Novelas de Junichiro Tanizaki, Yukio Mishima y Aki Shimazaki
En los años 50 del pasado siglo, los psicólogos Joseph Luft y Harry Ingham propusieron un modelo para explicar el conocimiento que se tiene de sí mismo y la dinámica de las relaciones interpersonales. Lo llamaron “ventana de Johari” (acrónimo de sus nombres) y se representa así:
Los cuadros son dinámicos, lo que quiere decir que la información contenida en cada uno puede desplazarse entre ellos según nuestro momento vital, el tipo de relación que mantengamos o el entorno donde nos encontremos, y cada ampliación/reducción en uno modifica el tamaño del resto. A partir de aquí, Luft e Ingham caracterizaron 16 tipos de relaciones interpersonales, pero baste con señalar que cuando dos personas con áreas libres grandes se relacionan, prevalece la sinceridad recíproca, la comunicación fluye, hay mucha empatía y comprensión… Es a lo que aspira cualquier pareja y constituye un ideal para la institución social del matrimonio, al menos desde que este dejó de basarse en intereses no afectivos, que podían mantener unidos bajo el mismo techo a dos completos extraños, y la gente comenzó a casarse por amor.
Sin embargo, nadie habrá dejado de notar que no pocas veces la clave para la estabilidad y duración de una relación de pareja radica en el área oculta. Según el principio de afectación mutua de las proporciones establecido por Luft e Ingham, es posible que ocupe una superficie menor de la ventana con respecto al área libre, pero que sea más pequeña no la hace necesariamente menos densa. En el cuadro de lo oculto se aloja el secreto y este puede contener mucho en poco espacio, ser muy significativo, previstas las consecuencias negativas que acarrearía su revelación o, en otras palabras, por su poder para mantener conectadas intimidades justo porque se le desconoce.
La ocultación intencionada es el engranaje de interrelación y movimiento de los personajes de Luna llena (2022), de Aki Shimazaki; La llave (1956) y Hay quien prefiere las ortigas (1929), de Junichiro Tanizaki, y Confesiones de una máscara (1949), de Yukio Mishima, las cuatro novelas del pequeño ciclo de lecturas de autores japoneses que disfruté en los últimos días. Solo gracias al secreto ha sido posible un largo matrimonio, el intento de salvar otro y el pacto para poner fin a un tercero, así como la supervivencia individual en un entorno social intolerante hacia la diversidad sexual.
En la novela de Shimazaki (nace en Japón en 1954 pero se residencia en Canadá en 1981 y escribe y publica en francés desde 1991), Tetsuo y Fujiko Niré conforman un matrimonio desde hace casi medio siglo. Tienen tres hijos: la mayor, Kyoko, muere de cáncer y la del medio, Anzu, y el menor, Nobuki, hace ya tiempo que hacen sus vidas independientes de casados y con niños. Ahora que ambos cuentan con 76 años, viven en una agradable residencia para gente de la edad madura. “Cuidamos de por vida con respeto” es el tranquilizador lema del lugar y ellos han comprobado que se cumple esa promesa. Se trasladaron allí hace poco más de un lustro, después de que el varón se mudó con su esposa a una casa propia, pero también porque los síntomas de alzhéimer de Fujiko se agravaron desde entonces. Se vale por sí misma y es posible conversar con ella sobre cosas de la cotidianidad, pero no reconoce a sus hijos ni a sus nietos y una mañana ha salido alarmada de su habitación ante la presencia de un desconocido en su cama. Tetsuo la encuentra en compañía de la enfermera, quien para calmarla le ha dicho que ese extraño es su prometido, a quien ha conocido por miai (encuentros convenidos con vistas al matrimonio). Esa versión la tranquiliza y acepta seguir compartiendo la habitación con él, pero lo hacen en áreas separadas por un biombo. “Su estado de confusión puede evolucionar de un día para otro, pero hay que escucharla con paciencia y no llevarle la contraria”, le aconseja la enfermera a Tetsuo. “Decir la verdad es perjudicial en estos casos”, agrega.
Él se atiene a esta recomendación, pero inesperadamente Fujiko no: en la espesura de su confusión ha comenzado a titilar con persistencia una luz que parece prometer alumbrar un episodio verdadero, aunque no del presente sino de hace unos 30 años. Luego de que asisten a una velada musical en la residencia, donde la interpretación del Nocturno Nro. 20 de Chopin ha conmovido hasta las lágrimas a Fujiko, y de que esa misma noche han visto en un programa televisivo al afamado director de orquesta Rei Miwa, la esposa de Tetsuo ha comenzado a insistir en que debe devolverle trescientos mil yenes a este músico: se los dio para que se practicara un aborto, pero como al final decidió tener la criatura, debe regresarle el dinero. Se lo ha contado todo, apenas él preguntarle sobre la razón de ese préstamo.
Tetsuo sabe que quienes padecen alzhéimer suelen inventar historias a partir de recuerdos dispares y lo que le cuenta Fujiko tiene trazos de realidad: ella sufrió dos abortos antes de tener a Kyoko y una vez asistió a un concierto de Miwa, invitada por Tami, una amiga íntima. Sin embargo, vislumbrar un secreto, por disparatado que parezca, es suficiente para convertirlo en un misterio (en el sentido de lo que no se rinde a la comprensión con facilidad) y lo que revela su esposa desata en Tetsuo el deseo de hallar una explicación a ese desvarío tan inquietante por todo lo que implicaría de ser cierto. Como al protagonista masculino de Luna llena, al lector le toca recorrer casi toda la novela de Shimazaki para saber qué ocurrió la noche del concierto de Miwa, pero antes sí se entera de que Fujiko no ha sido feliz en su matrimonio. Al casarse, vivieron en la casa de los padres de él y ella fue una nuera modelo, que siempre cuidó con dedicación y cariño a sus suegros, pero una vez que estos murieron y que Anzu y Nobuki se mudaron, Fujiko ya no encontró motivos para permanecer con Tetsuo. Nunca ha estado satisfecha, pero cuidar de los suegros y los hijos le permitió distraerse de su prisión, le revela Nobuki a Tetsuo, a quien ella se lo confesó cuando el hijo se marchó de la morada paterna. La infelicidad de su esposa no es lo único de lo que se entera Tetsuo, porque Fujiko también se ha guardado de decir cosas contemporáneas del concierto de Miwa que sabe de su esposo. Fujiko vive como las cigarras de las que tanto sabe y cuya referencia es continua en todo libro: en Estados Unidos, las larvas de estos insectos pasan muchos años bajo tierra y cuando salen lo hacen apenas por un mes o poco más antes de fenecer: el tiempo suficiente para aparearse. Tetsuo le dice que así es la vida, pero ella lo corrige de inmediato: no quiere que se casen solo para tener hijos (y cuidar a los suegros, podría agregarse). Le pregunta: “Vivir, ¿qué significa para usted?”. Como ve que titubea, ella misma responde: “Para mí es amar y ser amado. Si nos casamos, quiero que nos amemos toda la vida”.
“A decir verdad, creo que viviré separada de tu padre”, le había dicho a su hijo y si no lo hizo fue porque poco después comenzaron los síntomas de su enfermedad. Sería mucho especular que la demencia de Fujiko derivó de sus secretos, pero pienso en algo sobre lo que la neurología y la psicología social ya reúnen evidencia: guardar secretos importantes puede tener un impacto negativo en la salud. Estar alerta para evitar lo que no se puede decir y advertir lo que el otro pudiera saber, así como tener que recurrir a renovadas formas de ocultación, no solo por omisión sino también por comisión (mentir), consume una gran cantidad de energía y el resultado es estrés mental y agotamiento de los recursos cognitivos. Pero, además, “cargar un secreto” no es solo una metáfora, al menos esa es la conclusión a la que llegaron en 2012 el estadounidense Michael Slepian y sus colegas investigadores. En la línea de los estudios en diversos campos que sugieren que los conceptos abstractos están vinculados a las experiencias corporales con las que se les describen metafóricamente, demostraron que guardar un secreto puede sentirse y ser tan agotador como soportar un peso en el sentido físico.
En 2017, en la continuación de sus trabajos sobre cómo es el secreto y qué consecuencias supone para el comportamiento y el bienestar de las personas, Slepian (Universidad de Columbia) y su grupo se apartaron de las definiciones tradicionales (ocultación deliberada de información a al menos otra persona, inhibición activa de la revelación o engaño intencionado mediante un acto de omisión, por ejemplo) porque todas sugieren que el secreto solo tiene lugar en presencia de la persona a la que se le oculta información. “Definimos el secreto como la intención de ocultar información a uno o más individuos (…) la intención de mantener la información en secreto existe incluso cuando la persona a la que se le oculta el secreto no está físicamente presente (…) Al contrario de lo que se ha hecho hasta ahora con el secreto y la intuición de los profanos, sugerimos que mantener la información oculta durante una interacción social puede no ser la característica que define el secreto (…) Sugerir que el secreto es equivalente a la inhibición de la información durante una conversación es problemático porque este tipo de inhibición social no es exclusivo del secreto. Las personas inhiben aspectos del discurso durante las interacciones sociales por un sinfín de razones, como las normas de cortesía, la corrección política o la autopresentación, ninguna de las cuales requiere una intención explícita de ocultar información personal a los demás (…) Nuestra nueva concepción del secreto permite otra vía por la que el secreto puede ser perjudicial: las personas pueden descubrir que sus mentes tienen tendencia a vagar por sus secretos. Y, lo que es más importante, sorprenderse repetidamente pensando en los propios secretos en momentos irrelevantes podría resultar tan perjudicial como ocultarlos activamente en las interacciones sociales”.
Que el secreto está casi siempre activo, en tanto que la mente se dirige hacia él con frecuencia fuera de los entornos de ocultación, es evidente en La llave, donde el profesor y su esposa, Ikuko, pasan mucho tiempo pensando en lo que ocultan al otro y en cómo hacerlo. Pero a diferencia de lo que predice la teoría de Slepian y los suyos, para los personajes de Tanizaki (1886-1965) la presencia casi ininterrumpida del secreto no se produce por el vagabundeo mental: han decidido que sea un pensamiento recursivo, al punto de que sus diarios están dedicados a esa voluntad de ocultación. En esta novela del japonés el lector descubre algo más sobre el secreto: que su revelación no siempre es equiparable al conocimiento de la verdad y que en sí mismo puede ser una invención. Con todo, es la manera de relacionarse que convienen los personajes para resarcirse de 20 años de insatisfacciones matrimoniales, sobre todo sexuales.
El profesor ha escrito diarios toda su vida, pero ese día de enero ha decidido que, por primera vez, tratará sobre su vida sexual con Ikuko, quien en dos décadas solo ha consentido hacer el amor en silencio y en la misma posición. Sin embargo, reconoce que ella tiene una adecuación física perfecta para el sexo y, pese a su frágil salud general, es vigorosa en la cama a sus 45 años, demandándole una energía que él, a sus 56, ya no tiene. Por su parte, ella ha comenzado sus anotaciones sobre este tema como propósito de año nuevo. “Como de costumbre, mi marido experimentó la culminación del placer y, como de costumbre, yo me quedé insatisfecha. Luego me sentí despreciable. Él siempre me pide disculpas por su insuficiencia y, no obstante, me ataca por ser fría”, consigna en sus páginas. Su esposo no comprende, escribe, que su pasión es una llama pálida y secreta, no resplandeciente, que ella fue educada para ser reservada, nunca agresiva con los hombres. Pero anota también que ha comenzado a creer que su matrimonio ha sido un error: se casa con él porque ha sido el deseo de sus padres. “Tengo que aguantarle, por supuesto, ya que es mi legítimo esposo, pero hay ocasiones en las que me siento incómoda solo con verle. No exagero, y no se trata de una sensación nueva para mí. La experimenté la primera noche de nuestro matrimonio, durante la luna de miel…”, confiesa en la intimidad de su escritura. Pese a sus profundos desencantos, ambos afirman amar al otro y declaran que nunca han leído el diario ajeno.
El 28 de enero ella sufre el primero de los desmayos. Han estado tomando coñac con su hija, Toshiko, que por entonces aún vive con ellos, y con Kimura, un colega de él que tiene un aire a James Stewart, el actor favorito de Ikuko, y cuyas visitas el profesor alienta porque lo considera buen candidato a yerno. En un momento de la velada, Ikuko se ha levantado y dirigido al baño, donde, pasado un rato inusualmente largo si solo se tratara de satisfacer una necesidad fisiológica, la encuentran desnuda y desmayada en la bañera. El profesor y Kimura la secan y la llevan a la cama. Anemia cerebral, diagnóstica el médico familiar, al que convocan de urgencia, y esa noche, cuando ella se encuentra adormecida por la medicina, él cumple su fantasía de verla por completo desnuda, de poder detallar su cuerpo como quien se abisma en un mapa. La contempla durante más de una hora bajo la intensa luz fluorescente de la lámpara que ha traído de su estudio y, ante la maravilla de la absoluta pureza de su piel, siente que es como iniciar un nuevo matrimonio. Hace todo lo que ella considera repugnante, como acariciarle los pies con la lengua, y la posee con un vigor desconocido. Él cree que solo finge dormir porque lo ha tocado, gesto que siempre ha evitado, pero al mismo tiempo duda porque ha murmurado el nombre de Kimura como en sueños. En el registro de lo que recuerda de esa noche, Ikuko anota que ha estado oscilante entre la vigilia y el sueño, y que le ha parecido real su sensación de que quien la ha abrazado ha sido Kimura, pero, por otro lado, ¿cómo puede ser eso posible?: “Sabía que lo que ocurría realmente era que mi marido me estaba violando, y que él solo imaginaba que era Kimura-san. Pero lo asombroso del caso era que yo seguía sintiendo una satisfacción que nunca podría relacionar con mi marido. Si es el Courvoisier lo que me ha producido esa ilusión, me gustaría tomarlo a menudo”. El profesor también ha pensado que tiene que hacerle beber más seguido.
Lo que sigue es la repetición de la experiencia, mucho coñac, desmayo en el baño, inyección y ¿violación?, en una escalada que termina involucrando a Kimura y a Toshiko. Aquel le presta al profesor una Polaroid para que fotografíe a Ikuko desnuda y este, cuando se cambia a una cámara de 35 mm, le da los rollos para que los revele porque los celos lo excitan sobremanera y ha comenzado a imaginar que si su esposa se entera se sentirá autorizada para cometer adulterio. Mientras, Toshiko, en conocimiento de las imágenes, cree que el depravado de su padre es quien obliga a su madre a cumplir exigencias sexuales humillantes, por lo que favorece las circunstancias para que le sea infiel con Kimura y lo haga sufrir. Ikuko, entretanto también se entera de las fotos, considera que si verla desnuda y fotografiarla le procura tanto placer al profesor, ella como esposa obediente no debe privarle de ello, menos cuando “a cambio de ser una esposa virtuosa y sumisa, puedo satisfacer mi fuerte apetito sexual”. El profesor se transforma así en un animal obsesionado por el sexo y está agradecido a Kimura por convertir a su esposa en una amante audaz, con una actitud seductora y mejor técnica amatoria, y llega a pensar si agradecerle también a su hija, quien creyendo causarle daño, en realidad le ha prodigado un infinito placer. No repara en el deterioro de su salud, que se quebranta hasta el límite por el abuso de fármacos y por la dieta inadecuada que le permiten mantener su ritmo endemoniado en la cama. En este retorcido juego, los cuatro cooperan con eficacia mientras se engañan mutuamente y el mecanismo que ha hecho eso posible ha sido la simulación de un secreto.
Un cuarto de siglo antes de La llave, Tanizaki ya había hecho del secreto la clave narrativa de otra de sus novelas: Hay quien prefiere las ortigas. Kaname y Misako tienen una década de matrimonio y un hijo, Hiroshi, de 10 años. De Misako se sabe que cuenta 39 años, de Kaname no hay precisión al respecto pero tampoco indicios de que no sean contemporáneos, poco más, poco menos. Concuerdan en sus gustos y opiniones, y no existen resentimientos profundos entre ellos. Sin embargo, han decidido divorciarse: se ha esfumado la atracción sexual mutua y, en el fondo, no quieren convertirse en viejos, sino volver a ser libres para disfrutar otra vez de su juventud. Aunque ambos coinciden en que es una insensatez transformarse en fósiles solo por amor a su hijo y que la separación es lo mejor, es Kaname quien en realidad está convencido de ello. Es él quien rehuye el contacto íntimo cuando llevan uno o dos años de casado y, todavía más, la pregunta de cómo dejarla le ha rondado desde casi el primer día de matrimonio, como si separarse de Misako hubiera sido la verdadera razón para estar con ella. A él le parece que resultaría más fácil el divorcio si Misako se comportara como una mujer del tipo cortesana, por eso se ha desentendido de la relación de ella con Aso, un hombre al que conoció hace dos años en un curso de francés. Misako sabe que hay miles de esposas desgraciadas en el mundo y que pese al rechazo activo de su marido, no tiene motivos suficientes para justificar el abandono del hijo y de Kaname. Desde que se lo ha confesado, está convencida de que para disolver su vínculo con Aso y no dejar rastros de él es suficiente con que su esposo se lo pida.
La decisión, en cualquier caso, está tomada, pero ambos son unos cobardes y los dos están más dispuestos a desempeñar el rol del abandonado que a tomar la iniciativa. Cuando hablan de la separación, siempre llegan hasta cierto punto y luego se detienen porque saben que acaban llorando. No se avergüenzan de su pusilanimidad y para ajustarse a ella acuerdan seguir el siguiente programa:
“1.- De momento, para cubrir las apariencias, Misako continuará siendo la esposa de Kaname.
”2.- Por el mismo motivo, Aso seguirá siendo un simple amigo.
”3.- A condición de no despertar sospechas, el sentimiento que une a Misako y a Aso seguirá libremente su curso, tanto en el plano físico como en el espiritual.
”4.- Si después de un periodo de dos o tres años resulta previsible que Aso y Misako son compatibles, se quieren y desean unirse en matrimonio, Kaname tomará la principal responsabilidad para pedir que el padre de Misako dé su consentimiento a esa nueva unión y él, por su parte, la cederá formalmente a Aso.
”5.- Ese periodo de dos o tres años servirá de prueba para ver la clase de afecto que une a Misako y Aso. Si la prueba da resultado negativo, revelando incompatibilidad de caracteres entre ambos y por tanto la inutilidad de su matrimonio, Misako permanecerá en casa de Kaname como hizo hasta hoy.
”6.- Si el experimento da resultado y Aso y Misako se casan, Kaname seguirá considerándoles como dos buenos amigos”.
Su estrategia implica una nueva moralidad, libre de prejuicios, un modelo de matrimonio revolucionario para la sociedad japonesa de la época y, conforme a sus propias naturalezas, carecen de valor para imponerlo y defenderlo frente al resto, sobre todo ante el padre de Misako, quien cree que el jazz consiste en unos hombres vestidos al estilo occidental que se dedican a hacer ruido; que los baños no tienen que ser amplios e iluminados sino pequeños y oscuros, porque exponer ante uno las inmundicias propias valiéndose de que nadie lo ve es una falta de sensibilidad y buen gusto; que no es femenino maquillarse en público y, en definitiva, que “una mujer con ideas propias y sensibilidad acaba, con el tiempo, por volverse molesta y desagradable; es mejor, por tanto, enamorarse de una que pueda ser amada simplemente como una muñeca”. Kaname, quien por el contrario lamenta que en la vida emotiva de los japoneses las mujeres queden reducidas a esa condición inferior y cuyo ideal de mujer es que sea moderna, inteligente y con algo de cortesana, sabe que no hay casi ninguna oportunidad de que el viejo acepte ese arreglo.
¿La solución? Desarrollar el programa desde el área oculta que comparten con un primo de él, Takanatsu, y con Aso. “Dicen que en Occidente, el adulterio, entre la gente de clase elevada, no es raro. Generalmente no acostumbra a ocurrir que haya engaño por parte de los cónyuges, sino que cada cual reconoce y acepta la situación, algo así como ocurre en nuestro caso, ¿no te parece? Creo que si en nuestro país la sociedad lo consintiese, yo estaría encantado de poder arreglar las cosas así por el resto de mi vida”, le dice a su primo, quien en cada visita —vive en China— le recrimina su tardanza en divorciarse. Kaname y Misako pueden seguir así, pero Takanatsu le revela el secreto a Hiroshi y con ello precipita que, poco después, Kaname le escriba una carta al suegro para ponerlo al tanto.
“Siendo las circunstancias tal como las describes, tu vergüenza y tu indignación deben ser como para no admitir interferencias. Hay sin embargo ciertos puntos que discutir y me tomo la libertad de pedirles a ti y a Misako que me hagan una visita próximamente. Discutiré el problema amigablemente con vosotros y espero lograr que ella reconozca su locura y si no adopta una actitud arrepentida, deberé hacerle sentir el peso de mi castigo. Debo pedirte humildemente que la perdones si está dispuesta a rectificar”, le escribe de vuelta. La novela termina con la visita a la casa del padre de Misako.
Si en las historias de Shimazaki y Tanizaki el secreto solo está en su acepción de la información que se oculta al otro, en la de Mishima (1925-1970) además se le encuentra en su sentido de ser la esencia de algo, como constituir lo más verdadero en la identidad de alguien, que es lo que le sucede al protagonista de Confesiones de una máscara, Koo-chan.
A los cuatro años de edad, Koo-chan no puede advertir que las señales de esa época temprana de su vida presagian una desoladora exclusión, pero su alma infantil se estremece por el presentimiento de una pena futura, cuya razón se le escapa. Una tarde, cuando camina de la mano de su mamá o de una tía, ambos se apartan en la calle para dejar pasar a un hombre joven, el encargado de botar las inmundicias nocturnas. “El examen a que sometí a aquel joven fue insólitamente minucioso para un niño de cuatro años. A pesar de que entonces no me di clara cuenta de ello, aquel muchacho representó para mí la primera revelación de cierto poder, la primera llamada, a mí dirigida, por una voz extraña y secreta”, recuerda Koo-chan. También por esa época tiene lugar la “primera venganza de la realidad” que la vida le depara: su institutriz, al verlo tan fascinado por una imagen en la que se detiene cada vez, la ilustración de un imponente caballero en un corcel blanco, le revela que se trata de una mujer: Juana de Arco. El porteador de excrementos y la heroína francesa forman lo que Koo-chan llama el prólogo de su vida, junto con la atracción por el sudor de los soldados que desfilan frente a su casa y la preferencia por los príncipes de los cuentos infantiles, antes que por las princesas, así como el afán de disfrazarse, que le dura hasta los nueve años desde que lo hace por primera vez a los cuatro, con ropas de su mamá, para convertirse en Tenkatsu, una maga que ha visto en el teatro. “En aquellos tiempos había comenzado a comprender vagamente aquel mecanismo según el cual lo que los demás consideraban una impostura por mi parte era, en realidad, una expresión de la necesidad de afirmar mi propia manera de ser, mientras que aquello que los demás suponían mi verdadera forma de ser no era más que una impostura”, rememora el personaje.
A los 12 años comienza a ser consciente de sus erecciones y nota que los gustos que animan su pene se centran en recuerdos infantiles como los de muchachos desnudos en la playa o en la piscina. “Hasta aquel momento había creído erróneamente que esas realidades sólo ejercían una atracción poética en mí, confundiendo la naturaleza de mis deseos sensuales con un sistema estético”, dice Koo-chan. Cuando entra en la secundaria, queda prendado de Omi, un muchacho de su curso, pero mayor que todos porque ha repetido el año dos o tres veces; de él se dice que ha estado ya con mujeres y que la tiene muy grande. En el liceo, Koo-chan ya sabe lo básico sobre la sexualidad, pero aún no lo inquieta la conciencia de ser diferente: jamás llega a pensar que su atracción por Omi está relacionada con las realidades de su vida. Con todo, el personaje-narrador de Confesiones de una máscara ya posee por entonces el instinto de refugiarse en la soledad, de vivir aparte como un ser diferente. Es ya muy introspectivo porque, a diferencia de sus amigos, siente mayor necesidad de conocerse a sí mismo.
“Todos dicen que la vida es un escenario. Pero la mayoría de las personas no llegan, al parecer, a obsesionarse por esta idea, o, al menos, no tan pronto como yo. Al finalizar mi infancia estaba firmemente convencido de que así era, y que debía interpretar mi papel en ese escenario sin revelar jamás mi auténtica manera de ser (…) Creía con optimismo que tan pronto como la interpretación hubiera terminado bajaría el telón y que el público jamás vería al actor sin maquillaje. Mi presunción de que moriría joven era otro factor que colaboraba a mantener esa creencia. Sin embargo, con el paso del tiempo, ese optimismo, o, mejor dicho, ese sueño en vigilia, concluiría en una cruel desilusión”, confiesa. Así, Koo-chan cultiva el arte de hacer las mismas asociaciones que sus amigos y aparenta que, como ellos, lo excita la simple idea de imaginar a una mujer desnuda. Hecho una “máquina de fabricación de falsedades”, también finge enamorarse de la hermana de su amigo Nukada. Sin embargo, su impostura le resulta cada vez más asfixiante, al punto de que, en medio de los bombardeos frecuentes de 1944, además de miedo, tiene una dulce expectación por la muerte repentina, que lo liberaría del peso de la máscara.
En el año final de la guerra, Koo-chan es conmovido por Sonoko, la hermana de otro amigo, Kusano. “Hasta aquel momento, había contemplado a las mujeres con una mezcla de infantil curiosidad y de fingido deseo sexual. Mi corazón jamás había quedado embargado, y embargado gracias a una sola mirada, por una pena tan profunda e inexplicable, y, además, por una pena totalmente ajena a la mascarada de mis ficciones”, señala. Hay una diferencia entre lo que siente después de la mirada que le dedica esta chica y el amor gratuito y artificial que ha aparentado por la hermana de Nukada: las emociones que provoca Sonoko le causan también remordimiento. “Tenía la clara conciencia de que se trataba básicamente de un remordimiento. Pero ¿acaso había cometido un pecado del que tuviera que arrepentirme? (…) ¿La visión de Sonoko había constituido una llamada a mi personalidad provocando así el remordimiento? ¿O quizá aquel sentimiento no era más que el anuncio de un pecado?”, se debate Koo-chan. Son muchas interrogantes para evitar nombrar con precisión lo que el lector comprende: se siente inauténtico.
“¿Es posible que una persona llegue a falsear de forma tan absoluta su propia manera de ser al menos durante un instante?”. La pregunta que se formula Koo-chan en algún momento de estas memorias parece tener una respuesta afirmativa, vista la suerte de su relación con Sonoko…
Post scriptum:
“Todo está manchado”
Leer las novelas de Shimazaki, Tanizaki y Mishima y darle vueltas al tema del secreto me hizo ver de nuevo la película 45 años, que revela cómo muchos años de relación sobre la base de áreas libres grandes no protegen lo suficiente contra la explosión de un único secreto.
En esta película británica de 2015, Kate y Geoff Mercer forman un matrimonio muy bien avenido. No han tenido hijos y, ya retirados, viven una vejez apacible en una casa de las afueras de un pequeño pueblo. A él le hicieron un bypass coronario cuando estaban por celebrar sus bodas de rubí y a partir de entonces toda la energía que demanda la cotidianidad ha emanado de ella, desde los paseos del pastor en las mañanas hasta las compras. Ha transcurrido un lustro desde la operación y han decidido no esperar que se cumpla el lapso de las bodas de oro para celebrar su feliz y dilatada unión, así que Kate está en eso: organizando la fiesta. Falta una semana para la recepción en el salón donde, en 1805, se ha realizado el baile por el triunfo en Trafalgar, cuando Geoff recibe una carta en la que le informan que han encontrado el cuerpo de Katya, su novia que hace medio siglo cayó por una grieta de la montaña suiza durante unas vacaciones juntos. Goeff cree recordar que le ha hablado a su esposa de esa joven novia alemana, pero si es así, no le ha contado todo y cuando Kate descubre la profundidad de aquella relación, le dice: “Es como si ella hubiera estado de pie en un rincón de la habitación todo este tiempo (…) Todo está manchado”. La película termina con un plano medio de Kate (Charlotte Rampling) después del baile de los “novios”: su rostro es una dolorosa mezcla de decepción y tristeza.