El último encuentro, Divorcio en Buda y otras novelas de Sándor Márai
Sándor Márai (1900-1989) ya era un escritor célebre en Hungría cuando partió al exilio en 1948. Sin embargo, tendría que pasar medio siglo antes de que su obra fuera conocida —y reconocida— en países de Europa occidental y Latinoamérica. En 1998 la editorial Adelphi (Milán) publicó El último encuentro, casi de inmediato traducida a una treintena de idiomas y editada en España. Esa novela fue mi primera lectura de él, en 2006; la adquirí en Macondo, una librería de Caracas hace ya tiempo desaparecida, donde las recomendaciones de su librero, Pedro, eran también como mariposas amarillas: adelantos de gratísimos libros, como en el universo garciamarquiano anunciaban a Renata Remedios la cercanía de Mauricio Babilonia. Se cuenta que Adelphi tuvo que hacer diez tirajes adicionales de aquella novela en menos de un año: yo regresé a los días a Macondo por más: Divorcio en Buda y La herencia de Eszter.
En los tres libros se trata de viajes al interior del alma humana. Y, por momentos, los monólogos de los personajes podrían extraerse de la novela y publicarse, con algunas correcciones de forma, como ensayos sobre el sentido y valor de la amistad (El último encuentro) o la traición (Divorcio en Buda). Asimismo, los tres libros se resuelven mediante conversaciones en ambientes en penumbras, con alguien exponiendo sus reflexiones en voz alta mientras el interlocutor apenas asiente o intercala frases cortas, como postas de descanso breve para el hablante; casi ni pueden verse las caras en esas habitaciones apenas rescatadas de la oscuridad por la tímida luz de una vela, con nidos de humedad en los rincones.
En El último encuentro, un viejo general se reúne después de más de 40 años con el entrañable amigo que lo traicionó con su mujer: una anécdota trivial, si se quiere, pero lo singular de Márai es cómo construye toda la disertación sobre la amistad a partir de allí y, sobre todo, cómo dota al general de un sentido para vivir solo en función de tan larga espera. Es algo que ya aparece en Divorcio en Buda (esta es anterior a El último encuentro, pero fue publicada en español después): un trío y nuevamente la traición, pero esta vez como supuesta, como insinuada, como algo que pudo haber sido y no fue, pero que igual tiene consecuencias terribles. Mientras, en La herencia de Eszter se amplía el círculo humano, aunque también está el triángulo en la base del libro (esta vez dos mujeres y un hombre) y persisten los temas, pero quizás aquí Márai baja una escala en su crudo retrato de la condición humana y en lugar de traición, solo deslealtad.
¿Existe la satisfacción, es decir, vale la pena sufrir?
Las novelas de Márai residen en la visión íntima de sus personajes, qué piensan, qué sienten, cuán perplejos están frente al mundo absurdo que les rodea y a veces les aplasta. Tan es así que, en realidad, fuera de ellos no pasa nada y las situaciones son apenas excusas para ofrecer esos recorridos perturbadores. En La extraña, el viejo y desolado académico que termina con sus huesos en un decadente hotel de veraneo nos acribilla con una pregunta a lo largo de todo el texto, que hacia el final formula con claridad: ¿existe la satisfacción, es decir, vale la pena sufrir? Su respuesta es dramática y con ella parece liberado, pero solo por un momento, del mismo modo que la rabia encuentra salida temporal en azotar una puerta o el dolor del desamor alivio fugaz en el insulto al ser amado.
¿Qué se puede hacer ante la evidencia de que todo es simulación y de que somos piezas de un juego que no controlamos?
Con preguntas tan inquietantes, el lector de Márai tiene aviso de que, en algún momento, tratará sobre la muerte. En La gaviota discurre mucho sobre ese final definitivo, uno de los tres hechos contra los que nada puede la voluntad humana (los otros dos son el nacimiento y la manifestación del amor, según lo afirmado por el protagonista). Es 1943, Hungría ya está involucrada en la guerra y la carnicería de la conflagración es más que suficiente para reflexionar sobre el fin de la existencia humana. Pero, al mismo tiempo que habla sobre la destrucción material, el Consejero del ministro llama la atención sobre otro tipo de muerte: el deceso que acaece con la conversión del individuo en parte indiferenciada de la masa. El protagonista reconoce que la naturaleza o Dios tienen solo un inventario extenso pero finito de formas —cuerpos— y por eso no ha de extrañar la repetición de los tipos humanos, pero cada uno de ellos tiene un matiz que lo hace singular respecto de sus semejantes; cada uno tiene, en fin, un alma. Es la pérdida del alma, el desvanecimiento de esa intensidad única en medio del anonimato al que condena la masificación, lo que atormenta al Consejero.
Toda la reflexión parte de la perplejidad que le causa al protagonista una prodigiosa duplicación: él amó a una mujer bellísima que, aún joven, se suicidó, al parecer debido a una oscura relación con otro amante, un hombre mayor (su profesor de Química en la universidad). Un mediodía, se presenta a su despacho una joven finesa que le solicita apoyo para encontrar trabajo en Hungría como maestra: no solo es un calco físico de la muerta, sino que también ha tenido una relación —o casi— con un hombre mayor y ¡llegó hasta él referida por el viejo profesor de Química! Al principio, el Consejero no puede más que reírse de tan increíble concatenación de hechos y, a continuación, levanta sus defensas porque sabe que si repite la relación que vivió hace años, asimismo retornará el dolor. Pero, termina cediendo: ya no soy un hombre joven, se dice. Así que la invita esa misma noche a la ópera y a la salida se van a su casa, donde tiene lugar el largo diálogo durante el cual él intenta explicarle la extraordinaria coincidencia y que ella no es completamente ella, en tanto que no está ahí, en Hungría, con él, por voluntad propia, sino por un arreglo de terceros.
Y, en efecto, así es, aunque no se trata de la misma fuerza superior en la que piensa el Consejero: ella ha llegado hasta su oficina por mandato de una voluntad innominada, pero en todo caso humana, la misma que a fin de cuentas ha puesto en marcha las ruedas de la guerra. ¿Qué se puede hacer ante la evidencia de que todo es simulación y de que somos piezas de un juego que no controlamos?
Chicos, si quieren sobrevivir en el mundo de los adultos, es del todo imprescindible que aprendan a usar máscaras
Que la existencia tiene mucho de baile de máscaras se encuentra en Los rebeldes. Son cuatro, tienen dieciocho años, acaban de rendir el último examen de su educación media y a la vuelta de unas semanas comenzarán la instrucción militar antes de ir al frente; en suma, están dejando de ser jóvenes para convertirse en adultos. Es ese cambio, concentrado en unos pocos días que resultan decisivos para las vidas de los protagonistas, y de lo que se pierde con él, el eje de la narración.
La pandilla aborrece la dimensión adulta y tiene varias formas inocentes de demostrar su desprecio, como robar cosas inútiles y que ello sea el fin en sí mismo, sin ningún objetivo ulterior. Sin embargo, el juego tiene sembrada la semilla de la corrupción, pues las pequeñas cantidades de dinero que uno de ellos sustrae de la tienda del padre y que los cofrades le exigen, en cualquier caso, emplear de una manera inútil (como comprar ropa que el ladrón no puede lucir sino en las reuniones de ellos mismos), se van haciendo cada vez más significativas, hasta que obligan a un robo mayor para tapar la grave falta… Al mismo tiempo, un actor de teatro se hace parte del grupo y pese al recelo por tratarse de un adulto, los pandilleros sucumben a su encanto. Hay un tercer ingrediente: uno de los chicos ha estado haciendo trampa en el juego de cartas.
Esos tres elementos le sirven a Márai para, como siempre, pasear por las profundidades de la naturaleza humana. Para los pandilleros, poco a poco la amistad deja de ser una relación seria y desinteresada para devenir juego de cálculo; la lealtad es sustituida por el resentimiento social y la traición, y la rebeldía se rinde ante los encantos del mundo de los “mayores”. En una palabra, si alguna vez fueron auténticos, ya no lo serán más una vez que traspasen el umbral. No parece casual que el hombre adulto que conquista a la pandilla sea un actor de teatro; es decir, alguien que tiene como profesión representar distintos roles. A los chicos les asombra cómo muda la personalidad de Amadé con tan solo cambiar de peluca y cómo se adapta a las diversas circunstancias; en esa perplejidad anida el mensaje: chicos, si quieren sobrevivir en el mundo de los adultos, es del todo imprescindible que aprendan a usar máscaras.
Márai fue testigo de casi todo el siglo XX y sus conclusiones son desoladoras: la vileza, la crueldad, la mezquindad, el odio… es lo que distingue a la especie humana, que solo es distinta en los instantes de la compasión y del placer físico
Lo último que tengo leído de Márai es su libro Diarios 1984-1989 y no creo recordar ninguna otra lectura que me haya dejado tan triste. Página tras página, día a día, sobre todo a partir del segundo año del libro, se asiste al desarrollo de un final. Es una agonía en cualquier sentido: L, su esposa, con quien ha compartido 62 años, sufre una caída y se fractura un brazo; pronto sana la rotura del hueso, pero el episodio fue como una señal de partida para la agudización del deterioro físico general de L, tan octogenaria como Márai, y quien ya estaba ciega y sufría desmayos. Es curiosa la relatividad del tiempo: para el escritor, se acelera la partida de su compañera de vida, pero para ella todo transcurre dolorosamente despacio: “Muero tan lento”, le dice.
L es internada en un hospital especializado en atender a enfermos terminales y Márai, cada día, la visita, le toma la mano y resiste lo mejor que puede el peso de esa ausencia que ya es sin serlo aún: L pasa la mayor parte del tiempo inconsciente. Es en esos días cuando el escritor decide que pondrá fin a su vida, porque sin L nada de lo que quiso, añoró, vivió, aprendió, escribió (antes que a nadie, a L le leía todo cuanto escribía) tiene ahora razón de ser. Pero además decide que no llegará a ese estado de postración, humillante y, en cualquier caso, sin ningún sentido. El propio Márai se está quedando ciego (apenas puede leer con el ojo derecho) y su figura tambaleante se apoya en la precaria seguridad de un bastón. Ya sabemos que el escritor húngaro se suicida en 1989: el revólver lo compró en 1986.
¿Qué queda al final de una vida? La comprobación del desencanto: Márai fue testigo de casi todo el siglo XX y sus conclusiones son desoladoras: la vileza, la crueldad, la mezquindad, el odio… es lo que distingue a la especie humana, que solo es distinta en los instantes de la compasión y del placer físico. Escribe: “… me conforta pensar que en San Diego tengo un revólver en el cajón de la mesita de noche. No es la ‘desesperanza’ lo que me insta a pensar en ello, sino la idea de que es la única vía, la única manera de huir de una situación vergonzosa. Esa situación vergonzosa es la vida, esa ilusión grotesca”.