas “están llenas” de sus propias creaciones; como si estas estuvieran allí alineadas y él solo tuviera el trabajo de tomarlas y ponerlas por escrito. Así se convierte en un escritor de renombre, pero llega el momento en que lo harta la demanda insaciable de los editores y decide no publicar más. Por eso forma el club, que sesiona en una habitación con un hogar, siete sillones y tablones vacíos en las paredes. Cada sábado, uno de los miembros relata la historia, la idea, de lo que se la ha ocurrido y los demás discurren sobre ella, sugiriendo cambios, finales alternativos, etc. Sabemos de Zes, y de sus cofrades que igualmente se identifican con monosílabos sin sentido, por un visitante externo, innombrado, que es invitado para resolver una inquietud de esos singulares fabuladores: atestiguar si lo que hacen tiene sentido en opinión de un tercero.
La novela incluye las historias escuchadas: hay ciencia-ficción política (un mundo donde la uniformidad de conducta es inducida, en una referencia clara al régimen de Stalin); una suerte de fábula medieval sobre cuál es el sentido de la boca: si besar, comer o hablar; otra donde se trata el tema de la identidad, con un personaje que hace las veces tanto de párroco como de bufón de feria… El club de los asesinos de letras pone de relieve la impotencia de la censura: impedir la publicación de un libro no hace desaparecer su escritura. Frente a las pretensión totalitaria de imponer silencios, la rebeldía vocacional del escritor. Como aquel artista de Lección de alemán, de Siegfreid Lenz, que pinta cuadros invisibles tras la prohibición nazi de continuar su obra, Krzyzanowski sigue escribiendo pese al reiterado dictamen de que sus relatos son impublicables: deja a su muerte una valiosa proclama contra los censores soviéticos y de todos los tiempos en forma de unos cuatro mil manuscritos.