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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Permítanme decirles algo

Firmin, El lamento del perezoso y otras novelas de Sam Savage

 
 

A Sam Savage (1940-2019) por supuesto que no se les escapaba la trivialidad de que la intención del autor cuenta poco o nada como determinante de lo que interpretará el lector. Pero saber que la lectura es también un acto de creación no evitó que le desconcertaran los comentarios que generaba su exitosa novela. Se estaban vendiendo miles de ejemplares en Estados Unidos y Europa, pero él sentía que no se comprendía lo que había querido comunicar, al punto de que se preguntaba si se referían al mismo libro que había escrito. En su siguiente novela fue más explícito, pero a juzgar porque no alcanzó una repercusión similar a la anterior, el gran público lo que esperaba era otra historia linda. Siempre ajeno a la vanidad autoral, incluso en la oportunidad que lo abrumaron con pedidos de entrevistas, reseñas elogiosas en los diarios y contratos para traducciones a varios idiomas, en sus próximos relatos siguió siendo fiel a lo que deseaba transmitir, sin concesiones al gusto general: “El trabajo de un novelista no es ser misericordioso”.

Firmin es la décima tercera de una camada de ratas que nace en el sótano de una librería de viejo en Boston. Ser el último en el alumbramiento equivale casi siempre a ser el más débil, de modo que pronto queda clara su incapacidad para asegurarse leche de una de las doce tetas de su progenitora. Hambriento y aún sin la experiencia necesaria para buscar fuera alimento por sí mismo, comienza a comer lo único que abunda en el lugar: libros. Primero literalmente, pues traga pasta de papel; luego en sentido metafórico, ya que su dieta ha tenido el asombroso efecto de enseñarle a leer.


Los lectores, silenciosos, recortados de su alrededor, capaces de pasar horas y horas con la mirada clavada en las páginas, viajando y pensando quién sabe qué, siempre han sido vistos con desconfianza por los ajenos a la lectura. De manera que Firmin se convierte en un marginado doble: expulsado del universo de sus congéneres, sin embargo no tiene las condiciones necesarias para desenvolverse en ese otro mundo que observa desde diferentes puntos estratégicos del techo de Libros Pembroke. La lectura le genera mucho placer, pero esa actividad le engendra al mismo tiempo una profunda angustia. Sus pensamientos, miles y diversos, se quedan presos en su cabeza, no tiene manera de compartir su mundo interior engrandecido por Faulkner, Joyce, Spinoza… Tampoco de decirle a nadie que está enamorado de Ginger Rogers, esa rubia que parece volar de la mano de Fred Astaire y a quien conoce cuando descubre que el cercano cine Rialto es una fuente confiable de comida. Es vano plantearse intentarlo con los cretinos de su propia especie, pero al mismo tiempo su aparato fonador no le permite articular ninguna palabra para hacerse entender por el dueño de la librería, Norman, quien al descubrir su presencia solo atina a la atávica respuesta humana de acabar con las ratas, cosa que casi logra usando veneno.


A Firmin tampoco le va mejor cuando aprende lenguaje de señas y prueba a hablar mediante gestos en un parque: termina con una pata rota e inconsciente en un matorral tras huir de otros Norman. Sin embargo, de allí lo rescata Jerry Magoon, un solitario escritor fracasado de ciencia-ficción, borrachín y amante del jazz que vive al lado de Libros Pembroke y es uno de los sobrevivientes del vecindario decadente de la plaza Scollay, condenado a desaparecer por los planes de renovación urbana de la ciudad. Con Jerry comerá en la misma mesa, escuchará a Charlie Parker y Billie Holiday e irá de paseo. “No, tío, no está amaestrado, está civilizado”, contestará el escritor cuando le inquieran sobre esa graciosa y cabezona rata que lleva en el bolsillo de la camisa. Pero eso será todo cuanto le otorgará el destino a Firmin: ser una tierna y acariciable mascota: “Me habría encantado renquear por la vida envuelto en la peluda armadura de mi disfraz de mascota, si hubiera tenido la seguridad de poder quitármelo cuando quisiera, de poder arrancarme esa carita tan adorable para presentarme ante los demás como la criatura que me consta ser”.


Después del gran éxito de Firmin (2006), Savage dio a la imprenta El lamento del perezoso en 2009. Es una novela armada sobre las cartas que Andrew Whitaker, de 43 años, frustrado escritor y editor de una revista literaria de poca monta, Soap A Journal of the Arts, así como dueño de una quebrada inmobiliaria que heredó, remite a autores e inquilinos, aparte de las que envía al banco para excusar los impagos de su hipoteca y a Jolie, con quien sigue casado pero que se ha marchado a Nueva York para ser actriz de teatro. Abandonado por su esposa; sin obra mínimamente reconocida, a diferencia de dos amigos con quienes de joven compartió la ambición literaria; aquejado por deudas, sin poder corregir su postura encorvada…, sus epístolas dan cuenta del descenso y se van agriando en el tono y llenando de imposturas conforme se hace patente que un último intento, organizar el Primer Festival Anual de la Literatura y las Artes de la Revista Soap, también está condenado al fracaso.

“Si yo fuera capaz de pasar revista a las ruinas de mi vida y salir con una historia verosímil, lo tendríamos todo resuelto”

En el período de cuatro meses que abarcan las misivas, Whitaker pierde su mínima reserva de esperanza y oscila entre la autocompasión y el autoengaño, cuando no opta por la actitud agresiva del resentido o por las medidas desesperadas y ridículas de quien está, sin remedio, confinado a los márgenes. Con este ánimo, ya no razona con los morosos inquilinos de sus ruinosas propiedades, sino que los insulta y amenaza de varias maneras. Pierde el tacto delicado con que rechazaba colaboraciones para la revista y, por otro lado, alienta a una joven que le envía poemas acompañados de fotos atrevidas, no tanto porque le interese su obra, como por la perspectiva de acostarse con ella. A su esposa le advierte que no puede darle más dinero. Trata de retomar el vínculo con una muchacha con quien pasó un intenso fin de semana, solo que ella, Anita, responde a sus cartas diciéndole que lo que ella recuerda “es una chica muy joven y muy asustada, presa en una mugrienta habitación de motel con un acosador neurótico”. A sus dos amigos escritores les pide alternativamente que participen en el proyectado festival y en cada ocasión lo hace elogiando al destinatario y descalificando al otro… Como ninguno lo toma en cuenta, invita a Norman Mailer, quien tampoco se da por enterado (la novela transcurre en los años 70 del pasado siglo). A esta desdichada cadena se agrega la acusación judicial por alterar el orden público, pues interrumpió una actividad en el parque de The Art News, la publicación rival de Soap A Journal of the Arts, aunque al parecer su perfomance fue lo mejor de la jornada, según sendas cartas enviadas por lectores del periódico local. También muere su madre, quien estaba internada en un geriátrico, pero esto le apesadumbra menos porque siempre creyó que era “una imbécil, una antipática y una egoísta”. En una de las cartas a Jolie le confiesa: “Si yo fuera capaz de pasar revista a las ruinas de mi vida y salir con una historia verosímil, lo tendríamos todo resuelto”.


Whitaker escribe desde su casa, rodeado de un indescriptible desorden de cajas y papeles. Ha tapiado las ventanas pero quedan resquicios para mirar afuera, le han cortado el teléfono, raramente enciende la luz y se alimenta de enlatados. Los protagonistas de las dos novelas siguientes del escritor estadounidense, Edna (Cristal, 2012) y Harold Nivenson (El camino del perro, 2016), comparten con Whitaker un escenario similar (la casa desordenada), un puesto de observación del mundo exterior (la ventana), una ocupación (escribir fragmentos sobre sus vidas) y el estado de ánimo propio de quienes han visto explotar sus mayores ilusiones. Edna es una mujer vieja, a la que le solicitan un prólogo para la edición aniversario del único libro por el que algunos recuerdan a su difunto esposo, Clarence Morton. En principio se niega, pero igual desempolva una vieja máquina de escribir y comienza a teclear sobre hojas que no enumera y que se caen de la mesa, sin que ella se preocupe de al menos recogerlas. No escribe sobre Clarence, sino sobre su vida con él. Ella provenía de un ambiente culto y rico, él era de origen humilde y con una educación promedio. Eran jóvenes, leían juntos, querían ser escritores y tras la muerte de su padre, Edna heredó suficiente dinero para costear viajes a Francia, México, Venezuela y África, y vivir sin preocupaciones económicas por bastante tiempo. Clarence era el más ambicioso de los dos, quería a toda costa ser una gloria literaria y sepultar su pasado de pobreza. Pero sus cualidades no estaban a la altura de sus propósitos, sobreactuaba en las reuniones, escribía con fallas significativas y, luego de su modesto éxito, se convirtió al fin en unos de esos escritores de relatos menores que siempre son rechazados por revistas prestigiosas como Esquire o The New Yorker. Como suele suceder, cuando uno de los polos irradia mucha luz, el otro tiende a la oscuridad y cuando aquel brillo se opaca, ya no queda energía en quien estuvo tanto tiempo en las sombras.


Sin más, sin notificar que renuncia, Edna deja de ir al trabajo, donde era la repartidora de la correspondencia por las oficinas. Ya no lee, sino que se dedica a los crucigramas y camina sin ningún destino cuando sale a la calle. Escribe en la mesa de la cocina, cerca de la ventana libre que da al este y por la que mira al sol asomarse por encima de una fábrica de helados, las otras dos ventanas de ese lado del apartamento están cubiertas de papelitos amarillos con recordatorios y anotaciones. Puede pasar horas echada en el sofá, la casa cada vez está más sucia y últimamente ha comenzado a marearse. Su vecina de abajo, Potts, la única además de ella que vive en ese olvidado edificio de tres pisos, le ha encomendado el cuidado de una rata, unos peces y un helecho mientras está de viaje. La novela termina antes de que Potts regrese, pero no antes de que Edna deje morir a los animales y la planta… Escribe: “La pregunta es: ¿cómo ha llegado ahí esta mujer?, ¿por qué se queda? Se lleva comida a la boca, se viste, respira. ¿Está escapándosele el mundo? ¿Está haciéndosele pequeño, como visto por un tubo largo? ¿Está oscureciéndosele?”.

“Hubo un tiempo largo, entre los veintinueve y los treinta y tres años, en que conseguí engañarme a mí mismo tan a fondo que casi fui feliz”

Nivenson también es viejo. Vive en un caserón victoriano, una inmensa reliquia en medio de un barrio gentrificado por el que aún camina de cuando en cuando sin rumbo, ahora que ha muerto Roy, su perro, aunque de cualquier manera le cuesta pasear: primero se apoyaba en un bastón, luego en dos y finalmente ha necesitado muletas para caminar. Su cama está en medio de la sala, rodeada de ropa sucia, libros que no lee y aparatos que no utiliza; hace sus necesidades en un tobo que a veces se olvida de vaciar en el baño. Nivenson escribe en fichas que, al igual que los folios de Edna, pueden terminar regadas por el piso. No es esta su única semejanza con la protagonista de Cristal, pues él también ha heredado una pequeña fortuna, ha desistido de ser escritor y preferido vivir, como mecenas, aplastado por la espesa sombra proyectada por una personalidad avasallante, el pintor Peter Meininger. Este alcanzó más fama que Clarence, pero vivió igualmente insatisfecho hasta que se suicidó en la cocina de su mansión, mientras docenas de personas estaban pasándosela bien al otro lado de la puerta. “Con su final espectacular y chocante, Meininger me superó incluso en el arte de fracasar”, recuerda.


Nivenson dedicó buena parte de su herencia a la compra de pinturas, las mismas que ahora ocupan todas las paredes de la sala o se ocultan unas a otras, apiladas en habitaciones. Su hijo y su nuera lo visitan con la misma regularidad con que insisten en que debe vender todo, los cuadros y la casa. También ha venido Moll, la antigua modelo que Meininger pintó con mil variaciones recostada en una tumbona, para ocuparse de él y poner un poco de orden. Entretanto, Nivenson piensa que “hubo un tiempo largo, entre los veintinueve y los treinta y tres años, en que conseguí engañarme a mí mismo tan a fondo que casi fui feliz”.


Todos los escritores dejan de sí en sus personajes, no importa si los dibujaron con su imaginación o los calcaron de modelos reales. En el caso de Savage, el desencanto y la soledad que experimentan los suyos son el trasunto de su propia circunstancia vital. Alrededor de los treinta años le diagnosticaron alfa-1 antitripsina, una enfermedad incurable que tanto podría causarle la muerte por una insuficiencia hepática o por un enfisema pulmonar. “He sobrevivido muchos años a mi pronóstico, pero durante décadas la enfermedad no me permitió contemplar una vida normal que se extendiera hacia un futuro vago y lejano. Todos mis narradores están, de un modo u otro, en proceso de morir (…) Tal vez el hecho de estar enfermo y durante los últimos veinte años es evidente me ha hecho más sensible a la despreocupación con la que normalmente y supongo que puedo decir que misericordiosamente nos dedicamos a vivir. Pero existe la verdad en la ficción. Una novela, si es buena, debería hacernos ver las mentiras que nos contamos a nosotros mismos. El trabajo de un novelista no es ser misericordioso (…) La conciencia de la muerte nos devuelve a la soledad (solitude) esencial del yo como ninguna otra cosa puede hacerlo. Estamos hablando ahora de algo más fundamental que la soledad (loneliness) que puede ser aliviada por otras personas. Hablamos de la soledad (aloneness), ese estado en el que somos genuinamente nosotros mismos y nadie más, cuando el mundo social con sus innumerables engaños ha caído. Todos mis protagonistas viven, cada uno a su manera, en esa soledad”, respondió en una entrevista de 2015 cuando le preguntaron si la enfermedad había influido en sus ficciones.


Esto fue lo que realmente quiso decir con sus novelas y, claro está, el gran público no tiene mucha disposición para leer cosas como las que anota Nivenson en sus fichas: “Lo que no sabemos, lo que no queremos saber, es que bajo una ligera capa de necia felicidad nuestras vidas individuales no son sino reproducción y muerte, no tienen ningún otro propósito, no estamos en la tierra para ninguna otra cosa”.


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